Formar docentes: tradiciones y debates en la historia

Formar docentes: tradiciones y debates en la historia

Desde sus inicios bajo la égida del normalismo, el sistema de formación de docentes en la Argentina atravesó debates ideológicos, coyunturas desfavorables y luchas políticas. Hoy, la embestida de un paradigma basado en la mercantilización de la enseñanza pone en juego la idea de la educación como un derecho y un factor de inclusión.

| Por Pablo Pineau |

Uno de los problemas centrales que tuvieron que enfrentar los sistemas educativos a lo largo de su historia fue la formación de quienes serían sus docentes. Desde las escuelas normales sarmientinas decimonónicas hasta la muy discutible UNICABA macrista actual, diversas propuestas se fueron articulando con políticas educativas generales al calor de los cambios sociales y culturales sucedidos en el país. En los párrafos siguientes intentaremos presentar algunas de sus notas centrales para poder comprender las tradiciones, tendencias, cambios y debates que concurrieron en el armado del actual estado de situación.

La matriz inicial: el normalismo

Hacia mediados del siglo XIX, los principales constructores del sistema –como Domingo F. Sarmiento y Juana Manso– consideraban insuficiente tanto en términos cuantitativos como cualitativos la situación de la docencia previa, por lo que montaron desde el Estado nacional un complejo sistema de formación que pasó a la historia con el nombre de Normalismo. Su base fue la Escuela Normal, institución cuyo origen se remonta a la Revolución Francesa. La noción de “normal” se referiría a que debía ser la instancia responsable de implantar en sus alumnos la “norma” –esto es, el método correcto– que debía regir el sistema. En la misma institución se realizaba la formación teórica y práctica, por lo que debían incluir una escuela primaria –llamadas “departamentos de aplicación”– para llevarla a cabo en su totalidad.

La primera de ellas fue establecida por decreto en 1869, y comenzó a funcionar en la ciudad de Paraná dos años más tarde. A partir de ese modelo institucional y curricular, se fundaron otras en todo el país, en especial en la zona del Litoral. Su amplia y temprana expansión fue un rasgo definitorio de la consolidación del Estado nacional moderno, que se materializaba en una arquitectura templaria de edificios majestuosos.

Con el normalismo se establecieron algunas características que perduraron por largo tiempo en la docencia primaria argentina. En primer lugar, se impuso la condición de contar con un título expedido por institución específica –la Escuela Normal– para el ejercicio de la profesión. En consecuencia, la docencia se fue volviendo una actividad “de tiempo completo” para los sujetos afectados. Junto a esto, terminó de convertirse en una tarea llevada a cabo por laicos que formaban parte del funcionariado estatal.

En segundo lugar, su matrícula provenía mayoritariamente de sectores medios y medios bajos urbanos –quienes podían gozar de becas públicas–, por lo que la opción por la docencia les abrió campos y posibilidades hasta entonces negados por su origen de clase. La escuela fue su trampolín social y cultural, su garantía de ascenso individual por meritocracia, al que dedicaron su vida a afianzar y difundir.

También se propició su feminización, estimulada originalmente por las ideas sobre la educación de la mujer y la coeducación de los sexos que proponían Sarmiento y sus seguidores. Finalmente, hacia 1910, dentro del proyecto de patriotización escolar llevado a cabo hacia el Centenario, se impuso su nacionalización, esto es, la obligación de ser argentinos para poder ejercer la profesión.

El normalismo concebía a la escuela como la maquinaria ideal de inclusión de las poblaciones nativas e inmigrantes para lograr el “progreso” del país, y asociaba esta idea a conceptos como civilización, república, ciudadanía, cosmopolitismo, decencia, trabajo, ahorro, autocontrol e higiene. Los y las normalistas amaban la cultura escrita y tenían a la limpieza, al decoro y al “buen gusto” como sus símbolos culturales más distinguidos, a los que oponían tanto el lujo y derroche aristocrático como la ignorancia, la sensualidad y la “brusquedad” de los sectores populares.

El normalismo procesó –muchas veces mediante la negación, la censura y la persecución– las diferencias de origen de sus alumnos y docentes, y buscó imponerles un imaginario común de cuño ilustrado, con fuertes elementos positivistas, republicanos y burgueses. Su opción político-pedagógica principal fue la “inclusión por homogeneización”. Esto es, la garantía del ejercicio de derechos sancionados en la Constitución Nacional de 1853 para todos los habitantes del país –nativos y extranjeros– mediante la aceptación de un molde social y cultural resumido en la noción de “civilización”. Se produjo entonces una combinación bastante estable de posiciones democratizadoras –mediante la inclusión– y autoritarias –mediante la homogenización– que anidó en la escuela argentina y marcó su posterior derrotero.

La formación para la escuela media

Por su parte, la formación de los docentes para la enseñanza secundaria siguió caminos diferentes que se cruzaron de diversas formas con el normalismo. En el siglo XIX, la regulación explícita para su ejercicio no era una preocupación del sistema educativo. Quienes se desempeñaban como profesores –término que marcaba la diferencia con los “maestros”– eran exclusivamente varones, y pertenecían al mismo sector social que sus estudiantes. Eran generalmente funcionarios preocupados por formar las elites políticas locales activamente articulados al Estado nacional. En muchos casos se trataba de magistrados, profesionales universitarios o intelectuales que no contaban con formación pedagógica específica. Esta marca “aristocrática” de origen tiñó su historia desde entonces.

Pero avanzado el siglo XX, ese primer modelo empezó a resquebrajarse a la par que los colegios perdían la función exclusiva de formación de elites. En ese contexto, aparecieron los institutos de formación docente para el nivel secundario que dieron origen a un “profesorado diplomado”, y la disputa se constituyó alrededor de qué tipo de institución debía tener la legitimidad para otorgar títulos habilitantes. En 1904 se fundó un Seminario Pedagógico, destinado originariamente a capacitar a los graduados universitarios para desempeñarse como profesores. Al año siguiente se organizó como el Instituto Nacional de Profesorado Secundario, al que podían ingresar los maestros que querían desempeñarse en la escuela media. Esta institución convivía –y competía– con las universidades que desde comienzos de siglo habían asumido la función de formar profesores para la enseñanza secundaria.

El crecimiento progresivo del nivel medio produjo importantes cambios en la formación de sus docentes que la acercaron al normalismo. Los nuevos sectores sociales en consolidación lo tomaron como una vía privilegiada de ascenso social y cultural, lo que también fue notable para el caso de las mujeres. De todas maneras, se mantuvo vigente a lo largo del tiempo el debate curricular entre modelos más academicistas –basados en el qué enseñar– y modelos más pedagógicos –basados en el cómo enseñar–.

La formación primaria en el nivel superior

En el contexto de una fuerte expansión matricular e institucional, la situación descripta se mantuvo sin mayores cambios hasta avanzada la década de 1960. El Estado nacional seguía siendo su mayor proveedor, al que se fueron sumando en menor medida los Estados provinciales, la Iglesia Católica y los particulares. Pero en 1969 se produjo una modificación importante mediante el pasaje al nivel superior de la formación de maestros para la escolaridad básica. En ese año, un decreto firmado por el presidente de facto Juan Carlos Onganía cambió la formación de los maestros primarios. Desde entonces, la nueva carrera magisterial pasó a abarcar dos años y medio de formación en el nivel superior, y tuvo como requerimiento de ingreso poseer certificado de aprobación del nivel medio. El principal motivo esgrimido fue que por entonces había un “exceso de maestros”, y que de esa forma se equilibraría el mercado laboral.

Este cambio profundo se produjo en un contexto en el que dominaban tendencias tecnicistas en el ámbito educativo. La terna “planificación, conducción y evaluación de los aprendizajes” ordenaba la propuesta de formación. Esto profundizó la “división técnica del trabajo escolar” separando a los planificadores –concebidos como técnicos “objetivos” que prescribían un currículum articulado alrededor de objetivos conductuales– de los docentes comunes, cuya tarea era “bajarlo” a la práctica de aula. Este esquema se vio profundizado por las políticas autoritarias desarrolladas por la última dictadura cívico-militar.

En los primeros años del retorno democrático se presentaron dos proyectos de gran importancia. En 1987 se propuso un currículum alternativo para la formación de Maestros de Enseñanza Básica, llamado Proyecto MEB, que buscaba articular los niveles medio y superior. De este modo se iniciaba la formación docente en espacios curriculares que correspondían a los últimos años del primero. Además, se trabajó sobre una nueva forma de organización institucional centrada en la participación de los alumnos, que hasta ese momento estaba restringida. En 1991, el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación puso en marcha el Programa de Transformación de la Formación Docente (PTFD) que se llevó a cabo en un importante número de instituciones del país ya transferidas. La principal innovación de esta propuesta consistió en plantear una mejor y más actualizada organización institucional y curricular como parte de la educación superior.

La fragmentación neoliberal del sistema formador

En la década de 1990, de acuerdo con las lógicas neoliberales, las nociones de acreditación, formación continua, calidad, flexibilidad y evaluación orientaron las nuevas políticas. Mediante la Ley de Transferencia de 1992, el Poder Ejecutivo nacional transfirió los institutos a las jurisdicciones donde se encontraban físicamente. En muchos casos, los sistemas educativos provinciales no pudieron generar en tiempo y forma las estructuras necesarias para ocuparse de la nueva función, lo que redundó en la fragmentación del sistema formador. El peso por el cumplimiento de los objetivos propuestos recayó entonces en las instituciones, en un esquema basado en centralización en la toma de decisiones y la descentralización de la resolución de los problemas.

Los ’90 fueron tiempos de deterioro de las condiciones de trabajo docente en términos materiales y simbólicos. De la mano del ajuste y la precarización del trabajo estable asalariado en su conjunto, se produjo un cambio profundo en sus modos de regulación. Se puso el acento en nuevas formas de control y “estímulo”. Inspirados en iniciativas propuestas principalmente por los organismos internacionales, se planteó la definición de nuevos criterios para la carrera laboral de los docentes, así como la definición de estándares a nivel nacional e internacional como mecanismos de acreditación.

Los gremios docentes fueron los mayores opositores a esas concepciones, lo que le permitió a CTERA mostrarse públicamente como un actor de peso en las políticas educativas con capacidad para catalizar distinto tipo de demandas sociales. Un hito al respecto fue la llamada “Carpa Blanca” instalada en abril de 1997 frente al Congreso nacional. La protesta culminó a 1.003 días de su inicio, cuando se logró la promulgación de la Ley de Financiamiento Educativo.

Una apuesta por la inclusión en el siglo XXI

La sanción de la Ley de Educación Nacional en 2006 produjo cambios notables, y brindó un marco para el diseño e implementación de nuevas políticas públicas para la formación docente basadas en la concepción de la educación como un derecho humano. Se propuso entonces la recuperación del lugar del Estado nacional como su responsable principal en una lógica federal con la participación de otros actores, entre los que se destacan los sindicatos docentes, las universidades y los movimientos sociales. Para cumplir este objetivo, en abril de 2007 se creó el INFoD (Instituto Nacional de Formación Docente).

Un proyecto nacional que merece nombrarse sobre este tema fue “Elegir la docencia”, de 2004. Esta iniciativa pretendía incentivar a estudiantes de la escuela secundaria a sumarse a la docencia, contemplaba tres líneas de trabajo (un plan de becas, una propuesta de formación, y un sistema de tutorías) y se articulaba con otros proyectos en acción, como el Programa Integral para la Igualdad Educativa.

Finalmente, en 2013, se fortalecieron las políticas de formación en servicio mediante la creación de un programa masivo gratuito llamado “Nuestra Escuela”, dirigido a la totalidad de los docentes, que partía de reconocer la capacitación como un derecho laboral. Se estructuraba en dos componentes: uno institucional, con sede en los establecimientos escolares, en cuyo marco los docentes desarrollaban jornadas de formación, y otro específico, en el que participaban en instancias de formación sistemáticas referidas a las disciplinas, los niveles y modalidades de desempeño.

Hacia una nueva mercantilización en un contexto de luchas

Como en el resto de las temáticas educativas, desde 2015 la formación docente fue reordenada bajo el mandato de la mercantilización. Los términos que la habían guiado previamente –derecho a la educación, inclusión educativa, formación de una ciudadanía activa– fueron cambiados por concepciones empresariales como calidad, eficiencia, emprendedurismo y competitividad.

Coherente con esto, se debilitaron y desactivaron proyectos en vigencia, y el Estado nacional volvió a correrse de su rol de agente principal. El recrudecimiento de la conflictividad con los sindicatos docentes es una buena muestra de esa situación. Pero su gran novedad es la constitución de la formación docente como un espacio pedagógico en donde algunas de sus funciones principales –como la evaluación, la acreditación y la capacitación– sean brindadas por empresas multinacionales que se ocupan de ellos en términos de tercerización de “servicios”.

Más allá del preocupante traspaso de recursos públicos a manos privadas, esta nueva situación redunda en un ataque a los saberes y tradiciones acumulados por las instituciones y sujetos involucrados. Hoy, a esta visión oficial que busca arrasar con el pasado y poner la obtención de ganancias económicas como su meta única, se opone una visión que busca hacerse cargo de ese pasado para pensarla prospectivamente. En esta última posición se ubica este escrito en el que hemos tratado de presentar en forma somera su rica y conflictiva historia.

Autorxs


Pablo Pineau:

Doctor en educación (UBA). Profesor titular regular de la cátedra de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana (FFyL-UBA) y de la ENS Nº 2 “Mariano Acosta”. Tiene una amplia trayectoria en publicaciones nacionales y extranjeras como autor, coautor y director en temáticas de historia, teoría y política de la educación. Presenta una vasta experiencia en cursos de capacitación docente y de posgrado académico en instituciones argentinas y extranjeras, así como en la dirección y participación en proyectos de investigación. Dirige el Proyecto “Espacios de Memoria” de la ENS “Mariano Acosta” y el Doctorado en Educación de la UN Tucumán.