Gobierno abierto: promesas y desafíos

Gobierno abierto: promesas y desafíos

Los desarrollos tecnológicos facilitan el involucramiento de la población en los asuntos de gobierno. Esto debería promover el desarrollo integral de la sociedad; sin embargo, no siempre funciona así. Las dificultades para lograr los objetivos planteados.

| Por Oscar Oszlak |

En el presente trabajo abordo el tema de “gobierno abierto”, planteando una reflexión sobre las expectativas que genera la disponibilidad de tecnologías que soportan esta nueva modalidad de intercambio entre Estado y sociedad, los supuestos que subyacen a su implantación y los desafíos que debería enfrentar para que sus promesas puedan, efectivamente, realizarse.

El gobierno abierto no es un nuevo desarrollo tecnológico: es una verdadera filosofía acerca de cómo gobernar y de cuál es el rol que juegan el gobierno y los ciudadanos en la gestión pública y en sus resultados. Indudablemente, el rápido pasaje de la web 1.0 a 1.5, y ahora a la web 2.0, ha producido una verdadera revolución, multiplicando las aplicaciones de las tecnologías de la información y el conocimiento (TICs). La posibilidad de compartir información, la interoperabilidad entre sistemas, los diseños centrados en el usuario y las infinitas oportunidades de colaboración a través de Internet, han abierto nuevas y variadas modalidades de interacción social que están modificando velozmente nuestra cultura.

El razonamiento implícito en la noción de gobierno abierto parte de considerar que: 1) la tecnología disponible permite una fluida comunicación e interacción de doble vía entre gobierno y ciudadanía; 2) el gobierno debe abrir esos canales de diálogo e interacción con los ciudadanos, para aprovechar su potencial contribución en el proceso decisorio sobre opciones de políticas, en la coproducción de bienes y servicios públicos y en el monitoreo, control y evaluación de su gestión, y 3) la ciudadanía debe aprovechar la apertura de esos nuevos canales participativos, involucrándose activamente en el desempeño de esos diferentes roles (como decisor político, productor y contralor).

Hasta aquí el argumento y el razonamiento parecen impecables. Sin embargo, más allá de algunas experiencias aisladas relativamente exitosas que podrían abrigar expectativas de una rápida difusión de esta nueva forma de gobernar, los supuestos de los que parten los propulsores del gobierno abierto no se sostienen en la realidad. No pongo en duda que los avances tecnológicos han sido, históricamente, una fuente importante de cambio cultural. Pero la condición básica para que la tecnología incida sobre la cultura es que exista voluntad política para difundir e imponer sus aplicaciones, con todas las consecuencias que ello implica.

Esta afirmación merece una aclaración. La mayoría de las aplicaciones tecnológicas son rápidamente adoptadas por el mercado y los usuarios, sin necesidad de someterlos a compulsión alguna. Pero en el caso que nos ocupa, estamos hablando de abrir la caja negra del Estado y de instar a los funcionarios a que escuchen a los ciudadanos, respondan a sus propuestas, los acepten como coproductores y admitan que deben rendirles cuenta, además de responder a sus críticas y observaciones. Se trata de nuevas reglas de juego en la relación gobierno-ciudadanía. Y si bien podemos aceptar, provisoriamente, que la tecnología permitiría esa interacción, también debemos admitir que para que los funcionarios políticos y los administradores permanentes se muestren dispuestos a funcionar bajo estas nuevas reglas, hace falta una enorme dosis de voluntad política desde el más alto nivel gubernamental para imponerlas. Un grado de determinación que rompa con estructuras y mecanismos decisorios ancestrales, que por muy distintas razones pocos estarían dispuestos a modificar.

Pero además, del lado de la ciudadanía, la filosofía del gobierno abierto supone que una vez abiertos los canales, los ciudadanos estarán prontamente dispuestos a participar y ejercer los roles que potencialmente se les atribuye y reconoce discursivamente. ¿Es posible imaginar esta recreación del ágora ateniense, en un espacio ahora virtual? ¿O, como ocurría en la antigua Grecia, sólo un pequeño grupo de sofisticados oradores y demagogos entablarían un diálogo para discutir y decidir el futuro político de la polis? Lo que pretendo destacar es: 1) que como bien lo ha destacado Amartya Sen, no es concebible la participación de la sociedad civil en el diseño, puesta en marcha y evaluación de las políticas estatales, a menos que esta haya sido empoderada; 2) que el empoderamiento implica que el ciudadano conoce sus derechos individuales y los colectivos, la forma en que se puede obtener la garantía de su ejercicio y la capacidad de análisis de la información pertinente, así como su capacidad de agencia, o sea, de ser o hacer aquello que se tiene razones para valorar, y 3) que aun empoderado, el ciudadano valora la participación política y tiene la voluntad de ejercerla.

Estos supuestos, del lado de la sociedad civil, negarían de hecho las profundas desigualdades económicas, sociales, educativas y culturales de la población, la brecha digital existente entre clases sociales, la distinta capacidad de agencia de la ciudadanía, el alto grado de desafección política que exhiben muchas sociedades y la natural tendencia al free riding de la mayoría de los ciudadanos, que no poseen esclavos que les dejen tiempo libre para acudir, a deliberar, a la plaza virtual.

En definitiva, la tecnología puede producir cambio cultural en presencia de voluntad política, que debería existir tanto desde el Estado como desde la sociedad civil. Por lo tanto, si al menos desde el Estado la voluntad política se ejerciera en todos los planos necesarios como para eliminar o reducir las distintas asimetrías y resistencias comentadas, es posible que una acción sistemática y perseverante del máximo nivel político podría llegar a generar los incentivos necesarios como para que esa nueva filosofía penetre y se instale con habitualidad en las prácticas ciudadanas, de modo que la cultura reflejada en esas prácticas llegue a modificarse.

Políticas públicas y conocimiento

Intervenir en la gestión, sea en el diseño de políticas, su ejecución, monitoreo o evaluación, exige conocimiento. Es probable que las conferencias deliberativas facilitadas por las TICs permitan incrementar el acceso a la información, pero no sabemos realmente si consiguen mejorar el conocimiento. Hay una distancia entre dato e información y otra entre información y conocimiento. En el medio debe haber procesamiento y sistematización: la simple disponibilidad de datos no los convierte en información ni, menos aún, en conocimiento. Por lo tanto, si en la perspectiva del gobierno abierto, el ciudadano está llamado a participar activamente en el proceso de generación y ejecución de políticas, debería como mínimo tener un acceso amplio a fuentes de información. El gobierno debería, entonces, abrir sus repositorios de datos a la ciudadanía y facilitar, además, el procesamiento de la información.

Las informaciones requeridas no son sólo “técnicas”. Casi todos los problemas y las políticas que procuran resolverlos tienen un componente técnico; pero además contienen componentes políticos, institucionales y culturales, y es casi imposible diseñar una política efectiva sin tenerlos en cuenta. A menudo, las políticas estatales fracasan por no estar debidamente “informadas”, fenómeno que pone de relieve el alto grado de improvisación que rodea el proceso de su formulación e implementación. Para tratar de explicar su vigencia, es posible mencionar al menos cuatro posibles causas de este estilo de gestión:

1. El predominio de una visión “presentista”. Las políticas públicas tienen al presente como dimensión temporal excluyente. Se gestiona observando el día a día: el futuro y el pasado, vistos como dimensiones temporales significativas, ocupan un lugar secundario y merecen un tratamiento puramente ritual. Existe una predisposición y urgencia por actuar, con poco conocimiento y en forma inconsulta. Ni el futuro ni el pasado son privilegiados como tiempos verbales que deban conjugarse en la gestión estatal. Incorporarlos implicaría planificar, ampliar significativamente el horizonte de las políticas, conocer mejor hacia dónde se va y evaluar si donde realmente se llegó coincide con donde se quiso llegar… o cuánto hubo que apartarse de las metas. Domina así la improvisación, la actuación súbita, inesperada o irreflexiva, sin prever o anticipar la ocurrencia de obstáculos que podrían interferir en la gestión y hacer fracasar las acciones.

2. La ignorancia sobre los “efectos colaterales” de las políticas públicas. Toda nueva política estatal suele modificar un estado de situación preexistente, fuertemente determinado por una verdadera constelación de políticas públicas vigentes o pasadas. Por lo tanto, cualquiera sea su naturaleza, toda nueva política debería prever no solamente los efectos directos de su aplicación sino también qué otros posibles impactos y consecuencias podría ocasionar y cómo afectaría las decisiones individuales o colectivas de los ciudadanos. Es bastante lógico suponer que esas múltiples decisiones individuales a nivel micro terminan produciendo transformaciones importantes en la estructura social en un nivel macro. Los efectos “colaterales” de políticas erróneas pueden producir altos costos sociales o provocar efectos devastadores en otros planos.

3. La descoordinación “horizontal” y “vertical”. Existe una clara preferencia por una “gestión autista”, tanto sectorial como jurisdiccional. La división del trabajo entre las agencias estatales responde más a consideraciones de especialización funcional que a criterios de problematicidad social. Las unidades gubernamentales fijan fronteras sectoriales entre sí, mientras que los problemas sociales suelen ser transversales, requiriendo diálogo y cogestión. Así como la visión sectorial u horizontal desconoce la integralidad de los problemas, la visión jurisdiccional o vertical desconoce la integralidad del territorio o espacio geográfico sobre el que tienen efectos las políticas. La gestión pública toma así, como límite, la jurisdicción territorial o política, cuando la dinámica de la problemática social atraviesa los límites que establecen la geografía o el derecho constitucional.

4. La ausencia de “respondibilidad”. Los políticos son reticentes a producir la información necesaria para que la ciudadanía pueda controlar la gestión de sus gobernantes y exigirles rendición de cuentas. La cuestión está íntimamente vinculada con la comentada preferencia por el “presentismo”. Y aun cuando las exigencias preelectorales suelen exigir a los candidatos a ocupar el gobierno a que expliciten algunas metas de gestión, la cultura política dominante suele dispensarlos, una vez en el gobierno, de la obligación de rendir cuentas cuando los resultados de la gestión no condicen con las promesas o con los recursos afectados. Es habitual, así, que la información se distorsione, se oculte o simplemente no se genere, ya que en cualquier caso servirá de poco para juzgar realmente su desempeño y, menos aún, para imputarles las eventuales responsabilidades que pudieran corresponderles.

Dadas estas tendencias en el estilo de gestión pública, es evidente que la participación ciudadana no podrá, por sí sola, modificar esas pautas de funcionamiento del sector público. Tampoco podrá ejercerse si no se garantiza el acceso a la información pública y a los canales que permitan a los ciudadanos relacionarse con el gobierno.

La participación ciudadana y el derecho a la información

En las últimas décadas, el modelo dominante de organización social pasó, primero, de tener un sesgo estadocéntrico a tener una orientación pro-mercado o privatista, de cuño neoliberal, para luego, frente a su fracaso, recuperar un rol significativo para el Estado, aunque esta vez de la mano de un creciente papel de la sociedad civil en la gestión pública. El crecimiento de las organizaciones no gubernamentales y los movimientos de base, junto con el surgimiento y difusión de canales de participación de la ciudadanía en las distintas fases del ciclo de las políticas públicas, iniciaron así una tendencia hacia lo que los más optimistas denominan un modelo sociocéntrico. El gobierno abierto acentúa ahora esa tendencia, al convertir al ciudadano en centro y coprotagonista de la gestión gubernamental.

La Carta Iberoamericana de Participación Ciudadana en la Gestión Pública, aprobada por el CLAD en junio de 2009 y adoptada en Portugal por la XIX Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno en diciembre de ese mismo año (véase www.clad.org.ve), constituyó un hito importante en el reconocimiento de los derechos de la ciudadanía a intervenir activamente en las diferentes fases de la gestión pública (v.g. planificación, cogestión, monitoreo). Aun en su carácter declarativo, el documento introduce reconocimientos gubernamentales hacia esos derechos y compromisos políticos de tal magnitud que si estos efectivamente se implementaran, producirían una transformación fundamental no sólo en el modo en que Estado y ciudadanía se relacionan, sino también en la gestión pública tout court.

Formalmente, la suscripción de la Carta obligaría a los gobiernos iberoamericanos a aplicar las TICs en los procesos que posibiliten que los ciudadanos ejerzan su derecho a relacionarse y comunicarse en forma virtual con sus gobiernos y administraciones públicas, para lo cual deberían promover el desarrollo de mecanismos de gobierno electrónico sin restricciones o discriminaciones. El libre acceso a la información en poder de la administración pública es una condición para el ejercicio de tal participación, la que sólo puede verse limitada por escasas restricciones claramente establecidas. Entre otras cosas, incluye el acceso a archivos y registros, la fijación de plazos máximos de respuesta del gobierno, la recepción de la información en formatos accesibles, el conocimiento fundado de los motivos por los cuales no se suministra total o parcialmente y otras condiciones por el estilo.

La Carta no utiliza el término “gobierno abierto”, pero los principios, valores, tecnologías y supuestos culturales e institucionales que menciona se corresponden totalmente con los que plantea la literatura sobre el tema. En esencia, propone un nuevo paradigma social orientado a la búsqueda de una democracia plena, soportada en los derechos de información, participación, asociación y expresión sobre lo público, o sea, en el derecho genérico de las personas a participar en la gestión pública colectiva e individualmente. Para ello, establece que el gobierno debe abrirse a la ciudadanía. La transparencia es el principio orientador de esta apertura unilateral a que se comprometen los gobiernos. Reconoce el derecho a la información que puedan solicitar los ciudadanos, pero también insta a los gobiernos a poner a su disposición aquellas informaciones que den cuentan de sus actividades y resultados, en base a los principios de relevancia, exigibilidad, accesibilidad, oportunidad, veracidad, comprensibilidad, sencillez, y máxima divulgación. Además, los gobiernos se comprometen a crear diversos mecanismos complementarios que promuevan la participación ciudadana, en especial por parte de sectores en condiciones de exclusión y vulnerabilidad social.

La iniciativa de Open Government del presidente Obama inició, en 2010, una tendencia que no hace más que crecer. En 2011, los representantes de ocho países (Estados Unidos, México, Brasil, Sudáfrica, Inglaterra, Noruega, Filipinas e Indonesia) suscribieron una declaración en términos muy parecidos a los de la Carta Iberoamericana –aunque mucho menos detallados– en apoyo al gobierno abierto, que se conoció como Open Government Partnership. Alrededor de otros 40 países se han comprometido a suscribir la declaración. Como resulta evidente, estos avances internacionales en el desarrollo de un marco jurídico e institucional sobre gobierno abierto exigen como condición necesaria para su aplicación un efectivo ejercicio del derecho a la información pública por parte de la ciudadanía.

Formalmente, un creciente número de constituciones nacionales garantizan ahora ese derecho, como regla fundamental de un sistema republicano de gobierno. También establecen la obligación de las agencias estatales de brindar a los ciudadanos la información que requieran, dentro de plazos perentorios y con escasas restricciones, sólo justificadas por razones estrictamente contempladas en la normativa. Casi 100 países cuentan ya con leyes sobre este tema, y en América latina son pocos los que aún no la tienen, entre ellos la Argentina, donde, sin embargo, 13 provincias ya disponen de una norma al respecto. En el ámbito internacional, tanto la OEA como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han reiterado que el acceso a la información constituye un derecho humano y que debe ser promovido y protegido como tal por los Estados, por su contribución al fortalecimiento de la democracia, el desarrollo de una ciudadanía informada y responsable, el control ciudadano de los actos públicos, la rendición de cuentas y el ejercicio de otros derechos económicos, sociales y culturales.

La estricta aplicación de este tipo de normas impediría que los gobiernos, cualquiera sea su signo político, difundan datos distorsionados sobre pobreza, inflación, subsidios al sector privado o padrones de programas sociales, entre muchos otros que resultan necesarios para el diseño, la evaluación y el control de ejecución de las políticas públicas. El fundamento mismo del gobierno abierto descansa sobre esta premisa.

Sin embargo, en la mayoría de los países se registran serias deficiencias y variados grados de incumplimiento de estos preceptos, aun cuando cuenten con la legislación, e incluso con la intención política necesarias. En la Argentina, por ejemplo, se distorsionan las estadísticas oficiales o se retacea, oculta, demora o rechaza lisa y llanamente la información requerida por los ciudadanos. Como lo señala un reciente documento del Plan Fénix: “La información es poder, porque es la base del conocimiento y este es crucial para la acción. Por lo tanto, la negativa a brindar información, su ocultamiento o su distorsión, impiden que ciertas realidades se conozcan o difundan. Por cierto, los gobiernos de cualquier signo tienden naturalmente a manejar el flujo de información pública, pero esta tendencia debe ser contrarrestada por una exigencia sistemática de transparencia en la gestión pública por parte de la ciudadanía”.

Pero aun si los gobiernos garantizaran plenamente el derecho a la información, la posibilidad de que sea obtenida y utilizada por los ciudadanos en su triple rol en la gestión pública (formulación, ejecución y control de políticas) enfrenta, al menos, dos restricciones importantes. La primera es que para ser considerados “abiertos”, los datos deben: 1) ser completos, accesibles, almacenados electrónicamente; 2) ser primarios, susceptibles de ser recogidos en la fuente con el mayor nivel de “granularidad”; 3) ser oportunos, o sea, disponibles tan pronto se los requiera, para preservar su valor informativo; 4) estar disponibles para el mayor número de usuarios y propósitos; 5) ser procesables y permitir su tratamiento automatizado; 6) tener un acceso no discriminatorio; 7) tener un formato no propietario y, por lo tanto, no depender de terceros para su obtención o procesamiento, y 8) hallarse libres de licencia, sin estar sujetos a derechos de autor.

Observadas estrictamente, estas exigencias podrían resultar excesivas frente a las reales posibilidades de respuesta por parte del gobierno. Pero si la observación se amplía, para incluir también los aspectos participativos y colaborativos de la ciudadanía en la gestión pública, es decir, los otros principios del gobierno abierto, las dificultades técnicas, políticas y culturales adquieren una dimensión mucho mayor. Es que en tal caso el problema ya no se limitaría a superar la negativa sistemática y deliberada de los funcionarios a suministrar información al público, sino que pasaría a ser el diseño de los mecanismos que permitirían a las partes interactuantes resolver el tratamiento y procesamiento de enormes volúmenes de datos. En esto reside la segunda restricción: la sobrecarga de datos crece aceleradamente, y aun la tecnología de la llamada “minería de datos” no ha conseguido, todavía, resolver las múltiples dificultades que genera su procesamiento para que puedan ser aprovechables.

Por otra parte, también existen restricciones del lado de la ciudadanía. Su participación no se produce sólo porque el gobierno invite a la población a participar. Debe haber, para que ello ocurra, una oportunidad, que no depende únicamente de la existencia de canales facilitados desde el Estado: las ocasiones más propicias suelen ser aquellas en que un sector de la población se ve amenazado por una política que entraña algún tipo de menoscabo o riesgo a su situación actual. Los ciudadanos no son, por naturaleza, actores políticos. Lo son si participan, pero para ello deben tener una causa o razón que los movilice. Tal justificación obedece, por lo general, a que algún interés económico, un valor profundamente arraigado o un derecho legítimo han sido amenazados por la acción del Estado o de otros actores sociales que detentan ciertos recursos de poder. Este es el fundamento mismo de la acción colectiva. De no existir tales oportunidades, resulta difícil para el Estado conseguir que la población se movilice detrás de causas en las que esta no tenga un legítimo interés.

Por otra parte, ciertos mecanismos de movilización ciudadana desde el Estado pueden obedecer a objetivos puramente clientelistas. Bajo la apariencia de intentar promover una democracia deliberativa, muchos gobiernos ofrecen a veces un ersatz de participación social, intentando ocultar motivaciones de tipo proselitista o respondiendo a consideraciones de patronazgo y reciprocidad en el intercambio de favores políticos. La promoción, desde el Estado, de una participación genuina de la sociedad no es frecuente; diría más bien que la cornisa por la que transitan los gobiernos en esta materia es muy delgada, exponiéndolos fácilmente a caer en la demagogia.

También cabe destacar que las premisas del gobierno abierto parecen apelar a un ciudadano genérico al que se lo reconoce como sujeto de derechos, pero en la práctica la participación social suele expresarse más bien mediante múltiples formas organizativas, más que a través de la solitaria actuación de esclarecidos ciudadanos motivados por alguna causa individual, por más que estos también existan. Si el gobierno no reconoce la enorme heterogeneidad existente en el seno de la sociedad civil y sus variados mecanismos de representación política, puede verse expuesto a que los canales que abra a la participación ciudadana resulten discriminatorios, generen antagonismos o, peor aún, produzcan mayor desafección política. La pregunta que debe formularse todo gobierno realmente dispuesto a promover la democracia deliberativa es en qué circunstancias resulta conveniente y legítimo instituir mecanismos participativos permanentes, no limitados a resolver cuestiones puntuales.

Otro aspecto a tener en cuenta es que promover y poner en marcha mecanismos de participación resulta costoso. No sólo para el Estado sino también para la sociedad civil, donde los interlocutores son organizaciones en las que a) la asociación es voluntaria, b) el compromiso de colaboración de sus miembros y auspiciantes es variable, c) sus dirigentes suelen ser mal o no remunerados, y d) el free riding es casi siempre una posibilidad latente. El costo se ve acrecentado cuando los incentivos a la participación decrecen y la dificultad de atraer participantes activos se incrementa. Por lo tanto, la participación necesita ser organizada y la implementación de las iniciativas debe ser cuidadosamente planificada y monitoreada durante toda la vigencia de la experiencia considerada. La organización de la participación debe ser considerada como un componente ineludible de la estrategia de implementación de cualquier iniciativa.

Algunas reflexiones finales

El terreno de la producción de información es un campo de lucha por la apropiación de conocimiento que resulte verosímil y pueda ganar legitimidad ante la ciudadanía como expresión objetiva de una situación real. Si desde la perspectiva de la relación “principal-agente” aceptamos que el Estado es agente de la sociedad y esta su principal, debemos preguntarnos qué debe conocer el principal y qué el agente. Si la pregunta la planteamos desde el enfoque del rol que la sociedad encomienda al Estado, la respuesta debería apuntar a los resultados que derivan del desempeño de ese papel. Por lo tanto, el objeto de ese conocimiento debería ser la medida en que esos resultados, en última instancia, promueven o no el desarrollo integral de la sociedad, bajo condiciones de gobernabilidad y equidad.

Si bien esta respuesta es todavía vaga, nos señala la dirección de la búsqueda: el Estado debe conocer si los objetivos que se propuso alcanzar en la gestión del desarrollo fueron efectivamente alcanzados porque, cualquiera fuere el caso, debería rendir cuentas a la sociedad por su desempeño. Para la sociedad, la rendición de cuentas representa la base de datos esencial para juzgar si el contrato de gestión entre principal y agente se ha cumplido, si corresponde o no renovarlo o si conviene probar con otros programas o con otros agentes. Para el Estado, entonces, mejorar la información sobre sus resultados equivale a tornar más transparente su gestión y, en caso de haber producido los resultados propuestos, a legitimar su desempeño y a aspirar –si ello fuera posible o deseable– a renovar el mandato de sus ocupantes. Por eso, todo esfuerzo que se realice para aumentar o mejorar la calidad de la información debería servir a una mejor evaluación del cumplimiento del contrato de gestión entre ciudadanía y Estado.

Autorxs


Oscar Oszlak:

Investigador Superior del CONICET/CEDES, PhD en Ciencia Política (U. de California, Berkeley) y Dr. en Ciencias Económicas de la UBA. Miembro del Plan Fénix.