Las políticas de formación docente hoy, entre recetas y resultados
Las iniciativas del actual gobierno nacional buscan reestructurar la formación docente poniendo en el centro el rendimiento, la eficacia y la eficiencia estandarizados. Para ello, parten del desprecio por lo que hay (instituciones de formación, saberes docentes, historias locales), proponiendo una agenda que banaliza y aplana el mundo y la complejidad escolar (y, de paso, aporta al ajuste).
Este artículo retoma ideas de la nota “La formación docente, un debate urgente y necesario”, publicada en revista Educar en Córdoba, año XIII, edición Nº36, abril 2019.
¿Cómo es deseable que se formen las y los que enseñan? Se trata de una intensa controversia político-pedagógica sobre la que hay distintas opiniones fundadas, diversas políticas públicas y también múltiples investigaciones, en la Argentina y en muchos otros países de la región y del mundo. Construir políticas públicas sobre este tema exige promover debates informados, dar lugar a una multiplicidad de voces y construir acuerdos sociales, culturales, pedagógicos y políticos, porque cuando nos preguntamos acerca de qué docentes y escuelas queremos, estamos asumiendo qué sociedad buscamos construir colectivamente.
Aunque suene obvio, déjenme empezar diciendo que ninguna política se define en el vacío: lo quiera o no, dialoga con sujetos, con tradiciones, con saberes y experiencias acumuladas a lo largo de la historia.
¿Cuáles son las principales orientaciones de las políticas de formación docente actuales? ¿Cómo se vinculan con las exigencias contemporáneas de las escuelas? ¿Qué docentes se proponen formar? ¿Qué ponen a disposición para lograrlo? ¿Cómo dialogan con las experiencias acumuladas?
De las múltiples aristas que abren estas preguntas, en este breve artículo compartiremos algunas posiciones e interrogantes recorriendo las bases institucionales de nuestro sistema formador, los pilares de las políticas vigentes y algunas alternativas para debatir con ellas.
Nunca fue sencillo
En la Argentina, cuando en las últimas décadas del siglo XIX el Estado asume que para erigir la Nación necesita formar patriotas, toma para sí la responsabilidad de la construcción de un sistema educativo nacional, entendiendo que ello implica sembrar el territorio de escuelas y docentes diplomados, es decir, conformar un cuerpo de especialistas, y para ello construirá un ámbito específico para su formación. En ese marco nace y se expande velozmente una red nacional de escuelas normales. Mientras se construye un sistema de educación primaria para el conjunto de la población, la educación media y la educación superior abonan la construcción de la elite argentina.
Desde el origen del sistema educativo, diversas instituciones se ocuparon de la formación de docentes. En el caso de los profesores, los Institutos del Profesorado y las Universidades ofrecieron desde principios del siglo XX esa formación. Por eso la tensión entre las Universidades y los IES (Institutos de Educación Superior) y escuelas normales (que se caracterizan por tener a su cargo varios niveles del sistema educativo que funcionan como “escuelas de aplicación” para la formación docente) está presente desde la constitución del sistema formador y se manifiesta en la disputa por el formato institucional que ella adquiere. Ahora bien, este viejo debate ha ido cambiando su intensidad y sus sentidos. Hoy podemos identificar y reconocer, entre otros ejes, la discusión pedagógica (qué docente proponemos, para qué escuelas, qué saberes exige su formación, qué instituciones tienen más experticia en ellos), la discusión por el gobierno (los IES dependen de cada jurisdicción, las Universidades son autónomas y dependen del Estado nacional) y también una discusión territorial (en general los Institutos de Profesorado tienen una llegada al territorio –y a las escuelas– que no alcanzan las universidades más antiguas).
Ahora bien, en la última década del siglo XX, la confluencia de la transferencia de servicios educativos, el feroz ajuste y, a la vez, el crecimiento del sistema formador produjo una severa fragilización y fragmentación de dicho sistema. La respuesta del gobierno neoliberal fue la creación de un proceso de acreditación de los IES que (amenaza de cierre mediante) ponía como condición y responsabilidad de cada institución aquello que, en todo caso, eran deudas de los Estados. También en este periodo se sanciona la Ley de Educación Superior que establece (por primera vez) que los institutos de formación docente son parte del nivel, a los que nombra como “Instituciones terciarias no universitarias”.
En el marco de la reconfiguración de la institucionalización del sistema formador, la creación del Instituto Nacional de Formación Docente (en adelante, INFD) en el 2006 busca atender diversos efectos de la década neoliberal, en particular la re-jerarquización de la formación docente y construcción de regulaciones, marcos y sentidos compartidos para que la diversidad no devenga diferenciación o atomización. Por eso, el INFD (junto con la provisión de recursos materiales y simbólicos) tuvo como uno de sus objetivos mayores construir lineamientos, orientaciones, normas comunes a todas las jurisdicciones del país. Así, una notable heterogeneidad institucional (escuelas normales, universidades, IES –estatales y privados–, profesorados populares, universidades provinciales, Universidad Pedagógica), con diversas pertenencias (Nación, provincias, etc.), dejará de constituirse en un obstáculo para que un sistema complejo tuviera (en términos generales) orientaciones comunes (nacionales) en las políticas de formación de enseñantes.
La propuesta nacional actual: ¿soplar y hacer botellas?
El gobierno que asumió en diciembre de 2015 lleva adelante políticas para la formación docente que vamos a describir (simplificándolas) analizando tres ejes: en primer lugar, qué docente se proponen formar y con qué saberes. En segundo lugar, qué perspectivas y propuestas acerca del sistema formador sostienen, y por último, cómo y con quiénes construyen esas políticas de formación docente.
Para abordar el primero, déjenme comenzar con un ejemplo: cuando se presentó públicamente la propuesta UNICABA (propuesta de creación de una universidad para formar docentes en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires hecha pública en noviembre de 2017) se usó un power point que definía en una diapositiva (sí, una sola) qué docente se buscaba formar. Lo decía del siguiente modo: el docente del futuro “debe trabajar en equipo, tener actitud emprendedora, habilidades de comunicación, usar las tecnologías, comprender las culturas, estar abierto a la diversidad y ser flexible y adaptarse a los cambios”. Pero… ¿dónde está lo específico? ¿Qué diferencia a una docente de un vendedor de seguros o de una ingeniera industrial? ¿Un docente del futuro no debe saber enseñar? ¿No debe tener una relación curiosa y crítica con los conocimientos? ¿No debe saber pedagogías? ¿No debe construir un horizonte de expectativas acerca de qué ciudadanos y qué sociedad deseamos aportar a formar?
Como venimos de ver, en términos generales la novedad de la agenda que propone la política nacional de formación docente está centrada en los temas de emprendedurismo y liderazgo “modernos” (tecnologías, equipos, comunicación) y una presencia banalizada de las neurociencias y la educación emocional que trae consigo otra perspectiva acerca de los sujetos. La prioridad de los temas curriculares del aula que integran la formación está regulada por lo que prioriza PISA, y el INFD produce guiones al detalle que orientan cada una de estas instancias en todas las escuelas.
Se trata de propuestas basadas en una racionalidad instrumental y pragmatista, que evitan toda deliberación política y pedagógica. ¿Por qué enseñar a y no b o c? ¿En qué debates se enmarca formar para el emprendedurismo? ¿Qué relación hay entre participar en asambleas de aula y formar ciudadanos críticos? ¿Qué priorizar en la enseñanza de las nuevas tecnologías? ¿Qué relación hay entre el patriarcado y transmitir una historia hecha solo por hombres? Detrás de cada una de estas preguntas (que traen consigo reflexiones sobre la democracia, la participación, la igualdad) hay debates contemporáneos clave que ninguna formación docente tecnocrática aborda.
La otra novedad que introducen estas políticas es que tienen una inmensa preocupación en transformar lo enseñable en evaluable, para lo cual formulan marcos referenciales. Es decir, se fijan metas para establecer criterios de evaluación, como señala Adela Coria. La evaluación individual y externa (como ya se ha investigado) es un nuevo modo de regular las conductas docentes: qué hay que enseñar (lo que será evaluado) y qué dejar afuera (lo que no se evalúa). La evaluación también ocupa un lugar central en la asignación de becas, en una prueba a los egresados de las ISFD, en la reactivación del sistema de acreditación, como veremos más adelante. Se trata de una orientación que redefine bajo nuevos parámetros el lugar del Estado y que se alinea con las recomendaciones de los organismos internacionales de crédito. Esta relación se observa también en la asignación de recursos del Presupuesto Nacional: mientras la partida destinada a formación docente está congelada desde 2015 en alrededor de 1.000 millones, la de evaluación crece significativamente (de 73 millones en 2015 a 559 millones en 2019).
En cuanto al segundo punto, el gobierno nacional ha hecho anuncios de cambios en el sistema de formación docente (en línea con aquella política de los ’90 de “reordenamiento y acreditación”), que tienen como una de sus premisas avanzar hacia una redefinición del sistema formador reiterando que es excesiva la cantidad de ISFD, que su calidad está deteriorada (mucho más si se encuentran en localidades pequeñas y con pocos recursos). La desconcentración territorial de la oferta de formación es comprendida de modo unívoco: en el fondo, lo que se sostiene es que calidad y expansión son incompatibles. La provincia de Jujuy y CABA aparecen como pioneras sosteniendo que lo que hay en formación docente (los ISFD) no sirve y por eso se inventa algo nuevo: una universidad (en CABA) o un nuevo instituto (el Nº 12 en Jujuy). A la vez, se están cerrando carreras en las provincias de Mendoza, Buenos Aires y Salta.
Vale subrayar que, desde 2008, en América latina la Educación Superior se estableció como un derecho (Cartagena, 2008). En ese marco, su expansión es una condición para garantizarlo. Por eso no sobran institutos sino, en todo caso, es necesario trabajar para fortalecerlos y hacer efectivo ese derecho.
Desde 1969 (casi) no quedaron instituciones responsables de la formación docente inicial por fuera del Nivel Superior. Y aunque inicialmente la gramática de la formación docente tuvo pocos cambios, contra las tradiciones infantilizantes (propias del normalismo) en el siglo XXI los ISFD fueron constituyéndose en sujetos político-educativos (son instituciones cogobernadas, todas sus carreras son de 4 años, tienen centros de estudiantes, espacios autónomos de definición curricular institucional, flexibilidad en el armado del recorrido por parte del estudiante, etc.), asumiendo “una mayoría de edad”, construyendo una voz que se va haciendo oír como la universitaria, con quien comparte el Nivel Superior (en CABA existe la Coordinadora de Estudiantes Terciarios –CET–, creada en 2014, y en Córdoba acaba de crearse la primera Federación de Estudiantes de Nivel Superior).
A fines de 2018 se aprobó en el Consejo Federal de Educación (integrado por todos los ministros de Educación del país) la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación de la Calidad de la Formación Docente (CNEAC), un sistema de acreditación institucional que ubica al Estado nacional como agente responsable de evaluar a todos los ISFD a través de la Secretaría de Evaluación Educativa, la que elaborará los instrumentos necesarios para el desarrollo del modelo evaluativo. La CNEAC estará integrada por representantes nacionales del ámbito académico y de la conducción política. Entre otras cuestiones, y a diferencia del sistema de acreditación universitaria (CONEAU), no incluye pares (docentes o directivos de IES) en la evaluación (art. 3). Tampoco se establece cómo se garantizarán desde el Estado las condiciones para que aquello que se sugiera en las evaluaciones pueda ser abordado.
Probablemente la creación de la CNEAC es una de las acciones más fuertes del gobierno central que debilita al INFD y debilita a la formación docente como espacio nacional. Como señala el sociólogo francés Romuald Normand, se instalan así nuevos modos de gobierno, donde el rendimiento, la eficacia y la eficiencia para la rendición de cuentas acoplan las cuestiones de la gestión con las de la evaluación, argumentos que aparecen luego como legitimadores del ajuste.
Por último, déjenme volver al ejemplo de UNICABA. La ciudad de Buenos Aires presentó una universidad para la formación docente a fines de 2017 sin consultas ni debates públicos. Ninguna conversación con los gremios o las universidades, ninguna mesa de diálogo con los 29 Institutos de Formación Docente existentes. Sí, en cambio, el gobierno porteño promovió una encuesta (vía telefónica, campaña en el subte, en las oficinas públicas), siempre con la misma pregunta (con opción de respuesta afirmativa o negativa): ¿estás de acuerdo con que la formación docente pase de ser terciaria a universitaria? Esa pregunta (y la propuesta que encierra) pareciera que dispone de una solución mágica para resolver los numerosos y diversos desafíos que plantea formar docentes hoy. Y también (al ser la única consulta pública), que no se requiere de saberes específicos (técnicos, académicos, de la práctica) para aportar perspectivas y vías de solución a problemas tan complejos.
Es una muestra más de propuestas de cambios que no convocan a las y los profesores ni al debate (ni a las paritarias) ya sea que trabajemos en escuelas, en universidades o en institutos. Pareciera que no tenemos nada para decir, que nuestra experiencia carece de relevancia. Por supuesto que no es un gesto ingenuo: la invisibilización es el reverso del reconocimiento, de la apreciación como acto público. Y ese desreconocimiento lleva a procesos de desautorización pública.
Del mismo modo, podemos preguntarnos qué imagen pública docente se promueve cuando el gobierno de la provincia de Buenos Aires plantea reemplazar docentes por voluntarios (https://www.clarin.com/sociedad/vidal-anuncio-convocaran-60-mil-voluntarios-ofrecieron-anuncio-paro-docente_0_Byo5pdQql.html). ¿A alguien se le ocurriría reemplazar a un cirujano o un ingeniero por un voluntario?. O cuando se propone formar líderes educativos en dos meses y medio (programa Elegir Enseñar del gobierno de CABA).
En muy apretada y simplificada síntesis: los lineamientos nacionales en el área de formación docente del gobierno actual abonan a formar un agente aplicador, con saberes delimitados por esa definición. Se trata de un gobierno que, bajo el amparo de un discurso que señala como su responsabilidad principal respecto del sistema formador el hacerlo eficiente, básicamente propone evaluar de múltiples modos sus resultados bajo el precepto de que “evaluar, mejora”. Todo ello con un punto de partida en común: colocar bajo sospecha a quienes enseñan o se forman para hacerlo. Por supuesto, nada de esto aporta a saldar algunas discusiones específicas del sistema (no abordadas suficientemente) como la relación entre expansión, democratización y mejora de la formación docente.
Notas para un debate complejo
La formación docente es cosa seria. Sospechemos de las soluciones mágicas, de aquellas que tienen una llave que abre todas las puertas. Esa perspectiva (lineal y tecnocrática) es la que propone y confía en la transferencia mecánica de propuestas cerradas. Y habilita un mercado internacional que hoy tiene no solo una ramificación asombrosa, sino que uno de sus principales consumidores es el Estado. Por ejemplo, la compra “llave en mano” de modelos a imitar (como en el área de Matemáticas la compra del método Singapur), ignorando que las dificultades de enseñanza y aprendizaje escolar son mucho más que las que “un buen método” puede atender y que cualquier propuesta no debe desconocer las historias, tradiciones y saberes de donde se inserta.
Invocar la neutralidad del trabajo educativo no hace más que legitimar el orden establecido. Desplazar la pedagogía de la formación para la enseñanza, descontextualizar saberes (reduciéndolos a capacidades e indicadores) es parte de la misma operación. El trabajo pedagógico es un trabajo político que define sentidos, que se inscribe en proyectos y en sueños.
Que hace falta mejorar la formación docente es indudable. Hubo, hay y habrá mucho por hacer. Pero las propuestas con aspiraciones fundacionales dan a entender que no hay nada que fortalecer, reconocer, revisar, aprender. Que no hay legado a transmitir. No dudamos de que la formación docente es una de las grandes tradiciones que construyó nuestro país y nuestra identidad y que solo reconociendo esas experiencias, frustraciones, deudas y tesoros es que vamos a construir algo mejor colectivamente.
Autorxs
Alejandra Birgin:
Profesora e investigadora en la UBA (Universidad de Buenos Aires) y en la UNIPE (Universidad Pedagógica Nacional), donde dirige la Maestría en Políticas Públicas en Educación. Coordina equipos de investigación en ambas universidades acerca de políticas de formación y trabajo docente en perspectiva comparada. Ha sido subsecretaria de Educación de la Nación (2005-2007). Es parte del colectivo pedagógico Conversaciones Necesarias.