El Estado catastrófico: Buenos Aires, inundación y después

El Estado catastrófico: Buenos Aires, inundación y después

| Por Oscar Oszlak* |

Mucha gente se pregunta por qué el Estado no consigue articular los esfuerzos que se requieren para prevenir y superar las consecuencias de las catástrofes. La pregunta, suscitada periódicamente por las inundaciones, puede ser igualmente aplicable a terremotos, estallidos de polvorines o accidentes aéreos. Para empezar a responderla, es preciso saber si el desastre es previsible, evitable y/o superable. Un huracán no puede evitarse, una inundación sí. Y esto es fundamental a la hora de establecer la responsabilidad del Estado frente a la catástrofe. Su rol exige capacidades para anticipar el fenómeno, contenerlo y reparar sus consecuencias rápida y eficazmente. Cada una de estas capacidades tiene requisitos técnicos propios. No es lo mismo organizar un sistema de alarma preventivo, realizar obras de infraestructura para contener, canalizar o escurrir las aguas o montar un operativo de socorro a las víctimas cuando la magnitud del desastre supera todos los pronósticos. Son distintos los tiempos, los actores que intervienen en cada caso, sus modalidades operativas o la visibilidad, costos y eventual capitalización política de sus acciones.

Con este menú de variables, intentaré una respuesta a la pregunta inicial utilizando dos metáforas. Primero, para que un resultado cualquiera se produzca, “alguien” debe irse a la cama con el problema y amanecer convencido de que es su responsabilidad resolverlo; si es tarea de todos, termina no siendo de nadie. Segundo, si el resultado exige la articulación de esfuerzos colectivos, los actores deben estar dispuestos a compartir éxitos o fracasos y a salir en la foto colectivamente, sin otra especulación que el cumplimiento del deber. Estos dos ejes articularán el desarrollo de este trabajo.

Las inundaciones como cuestión

Buenos Aires se inunda periódicamente debido a lluvias intensas y sudestadas. La ciudad no dispone de desagües suficientes para evitar, incluso, inundaciones de baja recurrencia. El nivel de conducción actual se estima, para las zonas especialmente afectadas, como apto para desaguar escorrentías originadas en precipitaciones pluviales de recurrencia inferior a la bianual.

Las pérdidas materiales y hasta de vidas humanas ocasionadas por este fenómeno han venido cobrando cada vez mayor visibilidad en la medida en que los medios gráficos y televisivos se han constituido en testigos y difusores dramáticos de sus consecuencias. Además, la mayor activación de la población, expresada tanto en forma de manifestaciones vecinales como de intervenciones a través de organizaciones comunitarias, ha conseguido instalar el problema de las inundaciones dentro de la agenda estatal.

A diferencia de lo que ocurre con otras cuestiones agendadas, la cuestión de las inundaciones tiene ciertas peculiaridades:

• Por su naturaleza, es claramente visible y mensurable. La dimensión del fenómeno es fácilmente comprobable y los criterios de “normalidad” con los que puede compararse no admiten demasiadas dudas.

• Tiene, por otra parte, la característica de no ser permanente sino recurrente. Desde el punto de vista de la gestión, este hecho tiene gran importancia porque si el fenómeno no ocurre durante largos intervalos (inclusive varios años), la propia cuestión pierde relevancia en el conjunto de la agenda gubernamental, con una tendencia a que los mecanismos institucionales que debieran actuar para que se realicen obras de contención, servicios de alerta o mantenimiento u otros por el estilo, se vayan relajando con el tiempo.

• Las inundaciones tienen además el agravante de que son relativamente imprevisibles, lo cual genera incertidumbre sobre su ocurrencia o posible gravedad. Pero a la vez, por este mismo hecho, algunos responsables políticos a veces “apuestan” a que el fenómeno no ocurra durante su gestión, permitiéndoles derivar hacia otros fines los recursos que hubieran debido afectarse a mitigar el problema.

• Por su alta visibilidad y clara asociación con los factores que las provocan, la ocurrencia de las inundaciones no admite evasivas, explicaciones ambiguas ni chivos expiatorios: la inundación pone al desnudo la imprevisión e irresponsabilidad de los funcionarios respecto de su control.

• La población a la que afecta es perfectamente identificable, si bien esto puede variar según el alcance del fenómeno. Pero el padecimiento común es, a su vez, factor de solidaridad y condición de la movilización que esa población habitualmente realiza planteando la realización de obras que lo resuelvan.

Estas mismas características del fenómeno tienen consecuencias desde el punto de vista de la demanda social. Mientras la emergencia no ocurre, los mecanismos de participación y representación ciudadana para el planteamiento de esta cuestión también se relajan o desaparecen. Sin embargo, durante los últimos años, se ha mantenido un cierto nivel de demanda –manifiesta y latente– a través de la cual los vecinos residentes en zonas sometidas a inundación exteriorizan una preocupación sostenida en el tiempo para que las autoridades responsables lleven a cabo las obras que alivien o resuelvan los efectos del fenómeno.

Una encuesta conducida por el Gobierno de la Ciudad entre vecinos que habitaban zonas comprendidas en las cuencas de los arroyos Medrano, Vega, Maldonado y en La Boca, realizada aproximadamente seis meses después de la gran inundación del 24 de enero de 2001, colocó a esta cuestión en primer lugar (39 por ciento de las respuestas), por delante de la inseguridad, que le siguió con un 28 por ciento, y que por lo general encabeza este tipo de encuestas. Casi una década más tarde y de sucesivas promesas de distintos responsables políticos, el jefe de gobierno actual ha sostenido que “las inundaciones seguirán hasta que no se terminen las obras” que se hallan en curso. Entre ellas, principalmente, los túneles aliviadores del Arroyo Maldonado, que según estimaciones, resolverían los padecimientos de casi el 10 por ciento de los habitantes de la ciudad.

Sin embargo, y aun cuando la población tiende a creer que el problema persiste por falta de obras de infraestructura suficientes (tal como surgió de la encuesta antes mencionada), es muy probable que esas obras alivien, pero no resuelvan la cuestión. Una gestión eficaz de las inundaciones depende de muchas otras variables, y si no se las atiende simultáneamente, el problema persistirá.

Cómo evitar que Buenos Aires se inunde

Los expertos saben que, generalmente, tanto las inundaciones “palangana” como las resultantes de desbordes fluviales pueden anticiparse con bastante tiempo. No puede saberse por dónde pasará exactamente un tornado pero sí cuánto tardarán en “bajar” las aguas de una crecida hasta cada punto del curso de un río o un arroyo. Proporcionar esta información es tarea de servicios hidrológicos, meteorológicos y satelitales. Pero la información no siempre llega oportunamente ni es utilizada para adoptar medidas de contención y socorro. Y aun cuando ello ocurriera, si la infraestructura de la ciudad no tiene un nivel de recurrencia adecuado, los alertas no resuelven el problema.

Ninguna ciudad del mundo realiza inversiones para eliminar definitivamente las inundaciones de origen pluvial, sino sólo para mitigarlas, reduciendo su significación a niveles compatibles con sus posibilidades técnico-económicas y minimizando los eventuales costos políticos. Pero Buenos Aires tiene una recurrencia inaceptablemente baja. Y aun cuando las obras se completaran, su operación y mantenimiento plantearía exigencias institucionales que permitan elevar y mantener la capacidad de conducción obtenida, articulando acciones con las de otros organismos para anticipar o minimizar las consecuencias de este fenómeno natural, incluyendo la adopción de medidas no estructurales.

Entre esas capacidades sobresale la de planificar globalmente la actividad hidráulica en la ciudad y la evaluación y control de gestión de su ejecución. La experiencia demuestra que pese a los repetidos “planes maestros” y “planes directores” de diferentes gobiernos, esa capacidad aún no se ha desarrollado. Además, se requieren modificaciones de los códigos de edificación y planeamiento urbano, nuevas regulaciones del uso del suelo, mejoramiento de la gestión de los residuos domiciliarios y urbanos, sistemas de coordinación en emergencias, campañas de educación ambiental y consultas públicas.

Para colmo, la organización hidráulica no es monopolio de un organismo, sino que exige el esfuerzo concertado de instituciones pertenecientes a diferentes jurisdicciones gubernamentales (nacional, provincial, municipal) así como de empresas, organismos e instituciones sociales, asociaciones vecinales e, inclusive, entidades internacionales. Cada una de ellas tiene notables diferencias en sus grados de autonomía, funciones, tamaño, clientela y recursos.

Resulta evidente que las políticas, proyectos y acciones en materia hidráulica de los gobiernos nacional, de la provincia de Buenos Aires y municipios contiguos a la ciudad de Buenos Aires, pueden tener efectos importantes sobre las inundaciones porteñas, en tanto forman parte de un mismo sistema de vasos comunicantes. Esta gestión también resulta afectada por los organismos de planeamiento urbano del GCBA, responsables de planificar el desarrollo de la ciudad, el uso del suelo, su equipamiento y edificación; el ente responsable de la higiene urbana y las empresas recolectoras de residuos, en tanto responsables de velar por la prestación de ciertos servicios de limpieza y recolección que, bien realizados, previenen uno de los factores de inundación periódica; los entes de emergencias y defensa civil, tanto del gobierno nacional como del GCBA, así como las fuerzas de seguridad y asistencia (policía, bomberos, servicios médicos) a cargo de prevenir y resolver los efectos más críticos del fenómeno.

De igual manera, para colaborar en las predicciones meteorológicas, debería coordinarse la actividad de esa red institucional con las de organismos como el Servicio Meteorológico Nacional, el Departamento de Ciencias de la Atmósfera de la UBA, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y diversos institutos del Conicet. Al mismo tiempo, se requiere fortalecer las relaciones con la comunidad, con centros vecinales y Centros de Gestión y Participación con fines de información, participación en la propuesta de soluciones, realización de audiencias, organización para emergencias, etc.

Es importante potenciar los vínculos con el sistema educativo y los mecanismos de comunicación social, para generar conciencia ciudadana sobre formas en que el comportamiento urbano puede contribuir a prevenir algunos de los factores agravantes de una inundación. Este listado es ilustrativo y podría extenderse incluyendo a varios otros actores e instituciones. Una gestión hidráulica eficaz exigiría establecer acuerdos permanentes de corresponsabilidad entre todos ellos, especificando claramente el tipo y alcance de los compromisos y resultados asumidos por cada uno.

La gestión hidráulica de la ciudad implica importantes desafíos dada la densidad institucional y la complejidad que supone coordinar entre tantos actores cuya respectiva participación suele ocurrir en lugares y momentos diferentes, y tener exigencias técnicas y horizontes temporales también heterogéneos. ¿Cuáles son las perspectivas de lograr la coordinación institucional requerida para aliviar, al menos, la incidencia de las inundaciones sobre la calidad de vida porteña?

Blowing in the wind

Las catástrofes naturales tienen una connotación casi religiosa: la gente suele atribuirlas en parte a la obra de la Providencia, frente a la cual la responsabilidad humana pierde entidad. Así, los políticos logran conciliar el sueño porque no se acuestan cada noche torturados por un problema irresuelto. A lo sumo, prometen la realización de obras que, según creen, una vez emplazadas resolverán la cuestión. Mi opinión es que una mejor infraestructura, por sí sola, no la solucionará.

Como hemos visto, son numerosos los actores estatales y civiles que deben coordinar acciones para mitigar las consecuencias del desastre. Lamentablemente, la gestión hidráulica –como la gestión pública en general– se caracteriza por comportamientos autistas y renuencia a la acción colaborativa. A menudo se observan coordinaciones aisladas, poco sistemáticas y de resultado incierto; ausencia de compromisos de suministro regular de información o de servicios; escasos acuerdos para la ejecución articulada de acciones y feudalismo administrativo extremo. La experiencia histórica registra fuertes discontinuidades en el registro de la información básica sobre inundaciones y sus avatares (desaparición de planos, robo de fajas de registros del Servicio Meteorológico Nacional, pérdida de prioridad en la agenda de obras programadas). Defensa Civil no se ha caracterizado por un rápido despliegue de acciones en caso de inundaciones o una eficaz coordinación en la emergencia. En general, la mezquindad y la inoperancia, los cotos de caza, las quintas inexpugnables, la lucha denodada por conservar y ganar espacios, han prevalecido como estilos de gestión. Con la visibilidad de una platea abierta al país, pocos están dispuestos a aparecer en la foto simplemente como uno más. La motivación –casi nunca legítima– prevalece sobre la comprensión de la tarea que cada uno, singularmente, cree su deber realizar. Para colmo, el escenario se completa con los oportunistas de siempre, los que delinquen o simplemente medran políticamente con el dolor ajeno.

Frente al drama de las inundaciones, la movilización social espontánea y la esforzada labor de las instituciones civiles adquieren un valor excepcional. Pero esta labor podría multiplicarse si el Estado cumpliera un papel menos catastrófico. Cabe, entonces, preguntar cuándo se incorporarán los desastres naturales como políticas de Estado de la agenda gubernamental. ¿Será cuando los evacuados sumen más que los que pisan tierra firme? ¿Cuando las imágenes televisivas sean suficientemente dramáticas como para poner crudamente al desnudo la irresponsabilidad de los gobernantes? ¿Cuando los políticos descubran el posible filón electoralista que posibilita el protagonismo en la emergencia? ¿O, tal vez, cuando el ejercicio de responsabilidades políticas coincida, simplemente, con el cumplimiento del juramento que Dios y la Patria podrían demandar?

Bob Dylan se ha planteado preguntas similares en un tema ya clásico:
“¿Cuántos oídos debe tener un hombre, antes de que pueda escuchar a la gente llorar? ¿Cuántas muertes tendrán que pasar hasta que él sepa que demasiada gente ha muerto? La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento”.





* Investigador principal del CONICET, con título de PhD en Ciencia Política en la universidad de California. Doctor en Ciencias Económicas de la UBA.