Las relaciones entre Argentina y Chile

Las relaciones entre Argentina y Chile

Salvo períodos ocasionales de distensión, el vínculo se caracteriza por el distanciamiento, cuando no por la rivalidad manifiesta. Entre las limitantes para una mayor integración se destacan las estructuras de poder político y social y los criterios de racionalidad económica vigentes en ambos países, acordes con la posición subordinada de América latina en el mercado mundial.

| Por Jorge Gonzalorena Döll |

Al examinar la historia y perspectivas de las relaciones entre Argentina y Chile resulta pertinente preguntarse por la problemática que correspondería tener presente, como marco general de referencia, para que dicha revisión y análisis puedan constituir un ejercicio política e intelectualmente provechoso.

Esto, porque para comprender el significado y alcance de lo sucedido no basta con limitarse a describirlo, ni a reflexionar sobre sus posibles causas o motivaciones inmediatas. Y mucho menos se puede dar por sentado que lo que en esta historia siempre ha estado en juego han sido los intereses, derechos y aspiraciones de ambos pueblos. En rigor, quienes hasta ahora han tomado o forzado las decisiones han sido solo las pequeñas elites dominantes en ambos países, sobre la base de sus propios intereses.

Pero, sobre todo, es importante no perder de vista el escenario global en que esta cuestión ha estado situada en el pasado y se sitúa también en el presente. Se trata de evitar que los árboles impidan ver el bosque. Solo así resultará posible determinar su real significado, los condicionantes a que ha estado sometida y las posibilidades de un eventual cambio de perspectiva.

Desde luego, lo que da sentido y torna relevante esta reflexión son, justamente, los intereses, derechos y aspiraciones de nuestros pueblos, pero no entendidos en los términos estrechamente chovinistas en que tradicionalmente han sido considerados –particularmente por los propios gobiernos y círculos políticos e intelectuales dominantes–, sino desde la problemática, más sustantiva, del logro de un efectivo desarrollo económico y social.

A estas alturas es claro que se trata de un objetivo cuya realización no se circunscribe a un proyecto de alcance puramente nacional sino que supone también la búsqueda de un nuevo orden social global, capaz de satisfacer la aspiración humana de acceder a una vida digna, segura y confortable para todos.

1. Argentina y Chile: una común historia y posición en el mundo

Lo anterior nos enfrenta a una cuestión que atraviesa y permea toda nuestra historia: pese al origen histórico e identidad cultural común de la vasta región conformada por la América latina, y a pesar también de constituir una palanca clave para el impulso de su desarrollo económico, la vieja aspiración de llevar a cabo una efectiva integración política y económica entre los Estados y pueblos de nuestro continente se ha visto hasta ahora persistentemente frustrada. Si bien este tema ha estado y continúa estando presente en los discursos gubernamentales, jamás se ha traducido hasta ahora en iniciativas políticas efectivas.

No obstante, por su similar posición en el mundo contemporáneo y su también coincidente modo de relacionarse con las dinámicas que lo articulan, los pueblos de Argentina y Chile se han visto en el pasado, y se verán en el futuro, inevitablemente obligados a orientarse por su comunidad de intereses estratégicos. Aunque se hallan separados por una extensa e intrincada cordillera, ambos pueblos comparten, junto a un mismo idioma y matriz cultural, una larga historia, con momentos de beneficiosos acercamientos y otros de amargos y peligrosos distanciamientos.

Las luchas por la independencia de Hispanoamérica señalan su período de mayor acercamiento, creando vínculos de amistad y solidaridad entre al menos las principales fuerzas patriotas de ambos lados de la cordillera. Esto se plasma en la formación del Ejercito Libertador que logrará expulsar a las fuerzas realistas de Chile y contribuirá decisivamente después a su derrota definitiva en Ayacucho. Este 5 de abril se conmemora el bicentenario de la batalla de Maipú, episodio que, al marcar un giro decisivo en el curso de esa guerra, puso de relieve la gran importancia de la acción mancomunada frente a un enemigo común.

Sin embargo, una vez finalizado el conflicto y consolidada la independencia, las clases dominantes criollas no encontraron ya motivos suficientemente poderosos para preservar esta unidad. La estructura productiva esencialmente agropecuaria y minera de la región –solo conectada a través del comercio a distancia con el proceso de industrialización que se consumaba entonces en Inglaterra– imponía inevitablemente la primacía de los estrechos intereses locales.

Ello presionará fuertemente a favor de la fragmentación política del continente en una veintena de Estados, frustrando el anhelo de la “patria grande” que animó a los libertadores. El fracaso de ese proyecto se expresó ya en el desinterés que despertó la convocatoria realizada por Bolívar al Congreso “anfictiónico” de Panamá, cuyo propósito era debatir y concordar, justamente, los términos de una posible Confederación de los Estados de la región.

2. Prevalencia de los particularismos, rivalidades y desconfianzas

Muchas veces se ha contrastado el fracaso de este proyecto integrador con la unidad alcanzada por las trece ex colonias británicas de Norteamérica, pero se suele pasar por alto que allí se logró cohesionar un territorio que era de una extensión muchísimo menor que el que abarcaban entonces las ex colonias hispanoamericanas.

En tales circunstancias, solo una dinámica de crecimiento económico como el que históricamente desató la industrialización podría haber generado una fuerte tendencia a la unificación política de estos territorios. Pero en las regiones que se vincularon a dicho proceso solo en calidad de proveedoras de materias primas y alimentos y demandantes de productos terminados, las fuerzas centrípetas inevitablemente fueron mucho menos intensas.

Esto es lo que marcó la historia ulterior de toda nuestra región, incluida la de las relaciones entre Argentina y Chile. Solo el caso de Brasil constituyó en tal sentido una excepción, ya que logró preservar la unidad de su territorio como Estado soberano debido a la singularidad de su trayectoria colonial, tanto en el plano económico como político-administrativo, y a las características también muy singulares de su proceso de independencia.

Sin embargo, el resultado final al que se llegó en ambas partes de Iberoamérica, la española y la lusitana, fue bastante similar. En efecto, luego de conquistar su independencia política, todo el continente cayó bajo el dominio económico y financiero de la potencia hegemónica de la época, cuya armada controlaba ya todos los mares: los países de la región pasan a ser entonces, utilizando la expresión de Hobsbawm, “colonias informales” del imperio británico.

A su vez, el capital imperialista se empeña en acrecentar su dominio mundial no solo merced a su superioridad en el plano estrictamente económico sino apelando también a una política que combina “el garrote y la zanahoria” para desalentar y hacer fracasar toda resistencia a sus dictados. En función de ello, su intervención ha buscado exacerbar constantemente las disputas y resquemores entre los distintos Estados del continente, llegando a promover incluso conflictos de alta intensidad. En tal sentido su divisa ha sido siempre la misma: ¡divide y vencerás!

La larga historia de disputas y desencuentros que emergen entre Argentina y Chile, una vez alcanzada la independencia de sus territorios, es expresiva de esta “pelea chica” que ha acaparado la atención de sus círculos gobernantes, desde la época de los regímenes oligárquicos, hasta la del nuevo bloque en el poder liderado por la burguesía. Círculos gobernantes que, en ambos casos, han buscado actuar casi siempre en consonancia con la potencia imperialista dominante, la que se beneficia a su vez de las variadas formas de explotación con que interviene en las regiones periféricas.

Y de manera comprensible, los conflictos más usuales han terminado siendo los de carácter limítrofe, dando lugar a recurrentes acusaciones recíprocas y a alianzas o relaciones preferentes entre los Estados –con la pretensión de preservar los “equilibrios” regionales–, sobre la base de una común hostilidad hacia un potencial adversario. Así, aparte de breves períodos de distensión en las relaciones entre Argentina y Chile, la tónica dominante en sus dos siglos de vida independiente ha sido de frío distanciamiento, latente rivalidad y aun, por momentos, de aguda tensión.

Fue esto lo sucedido, con solo un breve intervalo de acercamiento, durante las siete décadas que van desde la instauración de la dictadura de Rosas en Argentina hasta la firma de los Pactos de Mayo en 1902. Solo a lo largo de la primera mitad del siglo XX, tras la firma de dichos pactos –que lograron distender una situación que se había tornado ya amenazante–, pudo prevalecer un clima de entendimiento, lo cual permitió comenzar a estrechar vínculos e incentivar la cooperación en diversos planos entre ambos países.

Este acercamiento cobró incluso un mayor impulso durante la primera fase del proceso de industrialización por sustitución de importaciones que tuvo lugar –tanto en Chile como en Argentina–, a partir de los años treinta, incentivado además por el fuerte renacer de un sentimiento latinoamericanista y antiimperialista en la región. Sin embargo, nunca se llegó a concebir e impulsar una política de efectiva integración política y económica que permitiera brindar posibilidades reales de sustentar y consolidar, al menos en el cono sur del continente, un proyecto de desarrollo independiente.

El horizonte visual de los Estados continuó sujeto y circunscrito a los límites que le imponen las relaciones de poder social y los criterios de racionalidad económica vigentes, esto es la lógica del capital y su valorización, ya plenamente desplegada. En consecuencia, este acercamiento pronto tocó techo y se trocó en una nueva fase de distanciamiento y hostilidad. Ello ocurre particularmente a partir de la llamada “revolución libertadora”, que dio inicio en Argentina a un largo período de intervención política, directa o indirecta, de los altos mandos militares, orientados por añejas y miopes visiones geopolíticas.

La ulterior irrupción de los militares en la vida política chilena vino a instalar luego una visión parecida con respecto a las relaciones con los países vecinos, poniendo fin a las escasas iniciativas de integración regional e independencia económica ensayadas hasta entonces. Este viraje fue del todo consistente con el escepticismo imperante en los sectores sociales dominantes con respecto a las posibilidades de alcanzar un desarrollo económico independiente y su opción de buscar en cambio un acomodo, en asociación lo más estrecha posible, con el gran capital imperialista.

En esa perspectiva, a comienzos de los años ’80, algunos adalides del pinochetismo sostuvieron que, en virtud de las políticas de apertura impulsadas por los “Chicago-boys”, Chile se estaba convirtiendo en “una buena casa en un mal barrio”, siendo su aspiración la de llegar a emular a los emergentes “tigres del sudeste asiático”. De allí que llegasen a espetar: “¡Adiós, América latina!”. Es precisamente este el período en que Argentina y Chile se fueron viendo colocados, por la lógica geopolítica de sus respectivas dictaduras, al borde de una guerra fratricida. Los mismos recelos llevaron luego a que la dictadura chilena se mostrase dispuesta a brindar una acotada ayuda a los británicos durante la guerra de las Malvinas.

A pesar de ello, la experiencia de este último conflicto, al ayudar a superar los principales temores en que se basaban las viejas rencillas y desconfianzas mutuas, permitió ir abriendo luego una nueva etapa de acercamiento en las relaciones entre Argentina y Chile, sobre todo tras el término de las dictaduras a ambos lados de la cordillera. Pero este acercamiento se realiza sin un proyecto propio de desarrollo y en el marco de una parecida disposición de los gobiernos a someterse a las imposiciones que, a través de los organismos rectores del sistema (FMI, BM y OMC), dictan los intereses del gran capital imperialista.

Un reconocimiento expreso de ello fue el formulado el 2 de noviembre pasado por el canciller chileno Heraldo Muñoz al momento de suscribir el nuevo tratado de libre comercio entre Argentina y Chile, calificado por él como “un ejemplo de integración a nivel regional”. Aludiendo al espíritu que ha inspirado y orientado la negociación de este acuerdo, el ministro sostuvo: “Los gobiernos tenemos que abrir paso para que los privados aprovechen estas oportunidades. Son ellos los que tienen que hacer más negocios, más comercio y más inversiones”.

Asumiendo que el motor del desarrollo no puede ser más que el accionar del capital –en un marco de seguridad jurídica lo más libre posible de restricciones y gravámenes–, los gobiernos se esmeran en aplicar políticas por las que los Estados se obligan a cautelar los intereses de las empresas transnacionales, restringiendo su propia soberanía. Por esta vía, han llegado incluso a reconocerles a dichas corporaciones la posibilidad de demandar a los Estados, con la pretensión de ser generosamente indemnizados, si estiman que las medidas que estos adoptan pudiesen perjudicar sus expectativas de ganancia. Tales son las perspectivas que hoy ofrece una “integración económica” bajo la égida del capital.

3. El problema de fondo y la disyuntiva que plantea

Lo que realmente subyace a todas las dificultades que ha encarado la región en sus dos siglos de vida independiente deriva del hecho de que la ruptura del estatuto colonial no significó para la América latina la conquista de su soberanía en el plano económico. Ello porque con el dinámico y expansivo desarrollo del capitalismo, que desplaza la fuente última del poder social desde la mera fuerza militar a las capacidades productivas, emerge, más poderoso pero también más sutil, un nuevo tipo de imperio, y esta vez de alcance mundial.

Todas las regiones del planeta se van viendo así progresivamente incorporadas a un sistema económico fuertemente competitivo y dotado de un creciente dinamismo, cuya unidad se realiza a través de la constitución y fortalecimiento de un emergente mercado mundial. En ese escenario, en virtud de las desiguales fuerzas que se hacen presentes en él –sobre todo a partir de la irrupción del proceso de industrialización, que se convierte en el eje articulador del sistema–, se van marcando las líneas y ensanchando las brechas de una clara división internacional del trabajo.

Se hace posible constatar entonces una gran coincidencia en los caminos recorridos por Argentina y Chile, desde los inicios de su vida independiente hasta nuestros días, en sus relaciones financieras y comerciales con la metrópoli, con los condicionamientos que la naturaleza asimétrica de esta relación impone al desarrollo de las fuerzas productivas en ambos países, así como en el resto de nuestro continente.

En consecuencia, una integración concebida y realizada exclusivamente bajo las condiciones del capital, sin que el poder político anteponga los objetivos y metas de un desarrollo económico independiente y los intereses de la inmensa mayoría de la población, no abre posibilidad alguna de superar el atraso y las desigualdades sino que, por el contrario, solo puede contribuir a profundizar las brechas existentes, tanto al interior de cada uno de nuestros países, como a escala regional y mundial.

Por lo demás, una efectiva integración política y económica de América latina está lejos de ser un objetivo central para los sectores privilegiados, ya que su acción se orienta exclusivamente tras el logro de sus propios objetivos particulares. Pero es, en cambio, una clara e insoslayable necesidad para los pueblos de la región, como un proyecto dictado por sus más vitales intereses, a fin de sobreponerse a su actual condición de periferia del capitalismo mundial, lograr el pleno control de sus riquezas y poner en pie un efectivo proyecto de desarrollo económico y social que beneficie a la mayor parte de sus habitantes.

Y con ello se replantea, de manera cada vez más imperativa y urgente, la necesidad de levantar un proyecto político que sitúe los esfuerzos por alcanzar el bienestar y la prosperidad sobre criterios de racionalidad económica completamente distintos: la valorización ya no del capital sino de la vida humana, y priorizando, por tanto, los intereses colectivos sobre los individuales. Una política internacional acorde con tales criterios se debiese articular en torno a ciertos principios y objetivos básicos como los de promover:

1. Relaciones en pie de igualdad entre los Estados, en base a los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos, la defensa de la paz y el multilateralismo.

2. La lucha por la creación de un nuevo orden económico internacional (NOEI) basado en relaciones equitativas y solidarias entre las naciones y un desarrollo productivo ambientalmente sustentable.

3. La integración política y económica de la región, erradicando la pobreza, el desempleo, el analfabetismo y las enfermedades, junto al respeto y promoción de la democracia y los derechos humanos.

Autorxs


Jorge Gonzalorena Döll:

Licenciado en Historia Económica (Universidad de Lund, Suecia), sociólogo (Universidad de Chile) y Magíster en Ciencias Sociales (Universidad de Chile). Ha desempeñado labores de docencia e investigación en varias universidades chilenas y fue además editor de Oikos, revista académica de la Facultad de Economía y Administración de la Universidad Católica Silva Henríquez. Es autor de varios ensayos publicados en libros y revistas especializadas.