Los desafíos de la política social

Los desafíos de la política social

Desempleo, subempleo, precarización laboral, pobreza y desigualdad son algunos de los principales problemas de nuestra sociedad. Solucionarlos requiere de un abordaje global, que integre y coordine las políticas de acceso a la educación, a la salud y a la vivienda, garantizando un consumo básico a través del financiamiento público.

| Por Ernesto Aldo Isuani* |

En la región se operaron drásticas transformaciones socioeconómicas en la última década del siglo XX. La “nueva cuestión social”, esto es, el fenómeno de la exclusión social, se expresó fundamentalmente en la crisis de la sociedad salarial, o el fin de la promesa keynesiana de que en algún punto en el futuro todos seríamos asalariados del sector formal de la economía y estaríamos protegidos por la seguridad social. Y aunque una sociedad de asalariados socialmente protegidos no era precisamente una realidad próxima a ser conquistada, el proceso general observado en la segunda mitad del siglo XX parecía marchar en esa dirección. Contrariamente, la reversión no coyuntural de esta tendencia desde fines del siglo pasado se tradujo en altos niveles de desempleo y subempleo, en la precarización laboral, en altos niveles de pobreza y en una mayor regresividad en la distribución del ingreso.

Ahora bien, existe una impresión bastante generalizada de que las políticas aplicadas en los noventa produjeron un proceso agudo de contracción estatal y en no pocos casos esta impresión refiere a la política social, supuestamente principal variable de ajuste en este período. En verdad, esta impresión tiene poco basamento en la realidad ya que el volumen de recursos asignados a la política social no dejó de crecer en los noventa, como se desprende del cuadro 1 que muestra que el volumen de recursos asignados por la sociedad al Estado para llevar adelante el gasto social, mostró crecimiento.

Cuadro 1. América latina: gasto público social como porcentaje del PBI

Fuente: CEPAL (2004).

Graves problemas sociales y recursos públicos en aumento. En otras palabras, debemos reflexionar sobre cómo estamos usando nuestros recursos y reformular nuestra política social.

Las sociedades capitalistas han difundido la noción de que el bienestar se asocia al consumo y por lo tanto mayor bienestar equivale a mayor consumo. Ahora bien, el consumo no sólo es provocado por necesidades físicas sino, y fundamentalmente más allá de un cierto nivel, por rasgos de la condición humana y por imperativos sociales. Sin duda la búsqueda de derrumbar límites es un rasgo de la naturaleza humana; experimentar cosas diferentes, alcanzar lo que otros no han alcanzado. Por ello el consumo es un camino para dar respuestas a estos imperativos. La competencia por consumo es uno de los torneos cotidianos en la vida humana. A través de ella se envían mensajes sobre el propio éxito, se intenta generar admiración, respeto, autoridad. Un almuerzo cotidiano puede ser una reunión de personas para consumir algunos alimentos pero una fiesta de cumpleaños puede ser mucho más: desde los tipos de alimentos que se incluyen, la forma de presentación. Se busca agradar, compensar, influir.

Pero la existencia de individuos que experimentan bienestar con un consumo mínimo de bienes y servicios podría ser tomada como ilustración de que el bienestar no se asocia necesariamente a niveles crecientes de consumo. En el otro extremo, es posible pensar que la ausencia de bienestar puede afectar a individuos con un amplio acceso a sofisticados consumos. Por último, es incuestionable afirmar que debajo de un cierto nivel de consumo sencillamente no es posible el bienestar.

Es posible entonces pensar en la existencia de un conjunto de elementos que constituyen un consumo básico y que son requisitos indispensables para el bienestar. Si existen individuos que pueden disfrutar de bienestar (sentirse bien) con un consumo básico, quizá podamos tener una clave para pensar que existe un consumo más allá del cual el bienestar no aumenta significativamente, simplemente no aumenta o aun puede disminuir. Avanzando en esta dirección se podría llegar a definir, sin pretensión de ser exhaustivo, un núcleo de necesidades de consumo sobre las que existe consenso que deben ser cubiertas para acceder al bienestar.

¿Cuál es aquel consumo que constituye la base del bienestar y que permite a las personas dejar la pobreza en su sentido más amplio? ¿Cuáles son en definitiva las bases del bienestar?

Sin duda una alimentación que reúna los requisitos calóricos y proteicos necesarios para la vida. Un lugar para habitar que constituya el ámbito íntimo y el refugio frente a las inclemencias del tiempo. Acceso a agua potable y saneamiento básico. Enseres y mobiliarios básicos. Fuentes de energía que permitan preparar y consumir los alimentos, calefacción e iluminación entre otros usos; vestimenta y calzado, transporte al trabajo o al lugar de estudio, poder comunicarse con otros. Alcanzar un determinado nivel educativo tanto para niños como para adultos y disponer de atención a la salud.

El consumo de individuos y familias de una sociedad moderna no puede ser menor al indicado y si bien no creo que se haya realizado una descripción exhaustiva, es posible afirmar que constituye el núcleo duro: son bases necesarias para el bienestar y deberían constituir el objetivo central de la política pública.

No todo lo que escape de un consumo básico, no obstante, debe ser considerado superfluo y de hecho otros consumos más allá de los básicos pueden incrementar una situación de bienestar que ya se posee, pero podría elaborarse una lista de bienes y servicios que no son vitales para el bienestar y otros también que pueden ser negativos. Disponer de un horno de microondas o consumir helados pueden contribuir al bienestar pero su ausencia no lo elimina y el consumo de alcohol y tabaco en exceso lo afectan negativamente.

En definitiva, no se afirma que el consumo más allá de un básico sea desaconsejable; es una forma de satisfacer imperativos individuales y sociales pero también es claro que existen consumos conspicuos y depredadores de recursos naturales que surgen más de la necesidad de generar lucro que de la preocupación por el bienestar de los individuos y que son difíciles de justificar cuando existe una gran cantidad de individuos privados de un consumo básico.

Si aceptamos la existencia de un núcleo básico de bienes y servicios que posibilitan la producción de bienestar, estamos en condiciones de identificar políticas que pueden contribuir a asegurarlo y a estimar los costos que en un momento y lugar determinados puedan implicar.

¿Cómo lograr garantizar aquel consumo básico en sociedades sujetas a un significativo proceso de exclusión? Debe realizarse a través de una combinación de políticas que provean ingresos por un lado y brinden servicios públicamente financiados, por el otro, en forma tal que no exista individuo en la sociedad que esté desprovisto de dicho consumo.

En relación con el componente ingreso existe un debate sobre si debe ser incondicional (no genera la obligación de una labor a cambio) o condicional (sí la genera).

Algunos plantean que la sociedad capitalista contemporánea que pone en vigencia la obligación de trabajar para sobrevivir, es la misma que crecientemente reduce las oportunidades de trabajo y las que existen están sometidas a una profunda precarización. Critican además la noción de que el trabajo es un elemento de integración y cohesión social. Por estas razones, se inscriben en la corriente que promueve asegurar un ingreso independientemente de la labor, si alguna, que el individuo quiera realizar. Esto es, un ingreso incondicional que permita al individuo una vida digna sin estar obligado a insertarse en un mercado de trabajo.

Para otros, cuando la falta de empleo se vuelve estructural y no coyuntural como en la situación presente, el ingreso incondicional adquiere las características de un programa de sobrevivencia pero con escasa capacidad de trascender a la esfera del trabajo, fuente principal de identidad y reconocimiento social. Es decir, el ingreso sin la perspectiva del trabajo se transforma en una forma denigrante de existencia: “asalariar la exclusión”, lo define algún autor. El excluido no sólo sufre en su bolsillo (falta de ingreso) sino también en su identidad (obtenida a través del reconocimiento y la autoestima que produce el trabajo). De esta manera es conveniente otorgar un ingreso siempre que tenga como contrapartida un trabajo y preferiblemente acompañado por el requisito y la posibilidad de capacitarse, creando así mejores condiciones para el desarrollo de individuos y familias.

En relación con este debate, parece no haber llegado todavía la posibilidad de total independencia de las personas respecto del mercado de trabajo y de facto la mayoría de ellas realizan labores que de no mediar la necesidad del ingreso probablemente no realizarían. Puesto en otros términos, sólo una muy pequeña fracción de la humanidad puede hoy “expresarse” a través de su trabajo y además obtener un ingreso. La gran mayoría “comienza a vivir” cuando termina su horario de trabajo. En otras palabras, siempre es preferible que el trabajo que se realiza guarde la mayor relación posible con los intereses y capacidades del individuo pero difícilmente el trabajo constituya un placer para la mayor parte de la humanidad. Esta aún no se encuentra en condiciones de liberarse del trabajo-obligación.

En consecuencia, si el ingreso ciudadano tuviera un valor que efectivamente permitiera la “liberación” de la carga del trabajo-obligación, desaparecerían quienes cambiarían trabajo no deseado por salario o quienes asumirían los riesgos del cuentapropismo. Esto claramente no tiene viabilidad en una sociedad capitalista y sólo puede ser pensado para una etapa posterior de la humanidad quizás un tanto lejana. Por otra parte, a quien no pueda acceder a un consumo básico, la sociedad debe proveérselo y a cambio de este derecho el individuo tiene la obligación de realizar un aporte a la sociedad.

En base a la discusión anterior se sugiere la conveniencia de generar un programa de ingreso estructurado sobre una combinación de elementos condicionales e incondicionales. Específicamente, debe existir un ingreso incondicional para aquellos que no pueden ni deben insertarse en el mercado de trabajo: por ejemplo, los ancianos, por haber ya participado en él, y los niños, por estar preparándose para ello. También para los que sufren alguna discapacidad.

Para la población económicamente activa debe existir un ingreso condicional a desarrollar actividades que promuevan sus capacidades (adquirir mayores conocimientos), signifiquen un aporte productivo o sean actividades útiles y relevantes para el individuo que la realiza y la comunidad donde se realiza. El ingreso en este caso debe ser el piso de la remuneración que reciben los que se encuentran en el mercado de trabajo. Por ello el ingreso que se propone deberá funcionar en la práctica como una suerte de salario mínimo que desalentará una explotación extrema de la fuerza de trabajo.

La manera más simple de operacionalizar este derecho es el otorgamiento de un ingreso a cambio de una labor por parte del beneficiario del ingreso. Quien esté dispuesto a realizar esta labor durante una jornada de trabajo recibirá sin más trámite el ingreso. El solo hecho de estar dispuesto a trabajar o capacitarse es un indicador automático de elegibilidad y evita las ya conocidas desventajas de aplicación del “means-tested” y el uso clientelar.

La combinación de ingresos condicionales e incondicionales garantizaría la existencia de individuos con un ingreso que les permita alcanzar una parte de los consumos necesarios para el bienestar. El consumo alimentario, la vestimenta, el mobiliario y enseres domésticos, deberían ser los tipos de consumos asegurados con estos ingresos.

Otros componentes del consumo básico deberían estar disponibles a través de servicios públicamente financiados. En primer lugar, la educación. El acceso a una educación básica debe estar al alcance no sólo de los niños sino también de los adultos. Para ello debe desaparecer un prejuicio que establece que hay una edad para estudiar y el que no lo hizo simplemente “perdió el tren”. Esto es perceptible en la escasa promoción e importancia que asignan gobiernos y sociedad civil a la educación de adultos, sin entender que un individuo que hoy no tiene acceso a un determinado nivel educativo simplemente no está en condiciones de comprender el mundo que le toca vivir y queda condenado a una ciudadanía de segunda clase, es decir, a no ser ciudadano.

En segundo lugar, los servicios de atención a la salud deben estar disponibles a todos los que lo precisen. En este aspecto es importante señalar que estos servicios deben estructurarse sobre bases racionales y orientados a prevenir y resolver los problemas de salud antes que a generar lucro empresario propio de modelos de atención sobre-medicalizados. La provisión de agua potable y redes de saneamiento básico es un componente importantísimo de una política sanitaria adecuada.

En tercer lugar, el desarrollo de una política habitacional destinada a financiar o proveer habitación está en el centro de una política de consumo básico por el impacto que tiene sobre el bienestar de los individuos. Esta política habitacional debe articularse con la provisión subsidiada o gratuita de un nivel básico de energía para uso doméstico, comunicación y transporte.

Las políticas destinadas a garantizar un consumo básico constituyen un todo que no admite tratamiento parcial. Ello quiere decir que programas que provean alimentación pero no abrigo, vestimentas pero no iluminación, vivienda pero sin acceso a la educación o la salud no contribuyen a generar aquel básico de bienestar. En consecuencia, las políticas deben estar integradas y esto es imposible de ser realizado a partir de estructuras públicas sectoriales. Se necesita un centro que oriente y coordine los diversos esfuerzos sectoriales.

En relación con los programas de ingreso condicional, todo parece indicar que la relación entre crecimiento del producto y creación de puestos de trabajo no posee la fuerza que tenía en el pasado. Si esto es efectivamente así, es extremadamente peligroso apostar exclusivamente al crecimiento económico para la generación de empleo y por lo tanto si no se replantea el concepto de trabajo no hay condiciones para resolver el problema de la falta de trabajo e ingreso, o en otros términos de la exclusión. Debemos empezar a pensar en trabajos que son socialmente relevantes aunque no generen productos y servicios para el mercado. Nos referimos a tareas que producen bienestar en la persona y en la comunidad donde estos trabajos se desarrollan.

Entonces es importante ampliar la noción de trabajo. ¿Por qué no pensar la educación como trabajo? Reunir competencias básicas hoy es condición mínima para entender e insertarse en el mundo que nos toca vivir. La dificultad de asociar estudio con trabajo deviene de una cierta noción, por supuesto retrógrada, de que existe una edad para estudiar; por lo tanto, para esta visión, un adulto que desee estudiar no merece una retribución aun cuando no posea trabajo u otros ingresos.

Lo que denominamos trabajo socialmente relevante son actividades que contribuyen a generar mayor capital social. Hoy internamos a los mayores en los geriátricos, ¿por qué no pensar un programa de trabajo donde formamos personas que atiendan a la persona mayor en su domicilio o en su contexto? De esta forma no los llevamos a lugares donde para muchos es el comienzo de la muerte. ¿Por qué no empezamos a pensar en los cuidadores domiciliarios de ancianos, de niños, de discapacitados? ¿Por qué no empezamos a pensar en asistentes escolares o auxiliares comunitarios de salud?

Algunos plantean: “¿Preparar gente? ¿Para qué darle más educación si no va a conseguir trabajo?”. Mas allá de lo retrógrado del planteo, que obviamente ignora que la educación juega un papel central en el nivel de integración social y calidad de ciudadanía en las sociedades, es posible afirmar que mayores capacidades cognitivas unidas a la elevación de la autoestima provocada por los procesos educativos son funcionales al desarrollo de actividades laborales y generación de ingresos.

El convertirse en asalariado y protegido por las redes de la seguridad social parecía ser la promesa final del mundo keynesiano. Al esfumarse esta ilusión queda claro que un porcentaje importante de la población deberá recurrir a estrategias de cuentapropismo, asociaciones productivas informales y pequeños emprendimientos, especialmente en la esfera de los servicios. La posibilidad de avanzar en el mundo microempresario requiere conocimientos y habilidades que exigen mayor preparación de los individuos y los grupos y especialmente de capacidades de plantear y resolver diversos tipos de problemas en contextos diversos. Esto sólo puede ser provisto por crecientes niveles educativos.

Lo expuesto anteriormente gira en torno a nuestra propuesta de garantizar un consumo básico a través de una combinación de ingresos y servicios públicos. Pero además, y más allá de este nivel de consumo básico, otros elementos también intervienen para definir una situación de bienestar. Este posee por lo tanto otras dimensiones que no tratan sobre acceso a bienes y servicios sino que refieren a aspectos un tanto inmateriales donde se decide un estado humano más avanzado. Aquí es donde se incluye el desarrollo del conocimiento, la práctica de la autonomía y libertad, la puesta en vigencia de actitudes solidarias y civilizadas, la existencia de vinculación afectiva que ligue a los individuos y confiera sentido a sus vidas, el ejercicio de la libertad en todos sus planos, el acceso a la cultura o a labores que expresen la propia identidad, la participación social y política, etcétera.

La importancia de tomar en cuenta las varias dimensiones del bienestar es que no acceden a él quienes, estando incluidos en la sociedad moderna, sólo transitan el camino del consumo. En verdad, lo único que hacen es renunciar o perder una cuota importantísima de bienestar (civilidad, seguridad). El consumo de servicios de seguridad privado para responder a una sociedad violenta, por ejemplo, nunca puede equipararse al vivir en una sociedad donde el problema de la seguridad es marginal porque simplemente no hay condiciones para que se convierta en tema central de preocupación.





* Profesor titular de la Universidad de Buenos Aires e Investigador Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas.