La (sin) razón de la fuerza. El conflicto global y las armas en el siglo XXI

La (sin) razón de la fuerza. El conflicto global y las armas en el siglo XXI

Durante los años de la Guerra Fría se hizo fuerte la teoría de que la posesión de armas nucleares impondría un comportamiento racional de los actores, evitándose así cualquier enfrentamiento directo. En las décadas siguientes las características de los conflictos armados cambiaron significativamente. La unipolaridad existente hoy en día globaliza el conflicto y presagia más atrocidades, más víctimas, más “daños colaterales”, más refugiados… ¿Es posible frenar este proceso?

| Por Khatchik DerGhougassian |

El Institute for Economics and Peace (Instituto para la Economía y la Paz) ha creado en 2008 el Índice Global de la Paz que anualmente evalúa a 162 países sobre la base de tres categorías de indicadores: niveles de satisfacción y seguridad en la sociedad; la amplitud del conflicto interno e internacional, y el grado de militarización. Según los sucesivos informes hasta 2015, la tendencia es negativa; es decir, desde 2008 el estado de la conflictividad mundial aumenta en vez de disminuir. Por cierto, el conflicto afecta en formas muy distintas y en grados muy dispares diferentes regiones en el mapamundi geopolítico; sin embargo, el impacto de la violencia sobre el producto interno bruto global, según el informe de 2015, ha aumentado 15,3 por ciento alcanzando un costo total calculado en 14,3 billones de dólares en el año anterior. Analizando el informe en el número del 12 de octubre de 2015 de la publicación semanal estadounidense The Christian Science Monitor, Cassidy Alford explica por qué el mundo aparece menos pacífico en estos términos: “La población de los 20 países más pacíficos es menos de 500 millones mientras 2.300 millones de personas viven en los países menos pacíficos del mundo. En otras palabras, de un total de 7.300 millones de personas de la población mundial hay casi tres veces más personas viviendo en los 20 países menos pacíficos que aquellas que viven en los países más pacíficos. La rápida declinación de la paz en la región del norte de África y el Medio Oriente se puede atribuir al estallido de conflictos internos y el incremento del terrorismo. En el año pasado las víctimas de atentados terroristas se duplicaron”.

El Índice Global de la Paz no es el único indicador del grado de la conflictividad en el mundo. Pero su originalidad consiste en un enfoque que interrelaciona el contexto interno y externo, las variables medibles en forma concreta como los daños económicos o las expensas militares con las percepciones de la gente como el grado de satisfacción y seguridad. En otras palabras, propone una forma de determinar en términos operacionales las variables que definen el concepto “global” que desde el fin de la Guerra Fría se ha instalado como uno de los marcos de la época histórica de los últimos veinticinco años.

Desde la perspectiva de la disciplina de las Relaciones Internacionales, esta “ciencia social norteamericana” como la definió tan bien Stanley Hoffman en su clásico ensayo sobre su génesis, el mundo global ha sido a la vez problemático y desafiante en su conceptualización teórica. Problemático porque si bien por un lado en la post Guerra Fría la aceleración, profundización y ampliación de la interdependencia ya observada en los ’70 revelaba el cambio en la capacidad del Estado territorial de marcar los límites entre interno y externo, por el otro lado ningún otro actor aun lo había podido remplazar en el liderazgo de la innovación de la fuerza, es decir del instrumento militar como variable determinante del asunto de la guerra y la paz. El desafío es más relevante aun en el ámbito de la seguridad donde desde la teoría, una vez más, es el Estado quien impone el orden interno en su carácter de legítimo monopolizador del uso de la coerción, según la definición de Max Weber y el concepto del Leviatán de Hobbes, y en su capacidad de decidir la cuestión de guerra y paz desde el momento mismo de su génesis, que Charles Tilly conceptualizó con la fórmula “el Estado hace la guerra, y la guerra hace el Estado”. Esta relación moderno-westfaliana entre el Estado y la guerra que, en realidad, remonta a Maquiavelo y El Príncipe donde el ejercicio del poder se despejó de su máscara ético-moral impuesta por un pensamiento cristiano que no podía tener otro principio de legitimidad que no fuera el “no matarás” y se quedó expuesto en su cruda realidad para la exploración científica, se basó sobre el supuesto de la racionalidad que, como Clausewitz conceptualizaría en De la guerra más adelante, vincula la empresa bélica a la política.

Evidentemente, toda esta racionalización en su pretensión universalista no solamente reflejaba el predominio europeo-norteamericano en los asuntos internacionales y la producción del conocimiento desde el siglo XVII-XVIII sino también sirvió para justificar sus intereses expansionistas de doble impulso: la emergencia del modo de producción capitalista y el legado del prestigio, a menudo megalomaníaco, del pasado imperial de la Historia de Occidente. No significaba que las civilizaciones milenarias desde China hasta el subcontinente indio y aun más específicamente en la vecindad mediterránea de Europa donde se había expandido el Islam forjando a través de sus conquistas imperiales una civilización a la vez despreciada, temida y deseada por la Cristiandad, no habían pensado el Estado y la guerra; tampoco se ha de descartar el conocimiento forjado en contextos geográficos más lejanos como África o las Américas. Pero al fin y al cabo, todos estos conocimientos productos de otras civilizaciones y fuentes de otra sabiduría, en el mejor de los casos, fueron un objeto de estudio en la lógica del “orientalismo” desarrollada por Edward Said; no fueron aceptados como interlocutores válidos para una interacción de igual a igual que, quizás, habría ayudado al supuesto del universalismo de la ciencia a evitar la trampa de la miopía y arrogancia. Pero al fin y al cabo la fuerza (militar) tuvo su razón que la razón (crítica) desentiende.

Sin embargo, finalmente fue esta misma razón de la fuerza que en 1914 acabó con la “civilización del siglo XIX” la que, como en La Gran Transformación nos explica Karl Polanyi, dio comienzo a la agonía de la era europea. Por primera vez en la historia a la guerra se le negó su legitimidad y dos visiones no-europeas propusieron dar vuelta la página de conflictos y empezar una nueva era de convivencia pacífica para la humanidad: la Paz Democrática que Woodrow Wilson trajo a Versalles en 1919 y la Revolución Mundial que Lenin lanzó en octubre de 1917 cuando los bolcheviques llegaron al poder. Dos utopías, como diagnosticaría Carr en vísperas de una nueva guerra generalizada en Europa, que provocaron en el mundo académico el llamado Primer Debate entre los idealistas y los que se definieron como realistas como la piedra fundacional de la disciplina de las Relaciones Internacionales y su columna vertebral: la Teoría. Por cierto, inicialmente el Realismo se quiso mostrar como la Teoría “empírica y normativa”, como la definió Hans Morgenthau, y aspiró tanto a explicar el funcionamiento de la política internacional como lucha por el poder así como a proporcionar el conocimiento científico del qué hacer a los estadistas. Pero a casi siete décadas de la publicación de Política entre las naciones. La lucha por el poder y la paz, de Morgenthau, que fue el primer texto en proponer una Teoría de la política internacional, no solo el debate trascendió la (supuesta) controversia inicial del “cómo debe ser” y “cómo es” entre idealistas y realistas, sino que también ha generado un conjunto de instrumentos teóricos que mejoraron nuestro entendimiento de uno de los fenómenos sociales más complejos. Más aún, la Teoría es tan solo uno de los varios pilares de una disciplina que abarca áreas como la economía política, los estudios de seguridad, el análisis de la política exterior y… los procesos de globalización.

Ahora bien, y para volver a la consideración inicial de un mundo donde la conflictividad y la violencia que genera ha adquirido definitivamente un carácter “global”, ¿cómo se ha de entender un proceso que terminó debilitando y confundiendo la distinción entre el contexto interno y externo y entre los actores estatales y no estatales? ¿Cuál es, en este contexto, la razón de la fuerza, o quizá la sinrazón de la fuerza, en proporcionar comprensión, explicación y, como siempre se espera, predictibilidad del conflicto en el siglo XXI? Ninguna de estas preguntas pretende abarcar el dominio de las supuestas soluciones, es decir, discutir las posibles soluciones; no porque este debate fuera menos apasionante en la esfera pública o porque de esto se deberían ocupar solo los profesionales entre militares y diplomáticos. Simplemente, una vez que se descartan las utopías y el ámbito internacional por definición se entiende como de conflictividad perpetua, cualquier propuesta de solución supone inevitablemente un lugar desde donde se mira el conflicto, es decir, depende del conflicto, de los intereses en juego y de los actores involucrados, supone una toma de partido. A cambio, el esfuerzo de analizar las causas y consecuencias de la globalización de la violencia puede proporcionar un conocimiento objetivo de comprensión que queda a disposición de cualquier uso normativo.

Así, a la hora de discutir la razón y sinrazón de la fuerza en el conflicto del siglo XXI conviene empezar por la distinción teórica que Raymond Aron propone entre el concepto de poder y el concepto de fuerza. En el caso del poder, concepto central para entender la dinámica política en general y la política internacional en particular, se define en el sentido de una relación psicológica de imponer la voluntad propia al otro. La fuerza, entendida como la capacidad coercitiva inherente al instrumento militar, es tan solo un componente de la lucha por el poder; por lo tanto, si la política es, por definición, el ejercicio del poder, el imprescindible e indispensable instrumento militar en este ejercicio impone la pregunta acerca del “uso de la fuerza” –parafraseando el título de un clásico en la literatura de las Relaciones Internacionales–. ¿Cuándo recurrir a la fuerza militar y cómo hacerlo? Esta ha sido la pregunta central de la guerra y la paz desde que Clausewitz definió la empresa bélica como la continuidad de la política por otros medios. La decisión de recurrir a la fuerza pertenecía al actor que la detentaba legítimamente; es decir, el Estado que la necesita inevitablemente como principal garante de la supervivencia –defensa del territorio–, aunque, a menudo, para conquistar otros. Es cierto que la razón de la fuerza existió también como desafío al Estado de parte de actores no-estatales; pero, y a pesar del éxito de varios de estos desafíos entre rebeliones, revoluciones, guerrillas, terrorismo…, su uso se entendió en la lógica política de la lucha por el poder. De todas maneras, ningún actor no-estatal logró desarrollar y organizar la fuerza en la forma en que un Estado pudo; por lo tanto, la guerra siempre se vinculó a la política interestatal. No significa que los Estados siempre pudieron controlar el uso de la fuerza como se ilusionó en el siglo XIX; mucho dependió en primer lugar de la institucionalización del orden internacional sobre la base de un balance de poder; pero la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, la aparición de la bomba nuclear en la Segunda Guerra Mundial, vinieron a demostrar que el control del uso de la fuerza fue un desafío más que una decisión de los Estados. De hecho, no es una casualidad que los estudios de seguridad nacieron como un área de investigación en la disciplina de las Relaciones Internacionales con el esfuerzo de entender la lógica del arma absoluta, aquella que Jean-Paul Sartre consideró “la prueba de [la] mortalidad [de la humanidad]”.

La aparición del arma nuclear en la política internacional significó un primer giro del concepto de defensa a disuasión: la irracionalidad de la Destrucción Mutua Asegurada que resultaría del uso masivo del arsenal nuclear impondría, según sostenía la teoría, un comportamiento racional de los actores que evitarían el enfrentamiento directo. Asumiendo, por supuesto, que los actores que tienen estos medios de suicidio colectivo se comportarían racionalmente o, en la lógica revertida, la posesión del arma nuclear racionalizaría al actor. Este fue por lo menos el relato oficial de un corto período en la historia que se llamó la Guerra Fría y que no terminó con una Tercera Guerra Mundial como fatalmente se esperaba en 1945 cuando el mundo se encaminaba hacia la bipolaridad, un peculiar sistema de autorregulación dominado por dos superpotencias y dos visiones ideológicas diametralmente opuestas. En pocas palabras, una vez más y quizá con más razón y más fuerza que en épocas históricas anteriores, la razón de la fuerza se impuso por encima de cualquier otra consideración para culminar en forma sorprendentemente pacífica unas limitadas cuatro décadas de lucha por el poder que paradójicamente uno de los mayores historiadores de la época, John Lewis Gaddis, consideró una “larga paz”. A casi un cuarto de siglo de la disolución de la Unión Soviética, el 24 de diciembre de 1991, esta historia oficial es demasiado autocongratulante para evitar su examen crítico a la hora de reflexionar sobre las lecciones aprendidas en torno de la razón de la fuerza. No solo refleja la arrogancia propia de los poderosos en su aspecto civilizado desde que Tucídides la expuso en el Diálogo de Melios durante la Guerra del Peloponeso, sino que también desestima el precio que se pagó en el llamado Tercer Mundo en términos de guerras subsidiarias (Proxy Wars), golpes de Estado, masivas violaciones de derechos humanos y consecuencias desastrosas para el desarrollo humano en la lucha por el poder entre ambas superpotencias y sus aliados, y además ignora la comprobación cada vez más sustentada por pruebas empíricas de que si no hubo una guerra nuclear la explicación es la “fortuna” más que la “virtud”, para usar los términos maquiaveleanos de los dos factores que El Príncipe necesita en su desempeño.

De todas maneras, aun aceptando la virtud de la disuasión en el desenlace feliz de la Guerra Fría, es decir, sin una confrontación entre ambas superpotencias, la drástica reducción de la cantidad de armas nucleares en virtud de las negociaciones START y la exponencial adhesión al Tratado de No Proliferación (TNP) de países anteriormente críticos a su carácter discriminatorio, no auguraron el mundo sin armas nucleares como lo había prometido Ronald Reagan al lanzar en los años ’80 la Iniciativa de Defensa Estratégica que consistía en el despliegue de un sistema de captación y destrucción de misiles intercontinentales en un supuesto ataque nuclear. Era en su momento la joya de la corona de la carrera armamentista que lanzó un desafío altamente arriesgado a una Unión Soviética con economía estancada, atraso tecnológico y el desgaste de su intervención y ocupación militar en Afganistán. Se suponía que el escudo antimisiles haría obsoletas a las armas nucleares o, como los soviéticos denunciaron, violaba el Tratado ABM de 1972, el primer acuerdo que firmaron ambas superpotencias comprometiendo en no minar la credibilidad de las armas nucleares para evitar la tentación de su uso y se sentaron a negociar el SALT, la primera convención de control armamentista. Si por un lado es cierto que los soviéticos no podían competir con Estados Unidos en el ámbito de la tecnología, hoy sabemos que la razón por la cual no se pusieron más agresivos y no dieron el paso fatal de empezar una guerra antes de quedarse en una postura de desventaja estratégica es la llegada al poder de Mijail Gorbachov y la confianza, casi fe, de la capacidad de reforma del sistema que, al final, llevó a su autodesmantelamiento.

Además, si por un lado con el fin de la Guerra Fría fueron muchos los países que por distintas razones abandonaron sus posturas críticas hacia el TNP y lo firmaron, no fue el caso para Israel, India y Pakistán, a los cuales hoy se puede agregar Corea del Norte. Se sabía que casi una década antes de la disolución de la Unión Soviética, Israel ya poseía el arma aunque el tema era, y sigue siendo aunque en menor grado, un tabú para su discusión pública. Ni el fin de la Guerra Fría y ni siquiera el proceso de paz en los ’90 pudieron romper el consenso político israelí en torno de la necesidad de las armas nucleares como una garantía de supervivencia; y aunque ningún gobierno rompe con el tabú para incluirlas en sus discursos públicos, se entiende que al momento crítico su uso es tan solo una decisión política. De hecho, cuando Saddam Husein en 1991 quiso provocar a Israel y apostó al levantamiento de la llamada “calle árabe” atacando a Israel con misiles intermedios, no los cargó con armas químicas ya experimentadas impunemente contra los kurdos en Halabja; con toda la megalomanía propia de un dictador sabía que con el espectro del Holocausto ya real, si usara gases letales la respuesta israelí sería inevitablemente nuclear. El problema es que si por un lado la razón de la fuerza, en este caso nuclear, se justifica con el argumento creíble de la supervivencia nacional, por el otro, como argumentaba Kenneth N. Waltz en su artículo más polémico en defensa de un Irán nuclear, las armas nucleares israelíes nunca van a dejar en paz su vecindad, y, con la misma lógica, si por un lado se entiende la razón por la cual Israel ni siquiera quiere discutir una zona libre de armas nucleares en el Medio Oriente como proponen los países árabes, por el otro no deben sorprender tentaciones, como la que tuvo Irán durante toda una década, para obtener el arma. Al fin y al cabo todo se reduce a la decisión política y el costo que significa iniciar un programa nuclear para obtener uranio enriquecido al grado militar; aunque, como los propios iraníes lo comprobaron, el costo, para algunos, puede ser muy elevado. Diferente fue el caso de India y Pakistán que en 1998 hicieron una fiesta del nacionalismo con el anuncio oficial de posesión de armas nucleares que hasta se inmortalizaron en monumentos públicos. Para quienes confían en la virtud de la razón de la fuerza, la persistente enemistad entre India y Pakistán que se expresó en una guerra después del anuncio de los dos países de tener armas nucleares, en atentados terroristas y otras formas de violencia, comprueba la racionalidad de la disuasión. Para otros, las lecciones de la historia sugieren más bien una extrema prudencia a la hora de confiar demasiado en un comportamiento racional durante una crisis. De todas maneras, el acuerdo nuclear indio-estadounidense de 2005 sugiere que la política del balance de poder y alianzas estratégicas se impone por encima de las especulaciones en torno de la racionalidad de la disuasión. Además, se presume en general que en la post Guerra Fría el costo de desafiar a las instituciones internacionales, sobre todo cuando se trata de la seguridad internacional, es alto; los casos de Ucrania, Irak y Libia, países que por presión o convicción entregaron sus armas nucleares y/o de destrucción masiva y desmantelaron sus programas militares, sin embargo sugieren una realidad más cínica: pagaron un precio altísimo con sus territorios invadidos, ocupados y fragmentados después de querer comportarse bien y entregar sus armas… Y ni hablar de quienes aspiran a ser potencias emergentes y descubren cuán absurdamente importante sigue siendo el prestigio de tener armas nucleares…

Muchos temían que 1998 fuera el año del inicio de una nueva era de proliferación horizontal con más países con armas nucleares; en realidad, la nueva era de la proliferación comenzó con el retiro unilateral de Estados Unidos en diciembre de 2001 del Tratado ABM y posterior avance en el desarrollo y despliegue de sistemas de defensa antimisiles paralelamente al congelamiento del proceso de la revisión del TNP que impuso la administración de Bush. Su sucesor llegó a la Casa Blanca con una fuerte propuesta de volver a retomar el compromiso; sus discursos elegantes y sus promesas fueron premiados con el Nobel de la Paz, pero en los hechos la situación no se modificó realmente; al contrario, se sigue insistiendo sobre un Protocolo Adicional al TNP cuya gran virtud es darles competitividad a los países desarrollados en un mercado internacional donde la demanda de la energía nuclear no para de crecer… Con el proceso de control armamentista START estancado y la rápida sofisticación de la industria de los drones, la proliferación nuclear puede tomar un giro inesperado sin que aun el pensamiento estratégico supiera qué uso darle. De todas maneras, como era de esperar, el retiro de Estados Unidos del Tratado ABM no pasó desapercibido para Rusia y China que desde 2008 en adelante se desempeñan en marcar su territorio de influencia, en Ucrania, el Cáucaso y, cada vez más, el Levante en el caso de Rusia y el Mar Chino en el caso de China, y, probablemente, aspiran a una progresiva consolidación de un balance de poder triangular entre Washington, Beijing y Moscú, y abarcando un espacio geopolítico que se dibuja entre el continente eurasiático y el sudeste del Pacífico. Es en este proceso de redefinición del balance de poder que se debe reconsiderar la razón de la fuerza en el caso de las armas nucleares como factor de disuasión, aunque ya no en la lógica de un juego de suma cero como fue durante la Guerra Fría.

Este nuevo panorama geopolítico de la disuasión nuclear que aún es una forma clausewitziana de entender el conflicto en el siglo XXI demuestra también la erosión, si no de la unipolaridad, por lo menos de la proyección global del poderío de Estados Unidos desde el fin de la Guerra Fría. Con la decisión estratégica de mantener fuerzas armadas capaces de involucrarse en dos conflictos regionales, con el salto cualitativo en la tecnología armamentista que significó la Revolución en los Asuntos Militares y con el consenso en la clase política en torno de un presupuesto de Defensa que es más que la suma de todos los demás presupuestos militares en el mundo, Estados Unidos ha hecho de la primacía global su Grand Strategy en el siglo XXI que empezó en 1991. Como la contención durante la Guerra Fría, la primacía global se expresa de distintas formas, en distintas doctrinas que, en general, llevan los nombres de los presidentes de turno, pero mantiene los supuestos básicos intactos. La primacía global no es necesariamente la hegemonía pero a menudo genera una autoconfianza excesiva de “una nación indispensable” para tomar una expresión de la secretaria de Estado de Bill Clinton, Madeleine Albright, la tentación del intervencionismo permanente y el arriesgado unilateralismo; sin olvidar que históricamente la política exterior de Estados Unidos se vistió de un idealismo que sin descartar los momentos de su expresión genuina como una fuerza del Bien, como fueron la participación en las dos guerras mundiales, a menudo sirve para enmascarar intereses hegemónicos, expansionistas, y hasta imperialistas. La disolución de la Unión Soviética potenció esta autopercepción y sirvió para justificar la política de la unipolaridad que es la decisión de construir, mantener y perpetuar un sistema mundial con una sola superpotencia y creer en su virtud para el bien de toda la humanidad.

Si hemos de buscar el factor explicativo más importante de la globalización de la seguridad y la caracterización del siglo XXI como la era del conflicto global, la unipolaridad y la política de la unipolaridad nos proporcionan la respuesta. La unipolaridad es sinónimo de una asimetría absoluta de poder entre la posición de la potencia dominante y todos los demás actores. Genera, por un lado, la ilusión para la potencia dominante de su capacidad en el ordenamiento del sistema y, por el otro, la búsqueda de una estrategia de la asimetría de parte de los demás. La unipolaridad, por lo tanto, globaliza el conflicto pero a la vez fomenta la permanente búsqueda de la estrategia de la asimetría como respuesta a la primacía. Casos de luchas asimétricas en la historia no faltaron nunca; la invención de la guerrilla en el siglo XIX y su desarrollo teórico y práctico en el siglo XX es quizás el ejemplo más clásico. No obstante, la asimetría propia de un sistema unipolar y la estrategia de la asimetría en el conflicto global tienen sus características particulares. Uno de los primeros procesos de la globalización del conflicto y que ya en los ’80 sugería las dos características de la política de la unipolaridad, a saber la excesiva confianza en su capacidad coercitiva y la justificación ética de su accionar, es la militarización del prohibicionismo en la política de drogas, más concretamente la llamada “guerra contra las drogas” que implementó la administración de Reagan y la dejó como herencia que sigue hasta hoy. En la “guerra contra las drogas” encontramos en primer lugar la convicción conservadora de una ética que suponía una sociedad estadounidense virtuosa que ha sido corrompida por la introducción del uso de las drogas por agentes ajenos, en este caso esencialmente latinoamericanos. En segundo lugar, la “guerra contra las drogas” supone que la militarización de la lucha contra la producción proporciona la solución al problema y, por lo tanto, le da la absoluta prioridad. Como resultado, desde Bolivia y Perú en los ’80, Colombia en los ’90 y México en los 2000, el uso de la fuerza militar no ha brindado ninguna solución al problema, pero, además, quienes han pagado el terrible precio han sido los países que fueron el teatro de conflicto y las sociedades que lo padecieron…

Ahora bien, por todo el espanto y trauma que ha generado la “guerra contra las drogas” no se circunscribe en el contexto de la lucha por el poder. Aunque con un innegable impacto global, no constituye un terreno de competencia entre las potencias. La emergencia del carácter global del conflicto se observa mejor en el fenómeno del terrorismo islamista, popularizado como la Yihad Global, y, eufemismo aparte, la Guerra contra el Terrorismo post 11 de septiembre de 2001. La fecha y el evento marcan un punto de inflexión por la magnitud del impacto de espectáculo de terror que tuvo; pero contó con antecedentes que remontan a la década de los ’90 y más específicamente los ataques de Al Qaeda contra objetivos estadounidenses en África y Yemen. No se trata aquí de volver sobre los detalles de estos acontecimientos bien conocidos; tan solo la explicación de la decisión racional de parte de la red islamista de atacar a la superpotencia cuando su objetivo estratégico eran los regímenes en el mundo árabe-musulmán. Fue una decisión que responde a la lógica de la unipolaridad: a mayor asimetría de poder, mayor radicalización de la lucha. Como cualquier acto terrorista, el 11 de septiembre aspiró a mandar un mensaje tanto al blanco de los ataques como a una audiencia que celebra el atrevimiento y, por lo tanto, constituye un potencial de futuros militantes para la causa. No sabemos si en la planificación del acto Osama Bin Laden había calculado/previsto/deseado la intervención estadounidense en Afganistán y la ocupación; menos se sabe si había descartado en lugar de la invasión una respuesta lisa y llanamente nuclear, y ni hablar de su predicción de la futura intervención en Irak que fue, ya se sabe, el esfuerzo del sector neoconservador en la administración de Bush para quienes el 11 de septiembre fue tan solo la oportunidad de oro de un proyecto de poder pensado desde 1991. Sería darle demasiado crédito a un combatiente carismático a quien si bien no le faltaba una visión estratégica, la misma estaba ciertamente limitada al más corto plazo, a saber, la planificación del 11 de septiembre. Sin embargo, lo cierto es que tanto Bin Laden como los talibanes que lo hospedaban estaban lejos de un razonamiento propio de un Estado; para el Mola Omar, el jefe de los talibanes, la solidaridad con Bin Laden y la causa islamista superaba la voluntad de preservar el Estado, y a ambos, como a centenares de miles de otros islamistas, los unía la convicción de haber derrocado un imperio por la fuerza del Islam y la capacidad de derrocar otro. La explotación estratégica de esta convicción para el reclutamiento y la difusión de la lucha se fomenta en condiciones de asimetría de poder y en una forma de organización que no sufra las limitaciones propias de un Estado en el sistema internacional. Desde el 11 de septiembre de 2001 hasta la emergencia del Califato de ISIS en junio de 2014 esta lógica estratégica de la asimetría no ha cambiado; en esta lógica la radicalización de la ideología y la ampliación del grado de atrocidades para alcanzar el nivel de la limpieza religiosa de los seres humanos y la memoria histórica interactúan constantemente y desafían las fronteras estatales que, supuestamente, separarían los contextos internos y externos.

La Guerra contra el Terrorismo no ha hecho más que crear las condiciones propicias para la radicalización del islamismo. De Afganistán a Irak, luego Siria y allí donde se encuentran “terroristas”, la militarización de la respuesta descartó cualquier intento de buscar las causas y consecuencias del terrorismo y definió en una abstracción incomprensible un enemigo que por ser un concepto nunca dejaría de existir. Las teorías conspirativas no faltan para sugerir que esta militarización de la política internacional, esta “larga guerra”, es lo que se buscaba en realidad; más de una década de Guerra contra el Terrorismo ha generado toda una industria cuyos intereses materiales son demasiados amplios como para querer que se termine. Por cierto que la Guerra contra el Terrorismo ha servido y sirve como un argumento que no carece de supuesta legitimidad después del 11 de septiembre para la proyección global del poder; tampoco está exenta de una economía política con ganadores y perdedores. Pero estos argumentos no explican la razón estratégica detrás de la Guerra contra el Terrorismo que no deja de ser un episodio, seguramente el más devastador en cuanto a su impacto a mediano y largo plazo para la estabilidad mundial, de la Grand Strategy de la primacía global. Es decir que si bien la Guerra contra el Terrorismo ha marcado ya una época y por su incapacidad de definir una estrategia de salida frente a la Yihad Global –que, vale precisar, no necesita definir una estrategia de salida porque se retroalimenta y se perpetúa con impactos desastrosos–, no deja de expresarse en la lógica más amplia de la primacía de la unipolaridad. De hecho, un balance de poder más o menos estable en el triángulo Washington-Moscú-Beijing que abarca el Atlántico del Norte, Eurasia, el Sur del Pacífico, es relativamente más fácil de concebir. A cambio, frente al fenómeno del Califato y la Yihad Global, los intereses locales, regionales e internacionales se chocan imposibilitando un acuerdo de cooperación para primero derrotarlo militarmente y, luego, detener la difusión de su ideología de radicalismo religioso que en un doble proceso sub y supranacional termina borrando las fronteras territoriales y lealtades de la cohesión nacional que suponen para sus ciudadanos. En otras palabras, no se sabe bien qué uso darle a la fuerza para que encuentre su razón de ser, y, lamentablemente, la ausencia de razón de la fuerza no significa su irrelevancia; más bien más atrocidades, más víctimas, más “daños colaterales”, más refugiados…

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Khatchik DerGhougassian:

PhD de Estudios Internacionales de University of Miami (Coral Gables, FL, Estados Unidos), profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.