Nosotros y la vejez

Nosotros y la vejez

Cada cultura compone su propia imagen de vejez. Al mismo tiempo, el envejecer es un proceso subjetivo, por lo cual cada uno envejece dentro de su tipicidad. Envejecer es, entonces, una experiencia única e irrepetible.

| Por Solchi Lifac |

“Nada debería ser más esperado, nada es tan imprevisto como la vejez”, enfatizó inmejorablemente Proust. En verdad, de todas las realidades que nos atañen esta es, tal vez, aquella de la que guardamos durante más tiempo una noción puramente abstracta. ¿Qué es lo que avala este hecho significativo de que, debiendo ser la propia vejez algo natural y esperado, sea tan sorpresivo y hasta disruptivo?

Conocedor de su destino, el hombre, desde sus orígenes mismos, tuvo que encarar el tema de su finitud. Aun cuando se le dio diferentes tratamientos, la decrepitud, sin duda, conmovió al ser humano. En función de ello cada cultura compuso su imagen de vejez a la que fue preciso ajustarse. De ahí que la actitud frente a los viejos no fuese unívoca; en algunos casos se los veneró, en otros se los eliminó, así como en otros prosperó su condición de tabú.

Se envejece dentro de un contexto; contexto que, como tal, implica un sistema de valores e instituye a partir de ahí el sentido y el valor del envejecimiento. Pero también, e inversamente, por la manera como cada sociedad se comporta con sus ancianos devela la verdad de sus principios y sus fines.

El comportamiento frente a los viejos, sin ser unívoco, mantuvo, en todos los casos, un valor testimonial. Comenta Emilio Durkheim que entre los antiguos escandinavos la práctica del suicidio fue un hecho usual. Más aún, correspondía que los hombres se quitaran la vida arrojándose al vacío cuando, extenuados por los años, ya no eran capaces de sostener la espada. De hecho, la propensión a identificar la vejez con la incompetencia para las tareas de la juventud no se ha extinguido y las cruentas prácticas gerontocidas se han modificado, pero tan sólo en apariencia. Todos estamos familiarizados con las recomendaciones de respeto y cuidado que nuestra sociedad preconiza en relación a sus viejos, como también con el maltrato y la humillación a los que ella misma los somete. Las manifestaciones de esta violencia, y no vale la pena redundar en ejemplos, van desde los modos más sutiles hasta las prácticas más aberrantes.

Tema entonces de todos los tiempos y tema de actualidad, ¿qué es lo que incorpora nuestra sociedad en relación al mismo?

El ser humano ha hecho y sigue haciendo denodados esfuerzos para negar su finitud. Si hemos llegado a los 100 años, ¿por qué no a los 150, a los 200 o más? ¿Acaso es impensable un yo inmortal? Una anécdota ilustra la apuesta. Woody Allen llega a su lugar natal luego de una larga ausencia, y al recibir la noticia de que muchos ya no están, exclama entre azorado y contrariado: “¿Cómo que se han muerto? ¿Acaso no comían arroz integral?”.

“No envejecer” tiene su correlato en este nuevo imaginario social “cuerpo sin fisuras, cuerpo inmutable e inmortal”; en este producto bizarro de mujeres sin edad. Pero ahí está el viejo para desmentir la desmentida. “Los viejos ponen en evidencia a la vejez”, denunció Bioy Casares. ¿Qué hacer con esto que nos estropea el infinito? El rechazo es experimentado como poder soberano, y si bien asume múltiples expresiones, todas están puestas al servicio de “no tengo nada que ver con esto”. El yo expulsa lo inadmisible.

¿Cómo incide este imaginario en el sujeto al que le toca transitar su propio envejecer? ¿Cómo recibe el aparato psíquico la marginación, la desubjetivación? Las humillaciones son fuente de resentimiento. La coartación de derechos, la pérdida de dignidad, activan la violencia desde sus lugares más remotos. En las construcciones defensivas, a menudo la depresión suplanta la toma de conciencia de los sentimientos reivindicativos. La resignificación de lo dado imprime el sello de lo singular y define cada caso en particular.

Pedro tiene 75 años. Empresario exitoso, sigue trabajando en colaboración con sus hijos. Tiene novia; hasta ahí con el beneplácito de su entorno. El escándalo estalla cuando Pedro anuncia su intención de casarse. ¿Para qué te querés casar? La estás nombrando heredera. Y sí, reconoce Pedro, porque la quiero. Abreviando: Pedro no se va casar bajo un argumento irrebatible: “No les puedo hacer esto a mis hijos”.

¿Por qué tengo que pelear por mis derechos? ¿Por qué no puedo hacer lo que quiero de mi vida?, se escucha decir a más de uno preso de su circunstancia. ¿Por qué no me puedo casar a los ochenta? ¿Por qué no puedo seguir siendo el dueño de mi empresa? Preguntas todas que señalan la vacilación dentro del par “dependencia-autonomía”. ¿Por qué no puedo? Al poner en juego el propio deseo se pone en riesgo un vínculo. El miedo a no ser querido, el miedo al desamparo es arcaico y no perime.

Todo fenómeno debe ser entendido dentro del contexto que lo incluye. La presencia de una realidad nueva, como es la de edades muy avanzadas, con sus consecuencias socioculturales y económicas, nos obliga a nuevas formulaciones, a reformulaciones de lo dado.

Alargar la vida, sostener la utopía de que no hay límites, plantea costos, arrastra consecuencias, impone paradigmas. Nos preguntamos, a partir de ahí, si la violencia de y hacia la vejez no es la respuesta, también, a estos nuevos paradigmas que se nos imponen y para los que aún no tenemos respuestas.

¿Cómo definir un buen envejecer? ¿Quiénes son aquellos a los que, más allá de sus edades cronológicas, coincidimos en llamar “eternamente jóvenes”? Para responder a esta cuestión hay que renunciar a comprender el envejecimiento psíquico a partir de sus solos síntomas y considerar al aparato psíquico en su función específica: la vida de relación. La vida psíquica es, fundamentalmente, vida de relación.

Al margen de su valor vincular, el envejecer es un proceso subjetivo. Cada uno envejece dentro de su tipicidad. De ahí que ser viejo es, también y fundamentalmente, la relación que cada subjetividad entabla con sus realidades inapelables. Dentro de cada estructura cada cual combinará, a su manera, la dependencia afectiva, el despliegue narcisista. Cada uno resignificará su dolor frente a los duelos y desinvestiduras que acompañan y definen el proceso. El potencial de resignificación convierte a cada caso en único, singular, irrepetible.

Este es un caso entre tantos. Una pareja de 91 años cada uno se acerca al Centro Cultural Rojas con la intención de iniciar un curso sobre computación. Al informarse que no quedan vacantes, responden al unísono: “Bueno, entonces volveremos el año que viene”…

Autorxs


Solchi Lifac:

Psicóloga clínica. Especialista en Adultos Mayores. Coordinadora del Dpto. de Adultos Mayores de la Asociación de Psicología y Psicoterapia de Grupo. Miembro del Comité Académico y del Comité de Referato de la misma institución.