Lo que los adultos no comprendemos: Cultura juvenil

Lo que los adultos no comprendemos: Cultura juvenil

Un flequillo peinado a la derecha o a la izquierda, teñido de negro ala de cuervo o de platino permite ubicar rápidamente la tribu. Pero hay que ver más allá de las taxonomías para establecer un verdadero diálogo con la generación post alfabética.

| Por Gabriela Farrán* |

La siguiente confesión quizá no sea el mejor modo de iniciar un artículo sobre jóvenes y escuelas y sin embargo me veo más que tentada a hacerlo: me echaron del colegio en quinto año, más exactamente en noviembre de 1979. Las razones no vienen al caso, pero digamos que cometí “pecado de rebeldía”. Desde aquel momento sueño repetidas veces que estoy en quinto año, me veo con mi cara de 20, de 30 o de 40, sentada con el guardapolvo “padeciendo” algo oníricamente indefinido. Algo del sueño tomó forma real y soy docente de quinto año hace casi veinte años. Cual Bill Murray en el film “El día de la marmota” –también conocida como “Hechizo del tiempo”–, repito la escena de mi sueño, sólo que sin guardapolvo ni amargura. En la repetición hay una enorme potencia de transformación, sólo porque cada vez que estoy ahí tengo la oportunidad de generar alguna variación con los pibes, respecto de lo que hay.

Entrar al aula tiene algo de aventura, ¿con qué me voy a encontrar? Imposible de saber. Casi podría afirmar que el mundo de los pibes cambia frente a mis ojos. Si activo el scanner mental y hago un paneo del paisaje áulico, lo primero que veo es heterogeneidad, multiplicidad, diferencia. Hace ya mucho, me sorprendieron los aros migrados de las orejas a las narices y de allí a los labios y a las lenguas, sin olvidar los tatuajes, las crestas, las gorras, los reflejos, los colores, el negro, los borceguíes con plataforma. La lista es enorme. Una vez que me acostumbraba a una disonancia en mi sistema de representaciones pedagógicas, aparecía algo nuevo que me desacomodaba el cuadro. No es que me molestara, me sorprendía, pero rápidamente me adaptaba. Por el contrario me hacía mucho más ruido el juicio indignado de mis colegas y los intentos fallidos de algunos directivos por “normalizar” la situación. Era gracioso: intentaban listas de prohibiciones que siempre llegaban tarde, porque no paraban de agregarse nuevas transgresiones.

Durante mucho tiempo no hubo nombre para el fenómeno, hasta que algún desesperado por nombrar lo que acontece lo bautizó “culturas juveniles”. Debo reconocer que la cosa con nombre es más tranquilizadora que “la cosa”, la cuestión es a dónde nos llevan las palabras. Claramente “cultura juvenil” no designa la transgresión o la rebeldía, de lo contrario mi historia escolar (como tantas otras) podría haber entrado en el fenómeno, pero en el ’79 a lo mío se lo llamaba indisciplina a secas y lejos estaba de cualquier expresión de la cultura.

Me arriesgo a decir que “cultura juvenil” designa manifestaciones, formas exteriores de algo que los adultos no comprendemos, pero que los medios tienen la capacidad de nombrar y divulgar. De este modo un flequillo peinado a la derecha o a la izquierda, teñido de negro ala de cuervo o de platino permite ubicar rápidamente la tribu. Y así muchos adultos nos encontramos mal pronunciando palabras como floggers y bloggers, o tratando de entender cómo pueden escuchar “esa música”. En síntesis, compramos un diccionario que nos crea la ilusión de “saber” de qué se trata. Acostumbrados como estamos a encasillar, armamos una taxonomía que piensa la diferencia por el chupín del pantalón.

¿Cómo llega una taxonomía al estatus de cultura? Es una pregunta que nos adentra en el núcleo de un problema: el punto es que no soportamos la perplejidad. La ausencia de sentido es devastadora. ¿De dónde salieron todas estas palabras ordenadoras del supuesto caos? ¿Cómo supimos que esa extraña palabra se refería a un grupo de pibes que se vestían de negro y maquillaban sus caras de blanco? Algo del orden del mercado está interviniendo en estas operaciones. Interviene, como ya dije, en el plano más superficial: toma una forma joven existente, la difunde y le crea un marketing. Y creemos que si logramos conocer el listado de nichos de mercado joven, logramos también capturar algo de eso que se nos escapa entre los dedos.

Insisto, tendemos a quedarnos en la manifestación, creemos que eso es diversidad y nos autoimponemos –los adultos– “respetarla”. Desde esa posición intentamos entrar en diálogo, falsamente por cierto.

Más allá del jopo

Este es un buen momento para introducir la otra variable del problema: la escuela. Es un escenario privilegiado para que las “culturas juveniles” se paseen. Si bien ha quedado poco en pie de lo que era la escuela de la Modernidad, lo que sigue vigente es que están llenas de pibes y de docentes. Un recreo es una excelente oportunidad para observar –cual antropólogo– esa diversidad taxonomizada.

Pero de qué están hechos los ojos de la escuela, qué ve cuando mira. Evgen Bavcar es un fotógrafo ciego. Para él, “los fotógrafos tradicionales son los que están un poco ciegos a causa del continuo bombardeo de imágenes que reciben. Yo, a veces, les pregunto qué es lo que ven y percibo que les cuesta trabajo contármelo. Les resulta muy difícil encontrar imágenes genuinas, fuera de los clichés. Es el mundo el que está ciego: hay imágenes de más, una especie de polución. Nadie puede ver nada. Es previo atravesarlas para hallar las verdaderas imágenes”.

Retomo mi hipótesis de la superficialidad: en la escuela, los docentes vemos a través de los clichés. No vemos lo que es sino sólo lo que somos capaces de decodificar. Por este camino, los pibes dejan de ser pibes para ser representaciones de algo cuyo principal atributo es que no cumplen con las expectativas. Así, una capucha de campera en la cabeza puede provocarnos un colapso patético. Por el contrario, si estás en onda y te aprendiste la taxonomía, podrás tranquilizar tu perplejidad poniéndole nombre a la cosa e intentar un diálogo falso con una imagen vana.

Pero qué pasaría si tomamos las palabras de Bavcar y atravesamos la imagen –y nos dejamos atravesar por ella–. En otras palabras, ¿qué pasaría si nos declaramos ciegos para entrar en contacto con algo del orden de lo real? Un primer ensayo de respuesta: tal vez podríamos avanzar hacia capas más internas del problema. Salir a capturar signos y soportar la fragilidad que nos produce la incertidumbre. Dado este primer paso, quizá podríamos preguntarnos en qué consiste la subjetividad juvenil, o mejor dicho, las subjetividades. Me estoy refiriendo a los modos que tienen los pibes de habitar este mundo más allá de cómo se peinan el jopo.

Franco Berardi es un autor polémico y más que interesante. Él sostiene que asistimos al nacimiento de una generación, que él llama post alfabética, “generación que ha aprendido más palabras de una máquina que de su madre”. Sin duda, la relación con el mundo de esta generación es bien diferente de la que tenemos los adultos. No se trata sólo de una diferencia cuantitativa, que puede medirse en más/menos en relación con las generaciones anteriores, sino de una transformación estructural en los aparatos cognitivos de los sujetos. Los medios, la televisión, pero por sobre todas las cosas, Internet y el cibermundo han generado una realidad nueva que pone en jaque todos los supuestos modernos, especialmente los de la escuela.

Caminar las aulas nos pone en contacto pleno con estas diferencias. Si en lugar de ver con ojos videntes nos entregamos a percibir signos para ver como lo hacen los ciegos, si lográsemos atravesar las imágenes, podríamos entrar en contacto con esa multiplicidad de la que están hechos los jóvenes (y también nosotros aunque no podamos reconocernos en ella).

Lo múltiple, tal como estoy haciéndolo jugar en este caso, remite a la fragmentación de una totalidad. Es decir, con el estallido del paradigma moderno se desarmó la idea misma de gran relato, de principio ordenador, de fuerza trascendente. El Estado y las instituciones a las que les daba sentido siguen existiendo pero absolutamente redefinidos. Ya no pueden sostener el Sentido con mayúscula. De sus esquirlas ha surgido esa multiplicidad a la que hago referencia.

La imposibilidad de reunir las piezas arma vacío por ausencia de totalidad. Esto no significa que hay nada, sino que no hay todo. No es un juego de palabras. En los fragmentos hay de todo, hay mundos enteros que esperan ser actualizados, pero no hay totalidad. Y cualquier intento de rescatarla nos conduce de lleno a esos muñecos hechos de piezas dispersas a los que se les ven todas las costuras torpes.

La posibilidad del encuentro

El vacío de totalidad es por lo tanto condición de posibilidad de lo múltiple, que no es otra cosa que la posibilidad de combinar y relacionar seres y cosas aceptando la ausencia de “el” principio ordenador, lo que no significa ausencia de organización, sino desmantelamiento de los a priori. Todo lo mencionado remite no sólo a la perplejidad de la que hablaba más arriba, sino también a un profundo miedo que buscamos encubrir poniéndoles nombre a las cosas, armando clichés que nada dicen pero que son operativos en tanto calman las ansias.

Mientras las escuelas estén atravesadas por estas “miradas videntes”, no podremos atravesar imágenes como las de la taxonomía de jóvenes clasificados y a veces juzgados por el imperio de la gorra.

Preguntarnos por sus modos de estar en el mundo con auténtica curiosidad, es hacer de la esquirla, del fragmento, de la diferencia radical una posibilidad de encuentro. Como en mi sueño, como en la película, la escena se repite: los pibes y nosotros estamos ahí día a día. ¿Qué somos capaces de hacer con eso?

Hace poquito me encontré en la situación de conectarme con los consumos de los pibes, algo que podríamos considerar parte de esa cultura a la que me niego a llamar así. Como en muchas otras cosas, frente a la cuestión consumo, los pibes y yo teníamos discursos o, mejor dicho, lenguas diferentes. No se trataba de desafiar ni de provocar, era simplemente una diferencia de códigos. Para ellos la vida privada es privada y para mí lo que sucede en la escuela es público. Claramente no compartíamos un piso de sentido. Pero algo interesante empezó a ocurrir cuando lo que se puso sobre la mesa fue la afectación: “Privado o público, lo que te pasa me afecta”, esta frase abrió un mundo de conexiones. Si hay algún puente entre estos dos universos, está hecho de confianza: confiar en que esos dos extraños –adulto y jóvenes– no saben bien de qué se trata, pero ensayan posibilidades.

A esta altura y para ir cerrando, cabe decir que si hay algo interesante en este mundo sería bueno evitar la tentación de clasificar y de ordenar. Las subjetividades de los jóvenes pueden y suelen sernos extrañas pero también invitantes. Si la escuela logra ver al pibe detrás del jopo, de la capucha o del chupín, puede que no entienda ni sepa qué hacer, pero al menos tiene la posibilidad de pensar con ellos en qué consiste este mundo. Si tomamos por cierta la hipótesis de Berardi, ante estas generaciones, a la escuela sólo le queda el camino de aprender y de pensarse. Es una oportunidad que en 1979 no existía.





* Profesora de enseñanza media, superior y especial en Historia y Diplomada en Gestión Educativa por FLACSO.