Entre el dicho y el hecho: Pasado, presente y futuro del derecho ambiental

Entre el dicho y el hecho: Pasado, presente y futuro del derecho ambiental

El problema radica en el cumplimiento de las leyes, no en que no existan las normas. Hay demasiadas desigualdades entre los que defienden el ambiente y los que se benefician con su deterioro.

| Por Mario F. Valls* |

En los últimos sesenta años he trabajado frecuentemente junto a algunos de los actuales mentores de la revista digital del Plan Fénix escudriñando la realidad, preguntando mucho y discutiendo siempre. Ahora me es grato aportar mi opinión sin velos en materia de derecho ambiental.

No se vea en estas líneas un intento académico que podría tornar abstracto el tema ambiental. Prefiero deponer como testigo sobre lo que ha caído bajo la acción de mis sentidos en todo ese tiempo con la advertencia de que mi imparcialidad a veces se obnubila por el espanto que nos produce a los argentinos la costumbre de tapar la realidad. Como soy uno de los pocos testigos directos que quedan, pido se me acepte como testigo necesario y, desde ya, presto el juramento de decir mi verdad.

Respecto del pasado del derecho sobre el ambiente podría reiterar sin cambiar una coma lo que escribí al cumplirse tres meses de la restauración de la República en un artículo sobre “Ambiente y Derecho en América Latina”, que envié desde el exterior a la Revista de Recursos Hídricos, en 1973. Acto seguido regresé definitivamente a la Argentina para colaborar en la organización de la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano después de diez años de ausencia.

Explicaba allí que tanto en América latina como en la Argentina el ambiente siempre tuvo su marco jurídico. Hasta la conquista europea las normas protectoras del ambiente no eran meramente jurídicas sino religiosas. Quién las violase no sólo tenía que afrontar el castigo de la Pachamama, sino de sus hijos y devotos. Constituciones recientes tuvieron que recordar el mandato ambiental de la Pachamama.

Las transformaciones jurídicas que impuso la conquista europea tampoco ignoraron al ambiente, sino que lo pusieron al servicio de sus intereses que se reducían a la extracción de oro, plata y algún otro producto de la tierra.

Para ello les bastaba asegurar el dominio militar sobre el continente.

Ello no significaba privar a indios y criollos del derecho al ambiente.

El 17 de octubre de 1578 Juan de Garay, en su carácter de Capitán General del Río de la Plata, dictó una norma de derecho ambiental que obligaba a los ganaderos del Paraguay a que “hagan corrales donde metan el ganado de noche y de día lo tengan con guarda porque hacen daño a las rozas y labranzas de los indios comarcanos de esta ciudad”.

Fundada Buenos Aires, el mismo Juan de Garay prohibió cortar los algarrobos que había en el ejido de la ciudad hacia el Riachuelo alegando que proveían abrigo al ganado vacuno y para que el día que lloviese se recogiese allí y no vaya a hacer daño a las chacras del pueblo. Como la orden no se cumplía, Mateo Sánchez –procurador de la ciudad– pidió al Cabildo el 2 de julio de 1590 que se prohibiese el corte. El Cabildo mandó que la prohibición se pregonase nuevamente. Una calle de Barracas lleva hoy el nombre de Mateo Sánchez.

Otra norma ambiental porteña fue la Ordenanza del Cabildo de Buenos Aires del 27 de febrero de 1589 que penaba a los propietarios de aquellos caballos que causaren daños en chacras ajenas.

Primero el ambiente estaba al servicio de la Pachamama, luego del soberano español, pero siempre respetando el derecho del hombre argentino como súbdito. Quiso tenerlo como soberano. Lo ayudó la conversión en un nuevo Reino de la Corona de nuestra región llamada del Río de la Plata dotada de todos los recursos naturales y ambientales en 1776, el mismo año en que 13 colonias con mentalidad mercantil igualitaria y conquistadora, pero desprovistas de recursos naturales y ambientales propios, iniciaban su vida independiente que las llevaría a cumplir un papel rector en el mundo.

El hombre argentino eligió su propio gobierno en 1810 y finalmente declaró su Independencia en 1816. Belgrano no logró en ese momento crear la gran República apoyada en sus recursos naturales y ambientales que había diseñado desde su cargo como secretario del Consulado porque tuvo que cumplir otras tareas previas más apremiantes. Pero nos contó en sus Memorias la resistencia del factor humano interno al cambio de modelos productivos cuando tienen un fuerte arraigo y no siempre son los que más convienen al país.

Con todo, la libertad de exportación que proveyeron el gobierno propio y la independencia permitió la exportación de cuero, sebo y alguna lana y luego de productos agrícolas. La Constitución nacional de 1853 funcionó como un programa de acción agraria destinado a atraer la mano de obra que generó normas que movilizaron los recursos naturales en pos de metas productivas y, de ese modo, impulsaron y condicionaron el espectacular progreso de la Argentina de las dos últimas décadas del siglo XIX y las tres primeras del XX. El proceso no fue espontáneo ni casual, sino impulsado por ese marco jurídico.

Claro que ese desarrollo también tuvo su efecto ambiental negativo. El abandono de los desechos de la matanza en las márgenes del Riachuelo generó una contaminación que indujo a dictar normas prohibitivas al virrey Vértiz en 1802, a los gobernadores Martín Rodríguez en 1822 y Valentín Alsina en 1868, a la Legislatura provincial en 1871 y al Congreso de la Nación en 1891 cuando mediante la ley 2.797 prohibió arrojar residuos industriales en los ríos de la República sin el tratamiento que los tornase inofensivos.

En 1887, con el argumento de que la autorización de un establecimiento industrial está siempre fundada en la presunción de su inocuidad, la Corte Suprema Justicia de la Nación desestimó la excusa de los saladeristas que invocaron su propiedad y su ejercicio de una industria lícita para seguir contaminando.

Nuestros políticos siempre bregaron por la protección ambiental. Las luchas de Rufino de Elizalde, Tomás Perón, Eduardo Wilde, Ramos Mejía y otros del siglo XIX lucen en libros de historia y literatura. Nunca hubo dudas de que en la Argentina el ambiente siempre tuvo su norma jurídica protectora. El problema radicó en la aplicación de la norma. Quien tenía el derecho a pedir su cumplimiento no lo hacía, la policía ambiental era lenta o ausente y al juez había que ir a buscarlo.

Cuando la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de Río de Janeiro en 1992 generó en todo el mundo y en la Argentina un fuerte entusiasmo por sancionar cuerpos jurídicos ambientales orgánicos, los defensores de los que prosperaban y adquirían poder contaminando el ambiente ajeno encontraron el pretexto para demorar el cumplimiento de las normas existentes. Proponían seguir contaminando mientras esperaban la sanción gradual de las nuevas que se elaborarían con la iluminación que proveería el asesoramiento de expertos que vendrían de países que acuñaban un largo prontuario de contaminación.

Nuestros legisladores de todos los colores no se dejaron correr. Presentaron proyectos de código o de ley ambiental, pero el Congreso no los aprobó. Siguieron los estudios y las discusiones, se incorporan normas ambientales a la Constitución en 1994, pero ni el código ambiental ni las leyes se sancionaban. Es posible que el sector industrial temiera el cambio y el Congreso dudara.

El Centro Empresario Argentino para el Desarrollo Sustentable (CEADS), capítulo local del World Business Council for Sustainable Development (WBCSD), elaboró y expuso un anteproyecto a mediados de 1995, le dio amplia difusión y presentó a la Comisión de Recursos Naturales y Conservación del Ambiente Humano de la Cámara de Diputados tres años después con el título de “Recomendaciones para una Ley Básica del Ambiente”. Concurrentemente la Federación Argentina de Colegios de Abogados remitió a la comisión su proyecto de ley denominado de “Contenidos Mínimos”. Coincidieron grupos empresarios y de abogados responsables.

En plena crisis del 2002 el Congreso no dudó más y comenzó a sancionar leyes que establecen presupuestos mínimos ambientales o de protección ambiental o algo similar. Se proveen normas especiales uniformes para todo el país protectoras del ambiente o de alguno de sus elementos a las que añaden también normas de fondo y de organización administrativa para su aplicación. La segunda de ellas fue el proyecto que la comisión elaboró sobre esa base y se convirtió en la ley general del ambiente 25.675.

Por su origen, poco se refleja en ella la opinión de grupos ecologistas y sindicales, siempre necesarios en el tema ambiental, pero fue recibida con beneplácito por la comunidad jurídica y por los sectores productivos. Se la necesitaba y se la usa con entusiasmo. Funciona como superley rectora de las demás de política ambiental. Introduce mecanismos que está ensayando Europa para homogeneizar su descuidada legislación ambiental, pero no cubre todo el espectro ambiental a nivel nacional.

El proyecto que se convirtió en la ley 25.675 explica que no quiso legislar lo ambienta1 mediante un código, para lo que adhirió expresamente al pensamiento del doctor Guillermo Cano, crítico ferviente de las normas relativas a los recursos naturales de la Constitución de 1949, sobre todo por la nacionalización de las fuentes naturales de energía que hizo. Dudo que el prolijo crítico de esa Constitución y del pensamiento de Juan Domingo Perón en la materia hubiera rechazado la idea de sistematizar en un código las normas rectoras del ambiente. Sus críticas tuvieron un objeto más acorde con su opinión política.

Más plausible sería reconocer las dificultades propias de agregar más obligaciones ambientales a quienes se benefician (algunos demasiado) con el uso, frecuentemente ilícito, del ambiente ajeno y que su capacidad de reacción se exterioriza poniendo inteligentes trabas al avance legislativo. Prefieren desgastar a los defensores del ambiente en múltiples escaramuzas en las que llevan la ventaja del poder ya construido y del mejor manejo de la tecnología. No hay que olvidar que la lucha por el derecho al ambiente se viene librando desde cuando estábamos en el Paraíso Terrenal y sólo se terminará con el Juicio Final porque así están hechas las cosas. El derecho ambiental vigente refleja una dura lucha entre quienes se benefician externalizando la carga de la preservación ambiental y quienes padecen esa internalización. Por eso la desigualdad entre quien litiga para defender el ambiente y quien lo hace para beneficiarse con su deterioro es ostensible.

Si bien sus normas son las que más se aplican en materia ambiental, la ley 25.675 no provee un ordenamiento de la legislación ambiental federal ni de sus principios generales.

Tampoco lo provee ese conjunto de nuevas leyes que declaran que establecen presupuestos mínimos ambientales. Las demás normas rectoras del ambiente se encuentran diseminadas en todo el sistema jurídico.

Unas y otras sólo atienden temas aislados del derecho ambiental y están diseminadas por todo el sistema jurídico. Por lo tanto no alcanzan a resolver la variedad de cuestiones de derecho ambiental que se suscitan y su inteligencia se dificulta cada vez más.

Por eso un código ambiental nacional que facilite la interpretación y aplicación de todo el sistema jurídico ambiental es más necesario que nunca.

Queda mucho por hacer. Pero no basta hacerlo dentro de los límites competenciales que bajo la curiosa denominación de presupuestos mínimos el artículo 41 de la Constitución sustrajo al poder provincial para dárselo al Congreso. Es una franja de decisión que habilitó la Comunidad Europea para obligar a los países más recalcitrantes en la materia a adoptar una conducta ambiental mínima. El federalismo argentino que venimos practicando desde 1810 siempre fue mucho más creativo, querido y espontáneo que el que busca a regañadientes la Unión Europea desde 1957. Los requerimientos jurídicos ambientales son mucho más extensos y complejos que los que provee esa uniformización mínima. Por otra parte, la aplicación en todo el país de normas ambientales sancionadas para determinado espacio geográfico no siempre es conveniente ya que la unificación legislativa puede dar rigidez a actividades diferentes que evolucionan con mucha rapidez y, así, restar agilidad a las decisiones administrativas singulares. A veces es conveniente la complementación.

Hay que seguir adelante. Lo urgente es sistematizar lo existente, corregir las falencias que hemos detectado y se detectarán y generar una mayor participación de las fuerzas activas de la sociedad que son las destinatarias y merecen ser las artífices de las nuevas creaciones legislativas.





* Profesor Titular Consulto de la Facultad de Derecho (UBA).