Homosexualidad, hoy

Homosexualidad, hoy

A lo largo de las últimas décadas se han logrado avances significativos. De la persecución se pasó a la tolerancia, y de allí a la promoción de políticas antidiscriminatorias. Los y las heterosexuales comenzaron a aprender el lenguaje y los modismos gaylésbicos. Varias subculturas de minorías sexuales están emergiendo a la visibilidad social. Queda mucho camino por recorrer, pero hoy se está construyendo el futuro.

| Por Rafael Freda |

“En la calle se empezaron a ver parejas del mismo sexo de la mano desde el 2010”, afirmó el coordinador del grupo de reflexión de los viernes, después de dos horas de debate acalorado y mientras algún participante gritaba para hacerlo callar. Trece personas de todas las edades, entre las que estaba incluido yo, estábamos de acuerdo en que la aprobación de la ley había significado un permiso y una inyección de audacia: todos teníamos ejemplos. Yo había narrado de un ex tesorero de la Sociedad de Integración Gay Lésbica Argentina (SIGLA), de cuerpo pequeño y frágil, que solía proclamar estar conforme con su androginia. Cuando se aprobó la última ley feminizó su apariencia y cambió su documento; no hará un mes que logró someterse a una de las primeras operaciones de reasignación sexual del Gran Buenos Aires.

Estábamos reunidos alrededor de una mesa en la SIGLA, con cartel a la calle, página de Internet y al menos veintitrés años de existencia. Yo, nacido en 1948 y criado en un hogar de clase media baja de Chiclana y Boedo (barrio sinónimo de machismo porteño), atestigüé que en relación con las minorías sexuales el país había dado una vuelta de campana. De la persecución se pasó a la tolerancia, y de allí a la promoción de políticas antidiscriminatorias. Habíamos pasado del ocultamiento defensivo y culposo, que solamente encontraba un respiro de libertad en las costumbres “del ambiente” (así se decía en la década de los sesenta) a este mes de julio del 2015 en que algunos escuchaban con asombro incrédulo el relato de las agresiones que algunos habíamos sufrido no hacía tanto.

Gays, lesbianas y trans pasamos de un mundo disgregado y nocturno a otro diurno. En el país de mi juventud la provincia de Buenos Aires prohibía votar a los homosexuales; la pregunta que suscitó aquella descarnada y hoy olvidada ley era cómo hacía el presidente de mesa para darse cuenta de quién era homosexual o no. Por supuesto que la ley suponía que todos los homosexuales eran travestis o prostitutos, pero las extorsiones cortaban de cuajo casi todas las vocaciones políticas. A fines de los ochenta me tocó ir a La Plata a entrevistar al senador Manuel De Armas, radical, para que se restaurasen nuestros derechos electorales; me asusté al ver los fundamentos del proyecto de este senador autoritario pero el primero en defender nuestros derechos civiles. Según él, no era humanitario apilar otra desdicha más sobre la miseria de nuestra condición. Afirmó que lo único importante era que la ley se aprobase. Y así volvió, creo que en 1989, el voto a los homosexuales bonaerenses.

Las leyes nacionales que garantizan los derechos de las minorías sexuales son un firme trípode: la ley 26.618 del 2010, felizmente bautizada “de Matrimonio Igualitario”; la 26.743 del 2012, “de Identidad de Género”, y la 26.657 del 2010, de Salud Mental, cuyo magnífico artículo tercero declara: “En ningún caso puede hacerse diagnóstico en el campo de la salud mental sobre la base exclusiva de:…” y agrega su inciso “c” dedicado a nosotros: “Elección o identidad sexual”.

Religión y medicina han sido opresoras de las minorías sexuales. De la acusación de pecado, Dios y las religiones piadosas defienden a gays, lesbianas y trans creyentes, pero la psiquiatría y la psicología ejercieron (y si se les permite todavía ejercen) humillación y tortura con o sin consentimiento familiar. Aunque supiéramos que éramos mentalmente sanos, conocíamos de sobra a personas de las minorías sexuales cuya estabilidad sucumbía a las presiones, ataques y culpas que la sociedad apilaba en nuestras espaldas. El tabaquismo, la obesidad y el alcoholismo hacen estragos entre las lesbianas, el VIH arrasa a gays, homosexuales y hombres que hacen sexo con hombres, y todas las minorías estamos sujetas a neurosis en proporción mayor que la población general. Las causas son externas: no necesitamos agentes de salud que eviten que nos suicidemos, como temía una alumna del más famoso curso de Educación Sexual Integral de la Ciudad Autónoma; la asociación y la construcción comunitaria son sanadoras. Nuestros jovencitos gays y lesbianas en las secundarias sí tienen riesgo de suicidio incrementado: la escuela los deja solos y los ignora.

En los veintitrés años de existencia de SIGLA cientos de homosexuales, transexuales y lesbianas han compartido la compañía e ideas de sus pares; han revisado y comparado sus creencias, actitudes, hábitos y conocimientos frente a las creencias, hábitos, actitudes, valores y conocimientos de otros. Así construimos comunidad.

Uso el circunloquio “creencias, actitudes, hábitos, valores y conocimientos” porque aunque suelo decir “cultura gay”, el grupo rechazó mi frase que sugería autosegregación (ni insinué “subcultura” porque años atrás una compañera había dicho “subcultura gay, sí. ¿Pero cuándo vamos a tener una Cultura con mayúscula?” La resonancia emocional cambia el sentido de las palabras). La población general tiene un conjunto compartido de creencias, actitudes, hábitos y conocimientos que forman su cultura. En su enorme mayoría esa población es heterosexual, y a menudo ni siquiera sospechan que paralelamente gays, trans y lesbianas tienen un conjunto de creencias, actitudes, hábitos y conocimientos compartidos ajenos al mundo heterosexual.

En los últimos treinta años los dos grupos se han ido acercando. Los y las heterosexuales comenzaron a aprender el lenguaje y los modismos gaylésbicos, fueron a boliches para ver cómo eran y se comportaban las minorías sexuales. Los fantasiosos acudían entusiasmados, pensando encontrar dos lesbianas que admitieran formar con ellos un triángulo en la pista de baile y más allá.

Esta intromisión generaba molestias y hostigamiento. De todos modos los voceros de la sociedad general (periodistas y estudiantes con un trabajo de investigación) pedían que reconociéramos que no había discriminación contra las minorías sexuales, sino que nos autodiscriminábamos: por eso teníamos nuestros propios lugares de reunión y nuestras asociaciones civiles. Muy conveniente para la sociedad heterosexual.

Muchos gays, lesbianas y trans hicieron propio ese discurso y acusaron a su propia comunidad de ser discriminatoria y agresiva. Se repetía que en vez de dar ejemplo de solidaridad éramos peores que los héteros. El primer periodista de la Comunidad Homosexual Argentina protestaba en 1984: “¡En ningún lugar me han tratado peor que aquí!”. Aquel héroe cultural olvidado escribió un librito cuyo título parodiaba el lema electoral del primer presidente de la democracia, y que se esperanzaba en desarrollos que insumieron treinta años en concretarse.

A todos nos espoleaba la esperanza. Creíamos que la liberación estaba a la vuelta de la esquina. Nos reuníamos en pequeños grupos en salas de clase media. Organizamos la olvidada Coordinadora de Grupos Gays, de la que ya en democracia surgió la CHA, de la que se escindieron Gays DC y SIGLA. En poco tiempo hubo más organizaciones, incluso de personas trans.

El activismo y el VIH se tragaron a estos primeros gays (en sentido estricto: habían asumido la cultura homosexual de los Estados Unidos). En el primer año de democracia se instalaron los boliches, que negociaban pobremente con la Federal. La CHA se opuso a los edictos policiales, sin saber bien a qué se enfrentaba. En poco tiempo la mayoría de esos pioneros se perdieron en la ciudad o en la muerte.

Hoy no hay necesidad de esconderse y la policía no es nuestra enemiga, pero muchos y muchas se esconden. Se puede revelar la propia condición sexual en donde se quiera, pero muchos y muchas no la revelan más que a pocas personas, en circunstancias especiales. No están tan errados, porque hará dos meses el intendente de SIGLA iba viajando en el subte con una amiga trans, una peruanita joven y hermosa bajo cualquier norma hétero o gay, y un pasajero que descendió al andén apenas se cerraron las puertas los escupió aprovechando una ventanilla bajada. No hubo a dónde recurrir ni a quién quejarse. La moraleja era, dado que nuestro intendente es un muchacho masculino, “no viajes con chicas trans ni les muestres amistad”. La discriminación intracomunidad (masculinos despreciando a femeninos, gays segregando a las trans, trans operadas contra trans no operadas, lesbianas contra mujeres bisexuales o lesbianas con hijos, “busco chico de 25 a 30 cero ambiente, no plumas” y todo lo demás que acompaña a este folklore viene desde el exterior, igual que el escupitajo.

La discriminación intracomunidad existe. Es lógico: nacemos, crecemos y nos educamos en familias, barrios y sociedades de heterosexuales con sus instituciones, y nos embebemos de su ideología discriminatoria (gordo de mierda, negro villero, puto de porquería), de sus envidias dañinas (hacete la linda, quién te creés que sos) y de sus idolatrías (divinas y populares, diosa, potro, yegua, y nuestra ofrenda lingüística al repertorio de los animadores televisivos: chongo).

Otra acusación habitual es la voracidad sexual. Si el gay es afeminado, se descuenta que es un puto que se presta a todo; si es una chica trans, se dedica necesariamente a la prostitución; si es un varón trans, busca lesbianizar a todas las mujeres. Las lesbianas son insatisfechas y esperan al hombre adecuado. Ya se acepta que hay homosexuales varones masculinos, morochos y pobres, pero son Manuel y Cogote (¿recuerdan el video viralizado en todas las oficinas, fábricas, comercios y escuelas?) y el locutor termina interpelándolos: “¿Se puede saber de qué se ríen?” mientras los argentinos machos, derechos y humanos (incluyendo varios gays) rumoreaban que eran reclutas paraguayos.

Un excelente salto adelante de nuestra sociedad es que ya no justificamos la violación de una mujer en sus modales o su apariencia. De todos modos, el Bambino Veira cada tanto vuelve a ser un ídolo televisivo con sus amigotes Beto y Guillote. No creo que esto hubiera pasado si en vez de violar a un chico femenino que devino en mujer trans hubiera violado a una mujer de nacimiento. Casella repite una y otra vez su “Pan Casero” amanerado por radio y televisión, y hasta la TV pública lo imita. Otra moraleja: el miedo debe seguir persiguiendo a las minorías sexuales. Ahora debemos vocear “Pan Casero” con voz gruesa, mientras la sociedad heterosexual… perdón, la población general se ríe y pide que tengamos sentido del humor.

Entre las creencias sociales generales está que el VIH-sida es una enfermedad ya controlada. Se conocen una ristra de triunfos, que hoy corona Cuba, que erradicó la transmisión de madre infectada a hijo. Los fracasos en las vacunas apenas si son noticia. El optimismo domina porque la estrategia diseñada por ONUSIDA y la comunidad médica está dando resultado: en los diversos grupos vulnerables de los países desarrollados del norte la epidemia retrocede, en los demás pierde ímpetu. Excepto entre gays, mujeres trans y hombres que hacen sexo con hombres (HSH en su designación epidemiológica).

El descontrolado avance del VIH en la población de hombres que hacen sexo con hombres, gays y trans no es titular en ningún medio. Entre gays, trans y HSH el uso de preservativo es inconsistente; no llegan al 20 por ciento quienes lo usan de modo que impida con certeza la transmisión. Los ministerios de Salud de todo el mundo recetan más de lo mismo: preservativos, información, educación de pares, e innovan con terapia preexposición (tome antirretrovirales antes de hacer sexo). Qué pasa en la mente de los individuos nadie lo sabe ni lo investiga. La policía paulista ofreció este año investigar los clubes de carimbo, donde presuntamente gays y trans hacen sexo sin preservativo para transmitir el VIH. Vuelven la desconfianza y el temor, resurgen los rumores estigmáticos como aquellos relatos sobre quienes dejaban en la almohada una rosa roja y una tarjeta que decía “bienvenido al club del sida”, o sobre adictos que enterraban agujas infectadas en los areneros.

En tanto, en la comunidad gay el número de infecciones nuevas aumenta y la investigación psicosociológica que nos haga dar el salto cualitativo en prevención no aparece. Nadie sabe por qué entre gays y hombres que hacen sexo con hombres la educación superior no es preventiva. En los demás grupos vulnerables (heterosexuales y adictos a drogas) a mayor nivel educativo menor probabilidad de infectarse; pero en el grupo de gays quienes terminan la secundaria y los que siguen en la universidad son, desde 1988 hasta hoy, alrededor del 67% de su grupo de transmisión. El nivel educativo pierde la facultad preventiva que tiene en otros modos de transmisión. ¿Por qué? ¿Qué se está haciendo para cambiar esta negada e invisibilizada realidad? La mayoría de quienes reconocen el problema cargan la responsabilidad en los individuos; yo la cargo en el sistema de salud y en el conjunto compartido de creencias, conductas y conocimientos que quedan de la antigua subcultura gay (perdón, amigos), que hoy ayuda a la difusión del VIH.

Quizá la mejor medida sanitaria tomada para reducir la expansión del VIH en la comunidad gay-trans haya sido la Ley de Matrimonio. Pero los más jóvenes no crecen pensando en casarse, y sí sienten el deseo del sexo y quizá del enamoramiento. No tienen dónde conocerse ni dónde ir a bailar. No hay matinés gay-lésbico-trans. No hay modelos de rol. Una cierta amnesia inducida borra toda la historia gay-lésbico-trans. No hay adultos a los que parecerse o evitar parecerse. Las parejas igualitarias dominan el ideario; las parejas transgeneracionales son casi desconocidas. Y encuentran parejas sexuales en la Internet, donde ni el estatus serológico ni la precaución están garantizados.

A mi modo de ver, varias subculturas de minorías sexuales están emergiendo a la visibilidad social, la sociedad general comienza a integrarlas, y ambos ámbitos se acercan y se interpenetran. Surgen conflictos de mayor o menor grado, chocan conocimientos, creencias y actitudes, y mientras se van produciendo reacomodamientos y encastres (no sin chirridos), las viejas costumbres se resisten a desaparecer, y los viejos prejuicios insisten en permanecer.

El Estado ya se ha reformado; si queda algo por ganar en derechos civiles, ha de ser poco. La sociedad está reestructurándose para hacernos lugar. Los espacios que nos corresponden hay que pedirlos sin enojos pero sin servilismos. Tenemos libertad y hay que perfeccionar la igualdad: no es posible consentir el sometimiento de tantas personas trans a la miseria y el VIH, pero entre nosotros no es grande la solidaridad (nuestro moderno equivalente de la fraternidad), que exige saltar barreras de clase, estatus socioeconómico y educación: como la sociedad general es incapaz de sobreponerse al miedo que le inspiran los pobres y los jóvenes, no es extraño que nos cueste comprender que nuestra preferencia sexual nos hermana con ellos.

Gays, lesbianas y trans tenemos mucho trabajo interno que hacer; individuos que crecieron condenados al silencio, al aislamiento y a la soledad no saben relacionarse bien. El humor, que solía ser buena defensa, no es buen sanador. Necesitamos lugares de reunión, conversación, debate y reflexión; en esas horas de socialización se van cicatrizando las heridas de infancia y adolescencia, de tantos recreos solitarios, de tantas horas de ver cómo los demás jugaban mientras uno se preguntaba por qué a mí. De esas reuniones saldrá el futuro, que debe girar sobre la construcción comunitaria.

Los grupos políticos y sociales que hay son pocos. Deben proliferar. Faltan equipos deportivos, bibliotecas, cursos, librerías, clases de baile, guitarreadas, competencias, bandas, escuelas, agrupaciones de policías y bomberos, asociaciones de padres, familiares y amigos, cementerios, geriátricos, asociaciones de padres y madres gays. Todas esas estructuras deben estar compuestas de minorías sexuales y tener dirigencias de esas minorías. Su gobierno se puede compartir en alianzas hétero-gays, fundamentalmente en escuelas y centros de salud; pero la red comunitaria será el lugar a donde recurran los individuos afrentados o agredidos por los sectores homofóbicos, que irán disminuyendo en número y poder, pero que difícilmente desaparezcan. El hoy de la homosexualidad, con todas sus ramificaciones, es la construcción del futuro.

Autorxs


Rafael Freda:

Maestro. Activista gay desde 1983. Presidente de la Sociedad de Integración Gay Lésbica Argentina. Comisión Directiva de la Federación Sexológica Argentina. Profesor invitado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Rosario y en la Universidad de Luján en San Miguel.