Los desafíos del posgrado. Un nivel ¿cuaternario? que ha llegado para quedarse

Los desafíos del posgrado. Un nivel ¿cuaternario? que ha llegado para quedarse

En los últimos 25 años tuvo lugar una explosión en la oferta de posgrados, generando crecientes niveles de especialización y formación de nuevos campos. Este fenómeno produjo una serie de tensiones que deben ser debidamente identificadas y analizadas en sus causas para encarar el camino de su superación.

| Por Graciela Morgade |

Analizar la situación y las perspectivas a futuro del posgrado universitario y las ofertas de los posgrados en nuestro país nos implica intentar dar cuenta de una dimensión institucional de un enorme dinamismo y de un desarrollo vertiginoso en los últimos años. Esta característica no es menor, ya que cuando hablamos de “universidad” nos referimos a una de las instituciones de mayor perdurabilidad a lo largo de los siglos y, por lo tanto, también sede de importantes fuerzas de “conservación”, en un sentido negativo y en un sentido positivo.

Sería prudente entonces explorar con detenimiento y mirada crítica cuáles son los “motores” para semejante explosión de propuestas. En estas líneas nos proponemos, sobre todo, revisar algunas de las tensiones propias del campo, generadas en los ’90 y que aún atraviesan nuestras instituciones de educación superior. Asimismo, plantearemos algunos nudos de sentido que en la actualidad se están rediscutiendo en las políticas hacia el sistema científico tecnológico en general y las universidades en particular y algunas propuestas para pensar de manera “integral” y no “residual” al posgrado.

Algo de historia reciente

Cuando aludíamos a la perdurabilidad histórica de “la universidad” estábamos muy lejos de sugerir que se trató de una institución inmutable. Es sabido que a partir de un reducido conjunto inicial, los campos del saber se fueron especializando y desprendiendo para ir formando nuevos campos, y que las universidades tal como las conocemos en el mundo occidental fueron creciendo en funciones y mutando su lugar social, en particular en relación con la Iglesia Católica y los Estados nacionales.

Para el tema que nos interesa sólo quisiera recuperar de esa lectura histórica de larga duración que también la división entre “grado” y “posgrado” es una segmentación históricamente definida; por lo tanto, de alguna manera arbitraria y producto de relaciones de poder. En la historia de la universidad es relativamente reciente y, aunque el grado académico de “doctor” existe desde hace siglos y las maestrías desde hace décadas, es en los últimos veinticinco años que asistimos a la llamada “explosión de los posgrados”.

En nuestros países de América latina ese desarrollo extraordinario fue paralelo a 1) la expansión de los sistemas de evaluación y acreditación externos en el marco de la reformulación de la relación entre el Estado, la sociedad y el mercado impuesto por el neoliberalismo; 2) el incremento del “credencialismo” en un mercado cada vez más competitivo, y, en la Argentina particularmente, 3) el crecimiento de la oferta universitaria del sector privado. Ese marco político produjo numerosas tensiones que marcan la complejidad de la cuestión; algunas de esas tensiones persisten en la actualidad y en el marco político profundamente diferente al de los ’90, que caracterizaremos al finalizar el artículo.

Grado y posgrado. El supuesto político académico y epistemológico de los estudios de posgrado es que “el grado” abarca la formación básica superior en un campo pero no puede dar cuenta de la vastedad y/o profundidad de todas sus expresiones y por lo tanto es necesaria una etapa diferenciada para una apropiación más exhaustiva. Es una “especialización” o una formación superior que habilita para la generación de conocimiento novedoso. Esa instancia adicional supone además un importante compromiso y creatividad por parte de los/as posgraduandos/as que se traduce usualmente en el requerimiento de una tesis final con diversos grados de exigencia en cuanto a su originalidad y relevancia social (siendo máxima en los doctorados).

La proliferación de los posgrados en los ’90, en un contexto de ajuste estructural y promoción del sector privado de educación universitaria, se vinculó fuertemente con un desfinanciamiento del grado y el traspaso (o intento de traspaso) al posgrado arancelado de contenidos imprescindibles para todo/a profesional de un determinado campo; en otras palabras, con la reducción y el empobrecimiento del grado. Si bien no fue idéntico en todos los casos, tendió a crearse una fuerte oposición en la comunidad universitaria perteneciente al campo crítico y suele guiar la sospecha sistemática frente a cada nueva propuesta de posgrado como un eco de esta expresión del ajuste estructural neoliberal.

Posgrados y generación de conocimiento de punta. Uno de los sentidos de política académica más relevante para el posgrado es la generación de condiciones para la creación de conocimiento de punta. Como decíamos en el punto anterior, se espera (sobre todo en los doctorados) que la producción resulte un aporte al conocimiento científico y, de alguna manera, al crecimiento y mejora de la sociedad en su conjunto.

También en este aspecto existe una importante tensión derivada de la configuración política del campo en los ’90 vinculada con la relación entre universidad, Estado y sociedad que caracterizó a la época. En los ’90, “la sociedad” era pensada más bien como “el mercado”, con el modelo de vinculación predominante de la universidad “al servicio” del mercado, que se expresaba en las necesidades de las empresas; empresas que llegaban, en su máxima expresión, a financiar las investigaciones de manera directa.

De alguna manera, este contexto también produjo la divisoria, todavía con vigencia en la actualidad, entre las ofertas de posgrado orientadas a dar respuestas profesionalizantes inmediatas versus aquellas que pretendían sostener los requerimientos académicos tradicionales.

Entre las ofertas de posgrado locales entre sí y con las existentes en el plano internacional. La diferenciación entre posgrados profesionalizantes y posgrados académicos no se tradujo solamente en una (tal vez previsible) tensión entre maestrías y doctorados sino con frecuencia entre ofertas de la misma clase ofrecidas por diferentes instituciones. Esta diversidad entre las ofertas y entre las instituciones que las generaron comenzó a jugarse mucho más fuertemente aun a partir del aumento y crecimiento de las universidades e institutos universitarios de gestión privada. Y la propia dinámica de la expansión comenzó a reubicar a los proyectos en diferentes lugares de la escala de valoraciones.

Así, parecería que ciertas maestrías o doctorados son más exigentes que otros, que algunos eran mucho más exigentes en sus comienzos que diez años más tarde y que las ofertas nacionales son más exigentes que las existentes en otros países. Parecería que las regulaciones de la acreditación, la competencia de ofertas y las tendencias internacionales, entre otros, llevaron en muchos casos a la reducción de las exigencias y a la reducción de las expectativas en relación con la producción final.

La incidencia de la posibilidad de obtención de credenciales marcó la distribución de la matrícula en muchas ocasiones. Es sabido que existen ciertas maestrías (los MBA por ejemplo) cuyo argumento central de “venta” es que aseguran una salida laboral en importantes puestos en el mercado. Y esa salida laboral es garantizada por los/as mismos/as egresados/as que, de alguna manera, buscan perpetuar un enfoque y un sentido de pertenencia que garantiza también una visión de los negocios y de las empresas que mantiene el orden dominante. Por otra parte, existen ofertas, en general en las universidades nacionales y sobre todo en las facultades de corte más académico, que continúan dirigidas a ofrecer oportunidades de profundizar en un campo sin garantizar una inserción laboral específica, manteniendo en este caso una visión social del conocimiento no mercantilizada pero, a veces, tampoco demasiado ligada a las necesidades sociales.

Oportunidades individuales para cursar posgrados. Becas y becarixs de posgrado. La expansión de los posgrados en un contexto de ajuste también introdujo fuertes diferenciaciones entre las personas cursantes. En los ’90, la ausencia de un proyecto de desarrollo científico tecnológico derivó, entre otros, en la bajísima inversión en becas y apoyos para el cursado y finalización del posgrado.

Con el tiempo, las personas que solventaban de manera individual sus estudios se encontraron con la imposibilidad de continuarlos o, eventualmente, de terminar sus tesis de graduación (con la consiguiente baja de calificación institucional en el momento de la evaluación y acreditación). La tensión entre la “promesa” y la realidad resultó evidente y las instituciones debieron recurrir a diversos dispositivos de acompañamiento para mantenerse vigentes.

Sin embargo, en los últimos diez años, con una importante inversión en becas y subsidios estatales a la investigación, comenzó a revertirse esta situación y asistimos a un importante ritmo de producción y de finalización de tesis. Y es en este marco en que comienzan a ser discutibles y discutidos algunos supuestos de la vida universitaria en nuestro país que tuvieron vigencia y sentido en etapas autoritarias y oscuras de las políticas científicas.

Algunos tópicos “clásicos” para poner en discusión

El fuerte sentido crítico desplegado frente al complejo desarrollo de los posgrados que estamos describiendo a trazos muy gruesos no puede hacernos perder de vista que las prácticas predominantes en la academia anteriores y en muchos casos coexistentes con el vértigo de los ’90 (que denominaremos “academicistas”) también merecen una lectura detenida y crítica.

Marcela Mollis, Jorge Núñez Jover y Carmen García Guadilla, parafraseando a Claudio Rama, establecen tres grandes períodos de reformas desde comienzos del siglo XX hasta la actualidad: el primero, a principios del siglo, caracterizado por la autonomía y el cogobierno; el segundo comienza a gestarse en los setenta y encuentra su máxima expresión en los noventa, en el que se destacan la mercantilización y la diferenciación institucional; y el tercer período, el actual, caracterizado por la masificación, la regulación y la internacionalización.

Frente a “la explosión” del posgrado, los intentos de acortamiento y empobrecimiento del grado y las tensiones del proceso descriptas, en algunas instituciones se desarrollaron interesantes y saludables mecanismos de resistencia orientados por las marcas de los inicios del siglo XX. No obstante, en la invocación de la defensa de la “excelencia académica” en muchos casos también ocultó una reacción defensiva frente a la amenaza de una posible pérdida de terreno en el poder institucional.

La expresión saludable de la resistencia se vincula, desde mi perspectiva, a la defensa de un “grado” sólido y exigente. Y no se trata solamente de que en nuestro país ese grado es no arancelado y por lo tanto más democrático y, en cierta medida (sabemos que los sectores más desfavorecidos no llegan masivamente a la universidad), democratizador. Es sabido que las formas fluctuantes que en la actualidad caracterizan al mercado laboral llevan también a que un/a profesional llegue a cambiar varias veces su campo de trabajo y especialidad a lo largo de su vida; en este contexto, una formación de grado pobre implicaría también una pobre plataforma de base.

La dimensión cuestionable de la “excelencia académica”, y por lo tanto de las reacciones que la invocan como motivo fundamental para no “abrir el juego”, es que en ocasiones tiende a ocultar los intereses de pequeños grupos que se retroalimentan en sus producciones y discusiones. En otras palabras, que frente a la pregunta por la validación de la “excelencia académica” la respuesta sería “nuestro grupo define qué es la excelencia”. Una definición profundamente alejada de la misión social de la universidad y de las necesidades del pueblo que la sostiene con sus impuestos, y con frecuencia barnizada de matices positivistas que argumentan por la necesidad de “neutralidad” de la ciencia como si hubiese una ciencia por fuera de las relaciones de producción, de recursos financieros políticamente definidos, de instituciones que son sede de intereses contrapuestos.

Estas reacciones contrarias al desarrollo diversificado de instituciones de nivel superior en general y a la generación de una multiplicidad de posgrados en particular se apoyan también en un principio de altísima valoración en la comunidad académica y de profunda raíz democrática: la autonomía universitaria. Nuevamente diría que la autonomía es definida de maneras diferentes que, en cierta medida, llegan a ser opuestas. La autonomía en relación con el autoritarismo político que quebró a nuestro país en tantas ocasiones, cuya máxima expresión fueron las dictaduras militares, es la forma consensuada en que la comunidad universitaria luchó por mantener su sentido en la construcción de conocimiento.

Sin embargo, la autonomía devino en ocasiones un sinónimo de encierro en una conversación autorreferenciada. Nuevamente, se trata más bien de la defensa de grupos con intereses particulares que, lejos del debate político y la defensa de la democracia, busca más bien su perdurabilidad en el tiempo. No veo ningún avasallamiento de la autonomía, por ejemplo, en que se consensúen temas prioritarios para que determinadas maestrías enfaticen en una cohorte, para orientar a los grupos de investigación con tesistas o inclusive para estimular un doctorado.

Este incompleto inventario de “principios” que proponemos discutir para hablar de los posgrados se completa con un cuestionamiento a otro organizador vinculado con la función de investigación: la cuestión de los “derechos de autor”.

Existen interesantes y con frecuencia enardecidos debates en torno a la “propiedad” de los productos intelectuales. Las leyes están siendo discutidas y el uso de Internet ha elevado de manera exponencial las cuestiones y los conflictos respecto de qué y cómo poner a disposición del público en general cualquier producción artística, académica, tecnológica, etc. Creo que también tenemos pendiente esta discusión en torno a la producción de conocimiento en la investigación universitaria y, particularmente, en la producción de los posgrados, sobre todo en aquellos casos en que no se cuenta con una beca o subsidio que determine explícitamente la cuestión.

Sin tomar una posición terminante en el tema, creo que un posgrado organizado de manera ultraliberal también tiene como correlato una producción científica librada al interés parcial de algunos sectores. En la universidad pública al menos este proceso debería ser mucho más discutido.

Pistas para seguir discutiendo el posgrado

Es evidente en estas reflexiones que la primera pista para repensar el posgrado que podría proponerse es tomar las tensiones enumeradas, y tantas otras que puedan ser identificadas, analizar en profundidad sus causas y encarar posibles caminos de superación. Pensamos sin embargo que existen ya algunas posibilidades concretas.

Las políticas en ciencia y tecnología que se han adoptado en los últimos años han llevado a una expansión inusitada de los proyectos de investigación, las becas, las oportunidades de retorno al país y de seguir una carrera académica en la investigación. Seguramente se necesitará mucho más y sobre todo una continuidad en más años para consolidar un proyecto científico tecnológico sólido y relevante para el país.

Es evidente en este marco que, así como en la universidad no es pensable la enseñanza sin la investigación y la extensión, el grado y el posgrado no pueden ser pensados ni conducidos políticamente como compartimientos estancos ni, menos, que el posgrado sea “residual” en nuestras instituciones. Y tampoco como una isla aislada de las necesidades de las políticas públicas democráticamente diseñadas y votadas por la sociedad.

En este sentido, y en relación con la “masificación”, es pensable por ejemplo una mayor articulación entre políticas públicas y formación “cuaternaria”, tanto en términos de las propuestas concretas de posgrado como en la identificación y concreción de investigaciones relevantes que además de brindar el crédito que mejore las oportunidades individuales en el mercado de trabajo, también establezca mecanismos de recuperación social de los conocimientos producidos mediante publicaciones sistemáticamente diseñadas y una circulación también garantizada.

En ese mismo sentido, estimo que la regulación sobre la base de criterios consensuados puede contribuir también a una articulación más fluida entre ofertas de grado y de posgrado y a mantener la calidad y rigurosidad en la determinación de sus fronteras, aceptando que se trata de campos cambiantes por definición. Creo que no es violentar la autonomía, ni atentar contra la excelencia, ni negar la creatividad individual, si pensamos una articulación profunda entre el grado y el posgrado y si imaginamos y llevamos adelante un diálogo productivo entre posgrados y políticas públicas para la cooperación mutua.

Un ejemplo tal vez pueda clarificar esta posibilidad. El enorme volumen de datos que los organismos públicos suelen producir sólo es procesado y analizado en porciones mínimas; esas bases de datos podrían ser objeto de tesis de maestría o aun de doctorado sistemáticamente orientadas a aportar conocimiento sistemático a los problemas del crecimiento del país en todas sus expresiones y de la ampliación de la justicia y los derechos humanos. No deja de tener vigencia y de ser inspiradora la idea de Varsavsky publicada en 1969: “La misión del científico rebelde es estudiar con toda seriedad y usando todas las armas de la ciencia, los problemas del cambio de sistema social, en todas las etapas y en todos sus aspectos, teóricos y prácticos. Esto es hacer ‘ciencia politizada’”. La clave no está en la economía sino en la política; también es una cuestión política la organización académica de la producción de conocimiento.

Autorxs


Graciela Morgade:

Doctora en Educación, Facultad de Filosofía y Letras – UBA.