La estrategia neoliberal y el gobierno de la pobreza. La intervención en el padecimiento psíquico de las poblaciones

La estrategia neoliberal y el gobierno de la pobreza. La intervención en el padecimiento psíquico de las poblaciones

En el neoliberalismo la ruina o el éxito no dependen de una estructura social basada en injustas desigualdades sino de la libre decisión individual. En ese marco las neurociencias y los tratamientos médicos adquieren un rol creciente en el gobierno de las poblaciones vulnerables.

| Por Susana Murillo |

Los planteos básicos del liberalismo centrados en el derecho universal a la propiedad, la libertad y la igualdad generaron lo que se conoce como “la cuestión social”. Esta expresión refiere a la brecha entre esos principios y la realidad concreta en la que desde la primera revolución industrial se vio florecer por el contrario la pobreza y la desigualdad. Frente a ello, diversas políticas públicas intentaron restañar esta herida que gestó y gesta rebeliones, construyendo algo que se denomina “lo social”, entendiendo por ello un entramado de políticas implementadas desde el Estado que tiende a contener los efectos de esa desigualdad y su compañera, la pobreza, construyendo lazos sociales de integración de todos los ciudadanos.

En oposición a esas políticas, ya desde fines de siglo XIX, se fue delineando una estrategia denominada “neoliberalismo” cuyo objetivo fue y es reemplazar esta intervención del Estado por la centralidad del mercado. La configuración de la estrategia neoliberal supuso suprimir los principios universales de igualdad y propiedad y reemplazarlos por una única aspiración: la libertad individual.

En esta clave el “neoliberalismo” dio un primer paso al sostener la teoría subjetiva del valor que propone que la fuente de la riqueza depende de la estimación subjetiva de los hombres y no del trabajo humano. Esta idea corrió la mirada hacia el incentivo de las acciones individuales en la búsqueda del cuidado de sí. En un segundo paso, centró el análisis en la estructura de la conducta individual, sosteniendo que la ruina o el éxito, en todos los aspectos de la vida humana sólo dependen de la libre decisión individual. Con ello, desaparecen los condicionamientos sociales en las vidas de los individuos, quienes se transforman en participantes que compiten libremente en el mercado en tanto productores y consumidores. Corolario de lo anterior es el carácter natural de la desigualdad entre los seres humanos. Desigualdad que sería efecto de esa libre competencia influenciada en cada caso por factores hereditarios, congénitos y adquiridos. En esa clave el Estado debe reducir su actuación a garantizar ese libre juego de la competencia; sólo los consumidores determinarán qué función cumplirá cada uno en la sociedad. Con ello también se elimina a la propiedad como un derecho universal; ser o no propietario depende sólo de cómo se juega el juego de la competencia, de modo que sólo la libertad negativa se conforma en atributo de la condición humana.

Libertad negativa en tanto se centra en el puro deseo individual, para quien el otro es sólo un medio o un obstáculo para los propios fines. Libertad que paulatinamente fue concebida como no acompañada necesariamente de racionalidad. El hecho de que la libertad no sea considerada necesariamente racional es un punto central en el ideario neoliberal. Las elecciones humanas no pueden conocerlo todo de modo adecuado y no están forzosamente acompañadas del cálculo destinado a ganar más en cada decisión, también están regidas por valores, ligados a emociones, recuerdos y sentidos variables con la cultura y el individuo. En consecuencia, en los fenómenos de la “mente” y la sociedad nos encontramos con sistemas complejos, en los que lo contingente de lo individual juega un rol fundamental que es preciso considerar. Conclusión de esto es que la pobreza no es hija de una estructura social basada en injustas desigualdades, sino producto de libres decisiones individuales irracionales, influenciadas por valores y emociones.

El conocimiento e intervención sobre los valores y sentimientos de las poblaciones se conforma y constituye así en un objetivo central de la estrategia neoliberal. La cuestión social pierde sentido como problema, en tanto “lo social” entendido como entramado integrador debe morir y en su lugar emerger el mercado entendido como un conjunto de individuos que compiten en el marco del Estado de Derecho; juego en el que inevitablemente habrá ganadores y perdedores, incluidos y excluidos del sistema. En este marco de ideas y políticas, los excluidos pasan a conformar un conjunto cuya integración ya no es pensable. Como consecuencia de ello, el neoliberalismo debió construir diversas estrategias para gobernar a una pobreza que concibe como irremediable y a la vez como necesaria, dado que ella, del mismo modo que la desigualdad, se convierten en estímulos a la productividad por parte de los que logran diversos grados de inclusión en el sistema. Una de estas estrategias tiene como uno de sus núcleos fundamentales el gobierno a distancia de los pobres: un modo de actuar sobre ellos sin que se perciba la coacción o en el que esta se naturalice.

Este planteo parte de dos supuestos. En primer lugar, del concepto de que la teoría económica y toda la teoría social sólo pueden describir patrones conductuales que surgirán si se satisfacen ciertas condiciones generales, pero difícilmente puede derivar de este conocimiento alguna predicción de fenómenos específicos. El segundo supuesto afirma que aun cuando un modelo o patrón conductual tiene las limitaciones antedichas, sus predicciones son testeables y valiosas, de modo que en tanto la teoría nos dice bajo qué condiciones generales se formará un modelo o patrón de conducta de algún tipo, ella nos permite construir a nivel social tales condiciones a fin de que emerja un patrón conductual esperable o deseable para el libre funcionamiento del mercado.

Este planteo estableció la necesidad de formar expertos en el conocimiento del sentido que en cada cultura los hombres dan a sus preferencias, en relación a los valores propios de la misma. Estos técnicos-expertos, formados en universidades y a menudo miembros de los llamados “tanques de pensamiento”, son quienes deberían aconsejar a los gobernantes a fin de que en el marco del derecho se despliegue el eterno juego de la competencia entre desiguales. Luego, los medios de comunicación y los diversos modos de educación del vecino-consumidor deberían actuar sobre las poblaciones tomando en cuenta sus valores tradicionales y resignificándolos en relación a los avatares del mercado.

Una aplicación trágica de este complejo entramado de ideas fue el “experimento Chile”, que a partir de 1975 fue llevado adelante por los Chicago boys liderados por Milton Friedman, quien retomó los conceptos antes mencionados y los complementó con la idea de que someter a los humanos a situaciones de terror e incertidumbre permite desestructurar sus patrones conductuales e imponer otros nuevos. En ese marco, Friedman aconsejó a Pinochet, en 1975, que aprovechase el estado de conmoción en el que se encontraba el pueblo chileno para introducir las más extremas medidas de libertad de mercado.

La estrategia de los hombres de Chicago y otras universidades gestó de modo paulatino la construcción de un nuevo sentido común a partir de sensaciones de terror o inseguridad producidas por violencia física, shocks económicos, pérdida y precarización de puestos de labor, insistencia constante en los medios masivos de comunicación acerca de hechos de robo o asesinato, entre otros. Este sentido común impregnado por nuevos valores se ha difundido y difunde en algunos sectores sociales de toda América latina. Valores que naturalizan la desigualdad y la pobreza como parte inevitable de la condición humana, en tanto ellas serían producto de decisiones individuales ligadas a condiciones genéticas, suerte y laboriosidad o astucia personal. En este proceso, el desamparo antropológico experimentado por las sensaciones de terror arriba mencionadas, naturaliza el concepto de que vivimos en la inseguridad y que ella es hija del delito y este de la pobreza. Se obturan de este modo una cantidad de complejos procesos sociales que producen pobreza; a la vez que el neoliberalismo se conforma en un proyecto civilizatorio en el cual el significante inseguridad, ligado a la pobreza, se ha constituido en un nuevo modo de gobierno a distancia de las poblaciones, y en especial de control y expulsión de los pobres, al tiempo que se elimina la necesidad de construir lo social como forma de integración de toda la ciudadanía. En oposición a esto se construye el centramiento en la competencia y el cuidado de sí. Pero estos rasgos en tanto se encarnan en actitudes, conforman a la postre a seres que aun viviendo en ciudades tumultuosas están solos, sienten terror y sospechan de buena parte de sus congéneres. El padecimiento psíquico es entonces su efecto inevitable. La angustia es su más clara manifestación, pero la angustia es un temple de ánimo que no tiene un objeto definido, ella flota libremente y se encapsula en diversos objetos y puede trocarse en violencia contra sí y contra otros o puede esconderse tras el intento de consumo infinito que obture el vacío que produce el aislamiento. Sus corolarios son, entre otros: adicciones diversas, intentos de suicidio, violencia verbal en las calles o entre pares o familiares. Su efecto final: el pedido de criminalización de la pobreza –en la que se proyecta inconscientemente el propio temor al desamparo– y la condena de toda intervención del Estado que intente construir lo social como forma de integración de todos.

Sin embargo, no todo es sometimiento pasivo; en América latina la implantación de la cultura neoliberal enfrentó y enfrenta resistencias significativas. Como consecuencia de ello, el neoliberalismo, como toda estrategia, debió modificarse a partir de las rebeldías que genera. En este proceso desplegó y despliega diversas tácticas, una de las cuales consiste en realizar el viejo sueño de crear una ciencia que, a través del conocimiento del sistema nervioso, permita conocer y predecir decisiones individuales y patrones conductuales con mayor precisión. Se trata de las neurociencias. La década que se inicia en el 2000 es llamada la “década del cerebro”. Así, en el año 2002 se les otorgaba el Premio Nobel a dos economistas que habían gestado una innovación que intenta cumplir con la propuesta de conocer más la psicología individual a fin de tornar más previsibles las decisiones individuales y grupales, presuntamente basadas en la libertad personal que se despliega en el mercado. Se trata de la emergencia de la neuroeconomía y su aplicación, el neuromarketing, disciplinas derivadas de las neurociencias que vienen a profundizar los principios del pensamiento neoliberal; ellas indagan en la relación entre decisiones individuales y el significado que los hechos tienen para cada uno en cada circunstancia. Ellas están ligadas a los valores, variables a nivel histórico, social y etario. Ello estaría fundado en el hecho de que la red neuronal ligada a las decisiones racionales funcionaría en relación a la totalidad del sistema nervioso y, por ende, a los centros vinculados a las emociones, pasiones, recuerdos y significados que los acontecimientos tienen para cada uno. Las neurociencias proponen estudiar en base a imágenes cerebrales a los sujetos en situaciones diversas a fin de analizar cómo los diversos sectores del sistema nervioso funcionan en el momento de tomar decisiones de diverso tipo.

De este modo es posible construir condiciones que generen patrones conductuales para diversos segmentos de población y prever sus reacciones. Esto es particularmente significativo a la hora de construir un gobierno a distancia de los pobres. En síntesis y simplificando, se produce un círculo vicioso: organismos internacionales y países centrales impulsan a través de múltiples medidas la angustia constante en las poblaciones y particularmente en aquellos grupos que carecen de trabajo fijo y se encuentran en situaciones laborales precarias, para luego producir diagnósticos y recetas que tienden a gobernar sus posibles reacciones. Según la Organización Mundial de la Salud, en un informe del año 2008, el número de personas afectadas por problemas de salud mental, así como por problemas cardíacos (frecuentemente ligados a condiciones de persistente angustia), es notoriamente mayor entre los ciudadanos que carecen de un empleo fijo y en blanco. La misma organización, en un informe de agosto de 2012, sostiene que la crisis económica mundial en curso es un fenómeno macroeconómico que se prevé tendrá consecuencias importantes para la salud mental, entre ellas, mayores tasas de suicidio y consumo nocivo de alcohol. Este documento subraya, asimismo, que los índices de enfermedad mental son mayores en personas sin empleo, con dificultades de acceso a la educación, sumidas en la pobreza y faltos de integración comunitaria. Ahora bien, complementariamente diversos organismos tipifican los efectos de este padecimiento como “desorden mental”, al tiempo que proponen para ello formas diversas de intervención, que, más allá de una retórica que pregona la solidaridad social y los derechos humanos, contribuyen a producir procesos de subjetivación centrados en el uso de fármacos cuyos efecto fundamental es el encierro en el sí mismo y la negación de situaciones dolorosas pero inevitables en el curso de la vida humana, con lo cual se reconstruye la raíz última del padecer psíquico en nuestra cultura.

Con ello se gestiona una nueva forma de gobierno de las poblaciones en general y de la pobreza en particular; esta táctica está centrada en la difusión del uso de fármacos y de terapias focalizadas de dudoso carácter. Diversos son los ejemplos que pueden avalar esto. Mencionaremos aquí sólo el caso del conocido Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales versión V (DSM V), producido por la Asociación Americana de Psiquiatría y que comenzaría a difundirse en mayo de 2013. El DSM se utiliza en diversos lugares del planeta, tanto en hospitales públicos como privados, en el ámbito de la educación, en el forense, en el de las empresas de seguros y el de selección de recursos humanos, así como en las instituciones de encierro. A través de este manual se clasifican diversas categorías definidas como “trastornos psíquicos” y se buscan sus correlatos empíricos. A menudo los trabajadores de la salud y educadores son llevados por diversas circunstancias a “aplicar” esas categorías sin mucha posibilidad de cuestionarlas, ya que los mismos autores del manual indican que el mismo tiene como uno de sus objetivos tipificar los desórdenes mentales con criterios “breves y concisos” que sean útiles en “diversidad de contextos”.

El DSM conocerá una nueva versión denominada V, la cual ha sido coordinada por un comité de 27 miembros en Estados Unidos, la mayor parte de los cuales, se afirma, estarían ligados a la industria farmacéutica. Miles de trabajadores de la salud mental han solicitado una revisión de sus características, sus clasificaciones y categorizaciones. La crítica fundamental consiste en que tanto las clasificaciones de desórdenes mentales como los modos de intervención sobre ellos carecen de una base empírica suficiente que pruebe sus afirmaciones, lo cual abre la puerta a intervenciones arbitrarias de todo tipo. Esto se torna grave pues el manual en su nueva versión tiende a patologizar casi todas las conductas que hacen a la condición humana. Atributos propios de la condición humana son transformados en patologías. Así, la tristeza producida por situaciones de duelo, si se excede en más de dos semanas y dificulta el despliegue de las actividades habituales, sería una incipiente patología; la timidez sería considerada ahora una fobia social y emparentada con desórdenes autistas; la rebeldía adolescente o juvenil y los exabruptos de carácter pasan a ser desórdenes mentales tratables con antipsicóticos; la inquietud en niños, adolescentes y jóvenes es patologizada y medicalizada a partir de pocos indicadores bajo el conocido estigma de “déficit atencional”; este cuadro, sostienen numerosos especialistas, por la forma en que es descripto, no permite diferenciar entre lo que son travesuras y rebeldías esperables en esas edades y problemas severos de enfermedad. Tampoco es claro si un aumento en las conductas inestables de niños y adolescentes se debe a una patología congénita o al exceso de estímulos a que el mundo actual los somete. Sin embargo, en todos los casos el diagnóstico es el mismo.

Estos reparos son fundamentales, dado que se vincula a otro: tal patologización tiende a la introducción de categorizaciones que pueden conducir a un tratamiento médico de conductas que son propias de poblaciones vulnerables, lo cual implica por un lado la patologización de la pobreza, la cual en diversas publicaciones ya es considerada la causa fundamental de los desórdenes mentales, y por otro genera el riesgo de etiquetar como desorden mental a las conductas de quienes se oponen al orden sociopolítico. El núcleo de la cuestión radica en que la nueva clasificación transforma al concepto de “trastorno mental” en un proceso caracterizado de manera muy imprecisa, con lo cual abre las puertas a diagnósticos arbitrarios y a la aplicación de fármacos a partir de vagos criterios clínicos. El DSM V generaría excesivos tratamientos masivos con medicación innecesaria, cara y a menudo con efectos secundarios dañinos. Proceso que además podría tener efectos catastróficos en los sistemas de salud de los países que lo adoptan.

Este proceso de medicalización recae sobre toda la población, sin embargo sus efectos no son los mismos en la población pobre que en los sectores medios y altos. Así, por ejemplo, en el caso del conocido déficit atencional, en los sectores pobres el diagnóstico se produce desde edades más precoces, con dosis más fuertes y con una más rápida derivación a escuelas “especiales” que en los sectores de clases medias y altas. Esto conforma a buena parte de esa población pobre en sujetos con problemas de conducta, luego derivados a instituciones especiales, estigmatizados, a la vez que su prematura ingesta de fármacos los constituyen en potenciales consumidores de drogas. Por otra parte, el medicamento más utilizado en los sectores medios altos es el metilfedinato, que tiene efectos colaterales menos dañinos que los utilizados en grupos populares y que estimulan el aumento de la productividad, con lo cual los niños y adolescentes pueden ser encaminados hacia actividades culturales múltiples y acordes con los valores de competencia que exige el mercado a sus familias. En tanto que en los sectores pobres predomina el consumo de la risperidona, que es un antipsicótico, así como anticonvulsivos que intentan limitar la actividad de los sujetos. A estos procesos es necesario agregarles el hecho de que en los sectores medio y alto, el problema se mantiene en privado, en tanto que en los sectores pobres se hace público, se culpabiliza a la familia y se estigmatiza a niños y adolescentes, lo cual luego deriva en el imaginario colectivo que, según demuestran varios investigadores, proyecta toda forma existencial de inseguridad en la potencial amenaza que representa el “joven, varón y pobre”. La estigmatización y el estímulo al consumo de drogas legales en los sectores pobres son de extrema gravedad, pues se conforman en una condición más de posibilidad para el ingreso de los sectores populares “excluidos” en el circuito de las drogas ilegales, las mafias y el narcotráfico. Este gravísimo problema refuerza el círculo de criminalización y aislamiento, así como la problemática de la inseguridad como núcleos del gobierno a distancia de la pobreza.

En línea con los nuevos tipos de subjetividades que las prácticas neoliberales reclaman y producen, el DSM V eliminaría de su análisis las condiciones sociales del sufrimiento psíquico y vincularía este sólo a alteraciones cerebrales, que eventualmente pueden ser activadas por estímulos. El acento sobre los padecimientos psíquicos no se coloca en exigencias laborales, falta de recursos, trabajo precarizado o problemas de acceso a una educación, vivienda o salud adecuadas, sino fundamentalmente en las redes neuronales, sobre las que pesaría una carga genética que puede o no activarse en relación a estímulos diversos. Se instalaría así una policía médico-social de carácter global, cuyo indicador de salud es la “adaptación al medio” y cuya terapia es básicamente la farmacologización de casi todas las conductas propias de la condición humana. Se trata, al fin de cuentas, de un intento de programar la totalidad de los aspectos de la subjetividad.

Autorxs


Susana Murillo:

Dra. En Ciencias Sociales, Mag. en Gestión y Política de la Ciencia y la Tecnología, Lic. en Psicología, Prof. En Filosofía UBA. Docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.