La entente nuclear como “game changer” para Irán en relación a israelíes y árabes

La entente nuclear como “game changer” para Irán en relación a israelíes y árabes

El acuerdo nuclear firmado por Irán con las principales potencias mundiales podría permitir un mejor manejo de varias crisis regionales. El desafío ahora es convivir con Israel en una región revuelta por yihadistas sunitas. El objetivo, lograr una baja de tensiones entre ambos países aprovechando que se comparten ciertos intereses comunes debido a que ambas naciones son potencias regionales no árabes.

| Por Ignacio Klich |

Abatido por Turquía, la caída de un avión militar ruso ha impulsado a funcionarios y analistas iraníes a presagiar que Teherán podría facilitar un acercamiento turco-ruso. Este vaticinio es una versión optimista de la confianza expresada por un otrora directivo del Consejo Nacional de Seguridad iraní (CNS) y ex diplomático en tempranas negociaciones nucleares de su país, Hossein Mousavian, acerca de que la traslación a otras áreas del proceso diplomático que en julio pasado devino en acuerdo nuclear con las principales potencias mundiales podría permitir un mejor manejo, si no la superación, de varias crisis regionales [Irak, Siria, Yemen, Afganistán y la lucha contra el Estado Islámico (EI)].

Pese al disgusto de algunos con el acuerdo nuclear –iniciador de la rehabilitación iraní como potencia regional, ahora habilitada para enriquecer uranio para usos civiles–, la presencia de Irán en Viena, en las negociaciones abiertas semanas atrás para un cese de fuego en Siria y la elección de un gobierno electo basado en una nueva Constitución, puede verse como apuntada en esa dirección. Lo mismo que la más antigua lucha contra EI y las frecuentes declaraciones de responsables iraníes de que no hay soluciones militares para esas crisis.

Al igual que su presencia en la capital austríaca, la visita post-acuerdo nuclear del jefe de la diplomacia iraní a países árabes puede haber servido para angostar la brecha entre la República Islámica y sus vecinos. No es casual que entre los apoyados por Irán en Líbano, Hassan Nasrala, líder de Hezbolá –partido político chiita representado en la legislatura libanesa, con brazo armado participando en la lucha contra EI–, denunciara los atroces atentados recientes en Beirut y París (reivindicados por EI) como representativos de “un proyecto de muerte y destrucción” carente de futuro: “Dondequiera que sea, no hay lugar para EI en ningún arreglo político, sea en Irak o Siria, o en Libia o Yemen”. El mainstream israelí prefiere subrayar, en cambio, que el terrorismo de EI beneficia a Irán al distraer la atención del quehacer iraní. Claro que esa distracción dista de ser la meta de EI.

Entretanto, los mayores disconformes con el acuerdo nuclear son, de un lado, Arabia Saudí y sus socios del Golfo, excepción hecha de Omán –facilitador del diálogo estadounidense-iraní–, e Israel del otro lado. El descontento árabe se ha visto exacerbado por el fracaso hebreo en torpedear el diálogo y sus resultados vía sus soportes legislativos en Washington, lo que ha dejado planteados verdaderos interrogantes acerca del poder real del lobby proisraelí. Los países árabes temen las implicancias para sus reinados del intento estadounidense de servirse de Teherán en la lid contra yihadistas sunitas. A su turno, el premier Benjamin Netanyahu busca retener en manos israelíes el monopolio sobre las armas nucleares en Oriente Medio. Y ello con prescindencia de su superioridad en armas convencionales respecto de todos sus vecinos regionales, ventaja que post-acuerdo nuclear el presidente estadounidense Barack Obama se comprometió a proteger. Con apoyo de aliados y países amigos de Estados Unidos, Egipto propone una solución más razonable: transformar a Oriente Medio en región libre de armas de destrucción masiva.

La tenencia de un arsenal nuclear por una parte de un conflicto, cualquiera sea este, despierta inevitables apetitos parecidos del otro lado. Pasar por alto este hecho innegable ha llevado a Netanyahu, a contrapelo de distintos jefes de inteligencia y militares hebreos, a sobredimensionar a Irán como un peligro existencial para Israel y declarar inexistentes los cambios habidos allí desde la elección de Hassan Rohani en los comicios de junio de 2013.

Opuesto a la idea egipcia, Netanyahu ha descrito a Rohani como sonriente “lobo vestido de cordero”, y medios hebreos han tratado fútilmente de instalar su participación en el cónclave de 1993 en el que el entonces presidente iraní habría aprobado el horroroso ataque del año siguiente a la sede de la AMIA. Si bien Rohani era a la sazón secretario del CNS, cabe recordar que el fiscal especial del caso AMIA, Alberto Nisman –muerto en circunstancias aún no aclaradas–, desmintió ese involucramiento.

Tal desmentido de quien difícilmente haya sido un fan encubierto de la República Islámica no significa ignorar que Rohani es de los líderes iraníes que tuvo trato con Israel cuando buscaba armas para defender a su país de la guerra desatada en 1980 por el Irak de Saddam Hussein. En los primeros años de los ocho que duró la guerra, Irán adquirió en Israel material bélico valuado en 500 millones de dólares, sin que esas transacciones cesasen luego de conocida una ramificación latinoamericana de las mismas: el asunto Irán-Contra, en el que parte del lucro de tales ventas era facilitado al entonces presidente estadounidense Ronald Reagan para financiar la desestabilización del gobierno sandinista en Nicaragua.

Paradojalmente, en contraste con la alegada amenaza existencial iraní para Israel, la línea del lobby proisraelí de ese entonces instaba a Washington a ignorar los llamados de Teherán favorables a la destrucción del Estado hebreo. Desde fines de 2014 esa realidad imborrable convive con la inauguración de un monumento a los judíos iraníes caídos en la guerra con Irak, levantado en el cementerio judío de Teherán con fondos oficiales provistos por una ONG iraní que se ocupa de asistir a las víctimas de esa conflagración.

Sin ser este un hecho aislado, la gestualidad iraní vis-à-vis Israel y sus apoyos viene mutando desde hace algún tiempo, acaso dando a entender la posible recreación a futuro, por cierto no de inmediato, del vínculo con Israel. Tales gestos incluyen, por caso, el saludo de Rohani iniciado en septiembre de 2013 a “todos los judíos” en ocasión del año nuevo hebreo. Dirigido a esa comunidad de su país –con 25.000 miembros, la más numerosa de la región después de la israelí, si bien hay quien estima que estos no suman ya más de 9.000 (lo que no los ha privado de su representante en el Majlis, la Legislatura iraní)–, los judíos israelíes también estaban alcanzados por esa salutación.

Asimismo, el jefe de la diplomacia iraní, Mohammad Yavad Zarif, le aclaró a la hija de una veterana política estadounidense que Mahmud Ahmadineyad –descollante en materia de declaraciones incendiarias a propósito del genocidio nazi de los judíos, reconocidas en Irán como adversas a sus intereses desde antes de los comicios de 2013–, no ocupaba más la primera magistratura iraní. A su turno, Rohani sostuvo que “el crimen contra los judíos cometido por los nazis es reprensible”, y Zarif remató a renglón seguido que ese genocidio era “una tragedia cruel que no debe volver a ocurrir”.

Otro funcionario iraní, Ali Yunesi, asesor presidencial para minorías étnicas y religiosas, visitó en 2014 la sinagoga de Shiraz, gesto antecedido por una visita del presidente Mohammad Jatami, predecesor reformista de Ahmadineyad, al principal de los once templos judíos de Teherán. Una vez más desde el inicio de la gestión presidencial de Rohani, la visita de Yunesi se vio precedida por su aprobación de un aporte oficial para el único hospital judío ahí, algo que ya había hecho Jatami al condonar la deuda del Hospital Sapir con un ente oficial iraní. En Shiraz, Yunesi aludió a la convivencia judío-persa, tal como ya lo había hecho Jatami en Teherán. Y fue más allá al cruzar más de una línea roja, pese a cuidarse de diferenciar, al igual que Jatami antes que él, al judaísmo del sionismo.

Ello ilustra la creciente divisoria de aguas entre Rohani y los duros del Cuerpo de Guardias Revolucionarios Islámicos, del Poder Judicial y de la Legislatura iraníes. La ira de estos por las declaraciones de Yunesi llevó incluso al infructuoso pedido de su dimisión. Es que Yunesi también había hablado, por caso, de la validez del relato bíblico sobre un líder persa del siglo VI antes de la era común –Ciro el Grande– poniéndole fin al exilio babilónico de los hebreos y permitiéndoles retornar a Jerusalén y reconstruir su templo. Y en 2015, Irán aprobó el visado para un periodista de la más notable publicación judía de Estados Unidos, el periódico proisraelí Forward, en tanto que una académica israelí fue invitada a integrar el consejo editorial de una nueva publicación con base en Teherán.

Pese al mensaje y credenciales de Yunesi como ex jefe de inteligencia de Jatami, su visita a la sinagoga, al igual que aquella de Jatami, fue ignorada por los principales medios israelíes. Sólo halló eco, minúsculo, en un boletín sensacionalista jerosolimitano. Este subrayó una interpretación nacionalista de los dichos de Yunesi: su validación del nexo judío con un hogar en Judea, léase Palestina, palabras cooptadas en agosto pasado por un expresidente hebreo, Shimon Peres, en su identificación israelocéntrica del mismo Ciro como “el primer sionista”, durante la visita a Jerusalén de la hija de un ayatola iraní.

Se trata de una lectura posible de lo que, legítimamente, es asimismo legible como intimación de que, llegado el momento, los pragmáticos de la conducción de la República Islámica, en especial si hay una relación más distendida con el resto del mundo, sabrán convivir con Israel en una región revuelta por yihadistas sunitas. Convivencia pacífica que había sido la norma cuando el panarabismo era el factor preocupante para ambos, impulsando una colaboración israelí con el sha en varias áreas, principalmente la de seguridad.

En posible ruta a la recreación de ese vínculo, un escenario fantástico hoy, el ayatola Alí Jamenei, líder supremo iraní, hizo un aporte significativo antes del triunfo electoral de Rohani: anunció que Irán no habrá de ser un impedimento para una solución pacífica de la cuestión palestina, aceptando en todo caso lo que resulte aceptable para los palestinos. Fórmula voceada desde la presidencia de Hashemi Rafsanjani –el sospechoso de haber aprobado el ataque a la AMIA, si bien ello jamás quedó fehacientemente comprobado, y en su caso, al igual que en el de otros dos buscados por la Justicia argentina, Interpol rechazó las alertas rojas requeridas–, la importancia de la misma radica en su adopción por el líder supremo, autor, como todo político, de una variedad de pronunciamientos.

De no poder barrerse esto debajo de la alfombra, Netanyahu y su entorno lo ningunean, presentándolo como inconfundibles intentos iraníes de seducir a los soportes de Israel en Estados Unidos. Exégesis plausible, se trata de una que de todas formas estaría lejos de ser la única. Previo al acuerdo nuclear no escaseaban publicistas hebreos que también ofrecían presagios alarmistas de Irán buscando “la hegemonía en Oriente Medio,” y también “en el patio trasero de Estados Unidos”, por lo que estaba dispuesto a entregar el arma atómica, de obtenerla, a subrogados y “organizaciones latinoamericanas”.

Del lado persa no han faltado analistas más realistas que ya en 2013, a poco del triunfo de Rohani, habían vislumbrado un acuerdo nuclear como habilitador, tarde o temprano, de una baja de tensiones con Israel también. Se trata de una posible contracara de la por ahora desoída recomendación de diálogo Israel-Irán. En 2012, Efraim Halevy, ex jefe de inteligencia hebrea (Mossad), puso sobre el tapete que quienes equiparan el negociar con enemigos con conferirles legitimidad reflejan mejor que nada el desinterés israelí en tal negociación ya que eludirla, en todo caso, distaba de deslegitimar al enemigo.

Según un estudioso iraní, tales antecedentes se prestan a una recomendación: “No hay razón para creer que las amenazas y desafíos que cada uno de ambos Estados representa para el otro no puedan manejarse”. Ello coincide con la mayor moderación iraní respecto de Israel recientemente detectada por el canciller británico, entre otros. Aunque no deletreado por ese estudioso, Irán e Israel, al igual que Turquía –potencias regionales no árabes–, siguen compartiendo algunos intereses a partir de ese factor identitario.

Por ahora, empero, nada permite reportar un alejamiento israelí de la vetusta idea de provocar un bombardeo estadounidense a la República Islámica o, si ello es irrealizable hoy, un cambio de régimen allí. En las memorias de un ex secretario de Defensa de Obama consta que su par israelí de entonces, el laborista Ehud Barak, planteaba “ayudar a que este terremoto (de la primavera árabe) llegue a Teherán” también. Tal noción cuenta con anuentes entre soportes y opositores de la actual coalición gobernante israelí.

Alternativamente existe una posición minoritaria al interior del establishment israelí, donde la preferencia mayoritaria es por los árabes sunitas liderados por Riyadh. Ello se ha traducido en un diálogo israelo-saudí, mayormente a hurtadillas, y en la reportada luz verde de Emiratos Árabes Unidos para una oficina diplomática hebrea en Abu Dhabi, solo que acreditada ante un organismo internacional. Ni uno ni otro país árabe podrían explicarle a su público estas actitudes de cara a un Netanyahu que dice estar a favor de una solución biestatal del conflicto palestino-israelí pero obra buscando la aceptación del vínculo existente entre ocupante y ocupado, como si las tierras palestinas tomadas en 1967, Gaza excluida, debieran ser parte de un gran Israel, desde el Mediterráneo al Jordán. Frente a esto, la postura minoritaria sostiene que “basado en Irán, e incluyendo a Damasco y Beirut, hace tiempo que el eje chiita no constituye” un problema, “sino la solución” para ciertas crisis ya mencionadas. Resta ver si esta logra imponerse y, antes de ello, cuáles son las implicancias de lo afirmado por un ex titular del Consejo Nacional de Seguridad israelí, Yaacov Amidror, sobre la presencia de aviones militares iraníes en Siria no constituyendo a priori un casus belli, “siempre que no interfieran con nosotros”.

Guste o no, Israel y el reino saudí tendrán que acomodarse a un ascendiente iraní en la región, o bien aceptar el primero la propuesta egipcia. A su turno, Teherán tendrá vedada por hasta 25 años la producción de armas nucleares, si es que alberga la esperanza de dotarse de estas, tal como la Agencia Internacional de Energía Atómica ha verificado que no ha sido el caso desde 2003, y más íntegramente desde 2009.

Autorxs


Ignacio Klich:

Historiador y autor, entre otros, de la compilación del volumen Irán. Los retos de la República Islámica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2011.