Locos y delincuentes. Una inercia despótica en el presente
En nuestro país existe un número no determinado de ciudadanos privados de su libertad como medida de seguridad curativa. Son personas declaradas irresponsables penalmente, pero de todos modos se los considera locos y delincuentes al mismo tiempo. Otra cuenta pendiente de nuestra democracia es mejorar drásticamente las condiciones de vida de quienes se encuentran en esta situación.
Antonio Chocolanea en una mañana de julio de 1877 ingresa a la iglesia parroquial de Dolores, en la provincia de Buenos Aires, situada en el corazón de la ciudad, a media cuadra del Juzgado de Paz y de la comisaría, e intenta asesinar, sin más preámbulo, con una navaja, al presbítero Francisco Acquavella, quien en su testimonio reconoce no tener asunto ninguno con su ofensor. El Juez del Crimen del Departamento del Sud, Julián Aguirre, solicita a los médicos Fortunato Baigorria y Luis Arditi que realicen un informe acerca del estado mental del imputado, para determinar si cuando cometió el atentado se encontraba en perfecto uso de sus facultades mentales y si, por ende, puede ser hecho responsable penalmente. Los médicos le informan que al realizar el hecho que se le imputa, Chocolanea carecía del uso de su razón.
Apoyan su opinión en diversos elementos:
• La declaración del imputado de que desde la tarde anterior “se le puso en la cabeza una idea persistente y tenaz, la que no lo abandonaba hasta cometer el hecho de matar a un cura cualesquiera que fuera”, de que no conoce a la víctima “ni tiene motivo de enemistad alguno con él” y de que cuando llegó a la iglesia estuvo primero por retirarse “pero que al fin la idea que tenía venció”.
• El lugar, día y hora en la que se decidió a intentar matar al cura, la iglesia parroquial “a las nueve de la mañana de un hermoso día”, con mucha gente que acudía a misa y otros muchos transeúntes que pasaban por allí, situada muy cerca de la comisaría que en ese momento se encontraba “habilitada”, todas cosas que habría tenido en cuenta de estar cuerdo para huir a la “acción de la justicia”.
• El antecedente dado por él mismo de haber estado “medio loco o trastornado” dos años atrás.
• El arma empleada que era inadecuada para realizar el fin de matar, ya que si hubiera estado cuerdo a pesar de ser pobre “quizá de solemnidad” habría procurado otra arma blanca o de fuego más apropiada.
• Las observaciones realizadas por los médicos –que nunca han sido suficientes pues “no hay modo de ver sin ser visto”– que revelan que el imputado siempre se encuentra en “un estado acabado de melancolía” y que en un caso se lo vio espiando un rincón del calabozo, para luego retirarse apresuradamente y en puntas de pie al lado opuesto, para repetir luego lo mismo, a pesar de que no había nada en el punto en donde concentraba su mirada.
A partir de estos elementos, los médicos sostienen que hay que reconocer “un estado de enajenación mental, una verdadera monomanía” en Chocolanea, de la que se deriva su irresponsabilidad penal.
Buscando una segunda opinión, el Juez del Crimen del Departamento del Sud, consultó al médico de los tribunales de la ciudad de Buenos Aires. Julián Fernández se lamenta de que en el informe médico-legal que le fue enviado no había “un estudio detenido del estado mental de Chocolanea ni un análisis prolijo de sus facultades”, datos que sólo pueden surgir “poniéndose el médico en contacto diario con el paciente, operación que como Ud. comprende no me es dado realizar”. A pesar de ello, apunta que “los anales criminales registran, Sr. Juez, crímenes análogos al imputado en que se encuentra por un lado la premeditación y por otro la ausencia absoluta de móvil; hechos que llaman la atención y que hacen surgir la idea de si dichos atentados no involucran en sí algo de patológico que excluya fatalmente la responsabilidad criminal”. A su juicio, el caso de Chocolanea es uno de ellos, con sus “caracteres insólitos y extravagantes” –la hora, el instrumento, la “presentación espontánea y voluntaria a la justicia”, el hecho de que el ataque fuera contra un individuo que no conocía y con respecto al cual no tenía “disgusto alguno”–. El acto del imputado fue “impulsado por una idea que germinaba en su cerebro y que lo impulsaba fatalmente al crimen”, una suerte de “impulso homicida”. Todo esto demuestra “mucho de patológico, mucho de anormal”. Por más que parezca “inverosímil”, con frecuencia se encuentran actos como estos acompañados de una “premeditación que al parecer excluye la perversión intelectual”, pero que es preciso distinguir de la “premeditación sana de un cerebro normal”. Afirma entonces Fernández que los buenos antecedentes del imputado, la “ausencia de móvil del atentado”, “lo extravagante de su ejecución”, le hacen sospechar que se trata de un ejemplo de “monomanía homicida, que excluye la responsabilidad criminal” puesto que en estos “enfermos” “falta el elemento indispensable para que ella exista cual es la libertad moral”. Y aclara el médico de los tribunales: “Las monomanías homicidas existen sin perversión intelectual aparente. Las facultades afectivas están enfermas y los desgraciados atacados son individuos perjudiciales y peligrosos, a quienes debe de tenérseles segregados de la sociedad en un manicomio”. El estado de melancolía en que se encuentra –sumado al episodio descrito por los médicos de Dolores de la mirada fija en un punto del calabozo donde no hay nada, que parecería indicar que sufre alucinaciones– desde su punto de vista “puede ser precursor de nuevos atentados homicidas o suicidas”. Concluye Fernández ratificando la inculpabilidad de Chocolanea por el ataque producido: “Es un acto patológico que condiciones especiales de su organismo le han impulsado”. Y señala finalmente que le resulta difícil emitir un “juicio decidido sobre el porvenir de este enfermo” –a pesar de lo afirmado precedentemente– pues para ello sería necesario estudiar su estado actual y datos sobre “su genealogía” “cuya importancia son grandísimas”, pero le manifiesta al Juez del Crimen que dicho estudio podría ser hecho a la brevedad si se dispone el traslado del imputado al “manicomio” de la Capital.
El Juez del Crimen en función de los informes médicos que declaran el “estado de enajenación mental” de Chocolanea –a pesar de sus diferencias– y de otros elementos testimoniales que evidencian que dicho estado continúa, “lo que a ser cierto lo haría peligroso si fuera puesto en libertad según manifiesta el Dr. Fernández”, de conformidad con lo dictaminado por el Agente Fiscal y lo establecido al final del artículo 147 del Código Penal de la Provincia de Buenos Aires –que entró en vigencia en 1878–, dicta el sobreseimiento y “juntamente” dispone el “pase al Hospicio de Dementes de la Capital”. Esta decisión es elevada en consulta a la Cámara de Apelaciones del Departamento del Sud que la confirma en todos sus términos. En diciembre de 1878, Antonio Chocolanea es enviado al Hospicio de las Mercedes, el asilo de locos de la ciudad de Buenos Aires. No sabemos qué fue de él ulteriormente, su trayectoria institucional no ha dejado, aparentemente, rastros documentales. Pero es muy probable que haya pasado una temporada muy larga de secuestro manicomial y no sería del todo inimaginable que haya permanecido en esa condición el resto de su vida.
En la Argentina existe actualmente un conjunto de ciudadanos privados de su libertad en forma coercitiva cuyo volumen resulta absolutamente desconocido. La condición jurídica de estas personas encerradas es completamente peculiar. No se encuentran cumpliendo una pena privativa de la libertad ni una medida cautelar de privación de la libertad en el marco de un proceso penal. Experimentan una “medida de seguridad curativa” regulada en el artículo 34 inciso 1 del Código Penal, vigente desde 1922. Han sido declaradas irresponsables penalmente, pero los operadores del dispositivo penal en función de haberlas considerado, con la contribución de un perito médico –más o menos especializado en el campo de la psiquiatría–, como “enajenadas” y “peligrosas”, las han recluido en diversos tipos de espacios institucionales –hospitales psiquiátricos, segmentos separados de hospitales psiquiátricos, segmentos separados de unidades penitenciarias– por un tiempo indeterminado, que concluirá no cuando haya desaparecido la “enajenación mental” que supuestamente padecen, sino cuando los operadores penales pertinentes consideren que ha desparecido el “peligro” que representan para sí o para la sociedad. No han sido etiquetados por el dispositivo penal como “delincuentes” ni han sido etiquetados por el dispositivo de salud mental como “locos”, se ha configurado en torno a ellos una identidad hibrida, son “locos” y “delincuentes” al mismo tiempo. La carga estigmatizante de cada uno de estos rótulos se suma en esta figura particular y alimenta un tipo de intervención gubernamental que resulta extremadamente problemática en la sociedad contemporánea. Entre el manicomio y la prisión se construye un espacio de encierro por tiempo indeterminado, que se puede volver –y muchas veces se vuelve– efectivamente perpetuo. Entre los discursos y prácticas psiquiátricos y los discursos y prácticas penales se ha ido tejiendo y se teje cotidianamente una tecnología gubernamental que hace posible una verdadera eliminación de un cierto tipo de individuo del entramado social. No sabemos cuántos son estos ciudadanos pues simplemente las agencias estatales no se encargan de contarlos (el Sistema Nacional de Estadísticas de Ejecución Penal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación sólo recolecta información sobre las personas privadas de su libertad, siendo inimputables, en sedes penitenciarias. En el año 2002 eran 424 y en el 2011, 899. Pero este número abarca también a menores de edad y no incluye a aquellos que se encuentran bajo una “medida de seguridad curativa” encerrados en hospitales psiquiátricos administrados por las autoridades de salud mental, cuya proporción es mucho más importante en el conjunto de este peculiar universo de secuestro institucional en diversas jurisdicciones). Sus condiciones de vida en este peculiar contexto de encierro son inhumanas, reuniendo un conjunto extraordinario de privaciones y padecimientos, que van desde las inapropiadas estructuras edilicias hasta la baja calidad de la atención a sus problemas de sufrimiento psíquico sistemáticamente organizada en torno a la provisión de psicofármacos, como lo han mostrado las pocas exploraciones sociológicas y de organizaciones de derechos humanos que se han aventurado en estos territorios institucionales en nuestro país. A la arbitrariedad de la intervención coactiva se le suma, como contracara inevitable, el sufrimiento y el abandono. Son todos ellos descendientes de Chocolanea.
Son el producto de una peculiar intersección entre dos mecanismos de control social: el dispositivo penal y el dispositivo psiquiátrico. Dicha intersección se constituyó históricamente en la Argentina, desde el último tercio del siglo XIX en un ámbito específico de relaciones de gobierno, a través de tensiones y conflictos que tramitaron en procesos judiciales como el de Chocolanea, con confines móviles y sinuosos, pero con un núcleo esencial medianamente estable, ligado a la decisión judicial que declara la irresponsabilidad penal de un individuo con respecto al delito que ha cometido pero en función de su locura y peligrosidad, lo encierra por tiempo indeterminado en unos espacios específicos.
Resulta curioso. Desde hace un par de décadas, los diagnósticos más lúcidos, tanto en la sociología del dispositivo psiquiátrico como en la sociología del dispositivo penal, han venido anunciando un “cambio maestro” en sus lógicas y dinámicas que se iniciaría en los años 1970 –de la mano de grandes transformaciones económicas, sociales y culturales–. Lo han hecho con distintas herramientas teóricas y destacando perfiles específicos, pero afirmando siempre la lectura de una mutación “epocal”.
Frente a estos diagnósticos, el estado de cosas de la intersección entre el dispositivo penal y el dispositivo psiquiátrico, el gobierno de los locos-delincuentes parece una anomalía. Se trata de un terreno donde parece reinar la inercia, no el cambio. Es cierto que existen en algunas jurisdicciones del país ciudadanos que están bajo esta “medida de seguridad curativa”, pero han dejado el espacio del encierro bajo una suerte de “tratamiento ambulatorio” que implica regresar a lo social pero sin que cese esta peculiar condición jurídica, en una suerte de flexibilización de esta medida judicial, creada ad-hoc y más allá de ley penal, gracias a la presión de los profesionales de la salud mental, apoyados en las nuevas legislaciones provinciales y nacional en materia de salud mental –tampoco existe información estadística oficial acerca de cuántas personas experimentan hoy esta otra forma de intervención coercitiva–. Pero ese núcleo esencial persiste funcionando con la misma lógica y dinámica que veíamos desplegada primitivamente en un caso como el de Chocolanea hace ciento treinta y cinco años.
Se supone que vivimos en una democracia liberal. El adjetivo “liberal” evoca la idea de que el ejercicio del poder en un régimen político como este se organiza en torno al ideal de intervenir en forma moderada, limitada, tratando de evitar el exceso y el abuso, como una guía fundamental a la hora de determinar qué, cómo, cuándo y cuánto gobernar. De allí, la contrapartida de la celebrada imagen del “sujeto libre y racional” como una entidad capaz de autogobernarse. Ahora bien, el “liberalismo realmente existente” siempre se estructuró en torno a una ambigüedad constitutiva que hace que ese modelo de sujeto sea pensado a veces como una realidad dada y natural y a veces como algo a alcanzar, un artefacto a producir. Por eso generó y genera constantemente discursos y prácticas divisorias sobre la población, excluyendo ciertas categorías de individuos de ese estatus. Los locos-delincuentes son estos excluidos en su forma paroxística. El “liberalismo realmente existente” siempre ha activado y activa frente a ellos “medios iliberales” de gobernar, como los que hemos descripto, carentes de restricciones, destinados a desplegarse ilimitadamente –el secuestro potencialmente perpetuo, ligado a una decisión arbitraria fundada en elementos imposibles de sostener razonablemente–. En síntesis, autoriza el “despotismo”. Un “lado oscuro” que es al mismo tiempo su elemento constitutivo. Luego de treinta años de transición a la democracia en la Argentina, otra asignatura pendiente: construir condiciones y fuerzas que hagan intolerable e inviable la persistente presencia de mecanismos iliberales, despóticos, en nuestro presente, como los que se desenvuelven cotidianamente con respecto a estos ciudadanos etiquetados de locos y delincuentes, perdidos y abandonados en un rincón de las formas de gobierno de las sociedades actuales.
Autorxs
Máximo Sozzo:
Profesor Titular Ordinario de Sociología y Criminología y Director de la Maestría en Criminología de la Universidad Nacional del Litoral.