La salud mental, una ilusión compleja

La salud mental, una ilusión compleja

El autor propone distintos enfoques para pensar la salud mental y sus problemáticas, desde una perspectiva que se ubica en el contexto sociohistórico actual.

| Por Sergio Orlandini Cappannari |

La salud mental ¿es una abstracción accesible? La salud mental podría ser pensada como un constructo teórico y vivencial, una aspiración, una necesidad, un interrogante, algo “dado” y también una ilusión compleja. Decimos pensada por la tradición “mentalista” a través de la cual (nos)vemos y estamos en el mundo. Es complejo definir lo mental con el mismo sistema mental que lo definiría, no hay distancia ni espacio funcional para interpretarnos, sin riesgo tautológico. Otra dimensión y extensión tiene el término salud cuando la compartimos y deseamos en el brindis (¡!) pero no conocemos ni percibimos hasta sentirla amenazada o perdida, tan inherente, tan relativa, tan idealizada.

Según la perspectiva y relación que cada actor social tiene con la salud mental, decantan el bienestar o el padecimiento, las responsabilidades y las demandas. La conciencia de salud presupone una información y una plenitud que no vivenciamos en lo cotidiano. Su extremo patológico, “la soberbia del sano”, niega la condición humana de enfermar. Paradojalmente esta autoapreciación no es infrecuente en el personal de la salud. En el campo de la psiquiatría, hablamos de la “conciencia de enfermedad” cuando distinguimos la percepción y el reconocimiento de un problema de salud. Esta distinción debería ser reconocida tanto por el/la profesional, el/la terapeuta en este caso, como por el sujeto que consulta. Se establece a través del encuentro una relación comúnmente conocida como relación médico-paciente. La revisión de esta denominación por algunos autores ha llevado a renombrarla como relación clínica dado que no siempre esa relación es únicamente con un médico/a.

Los términos paciente (del latín patiens, que está sometido a tratamiento médico), cliente, usuario, consumidor pueden superponerse o representar diferentes posibilidades dentro del paradigma sanitario. El/la cliente ocupa los servicios de salud (tenga o no una enfermedad) y el/la usuario/a asiste a los servicios de salud con la capacidad y derecho de “elegir” un recurso preventivo o una terapéutica. En nuestra realidad socioeconómica podemos cuestionar la capacidad de elegibilidad y/o de satisfacción en la respuesta institucional sobre nuestra salud. La pasividad que propone el término paciente contradice el principio de autonomía y la posibilidad de ser agente de la salud propia, del homo patiens (hombre sufriente) al homo rebellis (hombre rebelde), como dice Rosalba Gentile. Ahora bien, aunque existe una asimetría entre el/la profesional y el sujeto de consulta, ambos desarrollan una relación dialógica dentro de una sociedad de explotación que condiciona tanto en los escenarios laborales de los profesionales como los medios y recursos de las personas que sufren. Negar estas condiciones alimentaría la idea positivista de una medicina de la utopía.

La visiones reduccionistas y dicotómicas niegan el continuum entre la salud y la enfermedad. Todos los estados intermedios están atravesados por la política, la economía, la educación, la jurisprudencia y la cultura en su noción más vinculada con la identidad, tanto colectiva como individual. La medicina, la psicología, la neurología y la psiquiatría, entre otras especialidades, han sido las garantes clásicas de la salud mental desde una fenomenología patogénica. El desafío será superar el individualismo y la disociación mente-cuerpo occidentales, la dualidad cartesiana que incorporamos desde el modelo renacentista y profundizados en la etapa contemporánea del capitalismo. La salud mental siempre es social, compartida, referida, relacionada: con otros, con uno mismo, con otro momento propio, con los ideales, con las normas, con la cultura, etc. Es importante reconocer el peso que las diferencias e injusticias sociales, las dinámicas de poder y la vulneración de los derechos humanos tiene en el condicionamiento de la salud, las enfermedades y en los tratamientos.

Los profesionales, como determinantes (y determinados) contextuales, participamos en el ejercicio de los derechos humanos, siendo el derecho a la salud la incumbencia principal pero no única. Los principios jurídicos de igualdad y no discriminación son consustanciales con la praxis en el campo de la SM y la meta principal de la OMS, “el goce del grado máximo de salud”, uno de los derechos fundamentales de todo ser humano. Estos derechos básicos no son derechos a otorgar a los/las pacientes o “impacientes”, son derechos a reconocer en y con ellas, ellos, elles. Esta perspectiva necesita de un conjunto de criterios sociales que aplicados propicien la salud de todas las personas. “Las políticas y programas de salud pueden promover o violar los derechos humanos, en particular el derecho a la salud, en función de la manera en que se formulen y se apliquen”. “El principio de no discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición, por ejemplo, discapacidad, edad, estado civil y familiar, orientación e identidad sexual, estado de salud, lugar de residencia y situación económica y social”, son principios reconocidos en la OMS.

La salud mental es inseparable de la salud en general y de lo social en su definición, es causa y consecuencia de la calidad de vida o del “buen vivir”, sumak kawsay, neologismo en lengua quechua. La hermenéutica de la salud mental constituye un reto para la apropiación y la participación entre todxs. La salud mental está tan cerca de las condiciones de vida, de la gobernabilidad y de la ecología, que la tensión y fragilidad son su condición natural. En tiempos de transición, de irrupción tecnológica, de los ciborgs, de revisión de binarismos, de movimientos migratorios masivos, de guerras, de globalización, ¿se continúa con la misma visión de salud mental tradicional? La vida en las redes sociales, lo virtual, la posverdad… ¿inician nuevas patologías mentales? ¿Cómo cuidar la salud mental?, ¿cómo recuperarla en tiempos de crisis? Por otro lado, la calidad institucional y las prácticas saludables son percibidas, apropiadas y aplicadas según pertenencias de género, según edades, origen étnico, ingresos económicos, niveles de educación, ente muchas otras variables. En tiempos de pandemia, de crisis y pobreza, la salud mental también se empobrece. Nuestro país tiene el desafío de reconocer e intervenir en el grado de salud mental que tiene la sociedad y la riqueza de su contenido. No solo no hay salud sin salud mental, tampoco crecimiento ni convivencia social que permita el bienestar sin ella. La conflictividad política y económica actual también incide en la salud mental.

En octubre de 2021 se presentó el Plan Nacional de Salud Mental 2021/2025. Este documento de gestión de salud fue el resultado del trabajo colaborativo entre los diferentes actores involucrados en el ámbito de la salud mental, junto al Ministerio de Salud de la Nación y las 24 jurisdicciones del país. El enfoque comunitario de este plan, necesario partícipe en la salud mental, acerca a la Argentina a la tendencia mundial de políticas públicas con participación e inclusión de la ciudadanía. La aplicación de la Ley Nacional de Salud Mental 26.657, promulgada en diciembre 2010, avanzó en el respeto de los derechos humanos de los pacientes, pero su presupuesto no llegó a implementarse completamente ni se reglamentaron en su letra chica la realidad y necesidades que se despliegan en el terreno clínico, que es donde el conflicto con la salud se dirime. Sin el respaldo económico y las reformas en la formación de los profesionales no es posible la aplicación efectiva de la ley. Hay detractores y defensores entre los profesionales, entre los familiares y entre los pacientes. Hoy está en debate y revisión la ley, lo que sin duda constituye un ejercicio democrático. La salud mental como la pensamos necesita del diálogo, la igualdad de oportunidades y el consenso con el sistema social que la constituye. De estos debates se esperan soluciones pendientes, nuevas implementaciones presupuestarias, actualizaciones de incumbencias y responsabilidades para garantizar la protección y cuidados de todos los actores sociales del sistema de salud.

Desde mi perspectiva de psiquiatra, luego de años y diferentes lugares de formación y participación he aprendido la importancia no solo de la ciencia sino también del arte en la praxis clínica. Son imprescindibles las competencias comunicacionales y culturales, al decir de Campinha-Bacot, y también las competencias estructurales para conocer las funciones y relaciones entre las estructuras que participan en el sistema de salud visto como un sistema cultural y social. Las dimensiones que componen la competencia cultural son: deseo cultural, conocimiento cultural, habilidades culturales, encuentros culturales, sensibilidad cultural, necesidad social, cuidado cultural (culturalmente sensible, competente, apropiado). Cuando nuestros comportamientos, conductas, actitudes y prácticas permiten autoevaluarnos, reconocemos la diversidad cultural compartida y podemos descentrarnos de nuestras creencias culturales para escuchar la diferencia. El riesgo de sostener el etnocentrismo y suponer una superioridad cultural sobre otras culturas está más arraigado de lo que queremos aceptar. Esto aplica también en la diversidad de pensamientos, teorías y disciplinas. El etnocentrismo, tomado de la antropología, significa que un grupo cultural, etnia, religión, profesión, etc., suponga una superioridad sobre los otros. El peligro de esta actitud, pensamiento, conducta impide el aprendizaje sobre la diferencia y genera desconfianza, temor y rechazo. Los estereotipos, prejuicios y la discriminación pueden alcanzar niveles sutiles o violentos en los intercambios sociales, tal como lo vivimos socialmente. Muchas de las problemáticas sociales están sostenidas por la no aceptación de las diferencias. En el campo de las etiologías o causas de sufrimiento psicosocial aparecen como “grietas”, acoso, bullying, etc. La práctica asistencial puede consolidar y perpetuar el sufrimiento, subdiagnosticando o aumentando el error médico cuando se excluye lo sociocultural. Lo disciplinar, lo etnocéntrico de nuestra especialidad la psiquiatría, puede quedar retrasado de los cambios sociales cuando disociamos nuestros mitos fundantes y prácticas del devenir psicosocial. Si por la atención a lo molecular perdemos la amplitud y las redes que nos envuelven (situación que se da en las posiciones absolutistas), perdemos la multidimensión humana, rasgo creciente en el devenir histórico de la humanidad. Sería como el árbol tapando el bosque o un bosque amorfo. La interpretación del espacio interior de las personas, circuitos, neuronas, neurotransmisores versus la interpretación, el contacto con lo colectivo y cultural según las teorías o modelos de comprensión del psiquismo (o los psiquismos) refuerza los binarismos excluyentes todavía vigentes en nuestro trabajo. Las relaciones aquí mencionadas son indisolubles, constantes y constituyentes recíprocos. La intersubjetividad, unos y otros, sincronías, diferencias, tensión, todo eso y más lo relacionamos con la salud mental.

Los vínculos entre la psiquiatría y los problemas de salud mental son de tipo asistencialistas y posteriores a la enfermedad, en su debut o en el seguimiento, con pocas posibilidades preventivas en los modelos terapéuticos actuales. Tampoco hemos sabido transmitir qué hacemos, nuestros alcances y límites frente a la sociedad. Existe una representación social sobre nuestro trabajo sobrevalorada o amenazante en amplios sectores de la sociedad. Nuestra especialidad es heterogénea, rica y con gran amplitud teórica dado que incluye en su campo de estudio las afecciones moleculares, físico-químicas neuronales, las relaciones entre el psiquismo propio y el contexto. Esta epistémica camaleónica, al decir de Juan Valdez Stauber, ofrece el privilegio de contar con amplios recursos de comprensión sobre la patología y sobre la salud mental frente al malestar individual o comunitario.

Desde la psiquiatría antropológica, el abordaje clínico siempre es una concepción cultural que incluye la cosmovisión tanto del paciente y su comunidad como de la originaria del profesional. Una antropología de “cercanías” inclusiva de las explicaciones, expectativas, experiencias y expresiones en el diálogo terapéutico. Por esa razón la salud mental es autopercibida y autointerpretada además de los diagnósticos e intervenciones externas.

En la Argentina la distribución de profesionales dedicados a la salud mental está relacionada con los centros y grandes ciudades del país quedando extensas áreas sin cobertura de los equipos mínimos que se requiere para satisfacer las demandas y cuidados de la salud. Según el reporte del Instrumento de Evaluación para los Sistemas de Salud Mental IESM-OMS en el 2009 (que informa los RR.HH. de 10 provincias del país) las provincias con menor cobertura de psiquiatras por cada 100.000 habitantes son Jujuy, Catamarca, San Juan y Río Negro. Los psicólogas/os, en el relevamiento cuantitativo de psicólogos en Argentina 2012, según Alonso y Klinar, son más numerosos pero también concentrados en CABA, Córdoba, Neuquén, Río Negro y Santa Fe, para este grupo hay un predominio femenino de 70 a 90% según las zonas geográficas. Esta distribución asimétrica también conlleva limitaciones serias en la accesibilidad al derecho básico de asistencia de calidad. Predomina por lo tanto una praxis profesional “urbana”, de clases socioeconómicas privilegiadas con cobertura y “cultura terapéutica”. En paralelo las desigualdades en la distribución de cobertura de recursos humanos capacitados y las condiciones económicas generales de la población empeoran la atención integral de la salud mental. Lo que constituye un factor de riesgo y vulnerabilidad socioeconómica que incide en el pronóstico de las enfermedades. Las dificultades para adquirir los medicamentos y psicofármacos específicos empeoran por los costos. Las limitaciones en las coberturas médicas, el número de sesiones autorizadas, la actualización de vademécum en todas las regiones, la cobertura y descuentos en los medicamentos, etc., se suman al déficit en la atención. Todos conocemos a alguien que está tomado tranquilizantes; las palabras “ataque de pánico”, depresión, adicciones, anorexia las escuchamos en el transporte público, en los medios y en las redes sociales, es decir, se habla de la salud mental, se viven los problemas de la salud mental, se padecen, se cronifican y se perciben en la vida de relación cotidiana.

Las publicaciones de la OMS vienen alertando del incremento de las enfermedades no transmisibles y la depresión en el futuro próximo. Un estudio del 2018 publicado en Vertex Revista Argentina de Psiquiatría evidenció un aumento de los problemas de salud mental en la población del país. La prevalencia de cualquier trastorno mental en la población general de la Argentina en mayores de 18 años de edad fue de 29,1% y el riesgo proyectado hasta los 75 años de edad fue de 37,1%. Los trastornos de ansiedad fueron el grupo de mayor prevalencia (16,4%), seguidos por los trastornos del estado de ánimo (12,3%), los trastornos por sustancias (10,4%), y los trastornos del control de impulsos (2,5%). El 11,6% recibió tratamiento en los 12 meses previos y solo lo recibieron el 30,2% de aquellos que padecían un trastorno severo. Estos resultados arrojan datos imprescindibles para la planificación e implementación sanitarias y la formación de recursos humanos en salud mental. Desde las especialidades mencionadas, la patologización es frecuente. ¿Cuántas reacciones normales de salud mental son pensadas dentro de los diagnósticos y estructuras terapéuticas? La porosidad entre la salud mental y la patología mental crea una zona de tensión epistemológica, instrumental y política.

A nivel mundial, por otro lado, existe una tendencia decreciente en la elección de la especialidad entre los graduados en medicina, los que eligen psiquiatría son cada vez menos. Para los graduados en medicina las expectativas para elegir una especialidad según varios estudios se basan en el balance entre las ventajas salariales y el reconocimiento social. La vocación para la psiquiatría tiene motivaciones más profundas y combinaciones de intereses científicos y humanistas para trabajar con el sufrimiento y la angustia social e individual entre tantas patologías y no cuenta con reconocimiento económico debido.

Algunos profesionales actualizan la información únicamente a través de las revistas de psiquiatría y psicología. Un ejemplo reciente de cómo “las realidades” se imponen frente a nuestros métodos, antecedentes y principios surgidos en los hospitales, consultorios, universidades, congresos está siendo la experiencia colectiva de la pandemia. El fenómeno impuso una ampliación de lo virtual en la comunicación y el aumento de manera exponencial en la demanda. El trabajo psicosocial se convirtió en “trinchera” agregando a la asistencia terapéutica un compromiso mayor. Nos obligó a la actualización e incorporación y adecuación de la tecnología reuniéndonos en una red social virtual. Seguimos utilizando recursos que de otra manera no hubieran irrumpido en la práctica, como lo son las consultas online, telemedicina, supervisiones, certificados y recetas virtuales, congresos virtuales, etc. En el campo terapéutico de la salud mental, los recursos tecnológicos no eran medios de atención frecuentes en las intervenciones ni en las evaluaciones. Si existía una interconsulta con otra especialidad, neurología, endocrinología, cardiología, aquellos profesionales hacían las indicaciones o analizaban los resultados de laboratorio o las imágenes y aparatología. ¿Será que nuestro campo evolucionará hacia lo tecnológico también?

En la actualidad el componente traumático de la experiencia global de una pandemia “no psiquiátrica” alcanzó una repercusión de la que aún no conocemos su final. El del virus Covid-19 nos confronta con un extrañamiento nostálgico-social, al cambiarse brusca(mente) las relaciones con la seguridad, el conocimiento, el miedo, la muerte, con un alcance universal. Se viralizó la desesperanza, el temor y la sintomatología subjetiva en todas las sociedades. La velocidad y la autoría de nuevos contenidos e iniciativas, las nuevas relaciones con el tiempo y el espacio están cambiando las relaciones sociales y las ilusiones de completud que se tenían hasta ese momento, ahora A.deC. (antes del Covid).

Como el artículo comunica la salud mental entraña la autoevaluación y la autopercepción, entre otras funciones psíquicas, las que condicionan las conductas y las relaciones con el entorno. En el trabajo dentro del campo de la SM me encuentro con la posibilidad de aprender y quizá desplegar mi esencia, una oportunidad y un privilegio, una acción vivencial y preposicional. Creo que compartir la vulnerabilidad con mis semejantes fortalece mi propia salud mental, acompaño y me acompañan en un camino de descubrimientos.

El “hacia dónde vamos” de nuestra generación se constituye en un acontecimiento incierto. ¿Tendremos la salud para afrontar, curar y jugar con los desafíos de los cambios constantes, adaptándonos creativamente como lo han hecho nuestros ancestros, o somos y estamos haciendo los tiempos de locura? ¿O la locura es parte de nuestra condición humana?

Autorxs


Sergio Orlandini Cappannari:

Médico psiquiatra y Magíster en Políticas de Migraciones Internacionales (UBA, OIM). Presidente honorario del Capítulo de Psiquiatría Antropológica (APSA). Docente de la carrera de Especialista en APSA y en la Diplomatura prevención Adicciones (AAPS) y del Diplomado Salud Mental y Apoyo Psicosocial con Personas Migrantes en Latinoamérica (OIM, CONACYT, El Colef- Tijuana México). Presidente de la Asociación Argentina Promoción de la Salud. Ex supervisor programa de atención de migrantes y del equipo de Salud Mental Centro Ulloa, Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.