El derecho social al control público

El derecho social al control público

La supervisión del accionar estatal es una prerrogativa de toda comunidad y de sus miembros. Sin embargo, pese a los esfuerzos por avanzar en el área, subsisten algunas deudas pendientes en los mecanismos del Poder Ejecutivo y en los del Legislativo, en tanto que se reforzó el rol controlador del Poder Judicial ante las falencias del sistema político y la administración. Para no limitarse a ser una mera revisión histórica de acontecimientos pasados, el control debe resultar a la vez independiente, oportuno, articulado, preventivo y corrector.

| Por Mario Rejtman Farah |

El derecho al control

Los problemas que plantea en nuestro país el control público no son una cuestión demasiado novedosa y numerosos trabajos se han ocupado de identificarlos y efectuar aportes al debate que desde antaño se da en torno a este tema. Existe además una renovada preocupación sobre las consecuencias que se derivan de su debilidad y posiblemente se ha generado una mayor conciencia social respecto de ello, y de su incidencia como tema central a la hora de poner en marcha mecanismos que contribuyan a asegurar la legalidad del obrar estatal.

El control público es, a nuestro juicio, un derecho subjetivo de toda la comunidad y, consiguientemente, de cada uno de sus integrantes, a fin de que se pongan en marcha aquellos controles suficientes, necesarios y adecuados para permitir que la administración pública ajuste sus cometidos y su obrar a una imprescindible legalidad y eficacia. Ello intenta superar la clásica y tradicional visión, expresada con claridad, entre otros, por Montesquieu, conforme la cual es necesario que el poder contenga al poder. Entendemos también al control como un modo de velar por que el poder sea fiel a sus compromisos y busque los medios que permitan mantener la exigencia de un accionar estatal que satisfaga al bien común. Y en tal sentido concluimos que existe un derecho individual y social a que se ejerza tal control.

Desde nuestra perspectiva, pese a algunos esfuerzos por fortalecer los instrumentos y sistemas de control, existe un conjunto de factores que no coadyuvan al cumplimiento de tal objetivo. El derecho al control público tiene hoy ciertas deudas pendientes. De no encauzarse algunas de las situaciones aquí planteadas, su razón de ser como resguardo para el mantenimiento de la institucionalidad democrática puede verse claramente debilitada. Veremos algunas de dichas cuestiones.

Un derecho debilitado

En relación con el control interno de la actividad administrativa, una de las vías privilegiadas está a cargo de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN). Sin embargo, no existe respecto de dicho organismo –cuyo titular es designado por el Poder Ejecutivo Nacional (PEN)– un procedimiento que le permita informar a este sobre los hallazgos, reparos o informes ni la obligación para los titulares de las jurisdicciones controladas de responder frente a los actos de control en los que se hubieran señalado cuestiones que requieran correcciones o mejoras en los organismos a su cargo.

El hecho de que no existan mecanismos de responsabilización plenos para los funcionarios extraescalafonarios, así como la dependencia jerárquica de aquel organismo respecto del PEN, lo privan, al menos potencialmente, de dos herramientas inescindibles del control: la posterior aplicación de sanciones y la independencia del controlador.

Por otra parte, la creación y el funcionamiento de las unidades de auditoría interna no han posibilitado ni garantizado la existencia de controles internos. Su falta de independencia funcional, su designación a cargo del titular de la jurisdicción, la ausencia para sus integrantes de un régimen jurídico propio que rija su relación de empleo, la falta de estabilidad funcional, entre otros aspectos, han contribuido a debilitar aún más el sistema.

Respecto del control externo, en el orden nacional se intentó producir un fuerte cambio de paradigma, reemplazando el modelo continental (tribunales de cuentas, rendiciones y juicios de cuentas y de responsabilidad, controles previos a cargo exclusivamente de entidades fiscalizadoras externas) por un sistema similar al anglosajón, donde se ha puesto el énfasis en auditorías ex-post, controles centrados en los procesos y en las causas que pudieran provocar la existencia de actos irregulares.

La reforma constitucional de 1994 (art. 85 CN) dispuso jerarquizar a la Auditoría General de la Nación (AGN) como un órgano extrapoder de control externo independiente del sector público, en la órbita del Poder Legislativo. Sin embargo, existe un largo camino para alcanzar tal objetivo. De hecho, la AGN queda circunscripta al papel de asesor del Poder Legislativo en tanto emite solo dictámenes no vinculantes y, aunque también puede formular recomendaciones, la fuerza de estas sufre escaso efecto. Los dictámenes e informes de este organismo deben a su vez ser aprobados por la Comisión Mixta Revisora de Cuentas, con lo cual se viola el principio de la eficacia de la función de control.

La disposición constitucional del art. 85 de la Carta Magna que establece que el presidente de la AGN es designado a propuesta del principal partido de oposición parlamentaria, más el régimen legal que establece la designación de los otros seis auditores por el sistema de mayorías y minorías en el Poder Legislativo, debilita –a nuestro criterio– al precepto constitucional. El diseño deja al presidente de la AGN, en muchas ocasiones, en minoría frente a los representantes del oficialismo. Tal sistema organizacional puede tornar hasta ineficaz la toma de decisiones en dicho organismo.

A partir de la derogación de la llamada Ley de Contabilidad y su reemplazo por la ley 24.156 (de Administración Financiera y de Sistemas de Control del Sector Público Nacional), tampoco existe en el orden jurídico nacional un régimen de responsabilización patrimonial específico respecto de los funcionarios que hubieran dictado actos reprochados como ilegítimos por los organismos de control o que causaren un daño al erario público. Ello provoca un vacío en el tema que no ha sido cubierto adecuadamente por ninguna norma de derecho positivo.

Por otra parte, dado que la AGN no puede actuar como querellante en los procesos iniciados como consecuencia de las denuncias que ella formula, que aún no se dictó la ley que regule sus funciones y que no tiene suficientes facultades jurídicas para exigir información necesaria para cumplir su tarea, es necesario atender estas cuestiones si se pretende contar con un pleno derecho al control.

Asimismo, la realidad presenta un contexto de escasa investigación a funcionarios públicos. La Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, concebida para promover la investigación de la conducta administrativa de diversos agentes integrantes de la administración nacional y efectuar investigaciones en toda institución que tenga como principal fuente de recursos el aporte estatal, muestra cierta persistente parálisis que en nada contribuye a alcanzar los objetivos para los que fue concebida. Por otra parte, nada puede hacer respecto de los funcionarios extraescalafonarios, no alcanzados por el régimen disciplinario propio de los agentes públicos.

En relación con la Oficina Anticorrupción (OA), independientemente de quienes sean sus titulares y la profesionalidad de muchos de sus integrantes, existe respecto de ella un factor de riesgo vinculado con las funciones que le han sido conferidas. Su dependencia funcional de un ministerio, a su vez jerárquicamente subordinado al PEN, la debilita, si se persigue que cuente con la autonomía necesaria para controlar de modo independiente la transparencia de los actos de gobierno.

En cuanto a los controles parlamentarios, no pueden dejar de mencionarse ciertos casos en los que el débil, secreto o escaso funcionamiento de algunas comisiones bicamerales u ordinarias en el ámbito del Poder Legislativo, con funciones especiales de control y seguimiento de la actividad administrativa, debilita el ejercicio de uno de los mecanismos básicos para hacer efectivo el derecho de la sociedad y de cada uno de sus miembros al control. Un supuesto que ejemplifica adecuadamente el problema aquí planteado lo muestra la ley 26.122, que prevé que las cámaras del Congreso no están sujetas a ningún plazo para expedirse sobre los decretos de necesidad y urgencia (DNU) que les remite el PEN. De modo que los DNU se aplican hasta que se produzca su rechazo expreso por ambas cámaras. Esa norma posibilita la subsistencia sin plazo de tales DNU en tanto el Congreso no emita una decisión sobre ellos. Con esto se ignora el mandato constitucional que obliga a su expreso e inmediato tratamiento por el plenario de cada cámara.

Otra cuestión se vincula con el tratamiento parlamentario de la Cuenta de Inversión, el que ha mostrado durante mucho tiempo cierta morosidad que no contribuye a fortalecer el control del Legislativo sobre la administración pública. La omisión de ejercer este control priva al Estado de la posibilidad de responsabilizar a sus funcionarios, la que no puede, en gran medida, hacerse efectiva, entre otras razones, si la Cuenta de Inversión no es aprobada o rechazada. Se compromete, de tal modo, la legalidad del obrar estatal, así como la tutela de las políticas públicas que debe llevar adelante el Ejecutivo, definidas por el Legislativo a través de las leyes de presupuesto.

Para una plena efectividad del derecho al control, el sistema republicano exige que el Poder Legislativo no abdique de su obligación de contralor, ni deje de ejercer tales atribuciones o convierta a dicha función en algo inerme. Para algunos, en posición que compartimos, una de las funciones centrales del Congreso, quizá la más importante, es la de control por parte de los representantes del pueblo y de las provincias, destacándose que en algunos sistemas políticos se la considera como prevalente o principal respecto de la propia función legislativa.

Por otro lado, un aspecto relevante tiene que ver con el derecho al control judicial de las políticas públicas. El deslizamiento de lo político a la Justicia constituye una dimensión relativamente novedosa e interesante y no debe ser totalmente desestimada como un medio de garantizar el ejercicio del derecho al control. Muestra de ello es, en parte, el activismo emprendido por el Poder Judicial frente a la inacción de la administración pública en cuestiones de derechos sociales, lo que ha revelado en diversas ocasiones exitosas consecuencias.

La posible incapacidad del sistema político de regularse por sí mismo o las falencias de la administración para resolver ciertas cuestiones propias de su ámbito han impulsado, también, el fortalecimiento del rol de control por parte del Poder Judicial. Se trate de casos individuales o colectivos, son siempre situaciones ejemplares, casos límite y con fuerte poder de incidencia. Tal avance no debe ser entendido como una sustitución del administrador por el juez; antes bien, debe reconocerse que le cabe al Poder Judicial cumplir con el objetivo de ejercer un efectivo control sobre la actividad administrativa.

Solo por consignar un ejemplo de ello cabe recordar el caso “Mendoza”, donde nuestro Superior Tribunal no solo se expidió sobre las responsabilidades que cabrían a funcionarios públicos como consecuencia de la contaminación ambiental causada por la cuenca hídrica Matanza-Riachuelo y el eventual incumplimiento de los diferentes puntos que componen el programa. El fallo dispuso además criterios generales para que se cumpla en forma efectiva el programa fijado por el propio tribunal, tendiente a la recomposición del daño colectivo causado por dicha contaminación, estableciendo a la par la obligación por parte de la AGN de llevar a cabo un control específico sobre la asignación de fondos y la ejecución presupuestaria de todo lo relacionado con el plan integral de saneamiento de la referida cuenca. La sentencia responsabilizó, además, en forma personal a los altos funcionarios a cargo de cumplir lo allí decidido.

Los casos “Halabi”, “Verbitsky”, “Editorial Perfil”, “Greco” o “Sosa”, entre otros, son ejemplos donde la Justicia en ejercicio de sus facultades constitucionales de control dispuso medidas concretas que debía adoptar el PEN, frente a la omisión de la administración pública en hacerlo.

Algunas condiciones para el fortalecimiento del derecho al control

En principio, es necesario enfatizar en el derecho a un control sistémicamente corrector. Si el control de la administración pública no produce consecuencias o es solo una simple actitud pasiva de verificación de irregularidades, escasas son las utilidades, las ventajas y los efectos que se derivarán de su ejercicio. En tanto no sea posible modificar, sustituir, reemplazar o intervenir en los sistemas o normas que favorecen, propician, impulsan o no impiden que se dicten actos reprochables, el control se convertirá en una suerte de autopsia o revisión histórica del pasado y no logrará incidir para evitar y prevenir que se reiteren en el futuro similares actividades ilegítimas. Su valor será, pues, mínimo. El control debe, así, ser corrector. Aun suponiendo que, como consecuencia de actos de control, se determinen responsabilidades de funcionarios del gobierno y se sancione a los responsables, ello no es suficiente si no se logra pasar de la mera detección de la irregularidad en el obrar público a acciones correctivas. Se requiere, pues, un control que influya.

No basta –aunque, por cierto, ello es necesario– controlar o detectar irregularidades. También hay que modificar los sistemas normativos o de gestión que permiten que aquellas ocurran. Muchas veces no es la cuestión particular lo que más importa, sino cuánto ella afecta al sistema, cuánto puede hacerse más allá de anular la actividad irregular, qué consecuencias se derivarán de un procedimiento o de una estructura que al menos permite o posibilita su producción. No puede perderse de vista, si se quiere hacer efectivo el derecho al control, el objetivo de lograr influir precisamente sobre estos sistemas.

Por otra parte, está la mirada de la ciudadanía. Si por ejercicio del derecho al control social entendemos no solo el realizado por algunas pocas organizaciones o ciudadanos que ejercen este rol, podemos concluir que aquel es limitado, escaso e insuficiente. No constituye una actividad multiforme de la sociedad, ni se ha generado una movilización cívica que permita afirmar que tenga plena eficacia. Resultaría ingenuo sostener que el mero control ciudadano puede llegar a constituirse en una panacea frente a los problemas que presenta el control público. No obstante, la notoria debilidad en el ejercicio de este, muestra una preocupante situación que corresponde dejar planteada.

Por cierto, la participación ciudadana no es la carta de legitimación para democratizar a la organización administrativa ni otorga un certificado de castidad a las acciones públicas. Sin embargo, la otra cara de la moneda surge de algunas que han mostrado un sistemático esfuerzo en este sentido. Además, en muchos casos la sociedad ejerce un rol de vigilancia que le permite operar como watch-dog committees en sus dominios de intervención, o como denunciante para lanzar voces de alerta y actuar con estrategias de impulso o presión o como grupos de pensamiento crítico.

También resta por hacer en lo relativo al derecho a un control independiente. Resulta necesario garantizar la independencia de los controladores, frente a la notoria debilidad que este aspecto plantea. Ello ha sido una expresa recomendación emitida por el Comité de Expertos de la OEA en el ámbito del Mecanismo de Seguimiento de la Implementación de la Convención Interamericana Contra la Corrupción (CICC), atento el panorama que presenta esta cuestión.

Cuando decimos independiente queremos decir, por cierto, imparciales. Que no tengan vinculación con el organismo o el funcionario controlado, ni tengan intervención en la producción de los actos que serán sometidos a su control. Pero también que no estén sometidos a instrucciones u órdenes superiores. Explícitas o implícitas. Los juegos del poder encuentran en el campo del control un espacio fértil para dirimir allí conflictos políticos. Por ello la necesidad de que los órganos de control tengan fuerte grado de independencia, autonomía y autarquía económico-financiera, tanto del Ejecutivo como del Legislativo. Es ilusorio pretender que el control esté totalmente aislado de la política. Pero si, además, no se cuenta con las herramientas, el diseño institucional o los medios para un control independiente, sus posibilidades de acción estarán mucho más ceñidas y acotadas.

Otro punto a destacar es el derecho a un control por resultados. La CICC, aprobada por ley Nº 24.759, introdujo en el derecho positivo argentino el principio –de obligatorio cumplimiento– de actuar con eficiencia en la ejecución del gasto público. Las decisiones que no cumplan con tal estándar no son legales. Los resultados de la gestión estatal no son un agregado a la legalidad. Oportunidad, conveniencia, mérito, resultados, son elementos que integran la legitimidad del obrar público y que por lo tanto deben ser objeto de control. La realidad nos indica que, aun respetándose legalidades formales, cuestiones tales como factores de política social, distribución del ingreso, mejoramiento de ciertos sectores, aspectos económicos involucrados en la gestión pública, transparencia, beneficios privados, razonabilidad del obrar estatal, etc., quedan en ciertas oportunidades fuera de todo foco o ámbito de control.

Del mismo modo, vale señalar el derecho a la publicidad en materia de control. Esta no solo constituye el medio para que el control sea conocido, sino también un objetivo estrechamente ligado a la operatividad y a las posibilidades de ejercer el derecho a aquel. No es despreciable la repercusión pública que tiene el control sobre la actividad administrativa. La visibilidad de los controles permite que la sociedad conozca los principales ejes y cuestiones donde existen observaciones, reparos o ilegalidades. Paralelamente, ello permite controlar no solo al controlado, sino también al controlante.

Habitualmente se relaciona la publicidad con un modo de control de la corrupción. Más información implica mayor transparencia, y ello conduce a un mayor control de la acción de gobierno por parte de la ciudadanía. Esto es verdad. Pero cabe señalar que no es un tema necesariamente vinculado a ella, aunque, por supuesto, tiene bastante que ver en tanto los pescados no engordan en aguas transparentes. El ejercicio del derecho a saber qué es lo que hacen los organismos de control tiene un impacto mucho mayor y se vincula con la gobernabilidad misma.

Con dispares resultados, medios y alcances, los informes vinculados a la actividad de control llegan al conocimiento de muy pocos o tal vez circunscripto al de quienes frecuentemente tienen escasas posibilidades de incidir sobre el sistema mismo. En muchas oportunidades los informes y las actividades de control son de acceso público, pero de ello no se deriva ni su amplia publicidad ni, consiguientemente, su utilidad como señal de alerta o como modo de fortalecer el derecho al control, como identificación de fallas sistémicas, como indicador para contar con herramientas que permitan un oportuno y eficaz proceso de mejoras en el desarrollo de la función administrativa. Paradójicamente, con frecuencia a muchos funcionarios les preocupa más la difusión que pueden tener sus actos que las sanciones que pudieran recibir, en tanto estas difícilmente llegan.

También es necesario insistir en el derecho a un control articulado. Muchos tienen la sensación de que, pese a que existen varios organismos de control público, estos son insuficientes. La pregunta que cabe formularse es cuánto se articulan entre ellos para el ejercicio de sus acciones, a fin de evitar superposiciones, visiones sesgadas de la actuación administrativa o dilapidación de esfuerzos que se ven, así, notoriamente debilitados como consecuencia de tal estado de situación.

El control debe ser asimismo preventivo. Las eventuales sanciones o responsabilizaciones que pudieran imponerse como consecuencia de un acto de control, aunque necesarias e imprescindibles, son implícitamente la consecuencia de un accionar tardío que no supo prevenir. Por ello, se espera un control anticipatorio, que señale las falencias del sistema, los procedimientos, los contextos y las circunstancias que permitan generar actos ilegítimos. Si es cierto que “es mejor prevenir que curar”, el principio es también aplicable a la actuación de los organismos de control, no en relación con el control ex-ante o ex-post, sino en el sentido de buscar un control que influya preventivamente y hacia adelante sobre el sistema que no sirvió o que directamente propició el dictado del acto reprochado.

Los controles deben ser cercanos a la actividad controlada. Frecuentemente, aquellos se han convertido en una revisión histórica de actos o hechos del pasado que además en general ya se han ejecutado y el sistema posibilitó, permitió, generó, toleró o propició que existiera una actividad irregular, con lo cual poco puede hacerse para modificar dicho sistema y prevenir para el futuro. La oportunidad del control permite que este tenga repercusión política, institucional y también social, y no se convierta en una mera revisión sin incidencia en el presente o en el futuro. Desde la perspectiva que venimos analizando, el control es también una poderosa herramienta preventiva. Se espera, en tal sentido, que se señalen las falencias, los procedimientos, los contextos y las circunstancias que permiten generar actos irregulares para evitar que ello ocurra en el futuro.

Por último, está el derecho a un control con sanciones y reparación. Las sanciones no son una solución en sí mismas. Pero es necesario avanzar hacia la punibilidad frente a actos que causen perjuicio. De lo contrario, el control se convierte en algo abstracto y sin consecuencias. Es necesario que el control sea seguido de sanciones y que se instruyan los procedimientos imprescindibles para obtener la reparación económica por los daños causados como consecuencia de un accionar ilegítimo, o la devolución o recupero de lo mal habido.

El seguimiento de recomendaciones internacionales

El Comité de Expertos del Mecanismo de Seguimiento de la Implementación de la Convención Interamericana Contra la Corrupción instó a nuestro país a “fortalecer los sistemas de auditoría interna y externa de control, y utilizar efectivamente la información generada en dichas auditorías”. Señaló allí que “para cumplir con esta recomendación, la República Argentina podría tener en cuenta las siguientes medidas: asegurar la existencia de un sistema efectivo de control dependiente del Congreso sobre el gasto de fondos públicos; dar a publicidad, cuando sea apropiado, los informes realizados por los organismos de control; establecer un sistema efectivo de sanciones por violaciones a las normas legales o reglamentaciones encontradas durante el transcurso de auditorías; garantizar la mayor estabilidad e independencia de los auditores internos”.

El Poder Legislativo debería asumir una mayor intervención en el tema, especialmente comprometerse con más vigor en la tarea de asegurar el derecho de las personas a verificar si los organismos auditados acatan las recomendaciones de los organismos de control o si aplican sanciones con posterioridad a la verificación de incumplimientos o ilegalidades.

Paralelamente, cabe considerar los confluentes principios emanados de organismos tales como las Naciones Unidas, la Organización Internacional de las Entidades Fiscalizadoras Superiores (INTOSAI), la Organización Latinoamericana y del Caribe de Entidades Fiscalizadoras Superiores (OLACEFS), y la Organización de las Entidades Fiscalizadoras del Mercosur, Bolivia y Chile (EFSUR), lo que permite sostener que existen datos objetivos que nos llevan a afirmar que, en esta materia, existe un firme y progresivo orden jurídico supranacional al que el derecho al control no está ajeno. Ello en tanto estas organizaciones emiten recomendaciones y fijan principios, postulados y normas de dichas instituciones, a fin de fortalecer el control público.

Abrir nuevos caminos

El reconocimiento concreto de un derecho social –individual o colectivo– al control es, a nuestro juicio, un principio y una garantía del sistema republicano. Frente a un control con frecuencia “ausente sin aviso” nos corresponde a todos nosotros, al menos, la responsabilidad de seguir discutiendo sobre estas cuestiones, impulsar remedios que permitan encontrar el camino y, en todo caso, buscar nuevas vías, métodos, mecanismos, herramientas y acciones para recuperar –antes de que sea demasiado tarde- el tiempo perdido en materia de control público de la actividad administrativa.

Autorxs


Mario Rejtman Farah:

Doctor en Derecho. Fue fiscal general de Contrataciones del Tribunal de Cuentas de la Nación, asesor general de la Convención Estatuyente de la Ciudad de Buenos Aires, vocal del Directorio del INAP, asesor de la Presidencia de la AGN y jurado para concursos de selección de magistrados del Consejo de la Magistratura de la Nación.