Escuelas, tecnologías y docentes, ¿nuevos escenarios para viejos problemas?
La familiaridad de las nuevas generaciones con la tecnología plantea desafíos para docentes y pedagogos. De todas formas, esto no implica poner en cuestión los saberes que los chicos aprenden en la escuela. Por el contrario, es necesario pensar en contextos de encuentro, donde puedan darse vínculos de intercambio y mutuo aprendizaje.
Tres elementos sostuvieron históricamente a la escuela como escenario de transmisión de la cultura: los docentes o enseñantes (adultos con saberes específicos), un conjunto de saberes a ser transmitidos (de distinto orden: letras, operaciones matemáticas, narrativas acerca de quiénes somos, normas de convivencia, etc.) y los alumnxs (mayormente niñxs y jóvenes que necesitan de esos conocimientos y que viven en sociedades donde se ha establecido que el mejor modo de acceder a ellos es en la escuela). Aun con los cambios culturales que las sociedades han experimentado desde la configuración de los sistemas escolares, este “triángulo” sigue estando en el centro de la experiencia escolar actual. Sin embargo, la envergadura de las transformaciones que los desarrollos de la tecnología han introducido en las últimas décadas en relación al acceso al conocimiento pone en duda el futuro de las formas escolares, al menos en la forma en que las conocemos.
Quizá valga la pena revisar de qué manera las tecnologías digitales alteran los modos en que históricamente se pensó a los sujetos que participan en la educación escolar, para atender a los desafíos que nos presentan a quienes somos docentes.
Acerca de los que aprenden en la escuela
Si hay una metáfora que se ha usado hasta el hartazgo para caracterizar al escolar en las pedagogías que nacieron al calor de las instituciones escolares, es la del niño o de la niña como tabula rasa. Muchas imágenes la acompañaron posteriormente: la de “recipiente vacío”, la de “página en blanco”, y hasta en el trabajo de Paulo Freire, cuando construye la metáfora de la “educación bancaria”, se hace alusión al alumnx como alguien por llenar o completar. En respuesta crítica a estas imágenes, los desarrollos del mismo Freire y otras pedagogías como las de la escuela nueva opusieron otro modo de ver al alumnx: la del portador de una naturaleza específica, con una potencia que debe ser desarrollada, donde la educación es necesaria como ambiente respetuoso de esa potencia pero a la vez estimulador, propiciador y regulador; la de un alumnx-sujeto, protagonista de su educación. Entre estas dos figuras podemos situar la doble etimología del verbo educar: educere (conducir o sacar fuera de uno mismo, acompañar hacia lo desconocido) y educare (cuidar, desarrollar, alimentar o nutrir una interioridad que ya se encuentra dada). Pero en cualquiera de las dos acepciones no es solo la concepción de niñx o joven y el modo de entender el aprendizaje lo que se pone en juego. En relación a la figura del adulto, de enseñante, se hace presente la idea de proveer, de pasar, de transmitir, otorgándole suma importancia. Y esta centralidad se mantiene aun cuando lo ubica como guía o acompañante.
Es que el vínculo docente-alumnx se sostiene sobre la existencia de una asimetría que ha hecho de la experiencia educativa un elemento central en la vida de niñxs y jóvenes. Asimetría que tiene que ver con responsabilidad, con cuidado a lxs recién llegadxs, con tramitación de unas herencias culturales y de unos conocimientos y saberes centrales para que ese estudiante pueda ser parte de la sociedad que lo recibe.
Sin embargo, se ha hecho corriente un nuevo término para nominar a quienes llegan a las escuelas: el de nativos digitales. Algo de lo que el término enuncia pareciera desdibujar esa asimetría constitutiva del vínculo docente-alumnx: si la tabula rasa habilitaba todo tipo de intervenciones por parte del docente y de la escuela, este término parece ponerlas en duda e incluso inhabilitarlas.
Es que la expresión nativos digitales señala que los niñxs y jóvenes, por ser parte de una cultura digital, portan competencias, habilidades y saberes ligados a la tecnología. El término “nativo” pone en el acento en eso que el niñx y joven “saben” desde su nacimiento, como si lo trajeran consigo. La expresión que se escucha ligada a esto suele ser: “Lxs chicxs vienen con el chip incorporado”, y suele sostenerse que esta condición de nativos lxs posiciona de un modo ventajoso, les da poder, al alejarlos de una mirada de las nuevas generaciones como carentes o necesitadas de asistencia adulta.
La noción de “nativo” se usa usualmente frente a la lengua: se dice que uno es nativo del idioma que habla la comunidad donde uno nació. Se la usa para señalar la fluidez, cercanía, capacidad de aprender, facilidad con la que los más jóvenes incorporan algo. También es una noción que se utiliza para señalar que los nativos digitales procesan información y la usan de un modo diferente de sus predecesores. Como que la novedad, extrañeza o dificultad que la tecnología representa para los adultos es, en cambio, familiaridad absoluta para niñxs y jóvenes. Si bien todos sabemos que nadie “nace” con este o aquel saber, así como nadie nace sabiendo hablar, caminar o sumar, el término “nativos digitales” ha sido útil para hacer visible una diferencia generacional en la apropiación de la tecnología.
Difícil es negar esto de que los niñxs y jóvenes que están en nuestras aulas tienen una fluidez que nosotros no tenemos con los dispositivos y las lógicas del mundo digital. Sin embargo, es necesario revisar lo que esta noción trae consigo. Por un lado, construye una imagen homogénea de las generaciones, unifica sus experiencias, invisibilizando las diferencias que existen frente al acceso y apropiación de la tecnología: diferencias que son económicas, culturales, geográficas. Diferencias que se juegan tanto directamente (en relación a la calidad de dispositivos a los que se accede, el ancho de banda de las conexiones, etc.) como indirectamente, ligadas a la familiaridad que algunos sectores sociales, por sus experiencias, tienen con el mundo digital, y que los posiciona de mejor modo para ser parte de él.
En segundo lugar, cabe señalar que el término “nativo” también invisibiliza que esxs niñxs aprendieron eso, desplegaron procesos alrededor de ese aprendizaje que no vino con ellxs en los genes (el hecho de que esa “familiaridad” con la tecnología ocurra antes de que vayan a la escuela es quizá lo que nos sorprende, dado que durante mucho tiempo se alentó cierta sinonimia entre educación y escolarización). Esa invisibilidad desconoce que, como adultxs y educadores, debemos poder responder a las preguntas acerca de cómo se producen esos aprendizajes.
Y ligado a eso, se suele construir una especie de ingenuidad acerca de qué se trata esta familiaridad con la tecnología, como si esos aprendizajes vinieran a ocupar el lugar que tenían los aprendizajes que se hacían en el ámbito escolar. Como si, por tener una familiaridad con los artefactos y la cultura digital, no necesitaran lo que los procesos de escolarización ofrecen.
Pero las operaciones cognitivas que un niñx pone en juego cuando aprende a utilizar un celular, a comunicarse a través de imágenes, cuando juega en un entorno digital, ¿reemplazan aquellas operaciones que se ponen en juego con la lectoescritura y el cálculo matemático? Los saberes propios del manejo de los entornos digitales, ¿son saberes ligados al conocimiento o son destrezas? No es nuestra intención despreciar la curiosidad, la autonomía y la cooperación que ponen en juego niñxs y jóvenes para moverse en un entorno digital, por fuera de los saberes que se aprenden en la escuela. Pero ¿qué relación mantiene con ellos?, ¿puede reemplazarlos?
Acerca de los adultos, “migrantes” en un mundo que creían propio
Soy docente desde hace más de 30 años. Suelo contarles a los estudiantes con los que trabajo que soy de quienes fuimos a tomar un curso de computación, allá lejos y hace tiempo, para poder aprender a utilizar una de las herramientas básicas de una computadora: el procesador de texto. Como muchos docentes, aprendí a usar tecnología siendo adulta, y lo hice en una escena escolar: con un profesor o instructor, en un curso con un contenido preestablecido, en un aula que tenía computadoras pero también pupitres y pizarrón. Para incorporar la tecnología a mi trabajo y a mi vida cotidiana tuve que recurrir a más educación formal y, aun habiéndole puesto mucho esfuerzo, considero que estoy lejos de haber incorporado mucho de lo que actualmente saben los adolescentes y jóvenes que me rodean. Quizás esto les sucede a muchos de los docentes que están leyendo estas páginas o a los docentes con los que trabajan. Se nos ha llamado “migrantes”, en contraposición a los “nativos”.
En las instituciones educativas, además de docentes “migrantes” existen docentes jóvenes, quienes ya son parte de las generaciones que han crecido en una cultura digital por su edad. Si existe una brecha entre las generaciones, debería ser bastante más pequeña para ellos. Sin embargo, seguimos viendo una distancia entre los docentes y los estudiantes a la que llamamos brecha digital, aun cuando los maestros que vienen ingresando a las escuelas y que tienen entre 22 y 30 años sean ellos mismos parte de las nuevas generaciones. Quizá sea porque no va de suyo que por ser jóvenes y entrar en las cuentas de los “nativos digitales” hagan una gran diferencia como enseñantes en las escuelas. Y digo esto no porque crea que no tienen mucho que ofrecer, sino porque creo que enfrentan preguntas sobre la tarea de enseñar que son nuevas, ligadas a la cultura digital, pero también preguntas viejas, propias de la tarea de educar.
Creemos que la mayor o menor “familiaridad” con la cultura de los estudiantes no diluye la necesidad de un docente ni garantiza una transmisión más lograda. Quizá sea necesario volver a situar preguntas que son más viejas que estas tecnologías y que hay que volver a responder, una y otra vez, cuando trabajamos con jóvenes: ¿qué hace a un docente?, ¿dónde reside su autoridad?, ¿es una cuestión de conocimientos, de actitudes, de apertura? La cercanía con la cultura de los estudiantes, ¿garantiza una transmisión lograda? Ser “migrantes”, ¿constituye en sí un obstáculo?
La retórica de los nativos digitales puede volverse una distracción para entender los desafíos que los jóvenes enfrentan en un mundo conectado. Y también puede distraernos de las preguntas que como docentes debemos responder. ¿Qué creemos que un niño o joven necesita saber? ¿Cómo sostenemos la necesidad de esa transmisión? ¿Cómo enfrentamos, desde nuestro oficio, el acompañamiento que todo niño o joven necesita para encontrar su lugar en este mundo?
Si bien la tecnología edita nuevas preguntas, existen otras, ligadas a qué enseñar, por qué y para qué, a quién, que necesitan seguir siendo respondidas. Y, como en otros tiempos, las respuestas de los docentes son heterogéneas, y no sólo porque son “migrantes digitales”.
A lo largo de mucho tiempo, al enfrentarnos a los diversos diagnósticos sobre la crisis de lo escolar y los pronósticos acerca de su posible desaparición (no todos son nuevos ni necesariamente se ligan a la tecnología), soy de las que me he sumado a los argumentos políticos de la importancia de sostener las instituciones escolares: a su importancia en relación a la inclusión, a la necesidad de que sigan existiendo mientras no se perfilen prácticas de transmisión que garanticen un reparto igualitario de las herencias culturales, a su dimensión de reconocimiento del otro y de sus operaciones de incorporación a la vida colectiva. Sigo apostando por la escuela, aunque reconozco en su interior muchos elementos que quizá ya no tienen lugar.
Hace unos años empezó circular un texto del filósofo Jacques Rancière, El maestro ignorante, que seguramente conocen. En mi caso particular, cuando lo leí me produjo incomodidad: aquella que deviene de mostrar, desde una perspectiva más amplia (en términos históricos), el vínculo entre los procesos de escolarización y lo que Rancière llama “tiranía”, embrutecimiento, o dominación. Algunas lecturas posteriores me hicieron entrar a su obra por otros caminos, y hay uno que tiene que ver directamente con la cuestión de la tecnología, que me gustaría compartir con ustedes.
Rancière afirma que las personas pueden aprender, de hecho aprenden desde que se suman a la cultura. Señala la igualdad de las inteligencias a partir de que todos aprendemos la lengua materna, por unos procesos que no son escolares, sino por una especie de inmersión en la cultura. Nadie nace sabiendo hablar, sin embargo lo aprende en el marco de unos vínculos, de procesos de repetición, e incluso de imitación: un aprendizaje que no sigue los métodos de la transmisión escolar.
Algo semejante ocurre con el aprendizaje de la tecnología. Solemos experimentar la misma sorpresa frente a un niño de dos años que desliza sus dedos por la pantalla del celular que la que experimentamos cuando pronuncia una frase compleja, cuando construye o compara. La noción de “nativos digitales”, más allá de sus límites, pone en juego esto: sabemos que nadie nace sabiendo, pero, en relación a la tecnología, señalamos que los niños saben antes de que estemos dispuestos a enseñarles, aprenden por un proceso que tiene más que ver con su inmersión en la cultura, por su familiaridad absoluta con ella, que por la existencia de un maestro o enseñante. No aprenden solos, por supuesto que no (nadie lo hace, como nos lo recuerdan los niños salvajes, que no aprendieron siquiera a hablar), pero aprenden conocimientos complejos (como la lengua) más allá de las instituciones escolares, de los docentes y los alumnos. Tampoco aprenden por fuera de la escuela lo que la escuela les enseñaría, pero lo que aprenden les permite moverse en ese mundo con una naturalidad y curiosidad, de un modo que las instituciones escolares no pueden ofrecer.
Vuelvo a Rancière. El filósofo consigue ubicar aprendizajes de importancia por fuera del vínculo escolar, aprendizajes que, en clave política, activan la igualdad. Pone énfasis en la posibilidad de aprender con otro, pero prescindiendo de la explicación. No prescindiendo del otro, de su voluntad de que alguien aprenda, sino del método o de la pedagogía tal como la conocemos. En este punto, el texto de Rancière puede servir para pensar otro tipo de encuentro con el docente ligado a la tecnología: un vínculo que se sostiene en que el estudiante sabe algo (lo que aprendió por haber nacido en una cultura digital) y el docente sabe otra cosa (matemáticas, historia, literatura, por ejemplo), por lo que el vínculo no se sostiene sobre la ignorancia de una de las partes sino sobre la posibilidad de un encuentro (de dos saberes y dos ignorancias distintas) sostenido por la voluntad del docente. En este sentido, el docente puede ser ignorante de cuestiones ligadas a la tecnología, o puede haber destrezas que el estudiante maneja con experticia, pero el encuentro entre ambos se produce porque a ninguna de las partes le alcanza con lo que sabe, necesita ampliar lo que sabe con el otro.
Quizá reconocer una cierta dimensión de igualdad en el reconocimiento del aprendizaje del otro por fuera de lo escolar, una que va más allá de la que las instituciones modernas proponen, puede servir para sacar a la infancia y a la juventud de lugar de la ignorancia, de la tabula rasa. Pero admitir que los niños y jóvenes puedan tener algún saber ligado a la cultura digital que los adultos no tenemos no los hace autónomos e independientes. Solo los ubica como quienes llegan a la escuela con algo del mundo que ya les es propio. La riqueza tendrá que ver, entonces, con cómo ese mundo (el de las destrezas digitales) dialoga con otro mundo, el de la escuela. Porque sabemos que no alcanza con acceder a la tecnología, hace falta interrogarla, ampliarla, ponerla en diálogo con las herencias culturales, con los saberes acumulados, con la experiencia, en fin, con el mundo que precede a esos jóvenes y del que necesitan para poder construir sus propias respuestas.
Si la tecnología constituye un nuevo medio de orientación, que produce efectos en el orden del mundo, de la vida cotidiana, que construye realidades y produce subjetividades, que inaugura formas de relación y de vida colectiva, no es descabellado que ese conjunto de conocimientos haya encontrado una lógica de transmisión propia. Y que cualquier intento de someterla a la lógica de transmisión de otro conjunto de conocimientos (como la lectura y la escritura, las matemáticas, o el sentimiento patriótico) corra el riesgo de fracasar. Por lo que, insistimos, se vuelve una oportunidad para revisar y experimentar nuevos modos de encuentro entre docentes y alumnxs; para repensar cómo se forman los maestrxs y profesores; para atender y ajustar los saberes con los que cuenta la pedagogía. Y quizá podamos poner en juego nuevas formas de transmisión que abran otros horizontes para pensar la igualdad, que los sistemas escolares no terminaron de resolver.
Mientras planteo esto, soy consciente de que las instituciones escolares y los docentes debemos lidiar con prácticas sedimentadas de enseñanza. Y que hoy buena parte de la inclusión de muchos sectores de niñxs y jóvenes de nuestra población se juega en esas instituciones, y no fuera de ellas. Sin embargo, creo que tenemos cierto deber de pensar qué sucede dentro de ellas.
Pensar qué lugar ocupó la escuela en el reparto de las herencias y que ya no ocupa, por lo que debe reinventarse. Pensar lo que queremos que suceda dentro de una escuela. Pensar quiénes son los que llegan a la escuela, y cómo establecer un diálogo con ellos. Pensar qué diferente ofrece la escuela de lo que está afuera, y trabajar sobre aquello que los jóvenes no van a encontrar solos, librados a sus propios esfuerzos. Pensar cómo las relaciones intergeneracionales pueden encontrar claves nuevas, dado que es imposible, en esta materia, sostenerlas sobre la ignorancia del que aprende y el saber del que enseña.
Autorxs
María Silvia Serra:
Profesora en Ciencias de la Educación, egresada de la Universidad Nacional de Rosario, Magister en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional del Litoral y Doctora en Ciencias Sociales por la FLACSO. Es Profesora Titular Ordinaria e Investigadora de la cátedra de Pedagogía del Departamento de Formación Docente de la Universidad Nacional de Rosario.