Investigación pública orientada al agro en la Argentina: apropiación, trayectorias y disputas

Investigación pública orientada al agro en la Argentina: apropiación, trayectorias y disputas

La apropiación privada del conocimiento producido en el ámbito público ha constituido una constante histórica en la sociedad capitalista desde sus orígenes. En el caso del sector agropecuario de nuestro país, el INTA es el emblema de esta situación. En las páginas que siguen se presenta un esbozo de los mecanismos que rigen este fenómeno.

| Por Cecilia Gárgano y Pablo Souza |

El objetivo de este artículo es preguntarnos por las características que ha adoptado la producción pública de conocimiento científico y tecnológico orientada al agro en la Argentina. Se presenta un esbozo de los mecanismos de apropiación por parte del sector privado de los conocimientos producidos en el ámbito público, y de los mecanismos de transferencia que pone en juego esta dinámica. Se reconstruye en esta clave la trayectoria seguida por el sector público –encarnado fundamentalmente por el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria)– en investigación, creación y difusión de semillas en algunos cultivos estratégicos. Nos preguntamos, en definitiva, por la circulación y alcance de los “productos” de la ciencia en contexto de país periférico, por las condiciones de producción de CyT en la Argentina, y por la trayectoria seguida en un área central como la agropecuaria. Intentaremos plasmar en pocas líneas algunos planteos que remiten necesariamente a problemas tan clásicos como urgentes.

La apropiación privada del conocimiento ha constituido una constante histórica en la instauración de la sociedad capitalista desde sus orígenes. A nivel local, esta problemática general, propia de las relaciones sociales donde se desenvuelve la producción científica y tecnológica, se inscribe también en la matriz de la estructura productiva argentina y en su convulsionada historia social y política.

El rol que históricamente ha cumplido el agro ha suscitado múltiples indagaciones en torno al papel de la renta de la tierra, la composición y transformación de la clase terrateniente, su origen y vinculación con la burguesía industrial, por nombrar sólo algunos tópicos recurrentes. Importantes (y ya clásicos) debates historiográficos han discurrido en torno a estas cuestiones. Tal vez, porque su insistente persistencia como problema en la historia argentina reaparece bajo distintas formas y conflictos.

También en tanto matriz identitaria y cultural, “el campo” ha estado asociado a los fundamentos del “ser nacional”. Desde los pasajes del Facundo, pasando por los fundamentos de la Generación del 80 y su brutal transformación del “desierto”, un largo y complejo derrotero incluyó (e incluye) disputas tanto en el plano teórico como en el material.

Asimismo, el peso de la existencia de dos “modelos”, el agroexpotador y el de la industrialización por sustitución de importaciones (ISI), es al mismo tiempo un eterno punto de retorno dentro y fuera del campo de la historia. Sin pretender zanjar ni resumir los vastos debates que desde distintas posiciones se han acumulado, nos proponemos plantear algunos interrogantes en torno a la producción pública de tecnología agropecuaria en la Argentina. Sintéticamente, por la centralidad que posee en términos históricos y presentes.

Desde la década del ’20, y en especial luego del jueves negro de 1929, los intentos por consolidar una industria nacional a base de sustituir importaciones abarcaron rubros diversos y chocaron con obstáculos múltiples. La dependencia de insumos, el peso de capitales extranjeros radicados en el país, el “atraso” tecnológico en relación a la frontera internacional, y la orientación de diversas políticas económicas, fueron las más recurrentes. La indiscriminada apertura financiera consolidada durante la última dictadura cívico-militar y la posterior privatización de los puntos nodales del entramado productivo del país en los ’90 mantuvieron obturada cualquier transformación productiva plausible fuera de las propias contradicciones de las experiencias previas.

En particular, la última dictadura –además de introducir mecanismos represivos en los organismos de CyT bajo elementos comunes– extendió la asociación entre ineficiencia y gasto público a la inversión en CyT, junto a la desregulación del régimen de importación de tecnología.

Desde una fecha temprana, el Estado cumplió un rol importante en el financiamiento de organismos e investigaciones. Para la década de 1950, la Argentina estaba poniendo en marcha su complejo científico-tecnológico, mediante un conjunto de instituciones específicamente dedicadas a la promoción de actividades científicas y tecnológicas en distintas áreas, nuclear (CNEA), agro (INTA), industria (INTI) y un Consejo “organizador” del complejo (CONICET) eran parte de sus principales piezas. Como referencia, fueron tomados modelos institucionales de las principales potencias. Este “transplante”, lejos de resultar lineal y sencillo, se topó con las realidades y necesidades locales, las frecuentes interrupciones democráticas, y las limitaciones de las propias economías. Si bien los organismos contaron con numerosos subsidios obtenidos mediante cooperación científica internacional para equipamientos, becas y estancias de investigadores extranjeros, su peso nunca equiparó los recursos derivados del Plan Marshall, motivado por la amenaza soviética –a través de esta iniciativa, Estados Unidos impulsó la reconstrucción de las actividades de CyT de sus aliados europeos–. Esto se inscribe en un contexto en el cual, según el historiador John Kriege, “la ciencia básica, o la investigación fundamental fue el nodo clave en la articulación de la hegemonía americana con la reconstrucción de la ciencia europea de posguerra”. Lo que Kriege llama “la ciencia pura de tipo académico” era una forma de minimizar los riesgos de que Alemania pudiera volver a ser una potencia tecnológica o que ciertos desarrollos estratégicos pudieran ser transferidos a la Unión Soviética por los científicos franceses de izquierda. Además la ciencia básica era ideal para promover la cooperación internacional, lo que en última instancia, razonaba el físico norteamericano Karl Compton –entonces presidente del Massachusetts Institute of Technology (MIT)–, “renovaba nuestras reservas de ideas”.

También las propias limitaciones del proceso nacional de acumulación, la baja planificación y las recurrentes crisis económicas y políticas, muchas veces conspiraron contra la puesta en marcha de desarrollos científico-tecnológicos. Pese a los intentos de industrialización, la temprana incorporación de los países de la región a la división internacional del trabajo como exportadores de materias primas, configurando capitalismos tardíos y dependientes, continuaba mostrando sus efectos.

Si hiciéramos una sumatoria de eventos, logros o proyectos destacados en la producción tecnológica y científica local, algunos hitos estarían inevitablemente presentes. La obtención de tres premios Nobel y el lugar destacado de las ciencias biomédicas en general, la temprana explotación de yacimientos minerales, los planes de desarrollo energético, la exploración de los mares antárticos, el intento por avanzar en la industria automotriz y las experiencias en aeronáutica y metalmecánica estarían ciertamente en ella. En los alcances de algunos de estos emprendimientos se revelaban, además de fisuras en la articulación a nivel nacional con el sector productivo, los propios límites de la ISI. ¿Qué ocurrió en la producción pública de CyT orientada al sector agropecuario?

Transferencia de conocimiento: de público a privado

En función del rol histórico del agro en la estructura productiva, la investigación agropecuaria resultó un área central, que a fines de la década de 1950 posicionó estratégicamente a las actividades de I+D ligadas a la generación de tecnologías para el sector. Ya a fines del siglo XIX habían sido organizados los primeros centros de estudios agronómicos de nivel universitario y las escuelas agrícolas, y a principios del siglo XX el Servicio de Agronomías Regionales y la Oficina de Estaciones Experimentales. Recién en 1956, con la creación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), el primero en su tipo de América latina, se institucionalizó la investigación y extensión dirigida al sector agropecuario bajo la necesidad de “tecnificar al agro”, en el marco de un fuerte estancamiento de los saldos exportables. Además de crear una infraestructura territorial, combinando investigación, experimentación y extensión rural, el INTA incorporó estructuras preexistentes, como las viejas estaciones experimentales y un Centro Nacional de Investigaciones Agropecuarias, creado durante el primer gobierno peronista, que aún funciona bajo su órbita.

La producción agrícola pampeana había recuperado para 1960 el nivel alcanzado en las décadas de 1920 y 1930, y durante 1970 su crecimiento se tornó vertiginoso, hasta alcanzar una cosecha récord a nivel nacional en 1984-1985 (según recuerda el historiador Javier Balsa, 36 millones de toneladas de cereales y oleaginosas en la región pampeana y 44 millones de toneladas en todo el país). Junto a la mecanización de la producción y la difusión de técnicas de cultivo y prácticas agronómicas de manejo, el incremento significativo de la producción agrícola estuvo fuertemente ligado al mejoramiento genético incorporado a las semillas. Las nuevas variedades de alto rendimiento de trigo y los híbridos de maíz (también de sorgo y girasol) constituyeron el eje de las semillas mejoradas obtenidas. En este período también se produjo la introducción de lo que décadas más tarde se revelaría como un cultivo clave: la soja. Si bien la creación y difusión de semillas en el país había comenzado en la década de 1920, promovida por políticas implementadas por el entonces Ministerio de Agricultura, es con la creación del INTA a mediados de los ’50 y la institucionalización de las tareas de investigación y experimentación agropecuarias que su impacto creciente comenzó a resultar evidente a partir de los ’60.

Durante las primeras etapas, la experimentación y difusión genética de cultivos fue mayoritariamente oficial, sobresaliendo el papel del INTA en la generación y difusión de nuevos trigos mejorados y maíces híbridos. Precedido por el Instituto de Investigación Agrícola de Santa Fe, y luego por la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires y la Estación Experimental Pergamino incorporada al INTA, el Instituto incursionó tempranamente en la obtención de híbridos de maíz. Los sistemas públicos de investigación tuvieron desde sus inicios políticas de libre acceso a sus materiales e investigaciones. Mientras que el INTA mantuvo siempre sus investigaciones “abiertas” para su uso y acceso, la actividad privada fue incorporando sucesivas restricciones que “resguardaron” sus materiales. Una conocida resolución del Ministerio de Agricultura estableció en 1959, durante el gobierno de Frondizi, que los híbridos comerciales tendrían la categoría de pedigree cerrado para los cultivares híbridos de las empresas privadas; lo que les permitió mantener en reserva sus líneas e híbridos simples, otorgándoles una protección similar a una patente. Precisamente, este sería un punto importante en un negocio altamente rentable como el de los híbridos, caracterizados por dos rasgos fundamentales: el vigor híbrido (que supone un incremento sustancial en los rendimientos), y la imposibilidad de multiplicarse (que impide que el agricultor pueda autoproveerse de semilla en cada cosecha). Como contrapunto, para las instituciones públicas se exigía pedigree abierto, lo que significaba que, como bien público, la información sobre los híbridos desarrollados debía cederse a quien lo requiriera. Como sintetiza el ingeniero agrónomo Daniel Rossi, “de este modo, al aplicarse el principio de subsidiariedad del Estado en materia de fitomejoramiento, se crearon las condiciones para la apropiación privada de creaciones públicas y el desarrollo de la industria semillera en materia de híbridos de maíz”.

En este plano –híbridos de maíz– en 1962 el INTA obtiene el híbrido “Abatí 1 INTA” y años más tarde el “Abatí 2”. Según la Ing. Agr. del INTA Marta Gutiérrez, durante los primeros años de la década de 1970 llegaron a representar casi un 20% del total de semilla híbrida producida en el país. El sector privado, amparado en la nueva legislación y en el acceso al material desarrollado por el INTA, incrementó significativamente sus inscripciones y fue realizando sus investigaciones en fitomejoramiento a partir de los maíces desarrollados por el sector público. La industria privada de semillas comenzó produciendo híbridos cuyas líneas progenitoras habían sido desarrolladas por instituciones públicas como el INTA. Mientras tanto, no se instrumentó ninguna instancia oficial que articulara los conocimientos científico-tecnológicos generados en un emprendimiento público.

Años después, el interventor civil designado por la última dictadura al frente del INTA –activo inversor del grupo La Martona S.A.– firmaba una resolución tendiente a direccionar la actividad institucional en mejoramiento genético. Fechada el 12 de junio de 1979, explicitaba la necesidad de enmarcar esta actividad “dentro de la política económica de subsidiaridad del Estado fijada por el Superior Gobierno” y resolvía que el INTA proporcionaría a los criaderos que lo solicitasen material de crianza de las diversas especies. Esta resolución fue derogada en 1987, en el marco de la nueva política de vinculación tecnológica planteada durante el gobierno democrático, cuya implementación se incrementaría a lo largo de la década de 1990. La nueva resolución reevaluaba el intercambio de material de crianza del INTA estableciendo que serían cedidos a quienes lo solicitaran; pero esta vez, a diferencia de 1979, lo habilitaba para pautar una retribución a cambio (en forma de regalías). Esta cláusula habilitaría al INTA a establecer convenios de vinculación tecnológica (CVT) con las empresas que quisieran acceder a sus materiales e investigaciones. Entre las justificaciones, se destacaba que el INTA aseguraba “a los fitomejoradores privados nacionales y extranjeros un acceso fácil a materiales de interés público”. Al igual que en 1979, el establecimiento de pautas para la cesión o transferencia de materiales privilegiaría la apropiación privada de las investigaciones realizadas en el ámbito público.

Otra área destacada de acción del organismo correspondió a su accionar en trigo. A partir de 1970 el INTA introdujo los “trigos mejicanos” a través del Centro Internacional de Mejoramiento de Trigo y Maíz (CIMMyT), y se abocó a su mejoramiento, desarrollando nuevos trigos sobre la base de cruzamientos entre variedades mexicanas y argentinas. Luego de una década de articulación en un programa de cooperación científico-técnica, el INTA introdujo el nuevo material, que además de incrementar los rendimientos aportó variabilidad genética al germoplasma ya difundido, mejorando su resistencia inmunológica. Como explica un mejorador de soja del INTA, junto al incremento de la producción triguera, los trigos de origen mexicano difundidos por el INTA fomentaron la introducción de la soja en el país, debido a su ciclo corto y a que tenían una cantidad mucho menor de rastrojos, lo que facilitaba sembrar soja inmediatamente atrás del trigo, fomentando el doble cultivo. Los beneficios, directos e indirectos, ligados a la introducción de los “trigos mejicanos” serían –también– crecientemente aprovechados por los capitales privados.

Finalmente, el Instituto también jugó un rol (poco recordado) en la adaptación y difusión de cultivares de soja, en tiempos en los que aún no había estallado el “boom”. Encargado de realizar los ensayos territoriales y definir el mapa agroecológico, el INTA organizó el Programa Nacional de Soja y estableció una red de ensayos de evaluación de variedades. Una película fue producida por el Instituto, como estrategia de difusión del cultivo, donde se hacía énfasis en la soja de segunda sembrada sobre trigo. También participó en el cambio del método de siembra. La siembra directa de soja de segunda sobre trigo, que implicó una innovación significativa en el manejo del suelo para el cultivo, fue introducida en el país por técnicos de la Estación Experimental Agronómica Marcos Juárez en 1976. Si bien su peso fue más destacado en la selección de materiales importados, el INTA incursionó en la creación de cultivares propios, que inscribió en el Registro Nacional de Propiedad de Cultivares. Cuando todavía no se trataba de un cultivo comercialmente seguro y descomunalmente rentable, el rol del INTA ayudó a asegurar su introducción y difusión, y a sostener relevantes planes de investigación.

Apropiación social de la CyT: antiguos conflictos y disputas vigentes

El centro del esfuerzo en investigación para el desarrollo tecnológico en estas áreas fue financiado por el Estado, que se erigió como vehiculizador de las mismas en el sector. Si los costos fueron cubiertos en forma pública, no ocurrió lo mismo con los beneficios. A lo largo de coyunturas económicas y políticas diversas, y a diferencia de lo sucedido en otras áreas, la producción agrícola –para la que fueron invertidos ingentes recursos estatales y diversas capacidades técnicas– nunca fue objeto de un intento de consolidación de una producción pública.

¿Por qué, a lo largo de la historia argentina, no existió un intento por establecer, por ejemplo, una industria de semillas en la órbita estatal? ¿Por la ausencia de capacidades científico-técnicas en el país? ¿Por la incapacidad de alcanzar umbrales internacionales de calidad o tecnificación? ¿Por la estructura de clases imperante?

El Estado fue un actor clave en la generación de tecnologías para el sector, pero nunca avanzó en la promoción de un emprendimiento de este tipo, pese a contar con altas capacidades y un organismo con la potencialidad adecuada para aportar la investigación necesaria. El conjunto social financió en esta dinámica la apropiación privada del conocimiento producido públicamente.

Como han señalado numerosos especialistas, el auge del ciclo agrícola se acompañaría en forma creciente por múltiples problemas sociales, ambientales y económicos, y fuertes dislocaciones en la estructura social agraria. La desaparición de agricultores familiares y pequeños productores y la consolidación de la polarización social en el medio rural –producto del encarecimiento del paquete tecnológico básico– fueron algunas de sus consecuencias más visibles, que continúan incrementándose.

Si bien no hemos reflexionado en torno a las condiciones de las actuales formas de explotación del sector, ni incorporado el papel de las grandes transnacionales involucradas en su desarrollo, los convenios actuales o las implicancias del uso de las conocidas semillas de soja transgénicas, la trayectoria histórica delineada sugiere una problemática cuya resolución está aún pendiente. La apuesta a la producción pública de conocimiento científico y a la generación de desarrollos tecnológicos propios mantiene un mismo conflicto y desafío: la batalla por su apropiación social. Ineludiblemente ligado a esta cuestión, el control de los recursos naturales, de su forma de explotación y, sobre todo, de las ganancias derivadas de ellos, permanece como un eslabón clave y pendiente para avanzar en un uso democratizador de la CyT.

Autorxs


Cecilia Gárgano:

Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y la Técnica José Babini, EHU-UNSAMCONICET.

Pablo Souza:
Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y la Técnica José Babini, EHU-UNSAM.