El rol del FMI en la formación y reestructuración de la deuda soberana externa argentina

El rol del FMI en la formación y reestructuración de la deuda soberana externa argentina

La autora analiza los roles del Fondo Monetario Internacional en los procesos de endeudamiento soberano de los países en desarrollo y en las reestructuraciones de deuda con acreedores privados, así como la intervención del organismo en la gestación y resolución del default en Argentina ocurrido en el año 2001.

| Por María Emilia Val |

En el marco de la globalización financiera, la Argentina ha tenido de manera casi permanente dificultades en relación con su deuda soberana externa. En nuestro país, la expansión de la financiarización a nivel global se articuló con la reconfiguración del patrón de funcionamiento económico doméstico iniciada durante la última dictadura militar.

La asunción de compromisos en los mercados internacionales –durante períodos de alta liquidez– y la solicitud de asistencia multilateral –en menor proporción, especialmente en contextos de crisis– por parte del Estado argentino se convirtieron en el sostén de las prácticas especulativas y la fuga de capitales permanente que desde entonces tienen un lugar privilegiado dentro de las estrategias de acumulación de las fracciones del capital que operan en el país.

De esta manera, desde los ’70, el Estado nacional se embarcó en una dinámica cíclica de aumento acelerado e insostenible del endeudamiento público externo (principalmente con actores privados) que derivó en crisis, cesaciones de pago y reestructuraciones sucesivas. La magnitud de la deuda forzó a todas las gestiones democráticas a embarcarse en negociaciones de variado éxito y responder a las demandas de diferentes agentes ligados al mundo de las finanzas que influyeron sobre la vida política, social y económica nacional. Uno de ellos es el FMI, que se convirtió en un actor destacado tanto en la consolidación de ciclos de endeudamiento como en la gestión de las reestructuraciones soberanas, actuando como prestamista, promotor de políticas y vehículo de las demandas de los acreedores.

En este trabajo primero analizaremos de manera general los roles del Fondo en los procesos de endeudamiento soberano de los países en desarrollo y en las reestructuraciones de deuda con acreedores privados, para luego concentrarnos en la reconstrucción de la intervención del organismo en un período específico de la historia de nuestro país, el correspondiente a la gestación y resolución del default de 2001.

El FMI y la deuda soberana externa

El Fondo Monetario Internacional ha sido central, desde la reconfiguración de su rol en el sistema internacional post Bretton Woods, en los procesos de endeudamiento en los países en desarrollo, desplegando una multiplicidad de papeles de importancia diferencial según el caso que se considere.

La función principal del FMI es la de ser prestamista, otorgando financiamiento mediante diferentes líneas de crédito destinadas a la resolución de desequilibrios externos. Aunque la magnitud de su asistencia es en general menor en relación con los fondos otorgados por otros acreedores, el aspecto más relevante es que está acompañada de condicionalidades. Estas, atadas a la revisión periódica de su cumplimiento como condición para la efectivización de los desembolsos, aparecen como un mecanismo de intervención sobre la orientación de la política económica de los Estados que suscriben programas, presionando por las políticas de desregulación y liberalización que demandan la globalización financiera y sus agentes.

Esta función de brindar crédito, además de otorgar liquidez al tomador para atender sus compromisos y cubrir déficits externos, le permite a partir de las condicionalidades y su monitoreo ser garante frente a la comunidad financiera internacional de la implementación y sostenimiento de políticas gubernamentales que tiendan a asegurar condiciones domésticas consideradas propicias y atractivas por los inversores internacionales –funcionando como catalizador de la llegada de fondos externos, al menos en el corto plazo–; el acceso continuado de los Estados a los mercados de deuda para emitir bonos o refinanciar vencimientos; y los recursos necesarios –en la mayoría de los casos mediante la reducción del gasto y el ajuste macroeconómico– para atender los servicios de la deuda con los diferentes tipos acreedores, incluyéndolo.

El Fondo y sus programas, entonces, tienen un rol central en la formación de procesos de sobreendeudamiento soberano, en un doble sentido. Primero, en tanto auditor de las cuentas estatales y los números de la economía sirve de aval a la política económica del deudor, generando “confianza” entre los inversores, incluso en contextos de clara crisis e insostenibilidad de la deuda, y segundo, como prestamista en escenarios adversos, sirviendo de garantía última del repago de las obligaciones externas.

Las expectativas de rescates masivos y generalizados (justificados por el objetivo declarado de apuntalar a los países en dificultades y evitar contagios regionales o globales) generan incentivos para la conducta riesgosa e irresponsable de países e inversores, aumentan el riesgo moral y contribuyen a la postergación de una reestructuración necesaria cuando la deuda se torna inatendible.

En el caso de las renegociaciones de deuda con privados, amparado en la política de lending into arrears, el FMI ha procurado influir sobre los soberanos para lograr que estos acomodaran su accionar a los intereses de los privados. Los roles de prestamista, garante y auditor del organismo adquieren en las reestructuraciones ciertas especificidades.

En la actualidad, el mecanismo vigente para la resolución de crisis de deuda o episodios de defaults soberanos es la reestructuración, que supone tratativas con participación voluntaria de los acreedores para establecer nuevos términos de pago atendibles en el tiempo y disminuir la carga de compromisos del deudor.

El criterio de sustentabilidad debe equilibrarse con el de aceptabilidad, esto es, con que las nuevas condiciones sean lo suficientemente atractivas para lograr la adhesión de los acreedores en una magnitud tal que evite la proliferación de holdouts y los problemas judiciales asociados.

En numerosos episodios de reestructuración, los países deudores se encontraban negociando o tenían vigentes acuerdos con el Fondo que definían, en gran medida, los parámetros macroeconómicos, financieros y fiscales sobre los que se sostenía la propuesta de canje, y establecían exigencias que buscaban incidir sobre las tratativas con los acreedores.

En este sentido, el FMI no solo posee una importante influencia en las reestructuraciones como asesor –al proveer información y ostentar pericia técnica para la elaboración del modelo de sustentabilidad que garantiza, al menos en el papel, el repago futuro dando legitimidad a la propuesta frente a los mercados, los inversores y los restantes actores del sistema financiero internacional–, sino que también aparece como promotor de los demandas de los acreedores, al mediar en las negociaciones de manera directa o al influir con diferentes mecanismos sobre los deudores para que se mejoren las propuestas de canje.

Como una reestructuración de deuda es esencialmente un proceso de negociación en donde juegan dimensiones de poder y se ponen a prueba las relaciones de fuerza entre deudores y acreedores, el rol aparentemente técnico del Fondo se muestra como profundamente político, pues al constituirse en defensor de los intereses estratégicos de los acreedores fortalece la presión que estos ejercen sobre los gobiernos en las negociaciones, inclinando la balanza a su favor en el reparto de pérdidas. Dándosele mayor importancia a la aceptabilidad entre los inversores, se impulsan canjes que se basan en proyecciones y supuestos excesivamente optimistas, no representan un alivio sustantivo y establecen condiciones de repago que exceden las capacidades de las economías endeudadas.

Además, el mantenimiento en el marco de programas con el Fondo de las orientaciones de política que aparecen como atractivas para los inversores, actúa en detrimento del país deudor, dificultando la reducción de los costos sociales y económicos de las crisis y la recuperación doméstica que asegure la sustentabilidad a futuro.

El FMI y el sobreendeudamiento en los ’90

Si existe un caso paradigmático que ilustra el rol del FMI en relación con la problemática de la deuda soberana externa, es el ligado al default argentino de 2001. Durante el período de gestación de la crisis nuestro país estuvo de manera permanente bajo acuerdos que convirtieron al organismo en un actor nodal en el sostenimiento del proceso que culminó en la cesación de pagos. Durante los ’90, el crecimiento inédito del endeudamiento soberano externo se dio de la mano de las intervenciones reiteradas del FMI sobre la economía y la política argentina. Este fue garante del derrotero de sobreendeudamiento, otorgó financiamiento en contextos de crisis, avaló los intentos para sostener la convertibilidad y evitar el default y, luego de ocurrido, procuró involucrarse en las negociaciones a favor de los acreedores.

En relación al lanzamiento del ciclo de endeudamiento, el puntapié inicial fue el ingreso argentino al plan de securitización de la deuda bancaria en mora, conocido como Brady, contando con el respaldo y asistencia del FMI.
Es importante destacar que el FMI funcionó como administrador de la crisis de la deuda latinoamericana que el Brady vino a cerrar y fue coordinador político de la parte acreedora, manteniendo en línea a los propios bancos para que lleven adelante una acción unitaria y coherente por encima de sus diferencias.

Durante toda la década de los ’80, los comités representativos de los bancos, con el apoyo del FMI y del Tesoro de los Estados Unidos, constituyeron un verdadero cartel acreedor que logró imponer, desde el inicio y en las diferentes etapas, los principales lineamientos en la negociación.

La regularización de las relaciones con los acreedores a partir de esta operatoria (que logró un alivio mínimo de deuda), junto con la implementación de las reformas estructurales, la estabilización económica lograda por la convertibilidad y los compromisos de política asumidos por el gobierno de Menem con el organismo, fueron señales claras enviadas a los mercados acerca del nuevo rumbo de la economía, lo que permitió el reacceso al crédito internacional y la llegada de inversiones extranjeras, principalmente de cartera.

Las colocaciones de bonos se constituyeron desde entonces en una herramienta permanente para hacerse de las divisas para sostener la paridad cambiaria, atender los crecientes compromisos externos, compensar el déficit en el balance comercial y alimentar la fuga de capitales.

El aumento de la deuda (cuyo stock prácticamente se duplicó entre 1993 y 1999) y el empeoramiento paulatino de las condiciones de solvencia volvieron vulnerable y mostraron la fragilidad del “modelo”. El aval político y el apoyo económico otorgado por el Fondo al país (presentado como su “mejor alumno”) en sucesivas coyunturas adversas, como la crisis del Tequila de 1994, permitieron su sostenimiento y mantuvieron la influencia del organismo sobre las decisiones gubernamentales. Esta incluso iría aumentando conforme se cerraban las restantes fuentes de financiamiento.

Con la llegada del nuevo milenio los efectos de los sucesivos shocks externos, el desmejoramiento de los indicadores financieros, la profundización de la recesión iniciada en 1998 y la persistencia del déficit público llevaron a la paulatina pérdida de acceso al mercado privado voluntario, poniendo en duda la continuidad del esquema económico. Incluso en un contexto de marcado deterioro económico y social, nuevamente el Fondo intervino acompañando al gobierno de la Alianza en sus intentos por mantener la ya agotada convertibilidad y evitar el default, a costa de mayor y más caro endeudamiento y endurecimiento del ajuste.

El primero de estos intentos infructuosos fue el anuncio del blindaje a fines del 2000, el cual consistió en un paquete de asistencia financiera récord de U$S40.000 millones, entre los que se encontraba un aumento del crédito disponible con el FMI por U$S13.000 millones. Este tenía el objetivo de fortalecer la posición externa, asegurar el repago de los compromisos e infundir un shock de confianza. Su fracaso llevó a la instrumentación en junio de 2001 del llamado megacanje, un intercambio de casi U$S30.000 millones en bonos por nuevos instrumentos que permitían un alivio de compromisos por cinco años y extensión de la vida promedio de los títulos, a costa de incrementar el stock de deuda y las tasas de interés.

Finalmente, en noviembre se lanzó un nuevo canje semivoluntario de bonos por préstamos garantizados, el cual quedó trunco en su tramo internacional y fue leído en los mercados como el reconocimiento de la imposibilidad del gobierno para atender sus compromisos. Frente al delicado escenario de finales de 2001, marcado por el aumento de la fuga de capitales, la caída de reservas y la salida de depósitos del sistema bancario, el FMI entendió que la cesación de pagos era inminente y decidió denegar el nuevo desembolso a la Argentina, “soltándole la mano” y limitándose a evitar el contagio en la región. Esto llevó, en medio de protestas sociales, a la caída del gobierno de De la Rúa y a la posterior declaración de la cesación de pagos.

El FMI y la reestructuración de la deuda defaulteada

En relación a la reestructuración que siguió al default de 2001, las gestiones para dar forma a las tratativas se consolidaron con la llegada de Kirchner al poder en mayo de 2003. El Fondo procuró mantener su influencia sobre los lineamientos de política que asegurasen el repago de la deuda en términos favorables para los acreedores y sobre la propia renegociación, por medio de diferentes acciones: promoviendo a algunos grupos de tenedores de títulos como interlocutores privilegiados, postergando la aprobación de las revisiones, declarando sobre la existencia de más margen fiscal para realizar mejoras en la oferta, entre otras.

Sin embargo, el nuevo gobierno aprovecharía las condiciones abiertas por la recuperación económica, el escenario de desprestigio internacional en que se encontraba el organismo y la divergencia de intereses entre los diferentes tipos de acreedores para disminuir al máximo su capacidad de condicionamiento.

En este sentido, la estrategia de negociación que sustentó el canje de 2005 permitió que el FMI tuviese un grado de intervención bien diferente al que había ocupado anteriormente como prestamista, garante y auditor de propuestas de reestructuración. Al respecto, la mayor singularidad argentina residió en que el diseño y la gestión del canje se desarrollaron sin injerencia del FMI, quedando en manos de los funcionarios y los asesores por ellos elegidos. El organismo ni siquiera auditó las proyecciones financieras que sirvieron de fundamento a la sostenibilidad de la propuesta de canje, lo que sucedía por primera vez. Aunque se había suscripto un acuerdo en septiembre de 2003, la Argentina logró que este no definiera las condiciones del tratamiento a los bonistas, lo que dejó librada a la dinámica de las negociaciones la fijación de los presupuestos macroeconómicos y fiscales que permitieran afrontar los pagos a los privados. Por otro lado, este acuerdo no significó financiamiento neto para el país.

La ausencia de fondos frescos, en un contexto de mejora de las cuentas externas y fiscales y de acumulación progresiva de reservas que permitían al gobierno hacer frente a sus compromisos en divisas, limitó aún más las posibilidades de influencia del organismo sobre las decisiones gubernamentales y la orientación de la reestructuración.

Aunque debió realizar mejoras sucesivas a la oferta inicialmente presentada en respuesta a las presiones de los acreedores y de actores internacionales como el propio FMI, el gobierno pudo generar a través de duras negociaciones una propuesta de canje que significó un reparto de pérdidas favorable a la Argentina, permitió un alivio sustantivo de la carga de deuda e inició un proceso de desendeudamiento inédito en la historia reciente de nuestro país. Además, no se sostenía en los lineamientos tradicionales de ajuste y reformas propiciadas por los inversores, sino que era compatible con el objetivo de apuntalar el crecimiento económico como condición de posibilidad para atender a la deuda (“crecer para pagar”) y, simultáneamente, dar respuesta a las demandas domésticas. Esta escasa intervención no fue casual, sino que fue el resultado de una decisión del gobierno de poner límites a la injerencia del FMI en un contexto en que las relaciones de fuerza lo favorecían: decisión que se profundizó paulatinamente expresándose primero en la suspensión del acuerdo en agosto de 2004, para poner fin a las presiones que ejercía en favor de los acreedores durante las revisiones, y luego, a inicios de 2006, con la cancelación íntegra de los compromisos con el organismo.

El eclipsamiento de su rol con la reestructuración y el pago supuso su debilitamiento relativo como actor político, en dos sentidos.

Primero, y en el caso que nos ocupa, porque disminuyó su grado de intrusión en la negociación como promotor de las demandas de los acreedores y se puso fin a su rol de prestamista con poder de injerencia mediante condicionalidades. Segundo, porque contribuyó a ahondar el cuestionamiento al Fondo como actor central de las finanzas internacionales y a sus “recetas” ortodoxas de manejo de las crisis. A esto último no solo contribuyó la Argentina, sino también la acción de numerosos países en desarrollo que procuraron tomar medidas para evitar la intervención sobre su espacio de decisiones políticas, ya sea saldando sus deudas o bien recurriendo a fuentes alternativas de financiamiento y asistencia.

Conclusiones

Con sus especificidades, la dinámica de la deuda argentina se inscribe en el marco de una transformación generalizada en la composición y peso de la deuda soberana externa de los países en desarrollo, así como en el papel de las instituciones de Bretton Woods. Con la globalización financiera operó un cambio en el rol del Fondo en el concierto internacional, que además de servir de promotor de la desregulación del movimiento de capitales, el ajuste en las economías y las reformas estructurales pro-mercado, comenzó a manejar las crisis financieras e intervenir en las reestructuraciones.

La experiencia argentina es paradigmática en este sentido. El papel jugado por el Fondo en los procesos de endeudamiento y sostenimiento de la convertibilidad en los ’90, así como su comportamiento frente a la crisis y el default, fueron objeto de numerosos análisis, y de duras críticas. Estas últimas incluso llevaron a que desde dentro del propio organismo surgieran propuestas para la creación de un marco internacional de reestructuración (el Sovereign Debt Restructuring Mechanism, de 2002) y revisiones de su accionar (el informe de la Oficina de Evaluación Independiente, de 2004).

Sin embargo, las disputas y propuestas no generaron cambios sustantivos en su papel ni en su lógica de funcionamiento. Podemos verificarlo remitiéndonos a lo sucedido en la relación entre el FMI y nuestro país durante los años de Macri. Los procesos y los roles descritos, con matices, se reprodujeron. El aval a la resolución del conflicto buitre y a la reorientación de la política económica; la inexistencia de advertencias sobre la acumulación de nueva deuda en tiempo récord o la fuga de capitales, así como la suscripción de un acuerdo de salvataje histórico destinado a sostener al gobierno y sus políticas, lo demuestran.

La deuda y el FMI nuevamente volvieron a ser centrales e ineludibles en la economía argentina, por lo que el condicionamiento, las revisiones y las negociaciones serán moneda corriente durante los próximos años. La experiencia reciente y los desarrollos futuros deberán ser analizados para comprender sus características y dimensionar sus consecuencias, pero también para contribuir al debate sobre los cambios necesarios en la arquitectura financiera global y las instituciones que la integran.

Autorxs


María Emilia Val:

Socióloga, UBA. Magíster en Sociología Económica y Doctora en Sociología, UNSAM. Becaria postdoctoral Conicet en el Centro de Estudios Sociales de la Economía, Escuela IDAES-UNSAM.