La agricultura familiar campesina e indígena y la economía popular

La agricultura familiar campesina e indígena y la economía popular

La agricultura industrial actual está guiada por una racionalidad instrumental que busca solamente la maximización de la ganancia a costa de la vida y de la naturaleza. Esto lleva al deterioro ambiental y la degradación de importantes sectores de la población. Una reforma agraria integral y el ejercicio de la soberanía alimentaria para alcanzar la construcción de otra economía es imperante e inexorable.

| Por Tomás Del Compare |

Con la “Revolución verde” se ha ido estableciendo en todo el mundo un modelo de producción de alimentos dependiente de insumos externos (fertilizantes y agroquímicos). El éxito de los cultivos híbridos dependía de la utilización de un paquete tecnológico, cuya comercialización se fue concentrando en algunas empresas transnacionales. Este proceso se intensificó con la aparición en el mercado de las semillas transgénicas, que generaban mayor dependencia de los cultivos a un insumo determinado, por ejemplo, la soja resistente al herbicida glifosato. Este modelo de agricultura se ha difundido por todo el mundo de la mano de estas empresas y los gobiernos de los países que aprobaban en sus legislaciones el uso de estos eventos transgénicos y de agrotóxicos. Los altos rendimientos, cosechas récord y el aumento generalizado de los precios de los granos producto de la especulación financiera, alentaron a realizar cada vez más estos cultivos por los altos márgenes de ganancias que se obtenían. Este último fue el único criterio que guió la decisión de los empresarios del agro a realizar casi exclusivamente este tipo de cultivos.

En la Argentina, la difusión de los cultivos transgénicos comenzó con gran difusión en los noventa y se profundizó hasta hoy produciendo lo que se conoce como el “avance de la frontera agropecuaria”. Este “avance” se produce en zonas llamadas “marginales” donde no se realizaba este tipo de cultivos, desplazando otro tipo de producciones y ecosistemas como los montes y selvas, produciendo así deforestaciones y, sobre todo, el desplazamiento de campesinos que habitan en esas tierras. Se generaron conflictos, desalojos violentos y muertes, como los casos de Cristian Ferreyra y Miguel Galván, militantes del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE-VC). A su vez, esta agricultura industrial se fue acercando a las ciudades tratando de maximizar cada espacio que encontraba provocando graves contaminaciones de la población de esos pueblos y ciudades, teniendo como ejemplo máximo el caso del barrio Ituzaingo en la ciudad de Córdoba.

Este modo de agricultura, o de alguna manera la tecnología que se utiliza para la producción de alimentos, está íntimamente relacionada con la racionalidad económica del sistema capitalista expresada en la lógica de la organización industrial en la producción agropecuaria. El qué producir, cómo producir y para quién producir están guiados por una racionalidad instrumental que busca solamente la maximización de la ganancia a costa de la vida de la humanidad y de la naturaleza. Esta agricultura industrial que se encuentra fuertemente capitalizada, con predominancia de inputs externos, que pretende uniformizar el medio ambiente local para estabilizar la producción, controlando al máximo el riesgo, eliminando la biodiversidad local para obtener un máximo homogéneo de producción, y los desmedidos niveles de consumo, son las principales causas de la ruptura de los ciclos y procesos naturales y su artificialización, sin respetar los mecanismos de reproducción de la vida, provocando el deterioro ambiental y degradación de las comunidades rurales, además de generar la actual crisis ecológica y sus consecuencias en los bienes naturales (aire, agua, tierra y biodiversidad), con la consecuente alza en el precio de los alimentos.

La promesa de la revolución verde, expresada actualmente en el agronegocio que se jacta de producir “alimento” para 12.000 millones de personas, de combatir el hambre en el mundo, viene perdiendo por goleada, sumado a la consecuente pérdida de soberanía alimentaria.

¿Quiénes producen alimentos para los pueblos?

La FAO ha declarado para este 2014 el Año Internacional de la Agricultura Familiar (AIAF 2014), reconociendo su director, Graziano da Silva, el rol principal de la agricultura campesina en la producción de alimentos y reconociendo a la Vía Campesina y otras organizaciones de la agricultura familiar campesina e indígena como indispensables en la lucha contra el hambre. Un estudio reciente de GRAIN, “Hambrientos de tierra”, demuestra que el 90% de los agricultores del mundo son campesinos e indígenas, pero controlan menos de un cuarto de la tierra agrícola mundial y que el proceso de concentración de la tierra sigue avanzando. En la Argentina, para el año 2002, el 82% de los productores correspondía a familias campesinas y ocupaban solo el 13,5% de la tierra; y entre los años 2002 y 2008 se perdió un 18% más de fincas pequeñas, siempre según GRAIN.

Frente a esta realidad es necesaria la consolidación y formación de otros agroecosistemas guiados por los criterios de la reproducción ampliada de la vida de todos y todas incluida la naturaleza, apoyados en los principios económicos de la economía social. Aquí es donde la agricultura familiar, campesina e indígena puede dar respuesta.

¿Pero qué entendemos por agricultura familiar y su relación con la economía popular? Es una realidad y debates abiertos donde aquí pretenderemos acercarlos.

La relación entre agricultura familiar campesina y el capitalismo en el agro se manifiesta en tres teorías y/o procesos contradictorios y que a su vez expresan diferentes proyectos políticos.

La primera suele llamarse “el fin del campesinado”, donde la mayor parte de las explotaciones agropecuarias familiares van teniendo que abandonar la producción, ya sea por la imposibilidad de vender sus productos frente a la concentración del mercado, como por los desalojos producidos por los empresarios del agro frente a la precariedad en la titularidad de la tierra (realidad histórica y no casual), teniendo que migrar a las ciudades en busca de trabajo. Estos agroecosistemas terminan siendo absorbidos por el agronegocio implementando el modelo de producción antes descripto, proceso conocido como acaparamiento de tierras.

Un segundo proceso podría llamarse “de farmerización” o de metamorfosis campesina, aludiendo al término farmer como productor familiar, modelo capitalizado en los Estados Unidos, donde se plantea que la agricultura familiar (AF), para seguir subsistiendo dentro del capitalismo, debe transformarse en pequeños empresarios subsumiéndose dentro de una integración vertical dominada por grandes empresas que logran así tercerizar el riesgo y encontrar mercado para sus insumos. Un ejemplo de ello es la producción de pollos, con la genética, los medicamentos y el alimento balanceado. Una segunda alternativa dentro de este mismo proceso es la especialización en una o dos producciones, obteniendo así un producto diferenciado que encuentra un nicho en el mercado, manteniendo la base de trabajo familiar.

Lo cierto es que el mercado no es para todos, y sólo unos pocos logran insertarse y transformarse en “casos exitosos”, que se difunden una y otra vez generando la dicotomía falsa entre el agricultor familiar inserto en el mercado como “moderno” y lo campesino indígena como “atrasado”. No deja de haber una continuidad con el monocultivo, la dependencia de insumos externos, y a las grandes industrias. Esta última propuesta halla gran aceptación incluso en las prácticas de cierto sector de la economía social y solidaria. Se plantea que esos productores, “agricultores familiares”, deben asociarse, ser solidarios entre ellos, comercializar juntos, tener posesión de los medios de producción (seguridad en la tenencia de la tierra para el acceso al crédito), manejar colectivamente la maquinaria. Podríamos decir que son principios de la economía social y solidaria, pero cuando nos fijamos ya en la comercialización y la relación con el mercado, en sus prácticas económicas empiezan a aparecer principios del paradigma neoliberal. Más acentuado es cuando analizamos la relación con la naturaleza, las propuestas tecnológicas y las formas de producción no dejan de ser extractivistas y ver a la tierra como suelo. La mayoría de las prácticas propuestas van hacia la maximización de la relación insumo-producto. No deja de ser un modelo para unos pocos, los que sobreviven a la competencia y a la prueba del mercado.

La tercera tesis es una propuesta de afirmación y desarrollo de la agricultura familiar campesina e indígena. Más que un modo de producción es una forma de vida, basada en la diversidad de cultivos y de crianza de animales de base agroecológica o en transición hacia ella, en semillas criollas; en la reutilización de los subproductos; en tecnologías desarrolladas desde un fuerte conocimiento de sus agroecosistemas; generadora de trabajo y vida digna en las comunidades rurales, de organización y de lucha por la defensa de sus territorios. Agricultores familiares, campesinos, comunidades indígenas, trabajadores rurales sin tierra, artesanos, agricultores urbanos y periurbanos, pescadores artesanales, son quienes producen alimentos sanos para los argentinos a través del abastecimiento de mercados locales y regionales. En una permanente búsqueda de su autonomía cumplen, respetan y defienden la función social de la tierra. Cómo lo plantea La Vía Campesina en la declaración de su V Conferencia Internacional en Maputo: “Nosotros y nosotras somos la gente de la tierra, quienes producimos alimentos para el mundo. Tenemos el derecho de seguir siendo campesinos y campesinas y la responsabilidad de continuar alimentando a nuestros pueblos. Cuidamos las semillas, que son la vida y pensamos que el acto de producir alimentos es un acto de amor. La humanidad necesita de nuestra presencia, nos negamos a desaparecer. Todas nosotras y todos nosotros somos La Vía Campesina, un movimiento mundial de organizaciones de mujeres rurales, campesinos y campesinas, pequeños agricultores y agricultoras, trabajadores y trabajadoras del campo, pueblos indígenas, afrodescendientes, y juventud rural…”.

En su organización económica su objetivo no es la maximización del beneficio, sus prácticas no están orientadas exclusivamente por “las señales que emite el mercado” y una relación instrumental con la naturaleza, sino por la reproducción ampliada de la vida de sus miembros y de la naturaleza. Que no quiere decir negar la búsqueda de beneficio económico, sino que con el trabajo creativo en el centro, con su forma de organización micro que son las unidades domésticas, con su eficiencia económica que es la calidad de vida, el sumaj kausay, su emancipación de los trabajadores a través de relaciones de solidaridad, es que se organiza la vida campesina. Para ello se requiere el acceso a los medios de producción por parte de las unidades domésticas y “el control de las condiciones generales de su propia reproducción debe pasar a manos de los trabajadores organizados o de formas de autoridad y gestión descentralizadas y auténticamente democráticas”, como plantea Coraggio. Una reforma agraria integral y el ejercicio de la soberanía alimentaria. Esto está requiriendo de una lucha concreta actual en la defensa de los territorios, no sólo los territorios físicos, geográficos, sino los territorios políticos, culturales, territorio como relaciones sociales de poder también. De la organización social para la producción, distribución, circulación y consumo de bienes que satisfagan necesidades y deseos legítimos, del trabajo colectivo autogestionado, de la educación popular y la memoria histórica y de la esperanza en que la vida siempre se abre paso.

De una economía mixta a la economía popular en el agro

Es entonces en este contexto de economía mixta, con estos tres procesos que ocurren simultáneamente, que está la Agricultura Familiar Campesina Indígena como parte de la economía popular que quiere y tiene que avanzar hacia una economía de la resolución de las necesidades y deseos legítimos de todos y todas incluyendo a la naturaleza, fundamentalmente en lo que se refiere a la producción de alimentos, en contraposición al agronegocio. Contraposición que no debe reflejarse en la pregunta varias veces realizada de si los campesinos pueden o saben convivir con el agronegocio, como una cuestión de “bárbaros” contra “civilizados”. Quienes deben contestar esta pregunta son los defensores del capitalismo en el agro, a las pruebas me remito con las consecuencias de este modelo de contaminación, desalojos, desmontes y asesinatos de campesinos. Sin defender la vida como principio no hay libertades individuales posibles ni proyecto político posible, como plantea Hinkelamert. La lucha por la reproducción de la vida es ineludible.

Entonces los que afirmamos la vida porque queremos vivirla nos debemos comprometer con la construcción de otra economía, de una economía que parta de la vida orientada por la reproducción ampliada de la vida de todos, basada en el metabolismo natural del ciclo de la vida. Que la economía sea un medio (no El fin) para la vida plena en sociedad. Donde el trabajo sea productor de bienes de uso que satisfagan las necesidades legitimas de todos y todas definidas democráticamente. Una democracia participativa y no representativa. Es desarrollar formas de vida que incluyan al trabajo creador en el centro, donde se trata de redefinir democráticamente lo necesario y suficiente; lo útil y legítimamente deseable; formas de producción y de consumo con una racionalidad reproductiva; una unidad entre trabajo productivo y reproductivo; autarquía local cuidando los equilibrios ecológicos y frenando la especulación de alimentos. Una economía del trabajo.

Articular todo este proceso es tarea política en la cual las organizaciones campesinas e indígenas vienen dando grandes pasos en la unidad de distintas organizaciones a nivel nacional e intersectorial. El Estado, por su parte, también deberá darse un debate de cómo acompañar estos procesos que dependerá del reconocimiento de los sujetos y del respeto a los principios de la economía popular institucionalizando las nuevas y viejas prácticas económicas a nivel de las políticas públicas.

Para ello las organizaciones vienen promoviendo una serie de leyes y medidas como:

• La ley de freno a los desalojos “Cristian Ferreyra” que plantea la suspensión de todo tipo de desalojos hasta no realizarse un ordenamiento territorial.

• Promover un programa de vuelta al campo que contemple no sólo la redistribución de tierras sino el acceso a la salud y la educación rural, mejoras en la infraestructura como caminos, tendido eléctrico, vías férreas, el acceso al agua tanto para la producción como para el consumo.

• Promover la generación de polos productivos de agregado de valor en agroindustrias campesinas para el abastecimiento local y regional.

• Desarrollar normativas bromatológicas y fitosanitarias que contemplen la producción campesina que actualmente las excluye promoviendo la concentración.

• Asegurar el fortalecimiento de las organizaciones del sector.

• La creación de un Instituto de Agricultura Familiar Campesina Indígena que promueva la vida en el campo en el marco de la economía popular.

• La creación de leyes que institucionalicen estos principios y que promuevan el acceso al conocimiento de todos los trabajadores.

La necesidad de fortalecer procesos organizativos, leyes e institucionalidades que consoliden el camino realizado por las organizaciones e invite a otros a sumarse en un cambio de lógica en la producción de alimentos y en la construcción de otra economía es imperante e inexorable. Porque sin un debate de la función social de la tierra y la producción de alimentos reflejados en una reforma agraria integral y la construcción de la soberanía alimentaria como derecho, no es posible la justicia social, la soberanía económica y la independencia política.

Autorxs


Tomás Del Compare:

Ingeniero Agrónomo (UBA). Candidato a Magister en Economía Social (UNGS). Militante del Movimiento Nacional Campesino Indígena MNCI-CLOC-Vía Campesina.