La cuestión social y la cuestión de la pobreza

La cuestión social y la cuestión de la pobreza

Una parte importante de la población del país se mantiene por debajo de los estándares aceptables de vida. Mejorar las regulaciones, condiciones y seguridades vinculadas al empleo es la clave para incorporar al conjunto de la fuerza laboral y lograr la satisfacción de sus necesidades básicas.

| Por Estela Grassi |

La pobreza, la dimensión de la pobreza y el impacto de las políticas en la pobreza han devenido tópicos de los debates políticos y económicos que se mantienen vigentes, aunque no inalterados, desde los años ’90 al día de hoy. Efectivamente, las condiciones de vida de una parte muy importante de la población del país (y de la región) se mantienen debajo de estándares aceptables, tanto si se tienen en cuenta las posibilidades potenciales del desarrollo económico y tecnológico para la satisfacción de necesidades alimentarias, de salud, de vivienda, etc., como si se atiende a las capacidades en materia de producción de alimentos y amplitud de su territorio.

¿Qué razones sustantivas pueden justificar hoy día estas desigualdades? Justificación, ninguna, pero la explicación del fenómeno se torna difícil, máxime en un país que tuvo el más largo período de crecimiento de su producto bruto, a tasas elevadas, en un contexto político de ampliación de demandas y de manifestación de reivindicaciones, bajo un gobierno que se expresa comprometido y alienta y brinda recursos discursivos a la lucha social contra esas condiciones.

Precisamente es en el entramado de la multiplicidad de aspectos que tejen las relaciones en la sociedad donde es necesario bucear para comprender el “fenómeno de la pobreza”, que a esta altura ya no puede verse como la sola persistencia de una anomalía de arrastre, sino como un rasgo que estructura a la sociedad y requiere, por lo tanto, acciones de esa profundidad. En lo más inmediato de su composición, están los ingresos de los hogares, el trabajo y las protecciones. Pero estos factores se enlazan, a su vez, con prácticas institucionales y modos de vida que se configuraron a lo largo de décadas de erosión de los vectores que habían cohesionado (no igualado, sino identificado como siendo parte de la nación) a los distintos grupos de las clases populares. Someramente, vemos a continuación algunos de estos aspectos.

La cuestión de la pobreza: el estado de la pobreza en debate

Aunque algunos intentos de discutir las mediciones de la pobreza se habían dado con anterioridad, desde 2006, cuando se intervino sin discusión y sin medir las consecuencias la metodología para relevar la evolución de los precios, los datos brindados por el INDEC perdieron credibilidad, y la diversidad de índices producidos por instituciones más o menos oficialistas o más o menos opositoras son francamente diversos e incomparables en muchos casos. No obstante, parece haber un acuerdo en el “alrededor del 21%” de la población en condiciones de pobreza, lo que de por sí constituye un indicador de una situación que exige el máximo esfuerzo para hallar alternativas de políticas que permitan quebrar lo que parece una situación inercial y estabilizada. Obviamente, saber cuántas son las personas y los hogares que viven bajo la línea de pobreza es una herramienta indispensable de análisis y de políticas. Conocer fehacientemente cuál es el indicador de esa línea (el mínimo de ingresos indispensable para no ser pobre) es parte del problema de la pobreza, amén de que hay otro tipo de datos cualitativos que contribuyen a comprender la profundidad del mismo. Pero además, un efecto indirecto grave de esta transgresión institucional es que la diversidad de mediciones da lugar a la banalización del debate político y especializado sobre el tema, al centrarlo en el valor del índice antes que en la cuestión social misma. Con esas limitaciones, a continuación tratamos de centrar ahí el problema.

La cuestión de la pobreza: una gran transformación

En lo que va del ciclo político iniciado en 2003, conducido por los sucesivos gobiernos de N. Kirchner y C. Fernández –los cuales, al igual que otros gobiernos de la región, rompieron con las directivas del Consenso de Washington–, los indicadores sociales cambiaron drásticamente respecto del estado de la crisis de 2000-2001 y de su evolución durante la década de los ’90, a pesar de las controversias si se mira el largo plazo. Es que el amplio ciclo histórico de hegemonía neoliberal dejó una sociedad más profunda y visiblemente desigual, más clasista y más dividida, de la que son expresión limitada los indicadores sociales con los que “medimos la pobreza”.

Aunque es redundante reiterarlo, vale recordar que 2002 fue el año más dramático, aunque también entonces comenzó a vislumbrarse el descenso de las tasas de desempleo. Sin embargo, aún en 2003 –políticas de emergencia mediante, como el Programa Jefes y Jefas de Hogar Desocupados–, la población que subsistía en condiciones de pobreza superaba el 50%. Desde entonces, la economía y el empleo se recuperaron rápidamente, pero la disminución de la pobreza fue más lenta: todavía en el segundo semestre de 2006, 19% de los hogares y 26% de las personas tenían ingresos por debajo de la línea de pobreza, según registraba la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) de entonces. En lo sucesivo, como ya fue señalado, los datos se dispersan, aunque los informes más citados por más confiables son los que elaboran un conjunto de provincias y algunas consultoras privadas, en los que se basa ese porcentaje de 21% de personas viviendo en condiciones de pobreza. Como se observa, la disminución de su incidencia es muy importante y, al mismo tiempo, representa un valor inaceptable.

Ahora bien, más allá de los índices, se hace evidente que un núcleo de paupérrimas condiciones de vida se concentra principalmente en torno de las grandes ciudades, donde los alojamientos muy precarios testimonian una persistente desigualdad. En estas localizaciones desprovistas de los recursos de infraestructura necesarios para vivir e incluso para trabajar (transporte, etc.) se concentra la población con los más bajos ingresos, que se ocupa intermitentemente, está más expuesta a la inseguridad de todo tipo, tiene más dificultades para acceder a los servicios de salud, educación y demás servicios públicos.

En conjunto, ese es el núcleo de condiciones que parece inmune a las mejoras ocurridas en el ámbito del trabajo y a los mecanismos de redistribución por las políticas sociales que, por cierto, mejoraron la capacidad de consumo de gran parte de las clases trabajadoras. Mejoras que tanto espantan al otro aglomerado que se benefició con la dinamización y el crecimiento económico de este ciclo, entre otras cosas porque la presencia de nuevos usuarios del espacio urbano (del transporte, las calles, las plazas, etc.) se advierte (y “complica”) la dinámica de la ciudad.

En síntesis, la consumación del neoliberalismo fue una sociedad caracterizada por el deterioro de la convivencia democrática, que se advierte en la calidad de la vida urbana: en esa distribución desigual en cantidad y calidad de los bienes y servicios públicos, como en lo que se resume y reclama como “problemas de seguridad”, es donde debe incluirse tanto la violencia urbana como también (y quizá más alarmante) el miedo desmedido y la desconfianza prejuiciosa a los pobres, a los jóvenes y a los inmigrantes. Los reductos de pobreza extrema deben compararse con los reductos de riqueza extrema, todo lo cual configura esa estructura social que no logra alterarse sustantivamente con las políticas laborales y de ingresos y, aun, de ampliación de las asignaciones de la seguridad social.

La cuestión de la pobreza y la cuestión social: condiciones en el mundo del trabajo

¿Corresponde quedarse en un enfoque de la pobreza como cuestión social ajena a las condiciones del mundo del trabajo? Desde ya, esa fue la estrategia o –para evitar cualquier supuesto de racionalismo político extremo– ese fue el modo de pensar y proceder políticamente del neoliberalismo: se constituía a la pobreza en la “nueva cuestión social” mientras se desprotegía el trabajo y se desprotegía también a las personas en general sin advertir que eso alimentaba lo que luego se quería combatir. La pobreza devenía en un fenómeno cuasi natural (en una catástrofe más allá de toda voluntad), a cuyos “afectados” (los pobres) las instituciones políticas y de buena voluntad debían o podían socorrer.

Pero la cuestión social no debe entenderse como la sola existencia más o menos indeterminada de pobreza, o de indigencia o de “exclusión”, sino que comprende el conjunto de circunstancias y problemáticas que se derivan del modo como se realiza (se organiza, se dispone, se aplica, se usa) el trabajo humano en general (o las capacidades de las personas para producir bienes o servicios) y, por lo tanto, de la valoración que una sociedad otorga a la persona. La vida de cada uno depende mayormente de qué capacidades se dispone y de cómo hacerlas rendir en un ámbito cuyas condiciones no se dominan: el mercado de trabajo (o el mercado en general, cuando la producción es autónoma). En consecuencia, vivir del trabajo y no morir por él, y tener ingresos razonables para alimentarnos, educarnos, abrigarnos, curarnos si nos enfermamos y tener protección cuando estemos viejos o inhabilitados para trabajar, más aún, ser reconocidos como personas de valía y no marginales, inútiles o dependientes, entre otros géneros o clasificaciones de las personas que se hicieron corrientes, depende de las regulaciones, condiciones y seguridades políticamente adheridas al empleo. Librados al solo azar de hallar un puesto, todos somos vulnerables y potencialmente pobres: esta es la cuestión.

De modo que hay una trampa en “la pobreza como nueva cuestión social”. No hay novedad ahí, sino en la transformación del mundo del trabajo y del capitalismo en general, ocurrida a lo largo de los últimos 30/40 años y de la que no escapó nuestra región. En el caso de nuestro país dejó, además, otro remanente hasta ahora irreductible de más de un tercio de la población activa desempeñándose en la informalidad. Es decir, trabajando fuera de las regulaciones y sin las protecciones que mal que bien se habían instituido a lo largo del siglo XX, muchas de ellas restituidas por los dos últimos gobiernos.

Precisamente, en el trabajo y en las regulaciones del empleo se han dado los cambios más significativos en este último ciclo, a favor de condiciones de “trabajo decente” (es decir, formal y protegido). Inicialmente, una serie de medidas de política laboral específicamente dirigidas a preservar los puestos incidieron favorablemente en el nivel de empleo. Además, el reinicio del crecimiento económico y la recuperación de industrias y de las economías regionales favorecieron el descenso sostenido de la desocupación, más intensamente hasta 2007. A lo largo de todo el período, el empleo creado ha sido, en mayor proporción, pleno y formal. Así, por ejemplo, en 2010 de cada 10 empleos creados, 8 se registraron según la información oficial, tendencia que indica un sesgo exactamente inverso al de la estrategia de la flexibilización de la década de 1990.

En la misma dirección, el nivel de los salarios se recuperó en general. Por diversos factores (capacidad de negociación sindical, crecimiento económico y un programa basado fuertemente en la expansión del consumo interno) se dio un incremento significativo en términos nominales y también en términos reales, principalmente desde 2008, según demuestran quienes estudian el mercado de trabajo, aunque –señalan también– se advierte una importante dispersión salarial por sectores que hace presumir diferencias de productividad, de rentabilidad, de capacidad de negociación y una demanda diferenciada de calificación de la mano de obra, distante de la oferta.

En el contexto de esta evolución del empleo y el salario, la existencia de esa población viviendo en condiciones de pobreza se comprende en coincidencia con el empleo no registrado y las actividades de subsistencia por las que sobreviven muchos hogares. Ese piso superior al 30% de los asalariados no registrados en la seguridad social y que, por lo tanto, no gozan de sus protecciones, constituye aún, como reconocen con buen criterio las autoridades laborales, un problema de proporciones para la política laboral. En algunos sectores la informalidad es el modo característico de ocupación y periódicamente se relevan situaciones de extrema explotación. La confección es uno de ellos, donde suelen hallarse talleres clandestinos desde los que se provee incluso a marcas reconocidas. Entre los trabajadores rurales la contratación informal es la modalidad de “trabajo normal”. El empleo doméstico es otro sector que alimenta la informalidad laboral y afecta principalmente a mujeres. En algunos casos se han dispuesto cambios normativos importantes, como el Nuevo Estatuto del Peón Rural y, al momento de escribir estas notas, está tratándose en el Congreso un nuevo régimen de contrato de personal doméstico. Su importancia fundamental radica en que la ley permite y obliga a la intervención del Estado, aunque no sea suficiente, en lo inmediato, para modificar prácticas naturalizadas, en las que “todos entran” y donde puede hallarse un núcleo duro del problema.

En el conjunto de la informalidad ocupacional hay changas esporádicas, ocupaciones de subsistencia, desempleo de larga duración, falta de experiencia en la disciplina del trabajo. Coincide, además, con tránsitos cortos o intermitentes por la escolarización. Los trabajadores del sector logran ingresos considerablemente más bajos que los asalariados formales, y la irregularidad es elevada. Entradas y salidas, en fin, que son determinantes de las condiciones de vida.

Estas circunstancias son fuente de inseguridad, la que deviene en un componente de la organización de la vida de quienes transitan largamente –aun por generaciones– por esas experiencias. Es decir que, más allá del empleo no registrado, donde pueden hallarse situaciones de permanencia y estabilidad relativas, las condiciones de pobreza son las propias de ese mundo donde coexiste una economía de subsistencia, la asistencia social privada y pública y, también, redes de delincuencia, que en conjunto permiten vivir a quienes no tienen lugar ni siquiera en el trabajo informal o encuentran en esas redes mejores ofertas a las necesidades y expectativas socialmente generadas.

La AUH incorporó a las protecciones de la seguridad social a niños/as y adolescentes que pertenecen a hogares de trabajadores de ese sector informal y de subsistencia, con alcances y efectos notables. Igualmente, y principalmente en población urbana de la región metropolitana, se detectan situaciones de menores con derecho a la misma que no están siendo incorporados por razones que tienen que ver con dificultades de los adultos para cumplimentar los requisitos básicos de documentación, o por información distorsionada, entre otras cuestiones, que estarían dando cuenta de condiciones de existencia extremadamente desposeídas en algunos entornos.

La cuestión social y las cuestiones político-culturales

Esto adelanta otro aspecto de la cuestión social y la pobreza, que se refiere a los procesos de conformación de los lazos de pertenencia y de reconocimiento mutuo. Lo que llamamos una sociedad (una nación) es, desde el vamos, una comunidad política, en la que la calidad de la participación de los diferentes grupos (y clases sociales) se manifiesta en sus instituciones, y en la cual, reconocimiento mutuo es la expresión subjetiva de esos lazos. Dicho de otro modo, una sociedad no es sólo un mercado (y tampoco el mercado se trata de meros intercambios económicos, menos aún, el mercado de trabajo). Una sociedad presupone, principalmente, lazos creados y recreados en procesos de significación e instituidos políticamente (hechos “Estado”).

La escuela y el trabajo habían sido los recursos sobre los que se montó parte principal de esos lazos: la “argentinidad” y la pertenencia política y de clase, respectivamente. Ambos “obligaron” (a escolarizar a los hijos y a trabajar; y al Estado, a proveer educación y asegurar el trabajo) y devinieron derechos, simultáneamente (a educarse, y a trabajar). Las largas décadas de asistencialización focalizada contribuyeron, como era de esperar, a resquebrajar tanto esos modos de pertenencia como el mutuo reconocimiento.

Las políticas sociales y laborales (y sus instituciones) conformaron una parte fundamental de las condiciones de pertenencia, tanto por hacer más o menos previsible la vida de trabajo como porque por ellas se diferenció al sujeto de los derechos; es decir, a quienes son trabajadores, de aquellos inhábiles para el trabajo. Para algunos grupos, la reiterada experiencia de vivir sin ser alcanzados por esas instituciones, o ser incorporados como inhábiles, produjo el despojo de los recursos (materiales y simbólicos) que son condiciones para manejarse en el funcionamiento de las instituciones, disponer de los derechos que formalmente se instauran, etc. Eso puede explicar, en parte, esos obstáculos que obstruyen para algunos el acceso a la AUH antes indicado. Disponer de los derechos no significa solamente acceder a un servicio, a una asignación, etc., sino que se trata también del sentido que estos adquieren, parte del cual se reproduce en la interacción cotidiana en las instituciones encargadas de su prestación y por sus agentes. El ejemplo de esta asignación de la seguridad social viene a cuento nuevamente cuando es vivida por los destinatarios como otro “plan social” más, como cuando es presentada como el “subsidio” en el lenguaje de los agentes del Estado (que se hace lenguaje estatal). Pero no es el único ejemplo: la vida en las instituciones de servicios está plagada de situaciones en las que los derechos se desvirtúan como favores, o por el maltrato y la desconsideración, la calidad desigual, la burocratización innecesaria, por citar algunas de las tantas situaciones que expresan y reproducen la desigualdad (y las condiciones de pobreza).

Otro nivel fundamental de este aspecto de la cuestión social y la pobreza tiene que ver con que aquella erosión del sentido y los modos de pertenencia reactivó la ideología que alimenta los embates de deslegitimación a los que son sometidas las políticas de ampliación de derechos sociales. Embates que comprenden la crítica ideológica al sujeto de los derechos y prestaciones (jubilados con aportes incompletos y trabajadores informales que reciben la AUH, principalmente) puesta de manifiesto en los procesos y acontecimientos político-culturales e instalada en una parte importante del sentido común de la sociedad.

Conclusión

En síntesis, si la pobreza es vista como asunto en sí misma, solapa el hecho de su determinación por el trabajo (por las condiciones en el mundo del trabajo). El aumento de la ocupación, de los empleos protegidos (que incluyen seguridad social) y de las remuneraciones tuvo efectos positivos en la reducción de los niveles de pobreza por ingreso que se habían producido con la crisis de fin de siglo.

Al mismo tiempo, la persistencia de un piso invulnerable de informalidad laboral y de actividades de subsistencia pone de manifiesto las limitaciones del mercado de trabajo en el capitalismo contemporáneo (con estas particularidades en nuestra región) para incorporar al conjunto de la fuerza laboral en condiciones que permitan la satisfacción de las necesidades. Son esas condiciones del capitalismo contemporáneo las que determinan la estructura de desigualdad actual. La persistencia de la informalidad laboral no sólo constituye un importante desafío de la política específica (regulaciones, etc.), sino a la política social entendida en general como intervención en la reproducción de la vida. Es decir, a la intervención política para asegurar las condiciones y protecciones necesarias, con independencia de la relación con el mercado.

La política social en esa dirección encuentra desafíos que son (valga la redundancia) político-culturales: en los modos de vida que se configuraron en la larga experiencia con los planes sociales que discriminaron un “sujeto pobre”, inhábil para el trabajo, diferente al trabajador con derechos; en las interpretaciones y sentidos que adquieren las prestaciones de los servicios y la seguridad social en la práctica y la interacción cotidiana, y en la crítica ideológica y la desvalorización y discriminación de tales prestaciones cuando se instituyen con pretensión de universalidad. Es decir, en los procesos culturales donde se enraízan las representaciones de persona, congéneres, compatriotas, como iguales; o de “otros” diferentes, peligrosos, inútiles, ajenos. La discriminación, el temor y el prejuicio revierten como rasgos de la pobreza, pero también son condiciones de empobrecimiento de la vida social.

Todos esos aspectos conforman la cuestión social, que se re-presenta en el capitalismo contemporáneo.

Autorxs


Estela Grassi:

Doctora de la Universidad de Buenos Aires, Área Antropología Social. Antropóloga; Licenciada en Trabajo Social. Profesora Titular Regular en la Fac. de Ciencias Sociales, UBA. Coordinadora del Grupo de Estudio sobre Políticas Sociales y Condiciones de Trabajo del Instituto de Investigaciones Gino Germani, FCS-UBA.