La situación de la mujer en África: entre el activismo y la desigualdad

La situación de la mujer en África: entre el activismo y la desigualdad

Si bien hoy la mujer es vista en África como un motor privilegiado para alcanzar el desarrollo económico, promover la igualdad social y política y obtener la paz en aquellos lugares donde aún hay conflictos de algún tipo, en muchos lugares continúa padeciendo una condición de sumisión e inferioridad la gran mayoría de las veces invisibilizada. Allí reside entonces un gran desafío para el progreso del continente: hacer visible el rol de la mujer en la sociedad.

| Por María José Becerra |

Entre los muchos tópicos que existen sobre África quizás el más difundido es el referido a la situación de la mujer. Este trata sobre la condición de sumisión e inferioridad en la que se encuentran las mujeres tanto en la vida pública como en la privada, tanto en las zonas urbanas como en las rurales. En particular, es en el campo donde empeora esta situación debido a todas las tareas que deben realizar (cuidado de la casa y de los hijos, recogida de agua y leña, preparación de alimentos, trabajos agrícolas y atención del ganado doméstico). Este argumento se refuerza con la idea de que los hombres se dedican a tareas más de tipo comunitario, dedicados a discutir todo el tiempo que sea necesario para lograr un acuerdo. En las ciudades, su situación no mejora mucho, pues además de realizar todas las tareas del hogar (por las que no reciben salario alguno), si trabajan fuera del ámbito doméstico reciben una menor remuneración que los hombres por la misma tarea.

Esta visión que se instaló desde la etapa colonial no solo apunta a denigrar a las mujeres, sino que también lo hace con los hombres, a quienes se los ve como poco predispuestos al trabajo, aunque con ciertas capacidades de mando. En este sentido, la normativa colonial europea reforzó esto al negarles derechos legales a las mujeres en favor de los hombres (el derecho a la propiedad privada de la tierra, el derecho a participar políticamente, a la educación, a casarse libremente, etcétera), situación que las primeras constituciones y normativas nacionales de los Estados independientes –que en su mayoría fueron dictadas por las elites masculinas– continuaron y consolidaron.

Sin embargo, y pese a todo este esfuerzo, la situación de la mujer africana no dista demasiado de las condiciones de vida de las mujeres de los otros continentes. Si tenemos en cuenta que las féminas representan casi la mitad de la población mundial (según datos de Naciones Unidas del 2015 son el 49,6% del total), las cifras sobre su situación son alarmantes: representan el 60% de todos los pobres del mundo, dos tercios de los enfermos de HIV en todo el globo y el mismo porcentaje se repite en el grado de analfabetismo, una de cada tres mujeres ha sufrido alguna forma de violencia de género, y solo el 10% de los gobiernos del mundo están en manos de mujeres. Estas circunstancias provocan que muchas mujeres se encuentren en situación de desigualdad, inferioridad y vulnerabilidad, puesto que no pueden desarrollarse como personas con pleno disfrute de sus derechos.

En África, el segundo continente más poblado del mundo, las mujeres constituyen el 51% de la población total, es decir, el 11% de la población femenina mundial. Son un grupo básicamente joven y no homogéneo, ya que se lo puede diferenciar por regiones, clases sociales, características culturales y generacionales. Por ejemplo, si analizamos por regiones, en África Subsahariana predomina la población femenina excepto en Angola, Mozambique, Eritrea, Somalia y Yibutí, mientras que en el norte predomina la población masculina, salvo en Marruecos, Mauritania y Chad. Por otra parte, dentro del ranking de los diez países en donde la situación de la mujer es la peor del mundo, según los datos de World Economic Forum de 2015, cuatro de ellos son africanos, situándose del peor al mejor, primero Marruecos, cuarto Costa de Marfil, sexto Mali y octavo Chad.

No obstante y pese a estas diferencias, es posible analizar globalmente su situación con cierto rigor, ya que las sociedades africanas han pasado por los mismos procesos históricos (esclavización, colonización, proceso de independencia, crisis del Estado independiente, neoliberalismo, globalización). Aunque se debe tener cuidado para no caer en distorsiones al generalizar. Como señala Remei Sipi, lideresa africana: o todas las mujeres son idealizadas madres fecundas y generosas, o son pobres mujeres sojuzgadas y entregadas al matrimonio en su pubertad.

Se las pone así en un lugar de exotismo donde solo son un mero objeto pasivo de las fuerzas sociales y de los imperativos masculinos, enmarcados en un contexto “tradicional” dentro del cual se justifican ciertas prácticas culturales denominadas “folklóricas”, como las ornamentales o ceremonias rituales –por ejemplo el uso del barracano en Libia; el uso de máscaras bundu en la sociedad sandé de Sierra Leona; en Mauritania las niñas y mujeres son engordadas para estar más hermosas– que son explotadas por el turismo; y en otras ocasiones estas prácticas son criticadas –como es el caso de la ablación femenina– desde una posición pasiva en donde priman los “buenos” sentimientos de la sociedad internacional, en especial de los países desarrollados, pero que no se concretan en acciones que modifiquen la situación de la mujer africana.

Estas visiones estáticas sobre la situación de la mujer parten de concebirla fuera de un proceso histórico concreto, discriminándolas al considerar que no pueden tener un papel destacado en el proceso de desarrollo de su localidad, de su nación, de su región o internacionalmente.

La mujer motor del desarrollo

Las mujeres africanas están adquiriendo –a un elevadísimo precio– autonomía en todos los campos de la vida, ganando cada vez más espacios de poder. Aunque son piezas clave en todos los aspectos de la realidad social, económica, política y cultural en cada uno de los países, su participación en el desarrollo del continente ha permanecido históricamente invisibilizado.

Las mujeres son agentes de desarrollo en todo el planeta, y en África no son menos, ya que representan el 40% de la fuerza laboral. Sin embargo resulta sumamente difícil mensurarlo y conocer su situación laboral ya que no están incluidas en las pocas estadísticas oficiales. Esto se debe, en parte, a que no son una variable de interés para la planificación de futuras políticas públicas.

Si diferenciamos la situación de la mujer en el ámbito rural y en el urbano, observamos que en el primero está expuesta a un mayor grado de vulnerabilidad como consecuencia del poco acceso a la salud, a la educación y a la propiedad de la tierra, aunque en numerosos casos es la única fuente de ingresos disponible en la estructura familiar –ya sea por diversas causas como la migración de los varones a la ciudad, o a otras regiones de África o hacia otros continentes en busca de una mejor situación económica; por los conflictos bélicos que provocan desplazamientos internos y externos, o por la merma de la población masculina, por desastres naturales, entre otros–. En las zonas rurales, la división del trabajo por sexo y la desproporción con la población masculina acentúan la desigualdad.

En el ámbito urbano las mujeres se dedican mayoritariamente a la economía popular, produciendo todo tipo de bienes que luego comercializan de manera formal o informal. Esto les posibilita obtener una mayor autonomía económica, que se refleja en un mayor y mejor acceso a la sanidad, a la educación, a bienes culturales, a un mejor nivel de vida, más aún si la comparamos con las mujeres que viven en el campo.

Las mujeres, tanto en el ámbito rural como en el urbano, están logrando avances sustanciales en mejorar su situación gracias a la obtención de cierto tipo de créditos con menores condiciones para su otorgamiento, al acceso a empleos de calidad en el sistema formal, y a la promoción de cambios en la normativa que posibilita el derecho de propiedad de la tierra para las mujeres. Estos cambios son el resultado de un proceso de lucha por el reconocimiento y la reivindicación de sus derechos. Las mujeres africanas, sobre todo las de las áreas urbanas, se movilizan y tienen una participación activa en diferentes contextos.

Esto se debe a que en África la noción de persona está sustentada en la pertenencia, en la relación con el colectivo y también en su vinculación con el tiempo –tanto con los antepasados como con sus contemporáneos y con sus descendientes–. La realidad es vista como una interrelación entre todos los elementos que la forman. La persona es entendida simultáneamente como unidad y como pluralidad. Combinándose así acciones colectivas y liderazgos individuales.

Activismo y liderazgo

Hace ya tiempo que las mujeres comenzaron a participar activamente en espacios considerados tradicionalmente como ámbitos de poder de los hombres. Uno de estos espacios es el financiero, puesto que pueden acceder a préstamos por fuera del circuito bancario. Este sistema permite obtener sumas de dinero a una baja tasa de interés y sin demasiados requisitos previos. Bajo estas condiciones, las que más uso hacen de estos microcréditos son las mujeres, quienes los utilizan para realizar emprendimientos que sostengan o complementen la economía familiar, o para resolver problemas específicos –como la compra de medicamentos, pagar cesáreas, ampliar sus viviendas, pagar la educación de los niños–.

Estos microcréditos son impulsados desde los gobiernos nacionales, desde las organizaciones internacionales, y desde las ONG como una alternativa para solucionar el hambre y la pobreza en África. Sin embargo, las asociaciones de mujeres critican este sistema porque las estafan, las endeudan y las arruinan, ya que los intereses que deben pagar son mucho más de lo que ganan, de manera que deben endeudarse para devolver el préstamo. Es así que se encadenan un préstamo sobre otro, “envolviéndose” en un círculo vicioso de endeudamiento. Las mujeres víctimas de este sistema sufren amenazas constantes –se llega a publicar radialmente el listado de las deudoras– e incluso la cárcel, si no pueden pagar, como en Malí; o han perdido a sus familias o han caído en la prostitución, como en Marruecos; o se han endeudado para no morir por no poder pagar una cesárea, como en Congo.

Para romper con esta cadena de endeudamiento –cuyas ramificaciones vinculan a las empresas locales de préstamo con grandes financistas internacionales, organismos internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y personalidades– se están promocionando acciones concretas organizadas por asociaciones de mujeres. Por ejemplo, la Asociación de Mujeres Rurales de Nigeria (COWAN) creó su propio sistema de créditos en 1982. Comenzó a desarrollarse con 24 mujeres y un fondo de 45 dólares, y hoy cuenta con 8 millones de dólares y 24 mil socias. En Benín sucedió algo similar, basándose en un sistema de colecta tradicional en África, llamado tontina, se creó el Círculo de Autopromoción para un Desarrollo Duradero que funciona como un banco de mujeres. Este banco presta dinero a un bajo interés y sus beneficios son empleados para la capacitación y formación de mujeres.

Además, en las zonas urbanas, las mujeres reclaman por una democracia de género, con igualdad de derechos ya que en la mayoría de los países la discriminación legal es habitual, aunque más acentuada en los del norte del continente. Se han logrado avances en varios países subsaharianos que han desarrollado una legislación igualitaria como es el caso de Kenia –la Constitución keniana plantea la protección igual de derechos y libertades para hombres y mujeres, y posee una normativa de género que prohíbe la mutilación genital, proporciona derecho a la herencia, entre otros puntos–; de la legislación electoral en Burundi, Sudáfrica y Uganda; de la ley de igualdad del gobierno senegalés; o la aprobación de la política de Educación para Todos en la mayoría de los países, por citar solo algunos ejemplos.

La adopción de una legislación favorable a la igualdad de derechos económicos, sociales y culturales entre hombres y mujeres, en donde se condena la violencia de género y se garantizan los derechos sexuales y reproductivos, se debe a un cambio sustancial en la situación jurídica de la mujer: el reconocimiento de sus derechos políticos. Además de poder votar –todos los países africanos reconocen el sufragio femenino– las mujeres participan en distintos ámbitos de poder, como por ejemplo en los órganos judiciales nacionales e internacionales; en los parlamentos, asambleas locales y en el poder ejecutivo, como jefas de Estado y de gobierno, ministras, embajadoras, etcétera.

Esto se plasma en un mayor compromiso por parte de los gobiernos de los países africanos con la adopción de marcos políticos capaces de promover la igualdad de género y la defensa de los derechos humanos de las mujeres. Por ejemplo en el año 2009, durante la Cumbre anual de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Africana, se decidió adoptar al año 2010 como el Año de la Paz, y la década 2010-2020 como la Década de la Mujer. Otros hitos relevantes son que, para la fecha, la mayoría de los países de este continente han ratificado la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer de Naciones Unidas, y más de la mitad ya han ratificado el Protocolo sobre los Derechos de la Mujer en África de la Unión Africana.

La representación femenina en todos los parlamentos de África significa un 16,8% del total de todos los escaños. Pero hay países donde este porcentaje es mayor. Por ejemplo, Ruanda tiene el mayor número de mujeres legisladoras del mundo, con el 48% de sus representantes parlamentarias femeninas, mientras que en Sudáfrica y Mozambique las legisladoras ocupan el 30% de los escaños.

Tal presencia femenina baja notablemente en los cargos ejecutivos. Pero en atención a que solo el 10% de los gobiernos del mundo están en manos de mujeres, la situación en África no es tan mala. En la actualidad Liberia cuenta con una mujer como presidenta, Ellen Johnson-Sirleaf, quien ejerce ese cargo desde el año 2006. También en la República de Mauricio, una mujer, Ameenah Gurib-Fakim, ejerce el cargo desde el 5 de junio de 2015. Hasta hace unos pocos meses (entre el 23 de enero de 2014 y el 30 de marzo de 2016) la presidenta interina de República Centroafricana era Catherine Samba-Panza. Mientras que en la República Centroafricana, Samba-Panza fue la primera mujer en alcanzar ese cargo, en el caso de Liberia y Mauricio no sucedió lo mismo. En Liberia, entre 1996 y 1997, Ruth Perry ya había alcanzado ese cargo, mientras que Monique Ohsan Bellepeau fue presidenta interina de Mauricio en dos ocasiones (31 de marzo de 2012 al 21 de junio del mismo año, y del 29 de mayo al 5 de junio de 2015). Se puede mencionar a otros países cuyos presidentes fueron mujeres, como es el caso de Carmen Pereira en Guinea Bissau (1984), o Sylvie Kinigi en Burundi (entre 1993 y 1994), o Joyce Banda en Malawi (desde 2012 al 2014) y Rose Francine Rogombé como presidenta interina de Gabón (en 2009).

Otras lideresas políticas ocuparon el cargo de primera ministra, como es el caso de Luida Diogo quien entre 2004 y 2010 lo hizo en Mozambique, al tiempo que en Senegal ejercieron esa responsabilidad Mame Madior Boye, entre 2001 y 2002, y Aminata Toure, entre 2013 y 2014, y en Santo Tomé y Príncipe lo hizo María do Carmo Silveira, entre 2005 y 2006. Además, encontramos mujeres en cargos de gobierno como vicepresidencias, ministerios, embajadas, gobernaciones, municipios, etc.; y en puestos importantes de negocios o financieros. Como ejemplo, Phumzile Mlambo-Ngcuka, vicepresidenta de Sudáfrica entre 2005 y 2008 y actualmente directora ejecutiva de ONU Mujeres; o Isabel dos Santos, hija del actual presidente angoleño, que es la mujer más rica de África, dueña de varias empresas telefónicas, entre otros negocios.

A modo de cierre

La mujer en África es vista hoy como un motor privilegiado para alcanzar el desarrollo económico, promover la igualdad social y política, y obtener la paz en aquellos lugares donde aún hay conflictos de algún tipo.

Tres africanas fueron galardonadas con el Premio Nobel, en parte buscando darle visibilidad a la lucha por sus derechos. En 1991, la activista política y escritora sudafricana Nadine Gordimer recibió el de Literatura, mientras que el de la Paz fue otorgado a africanas en dos oportunidades: en 2004 a la activista política y ecologista keniana Wangari Maathal, y en 2011 a la actual presidenta de Liberia, Ellen Johnson Sirleaf. A su vez, otras mujeres han sido reconocidas por instituciones regionales e internacionales por su activismo y por su lucha, como la congoleña Rebeca Masika Katsuva, las ghanesas Amma Asante y Winifred Selby, la etíope Almaz Ayana, las sudafricanas Geraldine Joslyn Fraser-Moleketi y Nkosazana Dlamini-Zuma, las nigerianas Zuriel Oduwole, Obiageli Ezekwesili, Olajumoke Adenowo, Mo Abudu y Arunma Oteh, y la keniana Wanjiru Kamau-Rutenberg.

Sin la presencia de la mujer en general, y de las africanas en particular, en los más altos puestos de responsabilidad ya sea a nivel local, nacional y global, no es posible superar los grandes retos de la humanidad como el empobrecimiento de más de media humanidad, la violencia, el abuso de derechos humanos, el abuso del poder y la injusta gestión de los recursos existentes. La participación de la mujer es imprescindible para “humanizar” y reconciliar la sociedad a todos los niveles.

En África, la reciente historia de Burkina Faso, Malí, RDC, Nigeria, Tanzania, nos muestra claramente que las mujeres han sido las protagonistas y el factor determinante para salvar la democracia, los derechos humanos, la buena gobernanza y la transformación de conflictos, a través de una participación activa en la búsqueda de soluciones.

Sin embargo, muchas mujeres siguen hoy marginadas y oprimidas, ya sea por las “tradiciones” o por las normativas emanadas de los Estados; en situación de dependencia económicamente de los hombres; siendo víctimas de la violencia sexual y de género, y los actores más vulnerables en cualquier tipo de conflicto. Es por ello que en la actualidad la sociedad civil africana tiene un gran desafío por delante para proteger y cuidar mejor a sus mujeres. Para ello, la sociedad debe preparar campañas de sensibilización, promoción de la cultura de la igualdad, reformas de los libros de texto que perpetúan estereotipos dañinos para los jóvenes, el asesoramiento y la mediación civil para resolver los conflictos familiares sin recurrir a la violencia. Alcanzar esos objetivos es un desafío, tanto para la sociedad civil como para los Estados africanos que son los encargados de implementarlos y así garantizar el desarrollo del continente.

Autorxs


María José Becerra:

Licenciada en Historia y Magister en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional de Córdoba. Coordinadora de la Carrera de Especialización en Estudios Afroamericanos, Maestría en Diversidad Cultural de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Co-Directora del Programa de Estudios Africanos del Centro de Estudios Avanzados (UNC). Docente e investigadora de la UNTREF y de la UNC.