La creación de la Policía Metropolitana: trazos de una nueva gubernamentalidad en la ciudad de Buenos Aires
Desde la autonomización de la ciudad de Buenos Aires, reiteradamente se han alzado voces que reclamaban la posibilidad para la ciudad de tener una “policía propia”, lo que permite la construcción de un gobierno local fuerte, con las herramientas para afrontar el problema de la (in)seguridad.
I.
Desde la autonomización de la ciudad de Buenos Aires, que comienza a establecerse con la reforma de la Constitución nacional en 1994 y se afianza con la sanción de la Constitución de la Ciudad en 1996, reiteradamente se han alzado voces que, en defensa del pleno ejercicio de esta autonomía, reclamaban la posibilidad para la ciudad de tener una “policía propia”. A partir del 25 de febrero de 2010 esa policía propia es ya algo realizado, una presencia efectiva cuya emergencia queremos analizar: la Policía Metropolitana (PM).
Basándonos en las conceptualizaciones planteadas por Michel Foucault proponemos que la creación de la Policía Metropolitana constituye una pieza clave de una nueva gubernamentalidad en la ciudad de Buenos Aires. Cuando Foucault habla de gobierno y gubernamentalidad se refiere a un particular aspecto de las relaciones de poder, y es el hecho de que constituyen formas de influir en las conductas de los otros. Ejercer ciertas formas de poder es gobernar en la medida en que implica conducir conductas. Las diferentes formas de conducción de las conductas, es decir, los distintos modos del gobierno, suponen distintas lógicas, distintos principios ordenadores, una cierta racionalidad que les es particular (racionalidades políticas). Y la reflexión sobre ellos, la reflexión sobre los modos de ejercicio de poder en tanto conducción de las conductas, forma parte de los modos de su ejercicio. Vale decir: el modo en que se piensa el gobierno (la manera en que se lo conceptualiza, explica y legitima) es un aspecto constitutivo de su ejercicio. Y esto es lo que viene a marcar la noción de gubernamentalidad. Todo ejercicio de poder está atravesado y constituido por una forma de pensarlo.
Ahora bien, como hemos mencionado ya, planteamos que la creación de la Policía Metropolitana se ensambla con una nueva gubernamentalidad que, agregamos hora, va definiéndose a partir del proceso que se abre con la autonomización de la ciudad entre los años 1994 y 1998. Pero aclaramos en seguida: no queremos decir que indefectiblemente el camino abierto por la autonomización debiera conducir por estos senderos, determinando a la ciudad como su sino inextricable. Simplemente que las formas históricas y singulares en que se fue construyendo la autonomía (que pudieron ser otras y que no son definitivas) fueron produciendo como efecto de una particular forma de articulación de las relaciones de gobierno y control. Surge entonces una nueva forma de problematizar el gobierno que conlleva como uno de sus elementos más significativos una reconfiguración de la relación entre el gobierno de la ciudad y el ejercicio de la función policial. Para analizar esta novedad, nos apoyaremos en la contraposición con la que llamamos la “vieja gubernamentalidad”, aquella que, proponemos, va perdiendo actualidad.
II.
Para caracterizar muy someramente la “vieja gubernamentalidad” nos vamos a remitir al momento de la federalización de Buenos Aires, con el objetivo de describir la forma que asume el gobierno de la ciudad que por entonces se cristaliza. Se trata de una forma de gobierno que se ejerce a partir de mecanismos de centralización. El gobierno debe ser gobierno central o no será gobierno, sino pulverización del poder y anomia. En la Capital, lo policial y lo municipal pueden identificarse como dos mecanismos de este poder que se articulan y refuerzan.
Lo municipal se articula a partir de la noción de delegación y del desglose entre administración y gobierno. La función de gobierno se identifica con el gobierno central, y la instancia municipal se define como meramente administrativa. Lo municipal es administración de un presupuesto y la facultad de contraer deuda pública, que se canaliza en la construcción de la ciudad, su “modernización”, que muchas veces funciona como mecanismo de satisfacción/contención de las elites locales y sus aspiraciones modernistas.
Lo policial es primordialmente una intervención represiva, elemento fundamental del gobierno sobre “un pueblo habituado a alzarse en armas contra los poderes públicos por un simple pretexto de política”. La intervención policial está orientada al control de los sectores populares, y esto se traduce en la manera en que se define su objeto (la vagancia, la inmigración) y los problemas que debe gestionar, esto es, “la mala vida” que es causa de criminalidad, la protesta y el desorden “sedicioso” de la clase trabajadora. No se confunda, sin embargo, el carácter represivo con una función puramente negativa de gobierno. Por el contrario, el gobierno se define por entero en relación al problema de la multitud en la Argentina “aluvional” y lo policial se delimita en relación a ello. Su principal objetivo es la regulación de la “mala vida” o “los bajos fondos”, la intervención policial se entreteje con las prácticas higienistas de esos tiempos.
Desde la federalización, los asuntos relativos al gobierno de la ciudad van a poner en juego la relación de tres instancias: el Poder Ejecutivo Nacional (PEN), encarnado en la figura del presidente de la República; la Intendencia, a cargo de la administración municipal, y el Jefe de Policía. En y por este juego de relaciones entre PEN e Intendencia, y por la mediación de la Policía en tanto independiente del poder municipal e instrumento del gobierno nacional, es que va a reforzarse la subordinación de la ciudad a la Nación. Así, en 1889 entra en vigencia el Código de Procedimientos en lo Criminal para la Capital y Territorios Nacionales, por el que se adjudica al Jefe de Policía la condición de Juez de Faltas o Contravencionales, con facultad de imponer penas de hasta 30 días de arresto o hasta 100 pesos de multa y se le atribuye la facultad de dictar los Edictos de Policía. Esta medida regulariza lo que venía siendo una situación de hecho: son las autoridades policiales las que deciden sobre los asuntos policiales, y no las autoridades municipales representadas en la Intendencia. A partir de esta medida, queda consolidada la relativa independencia de la policía respecto de las autoridades locales.
Sobre este punto, Beatriz Ruibal reconstruye el discurso policial a partir de las Memorias policiales, en relación a estas tensiones con el municipio. La Policía reivindica su preeminencia sobre el municipio recurriendo al principio de indivisibilidad de la autoridad, por un lado, y al primado de la autoridad policial, por el otro, en tanto procede directamente del poder público nacional, mientras que, según la pretensión policial, el municipio sólo es producto de un “desdoblamiento del poder del Estado con fines utilitarios y mientras no choque con otras ramas del poder central”. El discurso policial retoma esa distinción entre gobierno y administración, para instalarse como gobierno, por efecto delegado y directo respecto del poder central.
Así, la negación de la autonomía de la ciudad en favor de la soberanía nacional sobre el territorio federalizado va a quedar plasmada –al menos esta es una manera posible de comprenderla– en la separación de lo policial del ámbito pertinente a la administración municipal. Es que a partir de la federalización de Buenos Aires, la Policía se despliega como tecnología de gobierno prácticamente independiente del poder municipal e instrumento del gobierno nacional, por medio de la cual se refuerza la subordinación de la ciudad a la Nación. Un ejemplo de esta restricción de las prerrogativas del gobierno municipal lo constituye la vigencia, hasta 1956, del Código de Procedimientos en lo Criminal para la Capital y Territorios Nacionales, que establece la facultad del jefe de policía de dictar los Edictos de Policía, es decir, de establecer la norma de su propia actuación. A partir de entonces, si bien el jefe de policía no puede dictar nuevos edictos, no obstante, los edictos policiales dictados hasta ese momento siguen siendo ley, y la Policía conserva la capacidad de juzgar conductas a partir de esas normas de origen policial.
III.
Esa “vieja gubernamentalidad” que acabamos de esbozar comienza a mutar hacia fines de siglo XX. La profunda crisis económica y social que durante la década de 1990 va derivando en la progresiva articulación de la protesta y movilización popular es el rasgo fundamental de ese período de la historia argentina.
Y su contraparte: las estrategias de represión de la movilización popular, que tienen saldos de muertos que se cuentan por decenas. La Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) contabiliza, entre 1995 y 2002, 49 muertes producidas por las fuerzas de seguridad en ocasión de represión de protesta social en nuestro país. Los trabajos del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) ofrecen una densa descripción cualitativa que permite reconstruir el carácter sistemático de la represión de la protesta social. La intervención de estos organismos contribuye fuertemente a la visibilización de estos hechos represivos y a la articulación de una reacción de impugnación de los mismos orientada a cuestionar el accionar de las fuerzas policiales en tiempos de democracia.
Ahora bien, es precisamente en el momento en que comenzaba a fortalecerse una impugnación social de este accionar represivo de las fuerzas policiales cuando emerge un nuevo problema en la escena pública: la (in)seguridad. Más que un problema es una matriz de problematización de la realidad social, que reordena las consideraciones en torno al rol de las fuerzas de seguridad, y de las intervenciones gubernamentales en general, proveyendo un nuevo discurso legitimante respecto del accionar policial represivo.
La nueva forma de gubernamentalidad se va a montar en una redefinición paulatina del problema del Orden. Ya no se tratará tanto del orden público, o de la “seguridad del Estado”, como de la seguridad de los ciudadanos, los habitantes, los vecinos o la gente. Y esta no es una función exclusiva ni específica del gobierno central. Ahora, a la seguridad “la hacemos entre todos”. Esta frase –que fue slogan de campaña electoral de De Narváez en la provincia de Buenos Aires y es el lema de la policía de esa provincia desde el comienzo de la gestión de Scioli en la gobernación– es una afirmación que circula con valor de verdad y que marca el cambio de época. La inseguridad es un estado de la comunidad, del barrio, de la ciudad, de sus habitantes, sus ciudadanos y, sobre todo, sus vecinos. Lo que la delincuencia pone en riesgo, fractura o falta, es la seguridad como elemento de completud o realización de esa comunidad. Y en razón de la conjuración de ese estado indeseable de indefensión comienza a reconocerse una importancia estratégica a los gobiernos locales.
El problema de la seguridad se erige en uno de los ejes argumentales de la autonomización de la ciudad. Esto se advierte ya en los debates suscitados por la reforma constitucional de 1994. En estos discursos se esgrime que el nuevo y acuciante problema de la criminalidad urbana y la necesidad de dar respuestas a los temores de los vecinos a ser víctimas de delitos contra la propiedad y las personas son problemas fundamentalmente para las instancias locales de gobierno, más próximas a la gente. De allí la necesidad de dotarlas de mayores instrumentos de gobierno, y esto se recodifica en términos de autonomía.
El signo del siglo pasado: lo policial que se despliega fundamentalmente como función represiva respecto de los sectores populares, por delegación directa del gobierno central. Los Edictos Policiales constituyen una de las palancas fundamentales que ponen en funcionamiento los mecanismos de control, vigilancia y represión, de la población que se define como objeto en razón de un problema del orden que se plantea en términos de un “enemigo interno”, “subversivo”, que amenaza la estabilidad de los poderes establecidos. El cambio que empieza a tener lugar hacia fines de siglo XX, sobre todo en la última década, está en estrecha vinculación con lo que podemos llamar la emergencia del gobierno local, es decir la definición de lo local como instancia pertinente de gobierno, y no ya mera administración.
Comienza a definirse un escenario en el que lo que desaparece no es la represión, sino la necesidad imperiosa de mantener un “gobierno central fuerte” como pilar fundamental del accionar represivo. El problema del gobierno se reconduce a la escena local. Lo que implica un énfasis en el replanteo de la seguridad como un problema local. El “mapa del delito” es la metáfora perfecta de esta diferenciación del territorio en razón de las particularidades securitarias que se pueden identificar en cada sector.
Esta fragmentación tiene su correlato en la revalorización de lo local: diagnósticos locales, el saber de los vecinos, las organizaciones que están en el barrio. Un gobierno eficiente es aquel que logra movilizar con máxima ganancia los recursos disponibles, esto requiere un conocimiento de la especificidad de la situación que sólo puede darse en la proximidad. Todo esto es lo que articula la emergencia del gobierno local. Y, precisamente, la autonomización de la ciudad debe ser comprendida en esta trama.
La construcción de la autonomía, su ampliación o refuerzo, coincidirá con un proceso que tiende a redefinir la relación entre policía y gobierno municipal, de la mano de la reproblematización de la seguridad como problema de gobierno central, horadando los pilares que habían constituido una discontinuidad entre ambos. Por ello, un hito en relación a la rearticulación entre gobierno municipal y la función policial lo constituye la sanción del Código de Convivencia de la Ciudad de Buenos Aires, aprobado por la Legislatura de la Ciudad en 1998. La sanción de este código va a significar el fin de los Edictos Policiales y, por ello mismo, el comienzo de una nueva relación entre la policía y el gobierno local. Podemos decir sin miedo a equivocarnos que la puesta en ejercicio de este código constituye el primer quiebre de esa disociación policía-municipio.
IV.
La autonomía de la ciudad se inscribe en el registro de una nueva gubernamentalidad, signada por la emergencia del gobierno local. La describimos por contraposición a una vieja gubernamentalidad que tenía por objeto la producción de “un gobierno central fuerte”, en la que el gobierno era pensado como siempre amenazado por la posibilidad de la anarquía, un orden que se realiza en la producción de esa oposición: gobierno central fuerte o anarquía. En la ciudad, esa gubernamentalidad había implicado un desdoblamiento o desacople entre lo municipal –como prerrogativa de administración de y para las elites locales–, y lo policial –como control sobre los sectores populares–.
Por contraste, decíamos, una nueva gubernamentalidad pone en crisis estos términos. Se cuestiona la despolitización de lo municipal, y también la ruptura entre lo policial y lo municipal. La emergencia del gobierno local no es otra cosa que el reacomodamiento de estas cuestiones y, en consecuencia, una revinculación entre lo municipal y lo policial. Entre los mecanismos que motorizan esta reconfiguración destacamos aquellos relativos a la construcción de la seguridad como problema de gobierno.
El análisis del proceso de reforma de la llamada Ley Cafiero, que impedía a la ciudad contar con una “policía propia”, nos permitió precisar en qué sentido la emergencia del gobierno local entraña una nueva forma de gubernamentalidad, un nuevo orden interior. No tanto por lo que se discute, sino por lo que transcurre como silencio o como indiscutible: un gobierno autónomo es un gobierno con policía.
La creación de la Policía Metropolitana es posible en el marco de esta transformación. Nuestro trabajo nos permite afirmar que la posibilidad de una “policía propia” indica un cambio en el horizonte de problematización de la cuestión del gobierno. Indica que ha cambiado la línea rectora: el problema no es ya el problema histórico de la conformación del Estado argentino, es decir, la conformación de un Estado central fuerte. Lo que hay que construir es un gobierno local fuerte. Esa fortaleza es la de un gobierno que tenga las herramientas para afrontar lo que se define como (in)seguridad, fundamentalmente el delito callejero, contra la propiedad y las personas, lo que significa ciertamente un grosero recorte respecto de las seguridades legítimamente reclamadas en otros tiempos.
Autorxs
Alina L. Ríos:
Dra. en Ciencias Sociales. Mg. en Investigación en Ciencias Sociales. Investigadora del Programa de Estudios de Control Social (PECOS) del Instituto de Investigaciones Gino Germani. Miembro titular del Comité Académico del Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, UBA.