Estrategias para reducir la corrupción empresaria

Estrategias para reducir la corrupción empresaria

La introducción de nuevas leyes puede ayudar a combatir esta práctica, que trasciende fronteras e involucra tanto a actores locales como multinacionales, a través de sus subsidiarias. Pero en sectores o mercados donde el problema es sistémico, se requiere de procesos políticos de acción colectiva.

| Por Guillermo Jorge |

Introducción

En la Argentina, la relación más tangible entre las empresas y la “elite” se aprecia en el segmento de las grandes empresas privadas, conformado por subsidiarias de empresas extranjeras y por grupos empresarios locales –conglomerados familiares diversificados en varios negocios–. Las grandes empresas explican prácticamente la mitad de nuestra economía. El otro 50% del PBI –y más del 60% del empleo privado– es generado por pymes.

Según los datos más recientes del INDEC, las subsidiarias de empresas extranjeras en la Argentina dan cuenta de alrededor de un 25% de la producción nacional y participan con más del 60% de las ventas de las mayores 500 empresas que operan en el país, liderando especialmente sectores que requieren alta tecnología y mano de obra calificada, como la industria minera, petrolera, varios segmentos manufactureros y telecomunicaciones. Las empresas de capital nacional explican otro 25% del PBI y típicamente lideran sectores que requieren menor tecnología y mano de obra no calificada, como la construcción, agua y saneamientos y recolección de residuos.

La relación de cada tipo de empresa con la corrupción difiere tanto por las relaciones entre quienes detentan la propiedad y ejercen la administración en cada caso, como por los incentivos legales a los que están sujetos. En los párrafos que siguen analizaremos las dos estrategias más comunes para reducir la corrupción en las grandes empresas: el modelo global, pensado para sujetar a las empresas multinacionales a la jurisdicción de su casa matriz por los sobornos pagados en el extranjero, y un modelo de acción colectiva, que bajo ciertas condiciones emerge como solución en mercados en los que la corrupción es sistémica.

El modelo global

Las empresas con casas matrices en países de la OCDE, así como aquellas que cotizan sus acciones en el mercado de valores de los Estados Unidos, están sujetas a riesgos legales específicos por sobornar funcionarios públicos en el extranjero. En otras palabras, la subsidiaria argentina de una empresa multinacional puede responsabilizar a la casa matriz –y a sus ejecutivos– por los sobornos pagados por los empleados locales o por terceros que actúan en su beneficio –socios locales, distribuidores, gestores, prestadores de servicios, lobistas, etc.–. Los sobornos pagados por las subsidiarias argentinas de Siemens por el proyecto de los DNI en los años ’90, o por Odebrecht por varias obras de infraestructura durante el kirchnerismo entran en esta categoría: fueron resueltos en los Estados Unidos y Alemania, en el primer caso, y en Estados Unidos y Brasil, en el segundo, pocos meses después de haber salido a la luz.

La estrategia de responsabilizar a las casas matrices y a sus ejecutivos por los actos de sus subsidiarias se origina en la Foreign Corrupt Practices Act (FCPA), una ley que el Congreso estadounidense promulgó como respuesta a haber descubierto, en el contexto del Watergate, que muchas empresas mantenían fondos fuera de sus libros contables destinados a pagar sobornos para obtener contratos en el extranjero.

Como se trata de una ley asociada al mercado de valores, la FCPA no sólo se aplica a las empresas estadounidenses sino a aquellas que cotizan sus acciones en su mercado de capitales –alrededor de un tercio de las más de 3.000 empresas que cotizan en Estados Unidos–. Muchísimas multinacionales europeas, latinoamericanas y asiáticas que cotizan en Estados Unidos están sujetas a esta ley.

La FCPA tuvo muy poca aplicación hasta fines de los años ’90. El empresariado estadounidense se esforzó por limitar su alcance por la desventaja competitiva derivada de ser el único país que sancionaba los sobornos fuera de su jurisdicción. A mediados de los ’90, la respuesta de Clinton fue internacionalizar la idea, esfuerzo que se tradujo, en 1997, en el tratado contra “el soborno de funcionarios públicos extranjeros en las transacciones comerciales internacionales”, el único tratado internacional auspiciado por la OCDE hasta la fecha.

Actualmente, 35 países que en conjunto superan el 65% de la inversión extranjera directa y más del 50% de las exportaciones globales aplican este modelo. Su implementación está sujeta a un mecanismo de revisión horizontal de los miembros de un tratado internacional auspiciado por la OCDE que presiona para aumentar la competencia regulatoria entre los mayores exportadores. En los últimos 20 años, este sistema ha logrado una implementación lenta pero progresiva. A la fecha, más de 250 empresas fueron multadas por más de 15.000 millones de dólares y más de 500 están bajo investigación.

Centrar la estrategia en la reducción de “la oferta” de sobornos terminó con una discusión norte-sur que dominó el tema durante el siglo XX sobre quién corrompía a quién en la relación entre multinacionales y gobiernos de países en desarrollo y, sobre todo, levantó la vara en la competencia por los negocios internacionales. La discusión se trasladó ahora al eje este-oeste: la mayor apuesta actual de la OCDE es incorporar a China –que ya adoptó las leyes necesarias– al mecanismo que monitorea la implementación del tratado.

Desde el punto de vista teórico, el modelo es una aplicación de la relación “principal-agente”: responsabiliza a las casas matrices (principal) por los actos de sus agentes (subsidiarias). De ese modo, incentiva a las casas matrices a implementar sistemas para prevenir que los empleados en sus subsidiarias sobornen para obtener negocios. La mayoría de los países, además, incentiva con reducciones de sanciones a las casas matrices que se autodenuncian y cooperan con las autoridades (“se arrepienten”).

Esta estrategia es útil para reducir la oferta de sobornos en grandes contratos internacionales con el Estado porque aumenta considerablemente el riesgo de las multinacionales que, descubiertas en un negocio corrupto en un país, pueden perder oportunidades de negocios en muchos otros. Como vemos actualmente en la Argentina con los contratos de participación público-privada, además de las sanciones legales, la financiación internacional de proyectos se limita y/o encarece exponencialmente para empresas sospechadas de corrupción. Por ello, muchas multinacionales que fueron sancionadas en el pasado reestructuraron sus modelos de negocios para evitar nuevos hechos de corrupción. Mediante la implementación de programas específicos, dejaron de actuar a través de agentes y distribuidores, alinearon los incentivos económicos de sus fuerzas de venta con los objetivos legales, dejaron de hacer negocios en determinados países o mercados en los cuales la demanda de sobornos desde el Estado es extorsiva, escalaron los niveles de aprobación para determinadas transacciones y elaboraron minuciosas reglas de conducta, capacitaciones y controles cruzados para sus empleados y socios de negocios que reducen significativamente los riesgos de corrupción. El sistema, como todos los regímenes jurídicos, actúa selectivamente en respuesta a diferentes demandas. En líneas generales, las empresas que operan en industrias en las que varios competidores fueron sancionados toman este modelo seriamente y paulatinamente se aprecia un cambio en las reglas de juego. En otras, por supuesto, los programas son puramente cosméticos.

Las sanciones a las personas jurídicas que se benefician de la corrupción se aplican con independencia de las sanciones a los individuos que toman las decisiones. Este principio es fundamental en las empresas cuya propiedad está dispersa en el mercado de capitales porque asegura que los accionistas adopten medidas para prevenir que los administradores maximicen beneficios en violación a la ley. En estas empresas, sancionar únicamente a las personas físicas –especialmente las que actúan fuera de las casas matrices– no contribuye a modificar los modelos de negocios que incentivan o toleran la corrupción.

La estrategia de reducir la corrupción basada en la teoría del principal-agente, sin embargo, es insuficiente cuando la corrupción es la regla –sea porque se ha extendido en redes público-privadas o porque es organizada desde algún sector del Estado– porque coloca a las empresas frente a la opción de arriesgarse a ser sancionadas o retirarse del mercado, dejando en ellos a jugadores con menos incentivos para cumplir la ley. Esto contribuyó, según muchos analistas, al crecimiento exponencial de empresas chinas –que aún no aplica sus leyes sobre soborno transnacional– en África y América latina en la última década.

Las acciones colectivas frente a la corrupción sistémica

Hasta hace unos meses, la legislación argentina solo castigaba la corrupción de las personas físicas. Esto generaba una estructura de incentivos perversa. Al no haber sanciones para la empresa, estas no solo carecían de incentivos para controlar la corrupción, sino que podían incentivarla organizándose internamente para obtener contratos corruptos. Bastaba con proteger –alejando de las transacciones– a las personas físicas de mayor jerarquía –especialmente los dueños– de modo de “hacer creíble” su falta de conocimiento y participación directa en los hechos. Las recientes confesiones de los empresarios arrepentidos confirman este patrón.

Adicionalmente, el hecho de que muchos sectores de la economía estén cartelizados o regidos por otras prácticas anticompetitivas –abuso de posiciones dominantes, fijación de precios, distribución de los contratos públicos, repartos de mercados o territorios, etc.– contribuye a que las prácticas corruptas se extiendan impunemente entre quienes participan en estos mercados.

Esta combinación entre corrupción y cartelización explica esquemas como “los cuadernos de Centeno” en la Argentina, el “Lava-Jato” en Brasil y, muy probablemente, la adjudicación de la obra pública en la mayoría de los países de la región, centrada en negocios dominados por empresas de capitales nacionales cartelizadas, donde las empresas multinacionales, salvo excepciones, aparecen como terceros, contratistas de los adjudicatarios, permitiéndoles una mejor defensa a sus casas matrices en tribunales extranjeros.

La Argentina adoptó, recientemente, tres leyes que, en el largo plazo y en combinación con otras medidas, podrían modificar este panorama. La ley del “arrepentido”, cuya aplicación se está testeando con el caso de “los cuadernos de Centeno”, permite una reducción de la sanción a cambio de información sobre imputados de mayor jerarquía. La ley que responsabiliza a las empresas por los hechos de corrupción cometidos por sus empleados o terceros, que aún no ha tenido aplicación en nuestros tribunales, incentiva a las empresas a prevenir la corrupción a través de controles internos y les permite colaborar con las autoridades si estuvieran involucradas en un hecho de corrupción, y la ley de defensa de la competencia, que prevé un programa de clemencia que permite tanto a personas como a individuos eximirse o reducir sustancialmente las sanciones de quienes cooperen con la Justicia.

Estos mecanismos, que siguen los lineamientos del modelo global, fueron diseñados para escenarios que requerían reducir la asimetría de información entre las casas matrices y las subsidiarias y en los que la corrupción en los países de origen era percibida como marginal. Prevén sanciones gravísimas y estimulan mecanismos de delación que aceleran notablemente los procesos.

Cuando la corrupción es extendida, estas intervenciones generan transiciones costosas. En Perú, por ejemplo, el caso Odebrecht involucra –por el momento– a 562 empresas, de las cuales 175 quebraron y 310 están al borde de hacerlo, más de 60.000 trabajadores fueron despedidos y la inversión en obras paralizadas representa el 4,2% del PBI 2018. Las obras paralizadas por el Lava Jato en Brasil representan casi 2% del PBI del 2017. El gobierno argentino debió rediseñar la financiación de los proyectos de participación público-privada para evitar, o al menos reducir, efectos similares producto de las investigaciones actuales sobre “el club de la obra pública”.

Evitar estas transiciones abruptas –que muchas veces impulsan retrocesos que perpetúan la corrupción– requiere iniciativas políticas que estimulen la acción colectiva. Como explicó Hobbes hace 350 años, la incertidumbre acerca del comportamiento del prójimo y la falta de una autoridad legítima que genere confianza en el cumplimiento de la ley hacían que, en el estado de naturaleza, y por temor a sufrir en carne propia la violación a las leyes naturales, cada uno encontrara justificado anticiparse y violarlas por sí mismo. Algo similar ocurre con algunos nichos de corrupción en la Argentina. En algunos mercados, las empresas enfrentan un permanente “dilema del prisionero” en el que prima la desconfianza entre pares –si yo no soborno, otros lo harán–. En otros, la desconfianza es minimizada a través de la formación de carteles –a veces inclusive incentivados por el Estado–. En ambos casos, el resultado agregado es un aumento exponencial de los costos colectivos.

Como en Hobbes, la respuesta a estos problemas requiere de un dispositivo contractualista: un acuerdo en el que los diferentes actores del mercado se comprometan con un nuevo equilibrio normativo y, lo que es más difícil de lograr, que la mayoría de los actores tenga la expectativa de que sus pares trabajarán dentro de esas nuevas reglas.

Estos acuerdos son posibles cuando algunos actores relevantes perciben que sus riesgos individuales aumentan, sea porque el esquema salió a la luz, porque cambió el sistema de protección política que lo incentivaba o toleraba o porque nuevas leyes modifican la estructura de incentivos vigente. Los acuerdos pueden ser puramente privados o involucrar al Estado en la re-regulación del mercado y en asegurar las sanciones a incumplidores del nuevo acuerdo. Las sanciones –privadas o públicas– establecen la confianza en la nueva regla y ese proceso, sostenido en el tiempo, tiene el potencial de estabilizar un equilibrio en el cual la corrupción se convierta en un comportamiento marginal.

Un ejemplo reciente en la Argentina es el que lideró la Red Marítima Anticorrupción (MACN, por sus siglas en inglés), junto con varias cámaras de empresas que operan en el sector del transporte marítimo, para reducir la corrupción que imperaba en las inspecciones de las bodegas y tanques de los buques graneleros a cargo del Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa). Estas inspecciones tenían el objetivo de garantizar que el medio de transporte estuviera en condiciones adecuadas para evitar la contaminación de los productos agrícolas exportados. Pero la discrecionalidad de la que gozaban los inspectores, los costos derivados de las demoras que producía la desaprobación de la bodega y la falta de visibilidad y registro de todo el proceso de inspección, consolidaron un negocio ilícito de alrededor de 30 millones de dólares anuales distribuido entre quienes participaban del proceso. Aunque posiblemente hubiera alguna protección política y sindical, se trataba esencialmente de una red de rango medio integrada tanto por funcionarios públicos como por agentes privados. En conjunto, estas condiciones facilitaron el soborno (pagado por barcos en malas condiciones para obtener el beneficio indebido de la aprobación) y la extorsión comercial (sufrida por buques en buenas condiciones que pagaban para evitar costosas e injustificadas demoras). Con el tiempo, la corrupción sistémica en estas inspecciones comenzó a afectar no solo a quienes debían sumar el soborno a sus costos, sino especialmente al comercio internacional de los productos agrícolas argentinos, en la medida en que los mayores costos, sumados a los crecientes riesgos legales, comenzaron a desalentar a las empresas extranjeras a continuar comerciando en el país.

En un proceso de trabajo de más de tres años, durante el cual MACN interactuó con todos los actores del sistema –las autoridades de Senasa, la cámara que nuclea a las agencias marítimas, la cámara de las empresas de inspección privada y la cámara de las empresas exportadoras de granos, entre otros– se relevó el esquema de incentivos que propiciaba la corrupción –que reveló una red de rangos medios más privada que pública– y, en un proceso de discusión colectiva, se formularon propuestas para cambiar ese equilibrio. La discusión consideró, necesariamente, las ventajas y desventajas comerciales, legales y financieras que enfrentaba cada actor en el mercado y cómo impactaría en ellos un equilibrio sin corrupción.

De común acuerdo con las empresas del sector, el Senasa reformó el marco regulatorio en noviembre de 2017. La acción colectiva continúa durante la implementación de la reforma, a través del monitoreo bimestral de todos los actores de su funcionamiento y el entrenamiento de los actores clave, públicos y privados, en el nuevo sistema. Los sobornos disminuyeron de más de un 90% de los buques antes de la reforma a menos del 1% desde que todos los actores acordaron nuevas reglas. No hubo nueva legislación ni intervención de la justicia penal.

Conclusión

Los nuevos dispositivos normativos que la Argentina ha incorporado a su legislación –siguiendo un modelo global, ya implementado en más de 100 países– tienen el potencial de modificar un equilibrio de alta corrupción que primó durante décadas. Por primera vez, existen riesgos concretos que incentivan a las empresas a prevenir la corrupción futura y a cooperar con las investigaciones del pasado.

La justicia, sin embargo, ha sido diseñada para resolver casos individuales. Su intervención en problemas sistémicos es esencialmente disruptiva porque carece de herramientas para modificar políticas públicas. Si no es acompañada por procesos políticos que modifiquen los incentivos en cada industria en los que la corrupción es extendida, las investigaciones dejarán sabor a poco.

La transición de mercados cartelizados y corruptos a mercados potencialmente más competitivos y transparentes representa una encrucijada difícil para gobiernos y empresarios. Acciones colectivas como la que desarrolló la industria marítima junto al Senasa muestran un camino posible para restablecer equilibrios de baja corrupción. Lejos del idealizado “pacto de La Moncloa” al que usualmente recurren las fuerzas políticas en respuesta “al problema de la corrupción”, esa experiencia muestra la necesidad de intervenciones sectoriales que diseñen dispositivos adecuados a los incentivos económicos de cada actor relevante para minimizar los riesgos de cartelización y corrupción.

Autorxs


Guillermo Jorge:

Abogado (UBA, 1995), Master in Laws (Harvard University, 2003); investigador principal del Centro de Estudios Anticorrupción de la Universidad de San Andrés; Global Adjunct Professor de la Universidad de New York; socio de Governance Latam.