Los movimientos de justicia ambiental. La defensa de lo común frente al avance del extractivismo

Los movimientos de justicia ambiental. La defensa de lo común frente al avance del extractivismo

Los peligros ambientales que enfrenta hoy América latina son inseparables de la desigualdad social y el rol subordinado que ocupan nuestras economías en el mundo. En las luchas para defender su entorno, diversas organizaciones y comunidades reivindican sus modos de vida y sus formas de organización y construyen lenguajes de valorización ambiental. Nos plantean así una pregunta clave para el futuro del continente: ¿es este el único modelo de desarrollo que podemos darnos?

| Por Gabriela Merlinsky |

Introducción

En las dos últimas décadas, en diferentes regiones de América latina hemos asistido a la expansión de formas de movilización socioambiental que expresan una creciente conflictividad en relación con el acceso, la disponibilidad, la apropiación y la gestión de los recursos naturales. Son una respuesta a la expansión de actividades económicas que conllevan extracción intensiva de recursos, expansión de vertederos y riesgos de contaminación para quienes el ambiente es la base material del sustento.

En palabras de los actores que integran los colectivos, “luchar contra el extractivismo” implica formar parte de una región del mundo que ha estado históricamente sometida a la expansión del capital a expensas de la desposesión de territorios. No son apenas expresiones defensivas frente al aumento de la tasa de extracción de los recursos naturales; por el contrario, en estas luchas sociales hay en plena ebullición un proceso activo, creador, que cuestiona las promesas incumplidas de las narrativas del desarrollo y produce construcciones colectivas para enfrentar problemas comunes. Son prácticas y registros expresivos que ponen en marcha modos colectivos de producción y consumo, que encarnan diferentes visiones del eco feminismo, que acompañan la defensa de los modos de vida de pueblos originarios, que introducen una discusión compleja sobre los conceptos del buen vivir, aspectos todos ellos que hacen referencia al derecho de autodeterminación de los pueblos.

El aspecto más productivo en términos sociales es que se multiplican los debates en torno a los supuestos beneficios del desarrollo y se elaboran definiciones sobre la justicia ambiental. ¿Cuál es el impacto de diferentes actividades extractivas sobre la salud y la vida humana? ¿De qué manera estas actividades producen alteraciones irreversibles en el territorio? ¿Cuáles son los grupos de género, clases, comunidades étnicas y poblaciones más afectadas? ¿Hay que promover una utilización intensiva de los recursos naturales o es necesario pensar alternativas colectivas que los preserven en su calidad de bienes comunes? ¿Los recursos del ambiente deben ser utilizados para generar divisas o para apuntalar la agricultura familiar y la producción agroecológica?

Estos interrogantes, entre muchos otros, producen diferentes diálogos que relacionan de forma novedosa los objetivos de la justicia ecológica con los antiquísimos reclamos por la justicia social. En este artículo quisiera mostrar de qué manera los reclamos por justicia ambiental (entendida en su relación estrecha con la desigualdad) se traducen en la inscripción territorial de las luchas ambientales, la resistencia al cercamiento de los comunes, la producción de conocimiento colectivo y en la construcción de identidades que exigen reconocimiento.

Los movimientos de justicia ambiental a escala global y en América latina

Han sido las luchas sociales de los movimientos que denuncian la injusticia ambiental quienes han llamado la atención acerca de los lazos existentes entre la desigualdad social y el peligro ambiental. Las y los activistas de estos grupos, generando resistencias y formas de acción directa en contra de amenazas visibles en sus comunidades, han mostrado que los peligros tóxicos y las localizaciones de actividades potencialmente peligrosas se superponen de forma implacable con la desigual distribución de la renta. Son los grupos más pobres, las minorías raciales, las comunidades originarias, las poblaciones con menos poder e información, los que habitualmente soportan la instalación de actividades contaminantes y peligrosas en sus sitios de residencia.

La desobediencia civil en gran escala, que ocurrió en el condado de Warren en Carolina del Norte en 1982, fue una de las primeras señales del emergente movimiento de justicia ambiental en Estados Unidos. Cientos de mujeres y niños usaron sus cuerpos para bloquear los camiones que traían residuos con policrobifenilos (PCB) a un sumidero próximo a su comunidad. Los territorios de esas comunidades de clase trabajadora o rural, principalmente afroamericanas, de Warren County, habían sido designados para recibir los residuos tóxicos de las industrias de Carolina del Norte. A partir de allí empezó a forjarse una conexión entre la cuestión racial, la pobreza y las consecuencias ambientales de la producción de residuos industriales.

Los trabajos del sociólogo estadounidense Robert Bullard han sido decisivos para exponer evidencias de los nexos existentes entre riesgo ambiental y desigualdad social. Documentados a través de rigurosos análisis estadísticos, estos estudios permitieron mostrar que la composición racial de una comunidad es la variable más apta para predecir la existencia de depósitos de residuos industriales en un área. No es sorprendente entonces que en Estados Unidos el movimiento de justicia ambiental se haya consolidado como una rama poderosa del movimiento de derechos civiles; y es en ese contexto que ha sido acuñado el concepto de “racismo ambiental”.

Más allá de la frontera de Estados Unidos hay ejemplos de casos resonantes que entroncan diversos reclamos por justicia ambiental con una visión en la que “naturaleza” y “ambiente” son percibidos como lugares y conjuntos de relaciones que sostienen un modo de vida local. Podemos citar varios ejemplos alrededor del mundo, como el movimiento chipko en la India, que es la expresión de la lucha de las mujeres durante casi cuarenta años por la conservación de los bosques y en contra del monocultivo de árboles en las regiones del Himalaya, en las provincias de Garhwal y Kumaon. También los movimientos que en Nigeria reclaman por vertidos de petróleo crudo y por la quema de gas residual, acciones que contaminan el Delta del Níger y que han dado lugar a un movimiento de resistencia comunitario con momentos muy críticos de violencia, tal como sucedió en 1995 cuando el poeta y líder comunitario Ken Saro Wiva fue asesinado.

En América latina las batallas por la justicia ambiental están asociadas a la disputa por los supuestos beneficios de los modelos de desarrollo. Los pobladores, organizados bajo la forma de “asambleas ciudadanas autoconvocadas” o “asambleas multisectoriales”, reclaman por la protección de sitios no urbanizados; rechazan la implantación de minas, industrias, infraestructuras y proyectos inmobiliarios o piden el control de la contaminación asociada a ciertas actividades o usos del espacio. Los movimientos reclaman por la injusta producción/distribución de riesgos, daños ambientales y problemas sanitarios. Aquí se pone en discusión cuáles son las afectaciones a la salud, la vida y modos de vida, de los territorios en los que habitan comunidades indígenas y campesinas, pueblos con economías agrícolas y asentamientos de clase trabajadora en las periferias de las ciudades.

La inscripción territorial de las luchas ambientales

La vida social comunitaria tiene inscripción espacial porque es constituida por hombres y mujeres que en su materialidad corporal no pueden prescindir del agua, de la tierra, del aire y del fuego; por esa razón, la territorialidad debe ser entendida conceptualmente como una relación entre diferentes grupos humanos y su medioambiente espacio-temporal, un tipo de vínculo que se fundamenta en lo vivido. ¿Qué sucede entonces cuando se plantea un conflicto ambiental en torno al acaparamiento de los recursos y se ponen en entredicho los supuestos beneficios y perjuicios de la instalación de una actividad económica en un territorio dado? Con frecuencia uno de los primeros momentos de la movilización social es la construcción de formas de expresión que reclaman que el espacio no es intercambiable con otros. Este tipo de reacción permite la construcción de lo que Joan Martínez Alier denomina “lenguajes de valorización del ambiente”, los que se distancian de la valuación monetaria y establecen racionalidades alternativas para definir la significación del territorio.

Patrice Melé propone, asimismo, analizar las situaciones de conflicto como “momentos de territorialización”: se trata de procesos dinámicos en los que la preservación del espacio se transforma en objeto de negociación y representa un cuadro de vida, es decir, un horizonte de aspiraciones comunes. Los movimientos tienden a señalar diferencias en cuanto al reparto geográfico de los daños, lo que lleva a poner en evidencia la desigualdad ambiental, aspecto que puede impulsar cambios en las competencias de los niveles de gobierno para tomar decisiones que afectan el territorio.

Arturo Escobar se ha referido en diversas oportunidades a la experiencia de la red de organizaciones etnoterritoriales conocida como Proceso de Comunidades Negras en el Pacífico Colombiano, un ámbito de organización colectiva que ha ido construyendo una política de lugar, a partir de definir una región de enunciación como “territorio y región de grupos étnicos”, lo que se ha convertido en un principio de gravitación de las estrategias políticas como también de las políticas de conservación. Se trata de luchas que relacionan el cuerpo, el ambiente, la cultura y la economía en toda su diversidad. De este modo, se pone en evidencia el carácter histórico profundo de esta región –en todas sus dimensiones geológicas, biológicas, culturales y políticas– y cómo estas dimensiones han sido siempre objeto de negociaciones.

En la Argentina, los afectados por la degradación ambiental del Riachuelo hacen referencia a una región de enunciación más amplia: la cuenca. Si antes la degradación de las aguas y el territorio no era tratada como problema socioambiental, la experiencia colectiva de definir las conexiones entre la falta de inversión en política de agua y saneamiento, la residencia en un territorio ganado al río y la existencia de graves problemas sanitarios, permitió construir un espacio organizativo común que se denomina Foro Hídrico. En palabra de Víctor Frites, uno de sus líderes, “si la última inundación del año 2000 fue un golpe fuertísimo, es allí cuando decidimos tener una herramienta que se llamaría Foro Hídrico, tomando recaudos para lograr apoyos políticos de diferentes agrupaciones y buscando ampliar nuestro horizonte. No se trata solo sobre las inundaciones; para solucionar el problema hídrico de la zona se necesita un proyecto integral para la cuenca Matanza-Riachuelo que debe ser, sobre todo, un programa de lucha contra la injusticia social”.

La resistencia al cercamiento de los comunes

Los bienes comunes son aquella parte del entorno que rebasa el ámbito de la posesión individual, pero respecto del cual la persona tiene un derecho reconocido de uso, no para producir mercancías, sino para la subsistencia de sus congéneres. No refiere solamente a un conjunto de bienes sino también a aquellos ámbitos o espacios del entorno natural y social de los que dependen la subsistencia y la seguridad. Se trata de esferas que no pueden definirse como privadas o públicas y que están sometidas a normas de uso culturalmente determinadas por las personas y grupos cuya existencia depende de ellos.

En la literatura sobre el tema es posible evocar la tradición anglosajona sobre el “cercamiento de los comunes” que refiere a los commons, una palabra del inglés antiguo que en la época preindustrial se usaba para designar ciertos aspectos del entorno. La gente llamaba comunales a aquellos espacios que, mediante el derecho consuetudinario, quedaban más allá de los propios umbrales individuales y fuera de sus posesiones, por los cuales –sin embargo– se tenían derechos de uso reconocidos. Estos no eran para producir bienes de consumo sino, muy por el contrario, para contribuir al abastecimiento de las familias, es decir, para la elaboración de bienes de uso. Este proceso fue desarticulado en siglo XVIII durante la denominada revolución agrícola en lo que Karl Polanyi denominó revolución de los ricos contra los pobres y que implicó la transformación de las tierras comunales en espacios privados.

Por otro lado, existe la tradición de pueblos originarios y comunidades campesinas de América latina que, desde tiempos inmemoriales, han establecido complejos regímenes de vida y gobierno. Estos últimos no solo abarcan formas de tenencia de la tierra o modos comunales de uso, sino que además hacen referencia a formas de relaciones sociales que, como señala Gustavo Esteva, son también espacios de libertad.

Lo que me interesa resaltar aquí es el modo en que diferentes movimientos por la justicia ambiental, tanto urbanos como campesinos e indígenas, retoman estas referencias para producir ámbitos de comunalidad o comunidad que expresan un descontento con el modo industrial de producción, con el extractivismo y/ o con el capitalismo mediante iniciativas que defienden y recrean lo común para resistir a su cercamiento. Cuando las asambleas en contra de la minería a cielo abierto en la Argentina plantean que “el agua vale más que el oro”, están haciendo referencia a esta idea de un ámbito común de relaciones sociales que es parte de una historia local, donde el componente hídrico es entendido como un ensamble socionatural.

Las movilizaciones contra plantaciones de árboles establecidas para producción de madera o pasta de papel, privando a los pobladores locales de tierras y agua, dieron lugar hace veinte años al eslogan y al movimiento “Las plantaciones no son bosques”. En Brasil, el término “desiertos verdes” fue el nombre con el cual se bautizó espontáneamente y desde abajo a las plantaciones de eucalipto en Espírito Santo y otras regiones, a las cuales se opusieron campesinos locales y pueblos indígenas. Estas plantaciones eran ciertamente un tipo de cercamiento o privatización de los comunes, impulsada por la exportación de pasta de papel y celulosa.

En las disputas en torno a la preservación de la biodiversidad y los conocimientos acerca de las semillas, por ejemplo, se las concibe no solo como parte de la cadena alimentaria, sino también como un lugar donde se almacena la cultura y la historia. De este modo, el libre intercambio de semillas adquiere un significado primordial porque es también la circulación de culturas y herencias. Se trata de una acumulación de conocimientos acerca de la relación entre las culturas y la transformación de las semillas como formas de cultivo y como medios de vida.

Estas formas de nombrar lo común para dejarlo afuera de valoraciones mercantiles son un poderoso catalizador de la acción colectiva, porque producen una vinculación entre el ámbito organizacional y el territorio de bienes comunes. Lo común es lo que se protege, pero también es lo que se recrea mediante la inscripción de las prácticas en el espacio.

La producción de conocimiento colectivo

Uno de los factores detonantes de la movilización socioambiental es la negación del problema por parte de las corporaciones y las agencias estatales, aspecto que muchas veces incluye el ocultamiento sistemático de la información. Esta es una forma de dominación social que empuja a los afectados a la construcción de conocimiento propio mediante investigaciones y el relevamiento de fuentes de información alternativas a las fuentes oficiales.

En muchos conflictos es muy difícil probar la incidencia desproporcionada de morbilidad o mortalidad en base a estadísticas oficiales debido a la falta de centros de salud o de relevamientos epidemiológicos que tomen en cuenta los factores ambientales. Phil Brown y Edwin J. Mikkelsen refieren a la “epidemiología popular” para dar cuenta de formas de conocimiento en las que los pobladores y grupos afectados por diversos peligros ambientales desarrollan diferentes investigaciones para establecer los orígenes de los problemas de salud que los aquejan. A diferencia de la epidemiología tradicional, la epidemiología popular busca incorporar en el análisis eslabones causales de mayor alcance, lo que incluye tomar en consideración los intereses empresarios, las decisiones gubernamentales y las regulaciones. Se busca establecer cuáles son los actores responsables y que los resultados sirvan como base para exigir diferentes formas de reparación a los cuerpos afectados.

Este proceso de búsqueda de información y de realización de investigaciones por fuera del laboratorio, en ciertas ocasiones, lleva a confrontar las decisiones tomadas en los espacios cerrados de burocracias estatales y los círculos empresariales y conduce a un cuestionamiento de las definiciones basadas en el conocimiento de los “expertos”. Pero esto no implica que no se movilicen conocimientos expertos porque, frecuentemente, son los profesionales de cada comunidad o incluso los docentes e investigadores universitarios los que llevan adelante experiencias de acompañamiento comunitario.

En la Argentina, el movimiento de médicos de pueblos fumigados enlaza el trabajo de diferentes profesionales de la salud, sindicalistas, víctimas del agronegocio, investigadores e investigadoras, maestros y maestras, estudiantes, vecinos y organizaciones de comunidades afectadas para realizar “campamentos sanitarios”. Este también fue el caso en el ejemplo de lucha de las madres del Barrio Ituzaingó Anexo en Córdoba, Argentina, quienes reclamaron por las afecciones a la salud originadas por la fumigación con plaguicidas y utilizaron como herramienta de prueba tanto los relevamientos de casos de cáncer en sus comunidades como los testimonios de diversos expertos, entre ellos Andrés Carrasco, el investigador del CONICET que realizó investigación científica acerca de los efectos del glifosato en embriones anfibios.

En no pocas ocasiones los procesos organizativos de los movimientos de justicia ambiental están apalancados por valerosas mujeres, quienes accionan procesos de movilización social en continuidad con sus “intereses prácticos de género”. Estas mujeres hacen investigaciones sobre problemas tanto locales como globales, actúan colectivamente en respuesta a diversas amenazas dirigidas a sus comunidades y asumen la autoridad para hablar en representación colectiva.

Al cuestionar la autoridad exclusiva de los expertos y producir conocimientos para poner en discusión las aseveraciones de la ciencia regulatoria, los movimientos de justicia ambiental generan alertas sobre peligros y sustancias potencialmente dañinas y se asumen como portadores de un conocimiento válido, que permite abrir interrogantes sobre la calidad de vida, la salud y el bienestar de un conjunto muy vasto de grupos, comunidades y organizaciones territoriales.

La demanda por reconocimiento

Los colectivos que reclaman por justicia ambiental exigen un justo reconocimiento a los cuerpos afectados, un planteo que pone en evidencia el aspecto discriminatorio del problema. Esto pone en el centro de la discusión diferentes formas de opresión, entre ellas la violencia simbólica que supone que ciertos grupos sociales deban quedar irremediablemente asociados al peligro tóxico, la contaminación y la enfermedad que de allí proviene. Como lo han señalado los textos pioneros de la antropología del riesgo, las discusiones sobre el daño, la contaminación, la suciedad, son formas organizadoras de diferentes concepciones del orden, el merecimiento y las representaciones del buen ciudadano. En palabras de Mary Douglas, si los objetos pueden ser desechados (las basuras son rechazadas en su calidad de elementos que están fuera de lugar), ¿qué lugar ocupan esas personas que están ubicadas en el lugar del desecho?

Los textos de Iris Young permiten entender más de cerca cómo se juegan estas políticas que claman por el reconocimiento en una “sociedad reglada” donde no es la persuasión la que determina cuáles son las mejores medidas o cuáles son las decisiones más justas. El elemento deliberativo que debiera orientar las cuestiones de interés colectivo queda pervertido, al ser los ciudadanos excluidos de los procedimientos para la toma de decisiones.

En las grandes ciudades del tercer mundo, esta exclusión de los procesos de decisión sigue las huellas de la segregación urbana, allí donde las clases altas y medias son portadoras de representaciones acerca de la impureza que subyace a las prácticas de separación física de los sectores populares y su expulsión de la ciudad. Importantes capas de estos sectores se ven obligadas a vivir en las zonas fuera de mercado –como son las tierras fiscales, espacios urbanos inundables, áreas contaminadas y carentes de servicios– que pasan a ser un hábitat socialmente determinado por esas prácticas de expulsión. El medio ambiente característico de estos sectores no constituye, de por sí, un ambiente saludable y su degradación revela la reproducción espacial de asimetrías socioeconómicas y políticas entre estratos sociales. En las grandes metrópolis de América latina, la segregación y separación de los grupos sociales en la ciudad se expresa en una distribución diferencial de los riesgos ambientales, esa es una de las razones que explica la importancia que asumen los movimientos por la justicia ambiental en los centros urbanos. Aquí se reclama por el derecho a la ciudad, entendido como una forma de reconocimiento a todos los ciudadanos a poder disfrutar de los beneficios de la vida urbana.

Para citar un ejemplo que conozco muy bien –en el que están implicadas varios millones de personas afectadas–, las organizaciones sociales que reclaman por justicia ambiental en la cuenca Matanza-Riachuelo han logrado judicializar su demanda invocando el derecho constitucional al ambiente sano ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Sin embargo, aun cuando hay un caso judicial abierto y se ha creado un organismo para responder a la demanda por la recomposición ambiental de la cuenca, en todos estos años, los grupos más afectados no han podido hacer oír su voz en lo que refiere a sus demandas por el derecho a la ciudad. Por un lado, no son un actor con voz en el proceso judicial; por el otro, las medidas implementadas no atienden a la cuestión social y dejan por fuera criterios de justicia que reconozcan un conjunto de derechos como el derecho al agua y el saneamiento, al hábitat saludable, a la educación y a la salud, entre otros.

En síntesis, los integrantes de estos movimientos exigen políticas de reparación a los cuerpos afectados y a los ambientes degradados; no se trata apenas de formas de compensación monetaria, por el contrario, el lenguaje al que se apela refiere al derecho a ser escuchado en los términos que dicta la propia cultura y al reconocimiento como sujetos de derechos.

Autorxs


Gabriela Merlinsky:

Socióloga, doctora en Ciencias Sociales (UBA) y doctora en Geografía (Paris VIII). Investigadora independiente del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani y profesora regular, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.