El rompecabezas de la seguridad democrática

El rompecabezas de la seguridad democrática

Dos visiones contrapuestas del modelo de seguridad y su vínculo con la democracia se encuentran en disputa. El resultado de la misma determinará la posibilidad de alcanzar un horizonte de inclusión social. La planificación e integración de medidas preventivas, disuasivas y reactivas es clave para lograrlo.

| Por Alberto M. Binder* |

Se ha dedicado este número de la revista a uno de los problemas que más dificultades genera al presente desarrollo de nuestra democracia. No sólo porque el estado actual de nuestras sociedades muestra dificultades en el manejo general de la violencia, acrecentando incluso algunas de los motivos que históricamente la han explicado –exclusión, desigualdad, prepotencia, marginalidad, abuso de los poderosos, hacinamiento−, sino porque existe una cultura de la apología de la violencia que se transmite cotidianamente por los medios masivos de comunicación o, si no es apología, se trata de una manera frívola de presentar la muerte, los daños, la guerra y otros fenómenos brutales que, extrañamente, los hemos convertido en diversión.

Nadie duda de que el problema de cómo construir una convivencia segura, esto es, pacífica, tolerante frente a la diversidad y respetuosa de los derechos de cada uno, es una de las tareas más difíciles que deben encarar los países de la región latinoamericana. Ello implica tanto nuevas miradas sobre la sociedad, que funden nuevas formas de gestión de los conflictos, como la rápida construcción de las herramientas indispensables para el control de la criminalidad en una sociedad democrática. Si aspiramos a un horizonte de inclusión social debemos aceptar que el aumento de los niveles de conflictividad es algo necesario y positivo, dado que son muchas las nuevas voces que se suman al concierto democrático. Pero, a la vez, si no dotamos a nuestros sistemas políticos de complejas herramientas para acompañar esa conflictividad, entonces la posibilidad de que se instalen nuevas formas de abuso de poder o de violencia puede incrementarse. La urgencia de las nuevas políticas de seguridad se fundamenta en la necesidad de evitar dos fenómenos que se encuentran a la vista: por un lado, la sociedad violenta, que socava las bases elementales de la convivencia democrática; por otro, la democracia autoritaria, que renuncia a muchas de sus ideas elementales.

Pese a esta urgencia, todavía compiten en nuestra región dos modelos de política de seguridad que son antagónicos en muchas de sus dimensiones y que responden a visiones muy diferentes, tanto del problema como de las soluciones admisibles. En el caso de la Argentina, el debate se ha tornado transparente y la experiencia de las acciones y reacciones de casi una década han cristalizado en dos versiones políticas, sin que todavía ninguna haya podido adquirir predominio sobre la otra. En otros países, el debate no es tan claro y las tendencias a un modelo de militarización encubierto (incluso bajo la fraseología de “seguridad democrática”) sigue siendo un peligro más que concreto. Es importante, pues, caracterizar en sus líneas directrices a ambos modelos, de modo tal que el debate sea explícito, las ofertas electorales más claras y los mecanismos de control sobre los resultados más eficaces. Creo que es útil comenzar a establecer los puntos centrales en los que estas posiciones mantienen diferencias esenciales.

En primer lugar, el modelo que provisionalmente llamaría populismo penal considera que los problemas de seguridad son, antes que nada, una cuestión policial. Que se trata, en definitiva, de darle capacidad, autonomía y respaldo político a la institución policial para que ella, al modo policial, provea seguridad a la población y enfrente el control de la criminalidad. Ese modelo es el que se ha desarrollado con preeminencia hasta ahora y funda lo que hemos llamado las “estrategias de doble pacto”, es decir, un primer pacto de la dirigencia política con la policía y un segundo pacto de ella con sectores de la criminalidad que puedan cumplir funciones de control sobre otros sectores criminales o autorregulen la criminalidad y la violencia. Ya he señalado en otros escritos que esa estrategia no sólo es indeseable sino que se ha vuelto imposible de sustentar en el tiempo. Para el segundo modelo, que llamaría, el modelo de seguridad democrática –aunque esta denominación necesita mayor reflexión y precisión− la política de seguridad es más amplia, compleja e integral, se desarrolla a través de todo un sistema de instituciones, que deben ser gobernadas por la dirigencia política. La institución policial cumple una función importante dentro del sistema de seguridad pero no se le debe encargar el diseño ni el gobierno de la política de seguridad. Para eso están las nuevas estructuras del Estado (ministerios de Seguridad, más allá de los distintos nombres) que se busca crear en la región. En el primer modelo, la seguridad gira alrededor de la policía; en el otro la policía se integra a una política de seguridad más amplia gobernada por la dirigencia política y sometida al escrutinio democrático. Esto es lo que llamamos el gobierno del sistema de seguridad, condición esencial de la política de seguridad democrática.

En el modelo del “populismo penal”, las libertades públicas son concebidas, en última instancia, como un obstáculo, como un menoscabo técnico que hay que tratar de superar o, finalmente y con disgusto (disgusto que se deja traslucir), someterse a él cuando no queda más remedio. En el fondo una mera concesión. En el segundo modelo, las libertades públicas son, en definitiva, lo que se busca proteger con la política de seguridad y ellas se manifiestan en el ejercicio respetado de los derechos, incluidos los derechos ante los tribunales y las fuerzas de seguridad. El primer modelo, aunque ya no lo diga francamente, mantiene la tendencia a la militarización, que se expresa tanto en la forma de las organizaciones policiales como en el lenguaje del “combate” a la delincuencia y, más grave aún, con la incorporación de los Ejércitos a la tarea de seguridad. Los sostenedores del modelo populista o demagógico se piensan y se presentan como representantes del miedo social y buscan convertir ese miedo en una retórica de mano dura que, en los hechos, implica siempre más poder para la policía y formas de control informal sobre sectores específicos a los que se identifica como portadores de un mal; en el segundo modelo se reconoce la complejidad y legitimidad de la demanda ciudadana por mayor seguridad como una reivindicación de la vida pacífica, pero se pretende construir un diálogo con la sociedad que no se sustente en el miedo y la transferencia de poder hacia sectores armados, sino en la comprensión de las causas, la enormidad de las dificultades de administración de las sociedades modernas, convocando también al debate y la participación de distintos sectores sociales, en particular en el control de las fuerzas de seguridad (foros de participación ciudadana). De la mano de la apelación al miedo social (las industrias del miedo) el populismo sostiene la demagogia punitiva, es decir, el recurso a un aumento de penas que sólo se cumple parcialmente, no muestra efectividad y ha provocado la degradación de las cárceles. El segundo modelo plantea la efectividad real de los instrumentos, medidos por su capacidad para lograr resultados permanentes y no meramente simbólicos ni engañosos.

En el modelo del populismo penal se sostiene que la policía y otras instituciones deben ser apoyadas emocional y políticamente y no se debe utilizar la transparencia para exponerlas. En el modelo de seguridad democrática se entiende que el control es una herramienta central en la ejecución de las tareas de seguridad, en especial las policiales, y que la transparencia es también una herramienta útil en la construcción de la paz comunitaria y de la legitimidad de las fuerzas de seguridad. De la mano de lo anterior, en el modelo del populismo penal se entiende que es imposible de evitar niveles altos de corrupción policial y es preferible acompañar con impunidad esa situación antes que generar malestar en la policía o “debilitarla” ante la sociedad. En el segundo modelo se entiende que la corrupción no sólo es inadmisible sino que hoy es el principal obstáculo para una verdadera profesionalización de la policía, que es el reclamo principal de muchos cuadros de esa institución y el verdadero futuro de las instituciones policiales. Se entiende, en el primer modelo, que la autoridad policial depende del respaldo político, aun en casos de abuso y corrupción; en el segundo modelo se sostiene que la autoridad policial depende de su eficiencia y profesionalización.

En el modelo del populismo se concibe el control de criminalidad, antes que nada, como combate contra el delito “callejero”, en particular, el producido por ciertos sectores sociales (jóvenes, varones, pobres); el segundo modelo se orienta a desarmar fenómenos estructurados (mercados ilegales, pandillas, interacciones regulares violentas, etc.) presentes incluso en lo que llamamos “delincuencia común”. Ello lleva a una integración más elaborada y planificada de las medidas preventivas, disuasivas y reactivas, pensadas no en abstracto sino en relación a cada uno de los fenómenos criminales.

Los trabajos que presentamos en este número buscan, precisamente, expandir la visión de los problemas de la seguridad, vista desde la dimensión democrática. Ya sea mostrando con claridad las dos visiones, indicando nuevos temas que en el primer modelo no aparecen como temas de “seguridad” (delincuencia financiera, seguridad privada, mercado de armas, etc.), mostrando la necesidad de construir nuevas y eficaces herramientas para el planeamiento (en particular nuevos sistemas de información) o mostrando los arquetipos y prejuicios que nos llevan a repetir formulas gastadas en la respuesta a conflictos realizados por jóvenes. Se trata de brindar materiales para una discusión más amplia y profunda de un tema difícil. En particular porque los propios sectores “progresistas” han quedado atrapados en una visión según la cual la solución del problema pasa por la resolución de situaciones de inequidad o pobreza, como si la violencia o el delito fueran acciones que cometen los pobres. Claro que sectores vulnerables son captados por los mercados criminales, y brindarles oportunidades de trabajo y educación impide o dificulta su reclutamiento, pero esos mercados nada tienen que ver con la pobreza y están en manos de personas que realizan enormes ganancias. Hoy la criminalidad hay que verla mucho más como un tipo de negocio (de allí los vínculos con nuevas formas del capitalismo), antes que con los viejos arquetipos de la desviación social o el déficit de adaptación “moral” de los sectores desventajados de la sociedad.

A grandes rasgos estas son algunas de las principales diferencias de las dos visiones que hoy compiten en nuestro país. Lo que se trata de exponer es que, más allá de la precisión de las caracterizaciones, se encuentran en disputa dos visiones muy distintas del modelo de seguridad y su vínculo con la democracia. La democratización es un proceso más lento de lo que quisiéramos, que va pasando por distintos sectores de la vida social e institucional. Se trata, en definitiva, de democratizar la política de seguridad y ello no se logra simplemente con sustentar valores democráticos sino mediante una profunda renovación de las herramientas, concepciones y técnicas propias de la política de seguridad. A partir de allí, podremos tener política de seguridad democrática de derecha o de izquierda (en las múltiples combinaciones posibles) pero no existe política de seguridad democrática si se prescinde de las condiciones de transparencia, control, dirección política, debate público y eficacia técnica, propias de toda política pública democrática.

En ese sentido, el modelo del populismo penal, que pretende girar sobre la autonomía policial y la demagogia punitiva, no permite la democratización de esta área y mantiene las estructuras heredadas de un pasado autoritario; el segundo modelo nos permite debatir ideas y concepciones sustantivas diferentes acerca de cómo gobernar el sistema de seguridad y construir políticas de seguridad. Por suerte existen ideas diferentes en la sociedad acerca de cómo llevar adelante casi cualquier tema. Los ciudadanos serán finalmente quienes elijan los distintos modos de llevar adelante una política de seguridad democrática. Pero en estos momentos el desafío central es que esas ideas realmente se discutan y se ejecuten con las herramientas que las democracias republicanas, sometidas al Estado de Derecho, nos exigen y abandonemos definitivamente el recurso al miedo, a la destrucción de los lazos comunitarios, a la violencia sin control, a la brutalidad o la exclusión que, provengan del Estado o de la misma sociedad, siempre han sido las principales causas de la inseguridad.





* Abogado UBA. Miembro de la Comisión Directiva del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED).