La producción de conocimiento oficial sobre seguridad en la Argentina

La producción de conocimiento oficial sobre seguridad en la Argentina

Vivimos inmersos en una cultura del miedo que los medios de comunicación reproducen día a día. Para revertir este proceso, el Estado debe dotarse de los sistemas de producción de conocimiento precisos para la elaboración de las políticas y discursos necesarios en materia de seguridad.

| Por Paula Honisch* y Darío Kosovsky** |

Interpelados por desconocimiento

Quién, cómo y por qué define a un lugar y a una situación o coyuntura social como segura o insegura y sus implicancias son asuntos parcialmente desarrollados y debatidos públicamente en la Argentina.

Ya se ha dicho que, en su voracidad comercial y aprovechando la necesidad de consumo y las incertidumbres o angustias culturales de los lectores, oyentes, televidentes e internautas, los medios masivos de comunicación reducen la complejidad de los procesos que nutren la explicación de los fenómenos delictivos a los “enlatados” que reiteran sistemáticamente en los titulares o flashes noticiosos.

En distintas aproximaciones críticas se ha deconstruido la metodología mediática de generación de chivos emisarios responsables de los grandes problemas criminales y de violencia (los niños y jóvenes pobres) que nos tranquiliza a los receptores de la información en tanto carentes de vínculo alguno con la gestación de la situación de “inseguridad” que por esta vía se explica.

Esta es una de las facetas del proceso de reproducción de la cultura del miedo, del individualismo y de incitación de un reclamo hacia los gobiernos para el recurso a la violencia como método de gestión institucional de conflictos que, a su vez, va moldeando la caracterización de un lugar como más o menos seguro.

Sin embargo, en el ejercicio de su poder para dotar de cierto significado a la realidad –en este caso al segmento de la realidad referida a los conflictos interpersonales tipificados como delitos, definiendo a un lugar como seguro o inseguro–, los medios no operan solitariamente. El Estado también dispone de un gran bagaje simbólico –constituido por sus oficinas, rutinas, agentes– y despliega de forma permanente un discurso dirigido a la ciudadanía que incide sobre estas definiciones.

La conciencia de la disposición de ese bagaje simbólico ha sido absolutamente evidente durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. En sus gestiones se asimiló, como nunca antes, al campo discursivo como espacio de lucha legítimo (y especialmente relevante en “la era de las comunicaciones”) en el que resulta imprescindible intervenir.

A pesar de ello, en el caso de la seguridad, el discurso mediático mayoritario todavía no ha encontrado en las agencias estatales una resistencia sólida que tensione la reproducción de la cultura del miedo. Ello obedece, en gran medida, a que los gobiernos tienen, todavía hoy, pocas herramientas para explicar claramente a la ciudadanía los problemas delictivos y de violencia de sus ciudades y para socializar la racionalidad con la que operan sobre ellos.

Como consecuencia persiste, en general en todo el país, una fuerte distorsión comunicacional entre las demandas sociales en este campo y las respuestas políticas a estas. Reclamos sociales legítimos en materia de seguridad son periódicamente redimensionados por la prensa (generalmente en ocasión de una sucesión de hechos seleccionados mediáticamente como relevantes casi siempre por la clase social a la que pertenecen las víctimas o por alguna característica especial de violencia con que se cometen) como clamores populares por subas u “olas” delictivas que exhortan a la acción urgente y de emergencia por parte de las autoridades.

La corrosión del diálogo entre la comunidad y los gobiernos resulta en la adopción de medidas que, aun en los casos en que quienes las requieren piensen que conllevan una solución y que quienes las implementan tengan la convicción de que son inútiles al efecto deseado, se ponen en marcha para oxigenar temporariamente a la conducción política de seguridad. El desconocimiento lleva a considerar a la expresión del problema como el problema en su totalidad y la pulsión mediática adherida acorrala al decisor político, quien profundiza poco sobre aquello que la demanda expresa, generando las respuestas con el mismo nivel de superficialidad; tanto para grandes centros urbanos como para pequeñas ciudades se suele optar por un pretendido incremento del costo de oportunidad para el ofensor a partir de la generación de más instrumentos o recursos de vigilancia en el espacio público. El menú de opciones incluye las típicas decisiones de “modernización” policial (más personal, vehículos y armas y mejora en la infraestructura y las comunicaciones) a las propiamente situacionales (instalación de luminarias, apertura de calles, cámaras en vía pública y transporte, poda de árboles y el refuerzo del patrullaje y los controles policiales en vía pública).

En definitiva, las interpelaciones de las demandas mediadas logran debilitar efectivamente a las autoridades políticas cuando estas no cuentan con una comprensión acabada sobre el fenómeno violento o delictivo del que se trate, que contribuya a contextualizar un evento o serie de eventos en un marco determinado, a la vez que sirva para brindar explicaciones comprensibles a la comunidad.

De allí que, sin lugar a dudas, uno de los soportes centrales de los discursos del miedo en la Argentina es la propia debilidad de los sistemas institucionales de producción de conocimiento sobre seguridad y violencia.

La producción oficial de saberes sobre seguridad

Ello no implica que no se genere cierto conocimiento sobre seguridad en la Argentina. Toda política pública se ejecuta con sustento en información de la que se dispone con antelación y que puede ser más o menos elaborada, de mejor o peor calidad e influir en mayor o menor grado en la preferencia por las acciones a operativizar.

En materia de seguridad el conocimiento oficial se caracteriza por estar sustentado en información dotada de una gran opacidad para explicar problemas de forma tal que sean comprensibles por la ciudadanía y por su escaso valor táctico y estratégico para la gestión.

Probablemente por el pernicioso histórico predominio del derecho penal y sus operadores en el campo de la política criminal, la vía de aproximación al conocimiento de problemas sociales complejos como los relacionados con las violencias y los delitos han sido los tipos penales y los “bienes jurídicos protegidos”.

Su producto más conocido es la denominada “estadística criminal”, que se nutre de un registro de datos que se realiza en un formato de causa judicial a partir del sumario que elabora la policía luego de su primera intervención en el hecho.

En particular esta forma burocrático judicial de registro y la concepción investigativo-penal en la recolección y sistematización de la información se focaliza en los individuos y hechos más que en los problemas y procesos (tal vez con la pretensión moral de identificación de tipos de conductas individuales inapropiadas y las posibilidades de modificarlas sobre la base de la captura y el castigo, en lugar de intervenir sobre el proceso y la prevención impactando en cualquier factor que dinamice las interacciones conflictivas violentas).

A título de ejemplo, la cantidad de delitos de robo en sí misma no dice nada sobre la multiplicidad de problemas que los hechos rotulados como “delito de robo” implican y conllevan si la información no es desglosada, detallada, clara y de calidad y espacialmente definida. Para su comprensión, resulta imprescindible conocer qué elementos se roban más, comparativamente entre sí a lo largo del tiempo, de qué tipo, qué marcas o modelos, de qué valor, dónde, en qué circunstancias de tiempo, los medios utilizados según el tipo de hecho, el perfil de los involucrados, cómo se trasladan y el análisis de las variaciones periódicas de cada uno de esos factores. Inclusive contando con esos datos, la posibilidad de transformarlos en un conocimiento acabado sobre un fenómeno social se diluye si la información no puede interrelacionarse y cruzarse con otra de tipo económico-industrial, sociodemográfica, de infraestructura, de comercio, de seguros e inclusive con la propia intervención estatal en esos hechos y su influjo en la dinámica de los mismos.

Nuestros sistemas de gestión de información históricamente han sabido desglosar para los robos el lugar de ocurrencia (vía pública, comercios, domicilio particular, otro lugar), la franja horaria, el arma utilizada, el sexo y la franja etaria de inculpados conocidos en los casos en que los hubiera.

Estos datos lograrían construir la información de si quienes roban son hombres o mujeres, niños, jóvenes o adultos, en qué horario y tipo de lugar. Analizar esta información para producir conocimiento permite decir realmente muy poco (que la mayoría de los robos se producen en la vía pública, son cometidos por hombres jóvenes en tal o cual horario) en relación a lo que se requiere para adoptar una política pública, salvo que la misma consista en acumular vigilancia en la vía pública y focalizarse en los jóvenes en determinados horarios.

En consonancia con esta forma de visualizar y analizar la situación de seguridad se consolidó una especie de cultura del ranking para diferenciar la “peligrosidad” de ciudades de acuerdo con su ubicación en el mismo. Así, poco a poco nos hemos acostumbrado a hablar de subas o bajas de delitos, otra categoría jurídica creada por el derecho penal, y a adjudicar una mejor o peor situación de seguridad a una mayor o menor cantidad de delitos.

Esta metodología de registro y sistematización tampoco expresa nada en torno a la eficiencia en la gestión de la seguridad. Si la evolución del “delito” en el tiempo y el espacio explica poco sobre un problema, su configuración como objetivo de la política de seguridad también es cuestionable. Determinar el impacto de cualquier medida administrativa, un mayor despliegue o una redistribución del personal policial es prácticamente imposible sin conocer los factores que inciden en el problema a abordar, los agentes que lo protagonizan y cómo interactúan, la ubicación de todos estos elementos en un tiempo y espacio determinado y el análisis relacional.

Es decir que la baja del delito difícilmente puede ser un objetivo de política pública y en tal caso es irrealizable si no se precisa qué significa. Un conflicto puede gestionarse y redimensionarse y de por sí eso ser un objetivo alcanzable de la política que redunde en una mejor situación de seguridad. En ese sentido su suba o baja en cantidad es muy relativa como resultado de gestión porque las cantidades pueden crecer en términos absolutos y decrecer en términos relativos. Tomando el caso de robos de vehículos puede haber más en cantidad pero menos en proporción a la cantidad de vehículos circulando. También puede incrementarse la cantidad de robos (con violencia) pero disminuir los hurtos (sin violencia) y viceversa. En tal caso, ¿será éxito de una gestión disminuir el robo de vehículos en general cuando se mantiene o incrementa dentro de la totalidad de los hechos la proporción de los violentos?

Nuevamente, medir a una gestión por la suba o baja de delitos es metodológicamente errado. Sin embargo, son los propios gobiernos debilitados en sus sistemas de conocimiento los que generan situaciones de intervención sobre contextos que no lo requieren.

Existe otro tipo de información que se produce en forma encubierta y que no responde a los fines de una política de seguridad sino a intereses espurios nacionales o foráneos y que, por su modo de producción, además de ser ilegal es inútil.

La inteligencia criminal es en el país una actividad asociada con el secreto y rayana con lo ilegal. Lejos de orientarse a generar insumos básicos para la toma de decisiones en relación con la prevención, conjuración e investigación de la violencia y el delito, la concepción y el marco en el que aún funcionan en el país los sistemas de inteligencia criminal pervierten esa legítima finalidad. Su tarea ha estado históricamente al servicio de fines ajenos a la política de seguridad, ya sea por su funcionalidad para la persecución política, por su sometimiento a los intereses de agencias extranjeras (en el caso de inteligencia sobre drogas, por ejemplo), y por su subordinación a funcionarios judiciales que ordenan “tareas de inteligencia” y delegan sin ninguna orientación ni control el detalle de su ejecución (cómo y sobre quién) a las fuerzas policiales.

Como resultado del recurso a ella con esa finalidad a lo largo de la historia, hemos asimilado a la inteligencia criminal con cualquier proceso de obtención de información en el que se acude a modos encubiertos de recolección y que la confunde con el proceso de acumular grabaciones de conversaciones telefónicas infiltradas, seguir y vigilar personas y mapear registros de llamados telefónicos.

A la “estadística” y a la “inteligencia criminal” se suman las encuestas de victimización como tercera instancia de producción de conocimiento sobre seguridad.

Dirigidas a incorporar una forma distinta de observar fenómenos delictivos y a reducir la brecha entre aquellos delitos cuyo conocimiento institucional se adquiere por su ingreso formal a los sistemas de información –vía prevención policial o denuncias– y lo desconocido por la omisión de denuncia, este tipo de estudios adquirió cierta sistematicidad durante una década.

Sobre sus objetivos y utilidad se han realizado distintas observaciones que deben ser atendidas en la medida en que las visiones que nacen de estos estudios se refieren sólo a ciertas formas de criminalidad convencional, que hay delitos respecto de los que las propias víctimas desconocen su calidad de tales (tráfico de drogas, delitos de cuello blanco), y que informan sobre eventos distintos que las estadísticas oficiales.

Aun con las reservas efectuadas, su utilidad es indiscutible para la comprensión de la situación de seguridad en toda su dimensión. A pesar de ello, su realización no es generalizada en el país y, en los casos en que se han adoptado como forma de aproximación a los problemas delictivos, o bien fueron discontinuadas oficialmente o se modificaron las metodologías de medición sin considerar la comparabilidad con encuestas anteriores sobre los mismos territorios.

Uno de los motivos por los que los estudios de victimización no se han logrado institucionalizar definitivamente radica en la falta de identificación de su funcionalidad estratégica –y en muchos casos por desconocimiento de la herramienta– por parte de los funcionarios políticos y de los operadores de los sistemas de seguridad.

Dejando atrás la gestión a ciegas

La propia creación del Ministerio de Seguridad de la Nación y las principales políticas adoptadas desde el inicio de la gestión son señales claras de la vocación de reversión del proceso de desgobierno político de la seguridad. Por supuesto que el camino es largo y no resulta simple por el afincamiento de concepciones anacrónicas, lógicas de trabajo ineficientes y por las coyunturas de “emergencia” descriptas. Sin embargo su allanamiento depende no sólo de la voluntad política sino de la capacidad estratégica de la conducción de los procesos de cambio guiada por conocimiento sobre los fenómenos a abordar y situación de las instituciones con que se cuenta para hacerlo.

El gobierno de la seguridad es imposible sin una cabal comprensión de los fenómenos que se pretende abordar y de las instituciones con que se cuenta para hacerlo. Lograrlo requiere, entre otras cosas, que la conducción política de los sistemas de seguridad de todo el país asuma las deficiencias existentes y la producción de conocimiento se torne una premisa de las decisiones.

La lógica descripta, y que aún predomina, de asociación de los problemas criminales con su rótulo jurídico (robo, homicidio, lesión, estafa, etc.) obnubila la posibilidad de idear respuestas ajustadas a las características de cada fenómeno. En lugar de pensar en problemas pensamos en delitos y en lugar de idear abordajes para solucionarlos pensamos en penas para castigarlos. En la misma línea, cuando aumenta determinada cantidad de delitos se acude al aumento de las facultades persecutorias o de los montos de las penas.

Pensar problemas criminales implica identificar incidentes que sean recurrentes y similares, que puedan describirse claramente, que los daños concretos también sean identificables, y que haya una comunidad afectada por ellos con una expectativa de solución. A su vez, es necesario interpretar los procesos que generan esos problemas, los factores que inciden en su desarrollo, los agentes que interactúan –incluyendo las propias instituciones del sistema de seguridad– y las percepciones sociales en relación con todos estos aspectos.

Ello exige repensar los esquemas de generación de conocimiento y comenzar a revertir una cultura de gestión guiada, casi exclusivamente, en el saber empírico policial.

Las instancias políticas de conducción de la seguridad deben crear, o eventualmente rediseñar y fortalecer, dependencias dedicadas a la fijación e instrucción de lineamientos hacia las policías para la recolección y sistematización de información. Estas áreas deben construir capacidades para el análisis de lo que se recoge y de un saber propio sobre los diversos fenómenos relacionados con la violencia y el delito. El diseño de verdaderas estructuras institucionales de gestión de conocimiento es parte de las reformas institucionales que serán instrumentales a nuevas políticas de seguridad a la vez que constituirán en sí una reforma sustantiva por su potencial impacto en la modificación de la lógica de actuación de las agencias policiales. Generando conocimiento sobre los factores que inciden en el desarrollo de un fenómeno criminal es posible dirigir todos los esfuerzos institucionales a los puntos de equilibrio de los procesos en que se desenvuelven esos fenómenos. A modo de ejemplo, comprendiendo el problema de los robos de vehículos desde una óptica de procesos y no centrándose en cantidades de hechos, probablemente sea más acertado apuntar a medidas vinculadas con la producción de autopartes que se demandan mayoritariamente en el país que a la sola reestructuración de los operativos policiales de control vehicular.

Estas estructuras deben fijar lineamientos dirigidos a las dependencias policiales de recolección y sistematización de información, estandarizar sus procesos de trabajo, definir metodologías y consolidar la totalidad de aquello que se recaba para que constituya un insumo valioso tanto para el análisis del delito (reemplazante de la tradicional “estadística) y el análisis de inteligencia. Ambos tipos de análisis, aún vagamente difundidos en nuestro ámbito, deben integrarse en el marco de una nueva doctrina sobre conocimiento criminal. El primero como proceso dedicado a formular y monitorear las tendencias, identificar los problemas delictivos y sus causas y predecir escenarios posibles, y el segundo integrado por las actividades institucionales de reunión de datos sobre personas y grupos vinculados (principalmente de organizaciones criminales) con la realización frecuente o periódica de hechos de delito y violencia, su modalidad de actuación, los territorios y momentos concretos en los que operan, sus relaciones y otras variables.

Actualmente, las dependencias policiales dedicadas a la estadística suelen considerarse un destino castigo, carecen de personal en general y de funcionarios especializados en particular y sus recursos técnicos están desactualizados. Sin lugar a dudas las carencias de personal especializado en estas disciplinas exigen de una inversión sostenida en formación y especialización profesional.

Por último, es fundamental institucionalizar la difusión de los productos de conocimiento no sólo como insumo para los decisores estratégicos y operativos sino también a la comunidad con una perspectiva pedagógica y de rendición de cuentas.

Las medidas destinadas a construir sistemas de conocimiento para la gestión de la seguridad constituyen pasos esenciales para la resignificación del rol estatal en la producción de políticas y de discurso en materia de seguridad.

Este es el sentido de un verdadero proceso de modernización institucional en este campo. El fortalecimiento de las gestiones políticas permitirá entablar canales directos de diálogo con las demandas sociales en materia de seguridad, eludir las engañosas vías mediadas por los procesos sociales de construcción de miedos que tergiversan las necesidades reales de la población y dirigir respuestas a la solución de los problemas concretos y no a los emergentes creados por los intereses de sectores de poder.





* Abogada. Directora Nacional de Articulación y enlace con los Ministerios Públicos del Ministerio de Seguridad de la Nación.
** Abogado. Miembro del Consejo Directivo del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED).