Irán y Arabia Saudita: una rivalidad en clave de guerra fría

Irán y Arabia Saudita: una rivalidad en clave de guerra fría

Arabia Saudita e Irán se ven unos a otros como enemigos, y están encerrados en una competencia creciente por la influencia y el dominio de la región a la cual ambos pertenecen. Esa rivalidad se expresa en el apoyo que ambos países brindan a través de diversos mecanismos a los grupos y fuerzas militantes, especialmente en Siria. Difícilmente vaya a reinar la calma en la región si antes los líderes persas y sauditas no dejan de lado sus intervenciones sectaristas para mostrarse, de una vez por todas, dispuestos a dejar de lado los recelos y construir una relación de confianza mutua.

| Por Guillermo Borella |

A diferencia del siglo pasado, cuando el destino de Medio Oriente estaba principalmente en manos de las potencias occidentales –el Reino Unido y Francia después de la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos desde la década de 1940 hasta años recientes–, el nuevo mapa regional presenta hoy una novedad: no existe un hegemón externo que esté dispuesto a asumir la responsabilidad (y los costos) de procurar por su estabilidad.

Sin un poder hegemónico dominante, emerge en consecuencia un peligroso vacío de poder que favorece la intensificación de la tradicional competencia por la dominación regional entre el Reino de Arabia Saudita y la República Islámica de Irán, dos potencias que hoy están enfrentadas como nunca antes lo estuvieron.

Más allá de la retórica sectaria-religiosa prevaleciente a nivel oficial, las tensiones entre Arabia Saudita e Irán parecen estar mucho más vinculadas con el enfrentamiento geopolítico y el antagonismo ideológico en su búsqueda por el predominio en Medio Oriente, que con la religiosidad. Si bien la división sectaria se encuentra muy presente, el nudo del conflicto no pasa por las divisiones históricas que separan a sunitas de chiitas.

Por el contrario, lo que se puede vislumbrar es una instrumentalización de estas divisiones en pos de la defensa de intereses puramente pragmáticos en la región. De hecho, esta rivalidad tiene mucho que ver con una lucha política por ganar influencia y defender sus intereses para el liderazgo regional.

Esta especie de “nueva guerra fría” puede verse acentuada debido a las estrategias que utilizan los dos países desde el estallido de la primavera árabe, que han mostrado una creciente bipolarización basada en el sectarismo de los conflictos que, cada vez más, enfrentan a sunitas y chiitas en la región de Medio Oriente desde 2011. Esta situación podría, con toda probabilidad, llevar a que prevalezca la narración sectaria en la búsqueda de ambos por la supremacía en Oriente Medio.

El último capítulo de la actual crisis diplomática que atraviesa la relación entre Riad y Teherán tiene su origen en la decisión del rey Salman de ejecutar a 47 personas acusadas de terrorismo, entre ellos a Nimr Baqr al-Nimr, un popular clérigo chiita que se dio a conocer tras su activa participación en la primavera árabe, una serie de protestas antigubernamentales que sacudieron a los gobiernos de la región, entre ellos al régimen saudita del cual era crítico Al-Nimr, provocando la indignación de la comunidad chiita, aumentando sensiblemente las tensiones entre ambas potencias regionales, empeñadas en una cruenta guerra facciosa que las enfrenta por el liderazgo del mundo musulmán en Medio Oriente.

Al conocerse lo sucedido, una multitud salió a las calles de Teherán para manifestar su odio contra el reino de los Al-Saud, en una jornada de violencia que terminó con el incendio de la sede diplomática saudita en Teherán, lo que provocó la inmediata ruptura de las relaciones diplomáticas con Irán por parte de Arabia Saudita, medida seguida luego por sus aliados regionales: Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Kuwait.

La ruptura de las relaciones diplomáticas entre Teherán y Riad corresponde a un nuevo capítulo de una larga disputa por el liderazgo regional, una rivalidad que debe ser comprendida en un marco amplio en el que entran en juego varios factores, ilustrando un panorama que se presenta, al menos, de difícil resolución.

Una rivalidad histórica

La rivalidad que surge de la lucha geopolítica entre Irán y Arabia Saudita constituye, sin lugar a dudas, el factor más importante a la hora de analizar el delicado equilibrio de poder regional en Medio Oriente, cuya estabilidad se encuentra fuertemente amenazada, especialmente desde la invasión estadounidense de Irak en 2003 y el estallido de la primavera árabe en 2011.

La intensa y directa competencia entre Irán y Arabia Saudita por la influencia regional en el Golfo Pérsico en concreto –y Oriente Medio en general– es un fenómeno relativamente reciente. Si se tienen en cuenta una serie de factores, se puede afirmar que ambos países difícilmente podrían ser considerados aliados naturales.

Desde la Revolución Iraní de 1979 ambos se arrogan el derecho de hablar por todo el mundo musulmán. Los dos tienen un amplio litoral en el Golfo Pérsico y por lo tanto ambiciones en la región. Irán es mucho mayor en cuanto a población, Arabia Saudita produce mucho más petróleo.

Pero no hay nada en todo esto que les condene a estar en conflicto permanente. Durante los años en que reinó en Irán el sha Mohammad Reza Pahlevi (1941 a 1979), los dos países se veían el uno al otro, si bien no como aliados, por lo menos no como enemigos.

Si bien ambas naciones se definen a sí mismas como islámicas, las diferencias en sus políticas son notables. Mientras que Arabia Saudita es una potencia regional conservadora que siempre pregonó el statu quo, Irán, a través de su ideología revolucionaria, promueve desde 1979 un cambio en su favor en la región.

Otra diferencia significativa se desprende de su relacionamiento con Estados Unidos, país con el cual Arabia Saudita mantiene una antigua alianza, al tiempo que Irán ve allí su enemigo más peligroso.

Esta desconfianza, sin embargo, podría menguarse con la reciente implementación del acuerdo de no proliferación nuclear suscripto en Viena en julio de 2015 y negociado entre Teherán y el grupo de potencias 5 + 1 (Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Rusia, China y Alemania), lo que a su vez produce fuertes recelos y desconfianza en la monarquía saudita.

Sin dudas, el contraste más notable entre ambas naciones responde al autoproclamado papel del “reino del desierto” como protector de los intereses sunitas frente a Irán, aquel Estado persa de religión chiita, cuyos dirigentes, desde la Revolución Islámica de 1979, ven a su país como un líder natural y defensor de los chiitas en toda la región.

Una rivalidad en clave de guerra fría

La rivalidad geopolítica entre Riad y Teherán pareciera darse en clave de guerra fría: frente a los conflictos desatados al interior de los débiles Estados de la región, ambos poderes se posicionan en bandos opuestos, buscando ejercer allí su influencia en favor de sus propios intereses.

El caso de Irak y Siria, pasando por Egipto, el Líbano, Yemen y Bahrein, son solo algunos ejemplos de estas luchas internas (proxy wars) donde tanto Irán como Arabia Saudita se encuentran involucrados a través del apoyo a sus respectivos aliados locales. Un apoyo que, según el caso, ha adquirido diversas formas: dinero, armas, capacitación militar, ideología e influencia sectaria en la política interna de sus vecinos.

Esta nueva dinámica constituye un amenazante círculo vicioso: los conflictos regionales agravan la enemistad y la desconfianza entre Irán y Arabia Saudita, lo que a su vez impacta negativamente sobre el desarrollo de los mismos, volviendo más remotas sus posibilidades de solución.

La invasión estadounidense de Irak: alteración del equilibrio de poder regional

Desde la Revolución Islámica de 1979, Teherán y Bagdad han rivalizado con frecuencia en Medio Oriente, especialmente en el Golfo Pérsico. Su conflicto directo más reciente tiene su origen en la invasión estadounidense de Irak en 2003. La eliminación del régimen de Saddam Husein en Bagdad alteró de forma fundamental el equilibrio de poder en el Golfo Pérsico.

Desde entonces, estamos presenciando una nueva guerra fría entre Arabia Saudita e Irán, con Irak convertido en el principal campo de batalla de esa rivalidad ideológica que cubre la búsqueda del liderazgo en Oriente Medio.

Antes de su colapso, el Estado iraquí cumplía una doble función: al tiempo que actuaba como zona de amortiguación entre Irán y Arabia Saudita, servía de contrapeso al poder de los persas. Los saudíes lo sabían y apoyaron a Saddam Husein en su guerra contra Irán entre 1980 y 1988. Pero la eliminación del régimen baasista y su reemplazo por un gobierno chiita sectarista (y por ende cercano a Teherán) hicieron que Irak pasara de ser un actor independiente a servir de campo de batalla de la rivalidad bajo análisis.

De este modo, una de las consecuencias imprevistas de la invasión de 2003 fue la fuerte alteración del equilibrio de poder regional, con el consiguiente aumento de las tensiones sectarias entre chiitas y sunitas, no solo en Irak, sino en todo Medio Oriente.

No casualmente la irrupción hace dos años de Estado Islámico tras la autoproclamación del califato con sede en la ciudad siria de Mosul, liderado por Abu Bakr al-Bagdad, se produce en este contexto de fuerte división al interior de la población iraquí. El sectarismo promovido desde arriba por los chiitas en el gobierno ha ido provocando fuertes resentimientos entre la comunidad sunita, lo que constituyó –y constituye– un propicio caldo de cultivo para los reclutas yihadistas, aumentando así el número de milicianos dispuestos a convertirse en mártires entre sus filas.

En este contexto, tanto Irán como Arabia Saudita vienen apoyando a sus aliados locales en el conflicto político desatado en el interior del frágil Estado iraquí post-invasión estadounidense. Los iraníes corren con ventaja aquí, siendo Irak un país de mayoría chiita. Su estrecha relación con el gobierno de Nuri al-Maliki, bautizado por la prensa occidental como “el auténtico hombre fuerte del nuevo Irak”, refleja esta primacía por sobre el Reino de los Saud. No obstante, la competencia entre Teherán y Riad por la influencia sobre Bagdad constituye apenas un patrón de comportamiento para su rivalidad regional más amplia.

Una de las consecuencias imprevistas de la intervención estadounidense en Irak en 2003 ha sido el aumento de las tensiones sectarias, no solo en ese país sino en toda la región. El colapso de Irak ha llevado a una mayor reafirmación iraní y, por ende, a una creciente preocupación entre los países árabes de la región.

La primavera árabe: una batalla más del tradicional conflicto

La ola de alzamientos populares en favor de la democracia y las protestas antigubernamentales desatadas en 2011 introdujeron nuevas preocupaciones tanto para Arabia Saudita como para Irán, que deben ser consideradas en el marco de sus prioridades regionales.

Si bien los intereses vitales de ambos países no corrieron riesgo alguno durante el estallido de las revueltas en Túnez que dieron inicio a la “primavera árabe”, tanto Teherán como Riad se interesaron especialmente cuando las insurrecciones comenzaron a expandirse, alcanzando a sus vecinos más estratégicos. Al sacudir la estabilidad de varios Estados árabes, la primavera árabe ha abierto nuevos campos de batalla para Arabia Saudita e Irán.

Durante las revueltas, ambos países, si bien preconizaron hacia afuera una pretendida neutralidad en cada uno de los conflictos domésticos, en realidad lo que hicieron fue luchar por mantener y acrecentar su influencia regional con dinero, armas, ideología e influencia sectaria en la política interna de sus vecinos. Y esta realidad se convirtió en la gran historia de la primavera árabe en el equilibrio regional entre los dos Estados dominantes de la región.

El principal asunto es cómo la rivalidad por la influencia regional entre Arabia Saudita e Irán se ve afectada por los cambios internos que están teniendo lugar en los Estados árabes.

Puesto que los chiitas representan tan solo un pequeño porcentaje de los musulmanes en la región, de mayoría sunita, la creciente tensión sectaria es perjudicial para los intereses iraníes. Sin embargo, eso no impidió que Teherán aproveche oportunidades para explotar los reclamos de los árabes chiitas con el fin de perjudicar a su principal rival regional.

El reino de los Salman, mientras tanto, adoptó su tradicional enfoque conservador basado en la defensa del statu quo, intentando de este modo contener las amenazas y preservando su propia seguridad. Mientras que la monarquía saudita buscó evitar que las dinámicas sociopolíticas de la primavera árabe crucen sus fronteras, su activo papel en las crisis vecinas está centrado en contener el papel regional de Irán. Su enorme riqueza petrolífera y el moderno arsenal de armamento comprado a Occidente, principalmente a Estados Unidos, la posiciona en el centro de su esfera de influencia inmediata, a través del Consejo de Cooperación del Golfo, que reúne a las seis dinastías monárquicas de la península arábiga.

Tanto para Arabia Saudita como para Irán, la primavera árabe, con sus respectivos conflictos al interior de los Estados analizados, no es otra cosa que una batalla más en su conflicto geopolítico. El principal asunto es cómo la rivalidad por la influencia regional entre Arabia Saudita e Irán se ve afectada por los cambios internos que están teniendo lugar en los Estados árabes.

Veamos ahora, caso por caso, de qué modo ha ido jugando esta lógica de rivalidad geopolítica bilateral en los siguientes escenarios. Comencemos por Yemen, el “patio trasero” de Riad en la península arábiga que sufre una cruenta guerra civil desde hace dos largos años. En este país, los sauditas denuncian los lazos de Irán con el movimiento insurgente Huthi (un movimiento chiita de los zaydíes), que bajo el liderazgo del clérigo opositor Hussein Badreddin al-Houthi en junio de 2014 inició una rebelión contra el gobierno central, fuerte aliado de los Salman. Dos meses después, los rebeldes hutíes capturaron la capital Sana’a y actualmente controlan gran parte del territorio yemení, al tiempo que resisten los bombardeos de una coalición de países árabes comandada por Arabia Saudita, en el marco de la “Operación Tormenta Decisiva”.

En Bahrein, de mayoría chiita, la monarquía al-Khalifa denuncia que la movilización popular por la reforma política que agitó el país en 2011 fue orquestada por Teherán. En respuesta, los sauditas enviaron tropas a la isla en apoyo al monarca sunita, un firme aliado de Estados Unidos (que tiene allí albergada su quinta flota de la Marina). La decisión de las autoridades locales de interrumpir sus relaciones diplomáticas con Teherán imitando la medida adoptada apenas un día antes por Riad, representa un contundente gesto de apoyo de Bahrein al reino de los Al-Saud.

En el caso de Egipto, los sauditas perdieron temporalmente a su mayor aliado árabe frente a Irán cuando Hosni Mubarak salió del poder y fue reemplazado por los Hermanos Musulmanes. Pero desde el golpe de Estado militar liderado por Abdel fatah al-Sisi en junio de 2013, las petromonarquías del Golfo Pérsico, con Riad a la cabeza, han aportado millones de dólares al gobierno egipcio, manteniendo a flote la economía de su aliado clave en la región.

Quizás en ningún otro país de la región sea más evidente esta dinámica geopolítica, propia de la guerra fría, como en Siria. En efecto, la guerra civil siria constituye otro campo de batalla en la rivalidad entre Teherán y Riad. Aquí, los sauditas han venido apoyando a los rebeldes opositores en su lucha contra el gobierno central de Bashar al-Asad, histórico aliado iraní.

En efecto, en gran parte la preocupación que genera en la comunidad internacional la reciente escalada de tensiones entre sauditas y persas radica en las posibles consecuencias que dicha crisis diplomática pueda acarrear sobre el proceso de pacificación siria, complicando los esfuerzos que se vienen dando en este sentido.

El conflicto sirio, a su vez, impactó directamente sobre su vecino libanés, donde la principal fuerza política y militar, Hezbolá –socio estrecho de Irán–, viene luchando activamente para asegurar la supervivencia del régimen de Asad.

El petróleo, otro capítulo de la disputa bilateral

Teniendo en cuenta la variable energética, tras la firma del acuerdo nuclear en julio de 2015 y el consiguiente levantamiento de las sanciones económicas que pesaban sobre Irán, Teherán –que dispone de las cuartas reservas de petróleo y las segundas de gas natural en el mundo– está llamado a desempeñar un papel determinante en el mercado energético y espera aumentar su producción actual de crudo de manera significativa.

Sin embargo, el regreso de las exportaciones de crudo iraní no representa una buena noticia para el resto de los competidores, en un mercado energético saturado por un excedente de producción y una demanda débil. Es factible esperar entonces una nueva caída de los precios del crudo, que se encuentran en niveles mínimos históricos.

La crisis diplomática que viven Riad y Teherán podría poner en peligro aún más las posibilidades de que los países miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) se pongan de acuerdo para limitar su producción, en un esfuerzo para recuperar el precio del barril de crudo que alcanzó a perforar el piso de los 30 dólares a comienzos del año en curso.

¿Conflicto sectario o lucha por el poder?

Habiendo repasado los escenarios regionales donde han venido teniendo lugar estas proxy wars, es posible comprobar que estamos en presencia de una fuerte rivalidad por la dominación regional entre dos coaliciones agrupadas en torno a estas dos potencias regionales.

Más allá del matiz sectario que las distingue, la enemistad entre sunitas y chiitas no representa la mejor explicación para quien pretenda entender la complejidad de la dinámica regional. La creciente bipolarización basada en el sectarismo de los conflictos que enfrentan a las dos ramas del Islam en distintas partes de la región, en realidad se trata de una clara lucha por el poder.

En resumidas cuentas, las actuales divisiones sectarias instrumentalizadas desde Teherán y Riad, y que se expanden al resto de la región, responden más a una cuestión de orden secular, esto es, al enfrentamiento geopolítico por la supremacía en Medio Oriente, que a la religiosidad.

De alguna manera, este tipo de confrontación diplomática era quizás inevitable: Arabia Saudita e Irán se ven unos a otros como enemigos, y están encerrados en una competencia creciente por la influencia y el dominio de la región a la cual ambos pertenecen. Esa rivalidad va más allá de solo palabras, con ambos países apoyando a través de diversos modos a los grupos y fuerzas militantes proxy en toda la región, especialmente en Siria. Su competencia es un importante motor del conflicto en el Oriente Medio, incluida la creciente violencia a lo largo de las líneas entre sunitas y chiitas.

Reflexiones finales

En vistas del análisis realizado hasta aquí, no resulta exagerado presagiar que la nueva guerra fría entre Teherán y Riad corre riesgo de intensificarse en el futuro. Sobre todo si continúan aplicando las estrategias que ambos países han desplegado desde el estallido de la primavera árabe, en la cual ambos han perdido como ganado. Sin embargo, es importante no perder de vista que ambos comparten una misma amenaza: la consolidación de Estado Islámico, que apenas dos años atrás fundó su califato y que hoy ya controla gran parte de los territorios de Irak y Siria.

Sin embargo, la reciente escalada de tensiones, con la interrupción de las relaciones diplomáticas entre Arabia Saudita e Irán, no ayuda a ser optimistas respecto de un apaciguamiento de la rivalidad regional. La disputa entre ambos líderes religiosos del islam reúne toda clase de desafíos, entre los que se destacan especialmente la guerra civil en Siria y la lucha contra el Estado Islámico, además de las diferentes estrategias adoptadas en la comercialización del crudo. La rivalidad y la tenacidad que los enfrentan confirman la dimensión del conflicto.

Más allá de las guerras en Siria y Yemen, donde las fuerzas respaldadas por Riad luchan contra las milicias comandadas por Teherán, una paz regional estable no podrá alcanzarse hasta tanto no se den ciertas condiciones. Difícilmente vaya a reinar la calma en la región si antes los líderes persas y sauditas no dejan de lado sus intervenciones sectaristas para mostrarse, de una vez por todas, dispuestos a dejar de lado los recelos y construir una relación de confianza mutua.

Por el momento, cabe esperar que la escalada de tensiones entre Riad y Teherán repercuta negativamente en más de un aspecto, complicando seguramente los esfuerzos por la pacificación en Siria, así como también es posible que interfiera en la lucha contra el Estado Islámico, sin olvidar que tanto Irán como Arabia Saudita, dos grandes productores y exportadores de petróleo, rivalizan también en este campo.

Autorxs


Guillermo Borella:

Licenciado en Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario (UNR, Argentina). Magíster en Periodismo de la Universidad Torcuato Di Tella / Diario La Nación. Redactor sección Mundo, diario La Nación (pasante). Investigador en Chequeado.com. Columnista colaborador revista Noticias, Editorial Perfil. Columnista internacional de El Espectador (conducido por Néstor Clivatti) – Radio Continental.