Entorno digital y pandemia: la vida no se detuvo, cambió de lugar

Entorno digital y pandemia: la vida no se detuvo, cambió de lugar

El artículo sostiene que la pandemia de Covid-19 exhibió que en las sociedades contemporáneas la mayoría de las personas se desenvuelven en lo que se puede definir como tres entornos: uno natural, otro urbano y, por último, el denominado como digital.

| Por Pablo J. Boczkowski y Eugenia Mitchelstein |

Este texto está basado en nuestro libro El Entorno Digital, de próxima publicación por Editorial Siglo XXI.

Las calles casi desiertas, los negocios cerrados, el transporte público vacío. Desde marzo de 2020, este escenario se repitió en varias ciudades de todo el mundo a causa de las medidas de cuarentena y aislamiento dictadas por los gobiernos para frenar los contagios de Covid-19. La vida cotidiana de la mayoría de las personas –quienes no tenían trabajos que exigían presencia física, quienes podían permitírselo– cambió de manera radical. Cerraron las escuelas y las universidades, los hospitales para todo lo que no fueran urgencias o tratamiento de la epidemia, los salones de fiestas, los restaurantes, los cines, los estadios, los gimnasios y los centros comerciales.

Las actividades que las personas desarrollaban en estos ámbitos –aprender y enseñar, hacer una consulta médica, encontrarse con amistades y familiares, disfrutar del cine y del deporte como espectadores, hacer gimnasia, ir de compras– se trasladaron, de manera casi integral, a las pantallas múltiples, pantallas personales y familiares. La vida no se detuvo: cambió de lugar. Así, la pandemia de Covid-19 hizo más visible un proceso que no había empezado en 2019, sino que de hecho llevaba varios años de desarrollo: la creciente digitalización de la vida cotidiana.

La mayoría de las personas en las sociedades contemporáneas se desenvuelve en tres entornos: natural, urbano y digital. Los entornos natural y urbano existen desde hace mucho tiempo. Desde los inicios de la humanidad, durante cientos de miles de años, la vida de las personas, que dependían de la naturaleza para alimentarse y resguardarse, se veía afectada por fenómenos ambientales como el calor y el frío, la lluvia y la sequía. Hace alrededor de diez mil años, los seres humanos comenzaron a domesticar animales y plantas, desarrollaron la agricultura, adoptaron una forma de vida sedentaria, y se organizaron primero en aldeas y pueblos y luego en ciudades. Este nuevo entorno urbano, a su vez, fue conformado por, y dio forma a, la educación , el comercio, el trabajo, la pobreza, y las relaciones sociales, étnicas y de género.

El entorno digital, en cambio, está basado en innovaciones tecnológicas que surgieron en la segunda mitad del siglo veinte, y se consolidó a principios del siglo veintiuno. El mismo no se desarrolla en un vacío: la pandemia es un ejemplo de cómo los tres entornos están relacionados. Un fenómeno natural –un nuevo virus– se difundió velozmente en las ciudades, y las medidas tomadas para frenar los contagios empujaron a la mayor parte de las personas a desarrollar gran parte de su vida en el entorno digital. A pesar de esta interrelación, creemos que la pandemia provee una excelente oportunidad para enfocarnos en el entorno digital, por dos motivos. Primero, su protagonismo creció y se hizo más visible su importancia. Segundo, la novedad del entorno digital está directamente relacionada con su plasticidad. Los seres humanos intervenimos sobre la naturaleza desde nuestros orígenes, prendiendo fuego a bosques, sembrando, atravesando montañas y creando lagos artificiales. Y creamos y recreamos nuestras ciudades, abriendo y cerrando calles, derribando y construyendo edificios. Pero el paso del tiempo afecta la maleabilidad de los entornos, y las oportunidades para transformar aplicaciones, dispositivos, infraestructuras y reglas tácitas y formales en el entorno digital son mayores ahora que lo que serán en unas décadas. Configuramos el entorno digital y este entorno también configura nuestra vida social. En los párrafos que siguen, exploraremos las cuatro principales características del entorno digital en relación con la pandemia de coronavirus y sus secuelas –totalidad, dualidad, conflicto e indeterminación– y proponemos una serie de enfoques para repensar estos temas como ciudadanos digitales.

Totalidad

Aunque el entorno digital incluye diversos dispositivos, aplicaciones e infraestructuras discretas –desde teléfonos celulares y televisores conectados a internet hasta plataformas de mensajería y redes sociales y buscadores, pasando por cableado de fibra óptica, antenas de 4G y torres de servidores diseminadas por todo el planeta– los seres humanos lo vivimos usualmente como un sistema global en que se desarrolla, de manera directa o indirecta, gran parte de nuestra vida. Nunca fue más evidente esto que durante la pandemia. Casi todas nuestras actividades se desarrollaron a través de tecnologías digitales. Desde las cotidianas, como trabajar o estudiar, hasta las extraordinarias, como conocer un nuevo integrante de la familia o, en los casos más tristes, despedir a nuestros seres queridos a través de videollamada. En los primeros meses del aislamiento, hubo “zoom-pleaños”, fiestas por Google Meet, y primeras citas virtuales. Entrábamos y salíamos de las múltiples aplicaciones disponibles de forma fluida, y las usábamos en simultáneo, por ejemplo cuando leíamos nuestro correo electrónico durante una videollamada del trabajo, o posteábamos en Instagram imágenes de almuerzos y cenas compartidos a la distancia.

Esta totalidad es posible por el fenómeno que Andreas Hepp y Nick Couldry llaman “mediatización profunda”, que distingue a los medios digitales de sus análogos mecánicos y eléctricos, en los que leer un libro, hacer una llamada telefónica o incluso mirar un programa de televisión eran actividades que se llevaban a cabo en dispositivos distintos entre sí, con lógicas diferentes de funcionamiento. Al mismo tiempo, las maneras en las que escribimos mensajes de texto, accedemos a noticias, miramos videos en TikTok, realizamos actividades laborales y escolares, y nos comunicamos con nuestras familias a través de WhatsApp están relacionadas con la forma en que solíamos enviar telegramas, leer diarios, mirar programas de televisión, utilizar birome, lápiz y papel para la educación y el trabajo, y hablar con nuestros contactos a través de la telefonía fija. Esta totalidad del entorno digital, nunca tan evidente como durante la pandemia, nos acompaña en la nueva normalidad: si antes lamentábamos que una amiga o integrante de la familia no pudiera estar en un festejo de cumpleaños, ahora la integramos por videollamada de WhatsApp.

La segunda característica del entorno digital, la dualidad, se refiere a que está construido –y reconstruido– socialmente, pero se vive como algo que escapa al control de cada individuo. A pesar del ritmo de los cambios en las últimas dos décadas, que debería reforzar la naturaleza socialmente construida del entorno digital, la mayoría de nosotros lo experimenta como un contexto fijado, que tiende a reforzar las desigualdades de género, clase y étnicas. Esta dualidad se debe a que no experimentamos el entorno digital en el vacío, sino desde posiciones situadas en estructuras sociales previamente existentes, y sesgadas por desigualdades preexistentes. Por ejemplo, a pesar de que los algoritmos se presentan como herramientas neutrales y asépticas, incluyen desde su creación los prejuicios de sus programadores, como los resultados de traducción de Google que sugerían, hasta hace pocos meses, “enfermera” como traducción del inglés al castellano de “nurse” y “doctor” para “doctor”, aunque los dos términos se utilizan tanto para varones como para mujeres en el idioma original, o los escáneres de aeropuertos que, como documenta Sacha Costanza-Chock, no están preparados para cuerpos transgénero y los señalan siempre como una anomalía.

La dualidad se hizo evidente durante la pandemia, por ejemplo en el ámbito educativo. Muchas instituciones utilizaron programas y aplicaciones pensadas para algunos estudiantes y dispositivos (por ejemplo, clases por Zoom en laptops) sin tener en cuenta que muchos alumnos y alumnas podían estar compartiendo un teléfono celular entre varios integrantes de la familia. Esto reproducía y profundizaba las desigualdades, como documentó Hernán Galperín en su estudio sobre escuelas de Los Ángeles. En ciertos casos, algunas instituciones intentaron resolverlo simplemente entregando laptops a los estudiantes. La investigadora de Microsoft Danah Boyd argumenta que “si un estudiante no tiene internet en casa, el dispositivo es inútil. Si el estudiante tiene miedo de ser asaltado en el camino de la escuela, la tecnología puede presentar nuevos riesgos. Si los padres no hablan [el idioma de la escuela] o no saben utilizar la tecnología, esto puede crear otra barrera”. La tecnología, y la entrega de dispositivos, que aspiraban a reducir desigualdades, terminan ampliando la brecha aún más.

Estas dinámicas de dualidad están relacionadas con la tercera característica del entorno digital: el conflicto. Como este entorno suele ser construido por individuos y grupos con agendas e intereses específicos, y utilizado por otros individuos y grupos que tienen agendas e intereses potencialmente diferentes, e incluso opuestos, el conflicto es simplemente inevitable en la gran mayoría de los casos. A pesar de que, en sus inicios, se esperaba que la internet fuera un contexto en el que se pudiera alcanzar consensos entre sectores muy distintos, en la práctica, dos características de las tecnologías digitales conspiran contra la posibilidad de llegar a acuerdos: su estructura de “el ganador o ganadora se lleva todo”, y la tendencia de los discursos online a intensificar las posiciones preexistentes. Más que intentar erradicar el conflicto, deberíamos aceptarlo como inevitable, y trabajar por ir resolviendo cada conflicto cuando se presenta, aunque sea de manera temporaria.

En enero de 2021, durante la pandemia, hubo un ejemplo de conflicto que se preanunció por redes sociales, se concretó en el entorno urbano y tuvo consecuencias en el entorno digital. Los posteos del entonces presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, llamaban a sus votantes a rebelarse contra la proclamación de Joseph Biden como presidente. Un grupo de estos partidarios, el día que el Congreso iba a establecer los ganadores de la contienda electoral, irrumpió en el Capitolio de manera violenta, invadiendo despachos de legisladores e intentando robar objetos de valor. En esa invasión cinco personas, incluyendo un integrante de la policía del Capitolio, perdieron la vida. Sin embargo, y más allá de las acciones legales iniciadas contra algunos de los manifestantes, el principal castigo a Donald Trump fue la prohibición, tanto de Facebook como de Twitter, de poder volver a acceder y usar su perfil. Esta suspensión no estuvo exenta de conflicto. ¿Pueden dos plataformas digitales prohibir al presidente de los Estados Unidos que suba material, para comunicarse con sus millones de seguidores? ¿Qué deberían hacer con el lenguaje que incita a la rebelión armada?

Las dos condiciones del entorno digital que posibilitan el conflicto –el ganador se lleva todo, y la profundización de tendencias preexistentes– se perciben en este episodio. Primero, la creciente polarización de algunos seguidores de Trump desembocó en los llamados a tomar el Capitolio por la fuerza. Luego del ataque, la suspensión impide a Trump mantener su capacidad de llegada. Hay otras plataformas de redes sociales, pero Facebook y Twitter eran cruciales para sus objetivos. De hecho, Trump ya lleva dos intentos de lanzamientos de redes sociales alternativas, las dos con muy poco éxito: muy pocas personas querrían armar un perfil para comunicarse exclusivamente con Trump, por más partidarios suyos que sean.

El conflicto por la regulación de mensajes violentos o falsos también apareció respecto de quienes primero dudaban de la existencia de la enfermedad y luego difundían tratamientos inútiles o directamente nocivos para la salud, como la recomendación de ingerir dióxido de cloro ¿Quién debería regular las plataformas de redes sociales? ¿Con qué objetivos? ¿Sobre qué jurisdicción actuaría? ¿A quién le rendiría cuentas ese regulador? Son solo algunos de los potenciales interrogantes causados por la centralidad del conflicto en el entorno digital.

A su vez, estas preguntas están relacionadas con la cuarta característica del entorno digital: su indeterminación. Muchos de los relatos periodísticos y populares sobre el entorno digital suelen proponer la llegada y expansión de un futuro distópico, plagado por la información falsa, la pérdida de privacidad y la automatización que amenaza trabajos. Sin embargo, la combinación de dualidad y conflicto en las decisiones y acciones de seres humanos en la creación, circulación y regulación de nuevas tecnologías, así como las inevitables discusiones que se derivan de los intereses en conflicto de los grupos involucrados, indican que los resultados de estos desarrollos no pueden establecerse de antemano. Lo que ocurrirá en el entorno digital es indeterminado. Desde ya, la combinación de desigualdades e intereses preexistentes hace que algunos efectos puedan ser más probables que otros, pero de todas maneras los seres humanos retenemos la capacidad de hacer las cosas de forma distinta.

Durante el aislamiento y las cuarentenas moldeamos el entorno digital, tanto para hacernos compañía como para trabajar, protestar y disfrutar de nuestro tiempo libre. Por ejemplo, las aplicaciones de videollamada se amoldaron a pedidos y necesidades de sus usuarias y usuarios, como borronear o directamente ocultar el fondo, para preservar la privacidad del hogar. Docentes de todos los niveles, desde jardín de infantes hasta universitarios, adaptaron sus clases a las nuevas condiciones y, en el proceso, tal vez hayan cambiado la forma de dar sus clases para siempre. Actores y actrices de teatro descubrieron nuevas formas de compartir su trabajo, profesores de música y gimnasia se acostumbraron a trabajar con personas a una pantalla de distancia, muchos trabajos descubrieron que no es necesario ir cinco días a la semana durante ocho horas a la oficina: se puede colaborar igual de bien con algo de tiempo a la distancia –y, de paso, ahorrar alquiler de oficinas–.

La indeterminación, aunque presente en el entorno digital, concierne a toda la actividad humana. Sin embargo, en el todavía novel entorno digital es donde más probabilidades tenemos de cambiar algunas reglas e incluso la infraestructura. Como escribió Marx en el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”.

¿Cómo queremos hacer nuestra historia en el entorno digital? ¿Qué reglas querríamos cambiar? ¿Cómo definir los alcances de la privacidad? ¿Cómo debería definirse la compensación salarial por el trabajo online o en plataformas digitales? ¿Cuál es el rol de las empresas dueñas de –en ocasiones– varias plataformas de comunicación, y cuál el del Estado? ¿Qué querríamos cambiar como consumidores y ciudadanos?

En este tiempo que pasó desde que se identificó un nuevo coronavirus hasta ahora, hemos aprendido a adaptarnos a circunstancias en las que jamás habíamos pensado estar. Porque pudo desarrollarse en el entorno digital, la vida no se detuvo, sino que cambió de lugar. Esa mudanza a las pantallas tuvo consecuencias que no hubiéramos podido imaginar, pero que resaltan la importancia creciente de este entorno para nuestra vida cotidiana. Así como el entorno urbano –las ciudades– pasó por transformaciones que todavía no podemos terminar de evaluar –el abandono de las zonas de oficinas, la peatonalización de algunas calles–, el entorno digital también ha cambiado, y aún más importante, cambió nuestra percepción de este entorno. ¿Deberíamos ir a la oficina todos los días? ¿Cuántas de nuestras reuniones podrían haber sido una videollamada? ¿Y cuántas de nuestras videollamadas podrían haber sido un mail? ¿Es necesario acercarse hasta el consultorio de un profesional para una sesión de terapia? ¿Podemos aprender un idioma, a tocar un instrumento, o preparar pastelería por Zoom? ¿Cómo integrar lo digital y lo presencial en los distintos niveles educativos?

Todas estas preguntas están indefectiblemente ligadas al entorno digital: cómo es, cómo nos gustaría que sea, y qué queremos hacer para cambiarlo o preservarlo. Así como nos hacemos responsables por el medio ambiente, y cuidamos y buscamos intervenir en nuestras ciudades, deberíamos pensar cómo queremos que sea nuestro entorno digital.

Referencias bibliográficas

Costanza-Chock, S. (2020). Design justice: Community-led practices to build the worlds we need. The MIT Press.
Couldry, N., & Hepp, A. (2018). The mediated construction of reality. John Wiley & Sons.

Autorxs


Pablo J. Boczkowski:

Hamad Bin Khalifa Al-Thani Professor en el Departamento de Estudios de la Comunicación de Northwestern University y codirector del Centro de Estudios sobre Medios y Sociedad en Argentina (MESO).

Eugenia Mitchelstein:
Profesora Asociada y Directora del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés y codirectora del Centro de Estudios sobre Medios y Sociedad en Argentina (MESO).