Estado y ciudadanía fiscal

Estado y ciudadanía fiscal

Una buena política fiscal es primordial para lograr un pacto social más equitativo y con mayor inclusión. Para eso, es necesario cambiar el modo de entender a los impuestos por parte de la población. El rol de la educación ciudadana, la eficiencia en la gestión y la adopción de nuevas tecnologías.

| Por Alejandro M. Estevez* y Susana C. Esper** |

Estado, impuestos y pacto social

Toda comunidad humana nace de una especie de acuerdo –tácito o deliberado– donde se establecen derechos y también obligaciones para cada una de las partes. Los contractualistas explicaban que la sociedad misma nacía de un pacto político en el cual el Estado asume obligaciones frente a la ciudadanía y esta, a su vez, recibe derechos, aunque también responsabilidades. De cuán equitativamente estén repartidos esos derechos y obligaciones dependerá qué tan igualitaria sea la sociedad en cuestión.

Por supuesto, tendemos a pensar que los impuestos son un hecho técnico, una cuestión de burócratas y especialistas en la materia. Nuestra percepción es errónea porque, más allá de que estemos decididos a reconocerlo o no, son un eje central de nuestras vidas. Ninguna comunidad, desde las más pequeñas hasta las más abarcativas, logra sobrevivir si no destina algún tipo de recurso material a su sostenimiento. Así, todo pacto social y político tiene como contrapartida una dimensión fiscal. Y aunque los impuestos no constituyan una idea feliz para los ciudadanos, el cumplimiento de las obligaciones tributarias es una de las piedras angulares de toda sociedad que se jacte de ser equitativa, dado que forman parte de las principales herramientas que los Estados tienen para redistribuir el bienestar en sus comunidades.

Desde lo impositivo, decimos que una sociedad es igualitaria siempre que el peso de sostenerla esté equitativamente distribuido en la misma. Justamente por eso es que la estructura fiscal no es un mero dato de una sociedad. Por el contrario, es un fiel reflejo de qué tan igualitaria es, dado que revela la estructura de poder de esa comunidad y plasma, consecuentemente, quiénes serán los que deberán soportar el costo de financiarla. El sistema impositivo es, en este sentido, un mapa claro sobre el territorio. Revela quién gana, quién pierde, quién sufre los mayores y menores costos: quién pertenece y quién no.

Varios de estos temas han sido tratados, muy profundamente, por la sociología fiscal. Justamente, uno de los máximos representantes de esta escuela, Joseph Schumpeter, señaló que la fiscalidad es el espejo de una nación, porque el espíritu de la gente, su nivel cultural, su estructura social y los trazos de su política dejan una impronta en la historia de esta. La idiosincrasia fiscal refleja el conjunto de metas, fines, valores, actitudes y conductas que una sociedad se otorga a sí misma: da cuenta de sus prioridades en tanto comunidad, de sus relaciones de poder y de su estructura social. Nada muestra tan claramente el carácter de una sociedad y de una civilización como la política fiscal adoptada por sus gobernantes; allí conocemos la agenda, los intereses y prioridades y las cuestiones vistas como irrelevantes. Hablar de este pacto político y fiscal es, entonces, describir la cultura misma de toda una sociedad.

¿Son los impuestos un fenómeno político?

Ahora bien, es común escuchar que los Estados latinoamericanos han logrado institucionalizar (con disímiles grados de éxito) democracias representativas y sistemas políticos de reglas estables, al punto de asegurar las transiciones democráticas y dejar atrás las décadas de golpes militares y gobiernos de facto. Sin embargo, dado que la tributación es contracara directa de dicho orden político y una herramienta central en la búsqueda de la equidad, ¿podemos afirmar que estos mismos Estados han logrado establecer contratos fiscales con ese nivel de estabilidad y consenso con sus ciudadanías?

Natalio Botana explica que no sólo nuestro país en particular sino los Estados latinoamericanos en general, lograron institucionalizar efectivamente la Constitución política (el ordenamiento jurídico que sustenta la vida en el Estado de derecho). No obstante, no han podido dar la misma vida a la Constitución económica, que es aquella forma que el Estado prevé para financiarse y para asegurar el marco jurídico que sustenta a la Constitución política (es decir, financiar la serie de bienes y servicios públicos que asegura el ejercicio pleno de la ciudadanía). Con respecto a esto, vale destacar algunas cuestiones que parecerían ser situaciones permanentes para la Argentina.

Para empezar, es indudable que el fuerte énfasis en el impuesto al consumo actúa directamente en desmedro de la equidad, dado que las clases más perjudicadas son siempre las más desposeídas. Ya desde Aristóteles, podemos asumir que lo justo es lo proporcional y, consecuentemente, lo equitativo.

En segundo lugar, para nuestra ciudadanía, el impuesto no es un hecho político. Esto es así porque es inexistente la vinculación entre el fundamento de la participación política en un sistema democrático y el cumplimiento impositivo. El proceso de definición de la cultura política argentina no se relacionó efectivamente con la idea de que es necesario sostener “económicamente” ese espacio de participación. Si en la Revolución Americana queda claro que no es válido ningún tipo de impuesto que no genere la posibilidad de ser debatido y aprobado a través de los representantes del pueblo (lo que queda plasmado en la famosa fórmula de no taxation without representantion), este elemento está ausente en nuestra mentalidad política. El hecho de que el Estado tradicionalmente se haya sustentado en base a la emisión, la toma de deuda externa o la venta de activos públicos o recursos naturales hasta la crisis de 2001 podría explicar, en buena medida, por qué la conciencia tributaria (y, más en general, los temas impositivos) suele estar ausente de la agenda de los ciudadanos argentinos. Nadie reclama calidad sobre lo que no siente que le pertenece. Parte de esta memoria histórica se debe a que los ingresos aduaneros generados por el puerto de Buenos Aires fueron la primera fuente de sustentación económica de nuestra naciente república.

Por otra parte, la idea de “espacio público” no está claramente escindida de la idea de gratuidad. Si el espacio y los bienes y servicios públicos son aquellos a los que –al menos en teoría– todos podemos acceder, no tenemos realmente presente que, si existen, es porque se destina parte del erario público a dicha función. Continuamente homologamos el espacio público a lo “gratis”, lo cual tiene terribles consecuencias. Para empezar, no se exige una rendición de cuentas, dado que es “gratis”. Y, como ya sabemos, “a caballo regalado…”. Además, lo que es público hay que aprovecharlo, aserrarlo, reducirlo, porque es “gratis”. No tiene mucho sentido, entonces, que todos cuidemos y preservemos “lo público”; más bien tenemos que aprovecharlo. Tanto el individualismo extremo y destructivo como la falta de solidaridad son factores que inciden directamente sobre esta percepción: ¿para qué esforzarse en mantener algo que no es de nadie, ni que nadie cuida, ni que a nadie le interesa? La corrupción también incide sobre esta idea, ya que la percepción de que el Estado permite (haciendo la vista gorda) que un bien público sea utilizado con fines privados, atenta directamente contra la idea de equidad.

En cuarto lugar, a esto se agrega el hecho de que el Estado (por incapacidad fiscal) no siempre ha sido eficiente en garantizar las obligaciones que su Constitución política le impone (seguridad, justicia, defensa, salud, educación, etc.), generando aún más percepción de inequidad. Entonces, si la ley suprema es la garantía de la igualdad jurídica, la debilidad de la constitución económica es campo fértil para las desigualdades sociales. Ello es aún más grave si se generaliza la percepción de que existen sectores privilegiados que no cumplen con sus obligaciones tributarias. Se generaliza, entonces, la idea de un ciudadano “a medias”, un subciudadano, que presta una relativa atención a la cuestión política mientras que ignora por completo a la necesaria contracara del compromiso impositivo que sustenta a la cuestión pública o al contrato social. Somos ciudadanos políticos, pero no necesariamente ciudadanos “fiscales”. Votar sería un poco más fácil que pagar impuestos.

En consecuencia, son múltiples los desafíos estructurales y culturales. Sin dudas, la herramienta tributaria debe ser utilizada directamente en pos del bienestar de la ciudadanía, dado que una recaudación más transparente es más equitativa, a la vez que garantiza los recursos necesarios para políticas que aseguren la inclusión social.

Facilitar el cumplimiento para fomentar la equidad

Como administrador del sistema tributario, consecuentemente, el Estado debe ser un participante activo en la búsqueda de una sociedad lo más igualitaria, equitativa e inclusiva posible.

En cierta manera, hoy las tendencias organizacionales que se registran en el mundo en materia de administración tributaria constituyen un pilar fundamental en la búsqueda por mejorar el cumplimiento tributario.

En primer lugar, el reconocimiento del estatus de ciudadano del contribuyente, a partir del cual se asume que el mismo debe ser educado en el cumplimiento de sus obligaciones (con el fin último de generar la mayor voluntad de cumplimiento posible). La pauta de comunicación ha evolucionado notablemente, contrariamente al paradigma anterior, donde el contribuyente es visto únicamente como un sujeto de fiscalización, bajo la idea de que el cumplimiento tributario sólo podía ser logrado a partir de la generación de percepción de riesgo. En este marco, muchas administraciones han encarado el desafío de la educación tributaria, bajo el lema de que el impuesto ya no debería ser visto como una cuestión de especialistas, sino que es una obligación y ocupación de todos los ciudadanos.

En segundo lugar, aunque para nada escindido de lo ya comentado, hoy los Estados tienden a la democratización en el trato hacia el contribuyente, que no sólo debe ser receptor de amenazas, sino de información que le permita y agilice el cumplimiento de las obligaciones impositivas. Internet y la Web (a tono con un marco mayor que es el del e-government o gobierno electrónico) han propiciado notoriamente este hecho. Hoy los gobiernos cuentan con páginas web que permiten a los contribuyentes mantenerse informados, sin necesidad de asistir a las reparticiones públicas.

En tercer lugar, la facilitación del cumplimiento se orienta a disminuir los costos del mismo, por medio de políticas como las campañas informativas, la informatización de las aplicaciones y la puesta en marcha de regímenes simplificados para pequeños contribuyentes (siendo que los mismos no siempre pueden recurrir a especialistas para asesorarse). Es una realidad que la facilitación difícilmente podría ser lograda si no se contase con las nuevas tecnologías. La inclusión de la informática permitió múltiples adelantos, no sólo en la gestión. La utilización de sistemas permitió unificar procedimientos y criterios, asegurando un trato igualitario a todos los contribuyentes. A su vez, separó a los funcionarios de los administrados, erradicando posibles focos de corrupción en base a la utilización de las potestades discrecionales de los primeros. Los grandes contribuyentes (que son quienes aportan la mayor parte de la recaudación) no requieren de este tipo de asistencia dado que pueden contar con especialistas que resuelvan sus problemas. Por ende, es evidente que la política de facilitación y comunicación está enteramente dedicada a la ciudadanía en general (cuyo aporte en tributos es sensiblemente menor, en comparación con el del grupo anterior). Por otra parte, la tecnología que permitió la facilitación también favoreció la mayor eficiencia en la gestión por parte de la administración, lo que genera un menor gasto administrativo (y por ende más recursos estatales) y mayor capacidad de controlar e imponer la ley a quien incumple, alentando un trato más igualitario y equitativo entre los ciudadanos.

Facilitar el cumplimiento permite mayores recursos disponibles para las políticas sociales, lo que puede redundar en un gasto público más orientado a la redistribución del bienestar en una sociedad. Además, disminuir los costos de cumplimiento facilita la entrada de los ciudadanos en la economía en blanco, con todos los beneficios que de ello redunda.

La confianza como elemento constitutivo del pacto de equidad

La percepción de que el Estado no cumple con las obligaciones que la Constitución política le exige, genera un gran riesgo en el componente cívico de una sociedad: el ciudadano se considera avalado a no cumplir con las normas y, de hecho, se es indulgente con el incumplidor, porque su actitud es vista como una manera de “equilibrar” esa injusticia. Sobre todo si el Estado es funcional a ese fenómeno, haciendo la “vista gorda”, entonces no genera reglas claras ni un trato igualitario hacia la ciudadanía.

Probablemente este contexto derive en una especie de cultura de la “desconfianza”, donde no existen reglas claras ni hay respeto por los códigos pactados. Consecuentemente, la incertidumbre aumenta, por lo que los ciudadanos estarán continuamente esperando que sus derechos sean avasallados, y en el cálculo por evitar esas traiciones disminuye el temor a transgredir e, incluso, a recurrir a la corrupción como recurso.

Por el contrario, las estrategias de acercamiento y educación al contribuyente facilitan el cumplimiento tributario y la información ciudadana, lo cual debería elevar el margen de confianza y, por ende, la voluntad de cooperación por parte del contribuyente.

Asimismo, el ciudadano experimenta desprotección por parte del Estado, lo que lo lleva a aumentar su sensación de exclusión, en la baja posibilidad de movilidad social –lo cual anula la esperanza de que en el futuro se estará mejor– y en la regresividad y la falta de reciprocidad del sistema impositivo. Como resultado, hemos construido una cultura del incumplimiento, acompañada de una “indulgencia”, que nace de la noción de contrato “incumplido” por parte del Estado. Además, la generalización de la percepción de corrupción –cristalizada en la convicción de que los recursos no se dirigen a quienes más los necesitan–, acompañada del creciente nivel de exclusión, la baja calidad de los bienes y servicios públicos y la falta de castigo a los incumplidores más graves, favorece esta lógica: el ciudadano ya no se siente responsable por las obligaciones que ese pacto le acarreaba, porque siente que el sistema no es equitativo. A pesar de que se entiende que el incumplimiento es un delito, se lo acepta –y hasta es promovido– socialmente. Esa indulgencia hacia el “incumplimiento” merma no sólo el compromiso del ciudadano con el pago de los impuestos sino también el costo moral de evadir, tanto hacia el Estado como hacia el resto de la sociedad.

¿Es reversible esta situación? Como toda cuestión política que implica un cambio cultural, creemos que tiene que tener necesariamente una mirada de largo plazo que trabaje sobre los siguientes tres ejes: a) la educación tributaria extendida a todos los sectores sociales y en todas las instancias educativas posibles; b) la estabilidad normativa: los cambios continuos en las normativas no ayudan a crear una noción de cierta permanencia y estabilidad de la reglamentación impositiva, y por lo tanto, dicho orden normativo encuentra problemas para institucionalizarse, y c) la informatización y transparentación de todas las instancias posibles en las cuales el ciudadano debe tratar con el Estado. La adopción de la informática como un nuevo principio organizador de ciertas cuestiones públicas tiene un efecto benéfico desde varios puntos de vista, porque baja los niveles de discrecionalidad que pueden existir en la relación fisco-contribuyente y al mismo tiempo llevan un nivel de transparencia mayor en ciertas operaciones.

El gran desafío que tienen por delante las democracias latinoamericanas es el de conciliar tres elementos muy complejos de por sí, como son estabilidad, inclusión social y transparencia.





* Lic. en Ciencia Política (FCS/UBA). Mag. Sc. en Administración Pública (FCE/UBA). PhD en Administración Pública (Université du Québec). Profesor universitario (UBA) e investigador del Centro de Investigación en Administración Pública (CIAP) de la Facultad de Ciencias Económicas, UBA. Director de la ONG Polipub.org.
** Lic. en Ciencia Política (FCS/UBA). Mag. Sc. en Administración Pública (FCE/UBA). PhD Candidate (HEC Montréal). Investigadora del Centro de Investigaciones en Administración Pública (CIAP) de la Facultad de Ciencias Económicas, UBA. Directora Ejecutiva de la ONG Polipub.org.