Los desafíos de la educación: El sistema educativo

Los desafíos de la educación: El sistema educativo

Las reformas neoliberales abrieron paso a una era postburocrática. Pese a los cambios que procuran brindar más educación, los principios del mercado siguen instalados en las escuelas. No se trata de volver al pasado, sino de abrirse a un futuro de democratización.

| Por Mariana Alonso* |

La alusión a la educación pública nacional como “sistema” lleva mucha historia y aún nos resulta próxima, propia, natural. No es una referencia del período fundacional (simbolizado en la Ley 1.420), sino posterior, cuando ese proyecto inaugural se presenta totalmente reconocido (y re-significado) desde instituciones, sujetos y relaciones que conforman el aparato estatal educativo, a mediados del siglo XX.

Hablamos de sistema para cobrar perspectiva, entender u operar comprensivamente sobre un conjunto de espacios, instancias, escuelas o autoridades que delinean lo educativo. Es decir, con cierto sentido amplio, de intervención y, excepcionalmente, con el objeto de establecer una posición teórica para lo educativo, como con la teoría general de los sistemas y sus desarrollos. Tampoco es una alusión totalmente cotidiana, propia de los chicos en la escuela ni de sus padres, ni aun necesariamente de los docentes. Hablar de sistema supone siempre cierta formalización, cierta “escala”, que se sitúa en un plano diferente de lo doméstico y lo particular: una mirada de conjunto, nacional o regional, más frecuente en el análisis y la actividad pública o política.

Al hablar de sistema educativo y teniendo en cuenta los significados de lo educativo que connota, acordamos en una serie de cuestiones:
• Estamos reuniendo un conjunto, estableciendo una unidad. Ese conjunto al que nos referimos está integrado y tiene una cuota importante de racionalidad. Se puede comprender, descomponer y componer.
• Esa unidad la percibimos conformada por partes, diferenciadas o diferenciables, pero vinculadas. Su dinámica no es caprichosa, sino orientada por esa unidad.
• Ese sistema, en tanto tal, es una edificación única, que se puede interpretar, analizar o intervenir (pensar, cambiar, modificar, mejorar) de una forma cierta, relativamente directa y en su conjunto.

Al aludir a lo educativo en términos de sistema, portamos una herencia. Re-actualizamos la histórica arquitectura estatal de la configuración primera de la educación pública nacional: la construcción de una organización propiamente moderna, de gran escala, especializada, capaz de dirigirse a toda la población unívocamente.

Lo fundamental de esa condición de organización moderna fueron elementos propios de todos los sistemas de instrucción pública nacionales y de los Estados nacionales. En un mismo movimiento y consonante con los de otros campos de intervención estatal, totalizaron a la población, la articularon y la configuraron en una unidad, la sociedad, pero también la individuaron, la constituyeron formalmente en conjunto de individuos iguales: nuestros pequeños ciudadanos en guardapolvos blancos.

Esa organización fundacional consistió en una estructuración fuerte y centralizada, alineada verticalmente en sucesivas instancias escalonadas y progresivamente especializada horizontalmente, donde el maestro y la escuela fueron sus componentes socialmente visibles, aunque soportados en un andamiaje complejo y denso que fue velado simbólicamente. No respondía a ese ideal trascendente, civilizatorio, sobre el que se construyó, sino por el contrario situaba la educación muy terrenalmente, en todos sus condicionamientos materiales, culturales y políticos, desde los que se generaba. No se trató de una dimensión menor, sino de una estructuración de sujetos y relaciones, disciplinadas y disciplinantes, capaces de hacer llegar esa escolarización y establecerla, reconfigurando drásticamente las realidades sociales y culturales más diversas y dispersas. Un dispositivo que fue condición de posibilidad respecto de inaugurar un nuevo orden en todos los rincones del país, de universalizar un inédito sentido de lo pedagógico (moderno, capitalista, unívoco). Una organización que es construida desde el Estado moderno pero que “es” Estado. En lo material, aporta activamente a su consolidación, apropiación local, especificación y concreción. En lo simbólico, en formas de ver y pensar de sujetos sociales reales.

Un recorrido sinuoso

Esa primera historia del sistema aún permanece, pero intensamente reconfigurada luego de atravesar no pocos recodos. Hoy no podríamos pensar el aparato educativo en aquellos términos. Sin embargo, las disyuntivas actuales son similares a otras pasadas.

La organización moderna del sistema es propiamente burocrática en el sentido que le asigna Max Weber. Adquiere una diferenciación y especialización crecientes, particularmente avanzados los ’50 con un mayor protagonismo de la actividad provincial, respecto de una ampliación, en términos cuantitativos y cualitativos. Sobre finales de esa década e inicios de los ’60 se produce la primera y fuerte des-regulación y crecimiento de la educación privada.

Esta extensión no es resultante de una progresión lineal sino de una transformación significativa: de la obligación al derecho. La educación se transforma en un derecho social. Esa estructura burocrática que crece, manteniendo aquella articulación fundacional predominante –aunque a la par, debilitándose en términos relativos–, es resultado de demandas sociales, de la emergencia de sucesivas especificaciones del sujeto ciudadano en la escena político-social. Se va erosionando ese carácter universal y trascendente, superior, propio del ideal civilizatorio, sin desaparecer totalmente. Ese ciudadano abstracto proyectado (espejo de ese maestro normal, de corte sacerdotal, representante del Estado) va adoptando nuevas fisonomías concretas y particulares: la educación obrera que deriva en la educación técnica; la masificación de la educación secundaria para sectores medios y progresivamente populares; la educación de adultos; la educación especial, y la educación en los bordes o por fuera de los espacios escolares. Ya no se trata de una definición a priori del educando (abstracta y única) desde el “Estado docente”, sino de la emergencia de los “educandos” en plural, con sus requerimientos y condiciones. A esa articulación burocrática se le van agregando tensiones cada vez más intensas. Aquel fundamento legal-racional, base de una ciudadanía abstracta, se vuelve insuficiente como pretensión de legitimidad de la articulación político-social y estatal.

Avanzados los ’60 y con mucha intensidad en los ’70 comienza a pesar un conjunto de demandas que tienden a la apertura y la democratización. Lo que pervive de esa articulación burocrática es denunciado en relación con un sistema que sigue instituyendo socialmente un modelo excluyente, cultural y pedagógico, y prácticas internas de imposición en su gobierno y su quehacer cotidiano. La intensidad de estas demandas amplía progresivamente la frontera de los derechos sociales. La regulación burocrática deja de ser significativa para la articulación y estructuración del trabajo y de las organizaciones económicas.

Hacia los ’80, para los sectores político-económicos más concentrados y dinámicos, aquel monopolio industrial weberiano, expresión de un capitalismo y una burocracia imparables, pierde totalmente significación y se re-plantea radicalmente. Los procesos de descentralización a través de la transferencia de escuelas primarias nacionales a las provincias, que se produce en la última dictadura (1978), podría interpretarse como un indicador claro de esta nueva dirección instaurada.

La cotidiana y masiva banalización de lo burocrático nos obliga a volver la mirada hacia el pasado para no desconocer su fuerza configuradora de lo social en la modernidad. Es síntoma de su lenta y definitiva agonía, considerada, con distintos sentidos y por muy diferentes motivos, desde las más encontradas posiciones y situaciones políticas.

Para los primeros años de los ’90, la situación de los sistemas educativos se altera profundamente (como los restantes planos de la vida social, política y económica). Las transferencias se profundizan, cubriendo toda la actividad escolar nacional (el nivel medio y el superior). La lógica burocrática se presenta definitivamente minada en su esencia: es decir que se pierde la práctica educativa, propiamente estatal, que construye sociedad y ciudadanía, en tanto actividad unívoca, totalizadora que se dirige al conjunto de la población. La educación ya no puede ser obligación, carga pública, ciudadana (imposición central), pero tampoco derecho social (obligación estatal).

El principio de igualdad se disloca en el de equidad, desde los propios enunciados estatales, y por lo tanto, se oficializa la diferencia. La igualdad de oportunidades ya no es bandera excluyente de las demandas sociales sino que el Estado la asume e interviene diferencialmente. Una transformación radical: el histórico fundamento (jurídico) de lo estatal, cuyo pilar era el principio de igualdad, ya socialmente cuestionado, es empujado al abismo desde el propio Estado, en la fuerte y creativa iniciativa neoliberal.

Lo mercantil cobra protagonismo como mecanismo articulador de lo social. Oferta, demanda, competencia, libre concurrencia y equivalencia de los agentes, auto-regulación, flexibilidad, diversificación y movilidad se transforman en articuladores de lo social, aun sin que exista mercado en el sentido económico tradicional. Los principios mercantiles se universalizan, se trasladan desde lo económico a lo social en su totalidad. El mercado deja de facto en un lugar accesorio a principios jurídicos fundacionales del Estado, sinónimos de la articulación burocrática previa y del histórico peso instituyente de lo estatal. En su definitiva destitución arrastran a aquellos otros principios sociales, sujetados a aquel principio de igualdad por el carácter esencialmente contradictorio de este; derechos producto de las progresivas demandas sociales, fundamentadas y legitimadas socialmente, en el cumplimiento real, efectivo, de ese principio. Entre otros, nuestra educación pública, la de la Ley 1.420, aunque en realidad aquella posterior, más democrática, capaz de contener, reconociendo, diversos sujetos sociales y populares.

Estos nuevos principios que emergen globalmente y penetran en los Estados nacionales (con particular violencia en América latina) reconfiguraron la arquitectura institucional en nuevas lógicas de intervención, sujetos y articulaciones: los procesos de reforma y ajuste estructural volcados sobre el propio aparato estatal. Esto implicó “la reforma” y la era “post-burocrática” para un sistema educativo que deja de serlo en muchos de sus sentidos fundamentales que aún nos representamos vigentes. La estructuración burocrática pierde su preeminencia. El derrumbamiento se produce desde una dirección diferente a aquella que, en los ’70, se buscaba como alternativa a una articulación autoritaria que predominaba. Un recodo definitivamente trazado desde el ámbito internacional que se materializa nacionalmente, donde la piedra de toque es el plano económico-financiero, que condensa las condiciones y cataliza las transformaciones.

El proceso de reforma educativa (y de la administración pública en su conjunto) se delinea sobre orientaciones construidas en un nivel global y prescriptivo respecto de los cambios a operar que se desarrollan sobre un escenario debilitado por los procesos de ajuste. En la intervención y organización estatal y educativa se imponen la transversalidad, la focalización, la diversificación, la desregulación y la variabilidad.

Aquel sistema, integrado, articulado racionalmente, con relaciones estables y expresas (de lo general a lo particular, del centro a la base, de la decisión a la ejecución) y que procura totalizar lo social, en el tiempo y en el espacio, se reconfigura en un acoplamiento de unidades con peso variable pero propio, diversas, cambiables, recortadas sobre sí mismas, auto-referidas, con vinculaciones radiales u horizontales, dependencias cruzadas, yuxtaposiciones, agregaciones múltiples e inestables o configuraciones móviles. Primero nacionalmente, luego provincial y localmente. La “autonomía escolar”, y el conjunto de enunciados, iniciativas y acciones oficiales en esta dirección, constituyen la punta del iceberg de un cambio radical en la conformación, articulación y formas de intervención de las administraciones educativas, muy espectacularmente en la nacional. Las provinciales, al retener la práctica escolar con muchas de sus condiciones propiamente modernas (una escolaridad que no llega a romperse totalmente en su regularidad y permanencia, y su pretensión de universalidad) producen una ecuación inédita entre formas burocráticas y post-burocráticas, generando un universo nuevo, tensionado y contradictorio: atravesado por la modernizante lógica nacional y la tradicional (moderna) escolar. Los sistemas provinciales asumen una nueva naturaleza político-administrativa que les es propia y particular, claramente demarcada y auto-delimitada del escenario nacional.

Una nueva conformación del sistema donde la direccionalidad predominante se produce sin mediaciones formales, en las relaciones de fuerza mismas. Una integración, entre el plano nacional y el internacional, entre niveles de gobierno y de la estructura, y entre unidades, trazada desde sus capacidades diferenciales de incidir en la dinámica de otras o del conjunto (en relación con sus condiciones y posiciones relativas de poder históricas, sus soportes políticos, intra-burocráticos, político-partidarios, de las clientelas o de sectores sociales con capacidad de presión). Un panorama abiertamente disímil, en la disponibilidad y distribución del financiamiento, en las capacidades de política pública o en las técnicas. Una articulación expuesta sin revestimientos en su naturaleza política, donde la preeminencia de unos sobre otros no se puede ya explicar en un organigrama. La autoridad formal, la norma, la Ley, lo instituido (aquel orden trascendente) perdió su reino. Y la actividad estatal (y el Estado mismo) perdió su intensidad instituyente.

Con los procesos de reforma, el Estado, antes que legitimarse, debe apoyarse sin mediaciones en la sociedad. Por eso su dinámica interna es menos estable, menos formalizada, menos dada. Supone modalidades de regulación que no pueden soportarse en la norma (incentivos, cooptaciones, alianzas, amenazas potenciales, intimaciones, riesgos, oportunidades). Una autorregulación que se produce desde capacidades diferentes de presión y decisión internas, según esos tipos de anclaje social en juego.

En la era neoliberal, esa sociedad que le da soporte, son los sectores político-económicos más concentrados globalmente los que construyen una violenta polarización. Son su nueva cosmovisión y sus intereses los que reconfiguran sus lógicas de intervención, su organización y dinámica. En los primeros años del 2000, esa sociedad, ese fundamento social inmediato de lo estatal y sus políticas, parece desbalancearse y abrirse (no sin contradicciones), alcanzando a nuevos sujetos y sectores, incluso los populares. Algo que, traducido al campo educativo público y su organización, tensiona ese nuevo sistema educativo reformista, recientemente instaurado.

El sistema educativo hoy

La crisis del 2002, por la transformación política y social que involucra, abre un nuevo escenario. No es posible plantear la reversión lisa y llana de lo preexistente, pero tampoco su simple continuidad. Es posible arriesgar algunas tendencias, teniendo como referencia general la Ley Nacional de Educación (2006) que se presenta expresa y oficialmente como un giro y una demarcación políticamente indispensable del período reformista previo, simbolizado en la Ley Federal. Hay virajes significativos:
• La re-valorización del carácter público (estatal) de la educación, como principio expuesto públicamente, orientador de las políticas.
• La mayor centralidad efectiva de la concertación en las políticas –visiblemente, respecto del sector sindical docente–.
• El interés por establecer un orden estable, previsible, de legalidad y cierta regularidad en los patrones de funcionamiento (la generación de nuevas leyes nacionales, políticas formalizadas, regulaciones y nuevas agencias con funciones específicas).
• La decisión de aumentar el financiamiento para el sector.
• La ampliación del aparato estatal educativo (en el número de funcionarios y de unidades y en la mayor estabilidad de los mismos).
• El aumento de la “oferta” educativa a través de diferentes cursos tales como: la recuperación o fortalecimiento de las orientaciones tradicionales (la educación técnica, educación rural) o la creación de nuevas (educación a distancia, la educación en situación de privación de libertad, la educación multi-cultural, etc.), la extensión de las jornadas escolares, el diseño de nuevas modalidades y tipos de propuestas educativas (por fuera o entre los horarios de la jornada escolar), la ampliación de contenidos curriculares, etc.
• Un reconocimiento público, como contenidos de política y de educación, hacia cuestiones sociales significativas tales como: género, pobreza, cultura juvenil, discriminación, violencia, activismo social, nuevas tecnologías, educación sexual, diversidad cultural, etc.
• Un reconocimiento de nuevas formas de escolarización, tales como los bachilleratos populares o las formas cooperativas, a través de la figura de escuelas de “gestión social”.

Todas estas intervenciones, si bien son consonantes con virajes ya plasmados en términos internacionales, también aluden a demandas consolidadas, como oposición y resistencia de diferentes sectores, en el período previo. Algunas son continuidad de las interpelaciones de los ’70, respecto de profundizar la democratización del sistema.

Esta apertura y ampliación simbólica y material se sintetiza como “más educación”. Se produce en sentido cuantitativo, por una lógica de agregación, sobre otra ya disponible, más estructural o cualitativa, que es aquella configurada sobre el mercado. La tensiona pero no la altera.

Si bien los principios del mercado pierden violencia e intensidad (disminuyen su escala, se multiplican, se enlazan mejor con lo que permanece vigente de la estructura histórica estatal y así se naturalizan), continúan, justamente por ello, muy presentes. Ese universo postburocrático reformista permanece y la práctica educativa, aun en relación con estas orientaciones más progresistas, queda sujeta a ese sistema débilmente acoplado, particularizado, en capacidades muy diferenciales (de recursos, presión y decisión) y en la multiplicidad de espacios político-administrativos (jurisdicciones, unidades, áreas o escuelas). Su asunción nacional poco adelanta respecto de su implementación universal. Es una representación de la política educativa estatal que, si bien nunca lo fue en un sentido absoluto, ahora parece no poder realizarse por ningún camino.

El dilema y desafío más importante para una nueva educación es pensar cómo se produce su democratización y a la par cómo esta tiene un alcance significativo sobre el conjunto social. No se trata de restaurar viejas formas: todo pasado no fue mejor. Lo que queremos es un futuro mejor. Podríamos tomar productiva o creativamente todo lo que aquel derrumbe burocrático deja disponible. Queda rota cualquier pretensión de mandato universal, de imposición única. No existe un solo camino para esa democratización, sino diversos, incluso, contradictorios, en construcción y en confrontación, en múltiples espacios y desde múltiples sujetos. Somos capaces de recuperar la inocencia, esa propia de la infancia, donde si todo marcha bien el mundo se presenta abierto, sin condena: un juego que nos gusta, por sus inciertas dificultades pero, esencialmente, por sus ciertas (nuestras) posibilidades.





* Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA.