¿Hacia una economía verde?

¿Hacia una economía verde?

La búsqueda de un desarrollo sustentable que compatibilice el progreso económico con la protección del ambiente es hoy ineludible para cualquier sociedad capitalista. El uso de una tecnología ambientalmente apta y un cambio en los patrones de consumo son herramientas fundamentales para lograrlo.

| Por Ariel Carbajal* y Alicia Moreno** |

«El impacto destructor combinado de aquella mayoría de seres humanos pobres que luchan por subsistir, y de aquella minoría rica que consume la mayor parte de los recursos del globo, está socavando los medios que permitirían a todos los pueblos sobrevivir y florecer.»
Declaración de Cocoyoc, UNEP-UNCTAD, 1974

Hace apenas unos días ha concluido un ciclo. El 22 de junio concluyó la “Cumbre” de Río+20 (veinte años después de la Cumbre Mundial sobre Medio Ambiente, Desarrollo y CMAD, más popularmente conocida como Río 92). En un ambiente de mucho optimismo –la Guerra Fría acababa de concluir casi de un modo impensado unos años antes–, la idea de una aldea global con intereses comunes, relaciones justas, y un futuro común, entusiasmaban las mentes.

Con el nombre El futuro que queremos, Río+20 ha intentado renovar el impulso hacia el desarrollo sustentable, y además de ratificar los Principios de Río ha iniciado la incorporación del concepto de Economía Verde, como herramienta para su logro. Veamos de dónde proviene el mismo.

Hay quienes, con cierta imaginación y bastante memoria, llaman Río+20, Estocolmo+40, recordando un proceso que formalmente comienza con la convocatoria de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, en junio de 1972.

Esta conferencia, desarrollada en pleno auge de la idea del “Estado Benefactor”, representa un hito en cuanto al reconocimiento de la importancia del problema del deterioro del ambiente y del rol insustituible que debían representar los Estados para responder a este desafío.

Esto queda evidenciado en su declaración final, que entre sus principios incluye:

Principio 1
El hombre tiene el derecho fundamental a la libertad, la igualdad y el disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio de calidad tal que le permita llevar una vida digna y gozar de bienestar, y tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras. A este respecto, las políticas que promueven o perpetúan el apartheid, la segregación racial, la discriminación, la opresión colonial y otras formas de opresión y de dominación extranjera quedan condenadas y deben eliminarse.

Principio 2
Los recursos naturales de la tierra, incluidos, el aire, el agua, la tierra, la flora y la fauna y especialmente muestras representativas de los ecosistemas naturales, deben preservarse en beneficio de las generaciones presentes y futuras mediante una cuidadosa planificación u ordenación, según convenga.

Ambos claros antecedentes del concepto de “Desarrollo sustentable”.

Principio 13
A fin de lograr una más racional ordenación de los recursos y mejorar así las condiciones ambientales, los Estados deberían adoptar un enfoque integrado y coordinado de la planificación de su desarrollo, de modo que quede asegurada la compatibilidad del desarrollo con la necesidad de proteger y mejorar el medio ambiente humano en beneficio de su población.

Clara alusión a la necesidad de compatibilizar el desarrollo económico con la protección del ambiente y plantearlo como una tarea de los Estados. Veamos cómo todo esto nos guía hasta la actualidad y nos da pistas de cómo seguir.

Veinte años más tarde, el 14 de junio de 1992, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo aprobaba la Declaración de Río, así como también se firmaban los Convenios sobre Biodiversidad; Cambio Climático; la Declaración sobre los Bosques de todo tipo, y el Programa o Agenda 21. El Principio 8 de la Declaración de Río dice:

“…los Estados deberán reducir y eliminar los patrones insostenibles de producción y consumo y promover políticas demográficas apropiadas”

e incorpora el Capítulo 4 de la Agenda 21 que dice:

“… la causa más importante del deterioro continuo del medio ambiente global son los patrones insostenibles de consumo…”.

Un total de 108 jefes de Estado y de Gobierno tomaron parte en las sesiones plenarias de la Conferencia, a la que concurrieron, además, unos 30 mil activistas locales y extranjeros, numerosos representantes de organizaciones no gubernamentales, y más de ocho mil periodistas.

El aporte conceptual y político de la también llamada ECO-92 ha sido indiscutible, hasta en lo simbólico de ver el plateau con los discursos de casi todos los presidentes del planeta, y sin lugar a dudas de los que más peso tenían en los hechos y en la conciencia colectiva. Por allí pasaron personalidades tan disímiles y relevantes como Boris Yeltsin, John Major, Fidel Castro, George. H.W. Bush, François Mitterrand, Helmut Kohl, Felipe González, etc., y otros actores estratégicos de las principales organizaciones multilaterales, públicas y privadas, que desde diferentes posiciones políticas e ideológicas y sectores de interés convalidaron la necesidad y decisión de marchar hacia el Desarrollo Sostenible.

Veinte años después los ánimos están mucho más calmados y el intelecto sigue en deuda con el hallazgo de caminos ciertos hacia el Desarrollo Sustentable.

Tratemos de desarrollar algunas ideas para tratar de comprender de qué estamos hablando cuando nos referimos a “Economía Verde” en este contexto.

El crecimiento económico, basado en la consideración de la naturaleza como fuente inagotable de recursos, y receptora ilimitada de desechos, constituyó una de las bases del paradigma capitalista, fuertemente utilizado a partir de la revolución industrial.

Como consecuencia de las actividades del hombre en general, y de los procesos industriales en particular, comenzamos a asistir a una progresiva destrucción ambiental que rápidamente se tradujo en la contaminación del medio ambiente y el agotamiento de los recursos naturales.

La toma de conciencia de esta realidad fue surgiendo, de manera traumática, frente a una serie de accidentes industriales o en el transporte de combustibles que provocaron muerte, perjuicios a la salud y calidad de vida de las poblaciones afectadas y extensas áreas contaminadas. Si a ello sumamos las crisis petroleras, o las más recientes y preocupantes manifestaciones de deterioro ambiental global, como los efectos de cambio climático, la disminución de la capa de ozono, o pérdida de biodiversidad, no hay dudas de que aquellos supuestos quedaron ampliamente desmentidos.

Por ello, el hombre comenzó a plantearse que, para la supervivencia de la humanidad y la vida del planeta, debía lograr la compatibilidad entre desarrollo económico y medio ambiente. Como respuesta surgió el concepto de “desarrollo sustentable”, como aquel que satisface las necesidades presentes sin comprometer las posibilidades de subsistencia y prosperidad de las generaciones futuras.

Ahora bien, la existencia de un medio ambiente sano implica un correcto y equilibrado ciclo natural de materia y energía. Esta circulación se encuentra regida por una serie de leyes que la ordenan, manteniendo una situación más o menos permanente de equilibrio dinámico. El efecto de las actividades humanas sobre el ambiente, y en consecuencia su capacidad para alterar ese orden, está estrechamente vinculado a lo que modernamente denominamos tecnología.

Hasta la revolución industrial, la capacidad de interacción del hombre sobre su entorno tenía una importancia discreta, limitada por la imposibilidad de movilizar grandes masas de materia y energía. Con el “progreso” de la era industrial, avanza también la explotación de la naturaleza a gran escala, con lo cual las posibilidades de autorregulación natural comienzan a ponerse seriamente a prueba.

Con la masa y la energía al alcance de su mano, el tercer elemento del que se necesitaba disponer era la información. Pero no toda la información, y aquí radica la parte central del problema. El hombre conoció con mucha más rapidez los métodos y técnicas para explotar la naturaleza, que aquellos necesarios para protegerla. Aún hoy, el crecimiento de la información necesaria para alterarla es más rápido que el indispensable para lograr que el proceso de utilización no altere irreversible y negativamente el equilibrio natural.

De la descripción precedente no puede resultar otra cosa que la agudización de la crisis conservación-explotación. Aquí radican las contradicciones desarrollo-no desarrollo, tecnología-no tecnología, que superficialmente planteadas sólo conducen a la inmovilidad, mientras el proceso de deterioro se dirige irremediablemente hacia una situación de conflicto irreparable.

Ante este panorama desalentador, caben por lo menos dos posibilidades: persistir, por acción u omisión, en colaborar en el ahondamiento de la crisis, o actuar para revertir este proceso. Surge entonces una pregunta insoslayable.

¿Es posible el desarrollo sin contaminación?

Esta incógnita no puede ser develada desde el ámbito exclusivo de la tecnología, ya que la misma excede holgadamente ese marco. Lo que sí puede hacerse es definir con cierta certidumbre cuál debería ser el aporte, desde el conocimiento científico tecnológico, para armonizar el crecimiento del bienestar material con el mantenimiento de un ambiente capaz de contener el bienestar general. Hacer todo lo posible para disminuir, o lo que a largo plazo será ineludible, hacer desaparecer la brecha entre los efectos negativos y positivos de las tecnologías disponibles. Es decir, concebir a la tecnología pensando y sopesando cuidadosamente si es ambientalmente apta.

Para ello es imperioso definirla desde un punto de vista ambiental. En las sociedades modernas, la tecnología es un factor determinante de la interacción entre los hombres y su medio, siendo una herramienta imprescindible para la utilización de la naturaleza. Por ello, y admitiendo el grado de arbitrariedad implícito en toda clasificación, intentaremos clasificarla desde este ángulo, en las siguientes cinco categorías:

a. Tecnología sucia. Es aquella en que los residuales, en forma de emisiones líquidas, sólidas, gaseosas y energéticas, producen marcados efectos nocivos sobre el medio, expresados como contaminación atmosférica, acuática o edáfica, terrestre superficial o subterránea o de cualquier otro tipo donde la resultante secuela de enfermedades y deterioro de los ecosistemas y recursos naturales es más importante que los productos útiles o servicios que su aplicación genera, provocando un balance desfavorable en términos de desarrollo socioeconómico.

b. Tecnología con reciclo. A estas tecnologías se las incorpora al proceso productivo transformándolas en materias primas secundarias a través de la aplicación de diversas técnicas, en lugar de atenuar los efectos nocivos de los elementos contaminantes como sería el caso descripto anteriormente (clasificado como Categoría 2: “Tecnología sucia con control de contaminación”). De esta manera se controla el efecto contaminante y adicionalmente puede llegar a mejorarse la eficiencia en el uso de los materiales y la energía, con un menor impacto negativo sobre el equilibrio natural, y permitiendo en muchos casos obtener beneficios económicos resultantes de la utilización del producto.

Obviamente, puede haber combinaciones de distintas categorías de tecnologías, como ser:

c. Tecnología de bajo contenido de residuos. Aquí el proceso productivo se diseña de manera de reducir al mínimo la generación de elementos residuales, para lograr de esta forma un eficiente aprovechamiento de los recursos naturales y la energía, y minimizando los efectos nocivos sobre el medio ambiente. Idealizándola, sería aquella tecnología que no genera ningún contaminante. Vista desde este ángulo y en un sentido amplio, incluye para su diseño tanto al proceso productivo como a los productos resultantes del mismo, que deben ser concebidos para no transformarse en desechos.

d. Tecnología limpia. Un enfoque más moderno que plantea que la forma más inteligente de resolver la problemática ambiental es evitarla.

e. Tecnología ambientalmente integrada. Es aquella que se diseña a imagen y semejanza de los ecosistemas naturales, de manera que asegure que cada unidad productiva contribuye integralmente con otras unidades y la naturaleza, en asegurar el equilibrio dinámico de un sistema natural-antrópico y su evolución. En este caso, la generación de residuales da lugar al nacimiento de nuevas industrias, que usan como materia prima los desechos producidos por otras actividades, permitiendo la integración “simbiótica” de procesos productivos y naturales.

Al alcanzar estos niveles, ya nos encontramos en el territorio de la Ecología Industrial, cuyo objetivo es justamente promover el desarrollo sustentable, siendo uno de sus herramientas más interesantes la Simbiosis Industrial. También llamada Sinergia de Subproductos que, a diferencia de las actividades comunes de prevención de la contaminación, enfocadas en reducir, reutilizar y reciclar materiales dentro de un proceso, va más allá del límite entre los diferentes procesos. Así encontramos sinergia de subproductos entre varias organizaciones dentro de una misma empresa, entre varios departamentos o, en la misma empresa, en el mismo departamento pero entre diferentes unidades de producción.

Actualmente, la consideración de las tecnologías de producción como condicionantes de la viabilidad ambiental de los procesos productivos ha dejado de ser una mera enunciación de intenciones y deseos para convertirse en pilar fundamental en el diseño de los modernos procesos productivos.

Proteger el ambiente: la mejor inversión

A esta altura del análisis resulta claro que la producción de contaminantes no es fatal ni tampoco deseable, en cuanto puede evitarse en la medida en que se adopten tecnologías apropiadas y se mejore la calidad de los sistemas productivos. Por cada tonelada de desecho generado se consume una cantidad considerablemente mayor de materias primas, y se dilapida una importante cantidad de energía, que a corto o a mediano plazo afecta negativamente los costos de producción y la competitividad de los productos obtenidos en el mercado. Simultáneamente, los gastos asociados al deterioro del ambiente se internalizan en los procesos productivos, actuando negativamente en la misma dirección.

Actualmente se considera que producir calidad incluye reducir o eliminar la generación de contaminantes. Es por ello que en un escenario de corte capitalista resulta impostergable incluir el concepto de sustentabilidad, ya que es un factor clave en la toma de decisiones. Si no, las externalidades –aquellas variables no ponderables, que no se contabilizan en el cálculo económico– producen distorsiones a largo plazo, en el mercado y en la economía en general. Un ejemplo de esto es un pasivo ambiental, por ejemplo ¿qué costo implican el aire o el agua contaminados?

Hoy ninguna empresa puede dejar de considerar a los temas relacionados con la protección del medio ambiente como estrechamente vinculados a una extensa gama de relaciones internas y externas que constituyen un pilar fundamental de su estrategia de desarrollo. Desde los métodos de producción hasta el contacto con los clientes y el mercado, se encuentran francamente asociados con el abordaje de la temática ambiental, lo cual evidencia quizás el aspecto central del cambio experimentado a partir de la década de los noventa y con un marcado afianzamiento, ya no como tendencia, sino como proceso francamente irreversible.

Además debe considerarse que el acceso a mercados internacionales impulsa –o debería impulsar– a los países a actuar decididamente para evitar desigualdades competitivas, tales como el “ecodumping”, que consiste en subsidiar la producción a partir de prácticas que, al no proteger el ambiente, no tienen en cuenta los costos asociados a estas.

Los problemas ambientales no sólo han dejado de ser exclusivos de ciertos ámbitos académicos, gubernamentales o ambientalistas, sino que ocupan en la sociedad un lugar central. Han trascendido el mero estatus de responsabilidad del Estado y preocupación de ciertos círculos, en muchos casos considerados injustamente como “ociosos”, para transformarse en un “negocio” de gran envergadura, en cuanto a que reconoce raíces económicas, sociales y culturales, cuyo abordaje es imprescindible por la sociedad en su conjunto. La problemática ambiental puede ser vista, en este contexto, antes que como un problema, como la oportunidad para el desarrollo económico y social.

En síntesis, el desarrollo será sustentable, o no será. Para ello deberemos aprender a producir y consumir de otra manera. Si queremos que la humanidad tenga futuro, la utopía del desarrollo sustentable tendrá que ser realidad.

¿Puede la “Economía Verde” ser una base conceptual y práctica para recorrer este camino?

Aún es difícil asegurarlo. Sí podemos afirmar que, de los tres pilares del desarrollo sustentable, el económico es el que debe adecuarse para revertir el proceso descripto.

En documentos oficiales, el Consejo de la Unión Europea reconoce que es apremiante repensar el modelo convencional de progreso económico, y ello implica promover un tipo adecuado de crecimiento. Por su parte, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) sostiene que el logro de la sostenibilidad requiere contar con una economía adecuada y correcta.

Para alcanzar este objetivo, tanto los países desarrollados como los organismos del sistema de las Naciones Unidas promueven la transición hacia una economía ecológica, o Economía Verde. Para la Unión Europea, una economía ecológica es la que ofrece una manera eficaz de promover el desarrollo sostenible, erradicar la pobreza, y afrontar desafíos emergentes y fallos pendientes en la aplicación. Para PNUMA, la Economía Verde debe mejorar el bienestar del ser humano y la equidad social, a la vez que reduce significativamente los riesgos ambientales y las escaseces ecológicas. La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) la entiende por oposición a la economía marrón, que parcializa, contamina, excluye y destruye.

Pareciera que, a la luz de estas definiciones, no habría mayores diferencias al referirse a la economía como ecológica o verde. Sin embargo, mientras la economía ecológica goza de prestigio académico y reconocimiento internacional, la Economía Verde ha irrumpido en el escenario como una herramienta acotada a la reducción de emisiones de carbono, y al uso eficiente de los recursos. Esto se siente con fuerza en los países en desarrollo, donde se la caracteriza de las más diversas maneras: desde un nuevo camuflaje del modelo capitalista, hasta una amenaza a la soberanía de los países en desarrollo, a través de la imposición de estándares ambientales internacionales.

Para los países desarrollados, en cambio, la transición hacia una economía verde puede ser aprovechada por los países en desarrollo como una oportunidad para contribuir al desacople entre el crecimiento económico y la degradación ambiental, y para acceder al leapfrogging. Esto es, pasar por alto aquellas fases ineficientes, contaminantes y, a la larga, onerosas del desarrollo, a través de un salto directo hacia una vía de desarrollo sustentable, basado en la gestión sostenible y eficiente de sus recursos naturales, y en la promoción de pautas de consumo y de producción sostenibles.

En nuestro país conviven las posiciones más encontradas para abordar esta problemática. Desde el ámbito gubernamental se plantea que “…el debate sobre la economía verde era otro capítulo en el enfrentamiento del Norte con el Sur…” y que “…el concepto de economía verde apunta a generar una certificación de productos para evaluar si son elaborados mediante procedimientos no contaminantes y respetuosos del medio ambiente”. Algunas ONG, como la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN), se orientan a sostener la necesidad de considerar los nuevos mecanismos económicos, dado que evitar el cambio no hace más que contribuir a la continuación de una realidad insustentable. En una posición más dura, Greenpeace Argentina considera que en la postura oficial está implícito el “…queremos que nos dejen seguir contaminando tal como ellos lo hicieron en el pasado…”.

A nivel regional, subsisten también divergencias. Mientras la posición del Mercosur parece más alineada con la posición más inflexible, otros organismos regionales han presentado aportes críticos a la iniciativa, pero con una serie de recomendaciones para avanzar en el camino “verde”. El Sistema Económico Latino Americano (SELA), por ejemplo, señala que, si bien se trata de un mecanismo o instrumento para llegar al desarrollo sostenible, “no basta ir hacia una economía verde, sino que el proceso debe darse de modo que las brechas de la desigualdad puedan realmente reducirse”.

Es decir que aún estamos lejos de acordar una base conceptual y práctica para encaminarnos hacia la utopía del desarrollo sustentable. Cada día parecen más actuales las palabras de Juan Domingo Perón, expresadas en su documento “A los Pueblos y Gobiernos del Mundo”, escrito en febrero de 1972 a propósito de la citada Cumbre de Estocolmo:
“Este, en su conjunto, no es un problema más de la humanidad; es El problema”.

Si no somos capaces de establecer una nueva relación Hombre-Naturaleza, basada en su respeto y en la justicia y equidad entre los hombres y los pueblos, este futuro común será penoso y violento. Aportemos para que sea feliz y pacífico, trabajemos firmemente por la concreción del Desarrollo Sustentable.





* Ingeniero químico. Director académico del Centro Tecnológico para la Sustentabilidad de la Univ. Tecnológica Nacional (CTSUTN). Profesor de la Maestría en Ingeniería Ambiental de la UTN.
** Magister de la Universidad de Buenos Aires en Procesos de Integración Regional con énfasis en Mercosur (Facultad de Ciencias Económicas). Profesora de Geografía. Docente de la MPIR-M y Coordinadora de la Orientación en Desarrollo Humano y Medio Ambiente. Integrante del CTS-UTN.