El control y el orden social. La funcionalidad de la desigualdad social y de las ilegalidades
La función de la desigualdad social es preservar el orden social vigente. Para ello es fundamental el control social, ejercido tanto a través de la ley y el ejercicio de la violencia como de la impunidad que gozan las ilegalidades que cometen los poderosos. A continuación, algunos de los mecanismos que garantizan la permanencia del orden y la gobernabilidad.
A la memoria de Lito Marín
El pensamiento sociológico ha vivido y vive el desafío de describir y analizar la realidad social bajo el presupuesto de un orden al fin alcanzado pero cuya estabilidad está siempre amenazada. Se sostiene en la idea de que es posible alcanzar la totalidad del conocimiento de las relaciones sociales al interior del orden social (sociedad), lo que permitiría explicar esa totalidad desde una variable única o unívoca al estilo de la propuesta por Karl Marx en la introducción de los Grundrisse, como que tal orden “no (es) una representación caótica de un conjunto, sino una rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones…”, y luego: “En todas las formas de sociedad existe una determinada producción que asigna a todas las otras su correspondiente rango e influencia,… y cuyas relaciones por lo tanto asignan a todas las otras el rango y la influencia. Es una iluminación general en la que se bañan todos los colores y que modifica las particularidades de estos…”.
Estas primeras líneas son el soporte de la idea de que en la historia humana siempre han existido formas de control social; siempre ha sido necesario un orden con diferencias y jerarquías al interior e históricamente logrado e institucionalizado por medio de la violencia, del combate, que como decía Heráclito: “El combate es el padre de todas las cosas, el rey de todos; a unas ha convertido en dioses, a otras en hombres, de estos ha hecho a unos esclavos y a otros libres”. Las tragedias griegas muestran tanto el orden como su control y los ritos sacrificiales en su mundo funcionaron como conjuros para preservarlos del desorden, del caos, de la indiferenciación. Por sobre todas las cosas el orden social es un orden cultural y por ello cuando se presenta una crisis de las diferencias y jerarquías (una subversión, diría M. Foucault) se pone en crisis el orden cultural. El orden social es un sistema de diferencias organizado que paralelamente o sustancialmente, si se quiere, proporciona a cada uno su identidad, identidad que los sitúa en relación a otro o a otros.
Quiero plantear en este trabajo un par de ideas que considero fundamentales: 1) la función de la desigualdad social como forma de control para preservar el orden social, y 2) la función social de la impunidad del delito económico de los poderosos como forma de control social para reproducir el orden social.
Con respecto a la desigualdad veamos su observable en países de América latina.
Tabla 1. Distribución del ingreso de las personas, en áreas urbanas y ruralesFuente: ECLAC, Statistical Yearbook for Latin America and the Caribbean, 2012;
Los datos expuestos se refieren al área geográfica nacional sin discriminar la
urbana de la rural.
Este observable no se ha producido por “crisis” alguna sino que la desigualdad social forma parte históricamente de la estructura social de cada país. Además nos lleva a preguntarnos, dada su permanencia en el tiempo, si se ha producido y se reproduce por la vigencia de la legalidad o por actos ilegales, o por una conjunción de ambas conforme a necesidades contingentes del control social.
Adelantamos la hipótesis de que la desigualdad social es una realidad palpable y por lo tanto con múltiples efectos, y como fenómeno existente y persistente cumple una función “positiva” (¿?) para el orden social. En efecto este fenómeno garantiza la división social del trabajo, la realización de muchísimos trabajos invisibilizados, algunos de ellos sucios y degradantes a punto tal de naturalizarlos o asociarlos a las necesidades del “bien común”: recoger la basura, destapar las cloacas, sepultar a los muertos, cuidar enfermos contagiosos o incontinentes, manejar locomotoras, preparar alimentos, pelar y eviscerar diversas aves, matar y despostar vacunos u otros animales, construir drones, atender enfermos mentales, recoger abonos orgánicos, vigilar presos en cárceles, fabricar armas, trasladar y manipular sustancias peligrosas o tóxicas para la salud, etc., etc. Otras personas tienen la función de dictar leyes, otros escribir novelas de ficción, o hacer música, también hacer justicia (¿?) o hacer respetar la ley, otros hacerse cargo de la defensa del territorio o de educar a los jóvenes. Pero las acciones de cada uno deben estar referidas, de manera general, a un conjunto de normas internalizadas (la cultura) por encima de los deseos, de las pulsiones, de los instintos de cada uno. De la misma manera la desigualdad acompaña (y es funcional) a la existencia de jerarquías al interior de instituciones oficiales o empresas privadas, también en el ámbito educativo o en la investigación académica y de manera obvia al interior de las fuerzas armadas o en las instituciones religiosas o en las instituciones gubernamentales. Sin diferencias, desigualdades y jerarquías no hay orden posible ni vivible, diría Thomas Hobbes, que es la referencia obligada cuando se invoca la función de la Ley y esta es la materia del control social: naturalizar las diferencias, las jerarquías y las desigualdades que se expresan… en la Ley.
La necesidad del control social es la inexistencia de “la sociedad”; la vida en común está regida por un orden y no por el affectio societatis; por eso la ley y el ejercicio de la violencia forman parte indisoluble del control social, ambos necesarios para tal orden. El orden es, además, un sistema de poder en el que existen en sus intersticios relaciones variadas y múltiples, micro-poderes diría Foucault, que establecen lazos sociales como ser personales, familiares, jurídicos, afectivos, legales, ilegales, conflictivos, educativos, de sociabilidad, de dominación, de servidumbre, disciplinarios, cooperativos.
La necesidad del control social tiene que ver con la preservación del orden social y su gobernabilidad, lo que Foucault llama la “gubernamentalidad” que implica la difícil y tensa convivencia entre la descentralización del poder (de las decisiones) en instituciones estatales y la concentración del capital (“la riqueza es poder”, dice Hobbes). Entre ellas la presencia de corporaciones y poderes diversos que se expresan en la conflictiva relación entre la democracia parlamentaria y el sistema capitalista como orden cultural y económico. Como sabemos, la democracia es un concepto polisémico y así la premier de Alemania, Angela Merkel, acuñó en septiembre del 2011 el concepto de “marktkonforme demokratie” (democracia en conformidad con el mercado). Lo definió así: la elaboración del presupuesto del Estado es una prerrogativa fundamental del Parlamento, pero hay que hallar vías para que ese requisito democrático esté en conformidad con el mercado.
Por lo tanto, el control social tiene una historia ligada a diferentes órdenes sociales y en la actualidad son los imperativos de la economía de mercado los que establecen gran parte de los parámetros del control social; esto explica la existencia e impunidad de los delitos económicos organizados (DEO) por ser parte de los mecanismos de mercado, así como también se explica la existencia de paraíso fiscales, verdaderos espacios socio-económico-territoriales donde las grandes corporaciones se refugian violando las leyes tributarias estatales y debilitando la soberanía estatal.
James S. Henry, que escribió The Blood Bankers, basó su libro investigando material disponible en el Banco de Pagos Internacionales, en el Fondo Monetario Internacional, en el Banco Mundial, en las Naciones Unidas, en los bancos centrales y de analistas del sector privado; así encontró los indicios de una bolsa gigante de efectivo flotando en esa zona nebulosa conocida como offshore que caracteriza como un “agujero negro” en la economía mundial.
“Al menos un tercio de toda la riqueza financiera privada, y casi la mitad de toda la riqueza en los paraísos fiscales es propiedad de las 91.000 personas más ricas del mundo, sólo 0,001% de la población mundial”, dice el informe. Sobre la base del análisis de los datos se han podido identificar 122.000 empresas ficticias y trusts en países como las Islas Vírgenes, Luxemburgo, las Islas Cook, Samoa, Hong Kong, Delaware, Singapur, Panamá, las Islas Caimán, Mauricio, la isla Labuan, las Seychelles, etcétera.
La Argentina es uno de los cuatro países de América latina que más dinero enviaron a los paraísos fiscales entre 1970 y 2010 (U$S 399.000 millones) junto con Brasil (U$S 520.000 millones), México (U$S 417.000 millones) y Venezuela (U$S 406.000 millones). La cifra exacta de dinero de latinoamericanos en paraísos fiscales (2,058 billones de dólares) es más del doble de la deuda externa de esa treintena de países, de 1,01 billones de dólares.
Los magnates de la droga, o los traficantes de armas y de personas tienen la necesidad de ocultar sus ganancias ilícitas, pero muchos otros son multimillonarios y empresas debidamente asesoradas por expertos (estudios jurídico-financieros), que constituyen fideicomisos u otras formas afines para inversiones que los preservan de la que llaman voracidad fiscal. Así, una empresa puede estar ubicada en una jurisdicción, pero es propiedad de un fideicomiso ubicado en otro lugar y administrado en un tercer lugar. También señala el informe la importancia de distinguir entre los “paraísos intermediarios” –lugares en los que piensa la mayoría de gente en referencia a paraísos fiscales– y los “paraísos de destino”, que incluyen los Estados Unidos, el Reino Unido e incluso Alemania. Estos destinos son deseables, ya que proporcionan “mercados regulados de valores relativamente eficientes, bancos respaldados por numerosos contribuyentes y compañías de seguros; códigos legales bien desarrollados, expertos abogados, poderes judiciales independientes y estados de derecho”. Esto nos permite reforzar la hipótesis sobre la función social positiva que cumplen las ilegalidades de los poderosos en y para la economía del libre mercado en el marco del “estado de derecho”.
La existencia de los paraísos fiscales es la expresión más clara de la reducción o limitación de la “soberanía” estatal; se calcula que existen en ellos más de treinta billones de dólares que representan el producto bruto interno de Japón y de Estados Unidos, pero más que considerarlos un “depósito” son en la realidad un capital, una relación social “en actividad” que valoriza el capital en los mercados financieros.
En este sentido los delitos económicos organizados (DEO) de los sectores poderosos son funcionales al control social porque anudan innumerables lazos sociales entre empresarios, funcionarios de gobierno, abogados, expertos financieros, miembros de las fuerzas de seguridad, funcionarios judiciales y también amigos del golf o del club, secretarias, familiares, dueños de spa, que participan por acción u omisión en ese tipo de ilegalidades que explican no sólo su permanente actualidad sino su impunidad.
La “crisis-fraude” del 2008 de bancos y aseguradores de riesgo en Estados Unidos no sólo perdura en sus efectos sino que forma parte del orden social y de las nuevas reglas de tal orden, entre ellas los miles de millones de fondos públicos destinados al salvataje de sus ejecutores sin atender los efectos del fraude: desocupación, pobreza e indigencia, deterioro de la asistencia a la salud, a la educación.
El control social se manifiesta en diferentes formas sobre o en los individuos que componen la agrupación humana, y en un continuum que va desde la integración-absorción-cooptación hacia la corrección, >>> la sanción, >>> la represión, >>> la desmoralización, >>>la exclusión, >>> el encierro >>> y hasta la eliminación. Estas son las formas que asume en la realidad el control social en la defensa del orden social y tales formas dependen de estrategias políticas de los poderes realmente existentes en la vida social y de acciones de diferentes agencias gubernamentales.
Es de hacer notar que entre los años 1980 y 1990 en las ciencias sociales hemos asistido a la irrupción de intelectuales considerados con mucho prestigio por los medios académicos sobre las propensiones al delito de los sectores marginales o de la llamada underclass (como si esta naciera con una naturaleza delictiva); artículos de James Q. Wilson, Charles Murray, George L. Kelling, John di Tulio Jr., Ed Koch y otros, sostenían que las conductas ilegales eran producto de la inmoralidad de esos sectores o de la falta de afección al trabajo, carencia de límites éticos, irresponsabilidad familiar, familias desunidas y la propensión a tener irresponsablemente más y más hijos.
Uno de los trabajos más representativos de este pensamiento hegemónico en tal época es The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life, de 1994, escrito por el psicoanalista Richard J. Herrnstein y el cientista político Charles Murray, quienes otorgaron una pátina de supuesta cientificidad a sus trabajos. Su argumento central era que el coeficiente de la inteligencia humana (IQ) está principalmente conformado por factores genéticos hereditarios y factores sociales y esto justificaba la desigualdad social y la propensión al delito.
Claro que paralelamente en esos años como en los posteriores hemos asistido a una continua depredación económica-financiera por parte de empresarios y directivos que conforman una elite empresarial educados en universidades y en escuelas de negocios como School of Social Service of University of Chicago Administration, New York University, Wharton Business School, Harvard Business School entre otras, y que esos empresarios y ejecutivos no fueron incluidos en ese estudio sobre el IQ y la propensión al delito.
En la vida social de nuestro país conviven cercana, muy cercanamente, las Lomas de San Isidro y La Cava, Puerto Madero y la Villa 21, y aun Recoleta y Ciudad Oculta, Patio Bullrich y La Salada y cada uno de estos espacios sociales tan diferentes es un paradigma del control social. Y algo más ya que no puede ignorarse que gran parte de las prendas de vestir que se venden en locales de “alta gama” es fabricada en talleres de explotación clandestina o ilegal y que se consiguen en La Salada a una quinta parte del precio que se paga en aquellos lugares “recoletos”; de la misma manera como el servicio doméstico de las Lomas proviene de La Cava, así como no pocas residencias de Recoleta son atendidas por personas que viven en la Villa 21.
¿Qué sería de la vida social sin la cantidad de trabajos “invisibles” o invisibilizados que la hacen posible?
Por otra parte la mirada desde el orden social considera la necesidad de reprobación y aun del castigo de las conductas que se definen como “desviadas” no obstante que la definición de ellas responda a cuestiones “culturales” o “morales” contingentes y relacionadas con los micro-poderes existentes en la vida social.
La desigualdad social y en particular la desigualdad de ingresos cumplen una función “positiva” en el ordenamiento social existente ya que neutralizan la idea de solidaridad, de fraternidad, y aun de igualdad. Quienes se benefician con ella afirman su identidad, una identidad que los recompensa, los distingue, los gratifica.
De lo que se trata siempre es del Orden, o sea del orden de las jerarquías y las diferencias, si se quiere de la preservación del poder que confiere el orden. Para esto la represión de las agencias del Estado no ha dejado de funcionar y organismos de la sociedad civil han denunciado tanto el “gatillo fácil” como el uso letal de armas por parte de las fuerzas de seguridad en las calles, en cárceles y comisarías aun desde el advenimiento de la forma democrática en nuestro país. Se calcula cerca de cuatro mil víctimas (y de ellas casi un 50% de jóvenes menores de 25 años), hecho que puede ser interpretado como una forma sacrificial que deriva la violencia interior hacia otro sacrificable, débil socialmente y sin capacidad de venganza o respuesta. Este desplazamiento hacia tales víctimas sería una forma de control social, y sugerentemente Rene Girard cita un antiguo libro chino, el Libro de los Ritos: “Los sacrificios, la música, los castigos y las leyes tiene un mismo fin, unir los corazones y establecer el orden”.
La utilización del control social entonces no puede sólo referirse a las formas represivas para la defensa del orden social; el sentido vulgar lo reduce al control de la delincuencia, mejor dicho, de un tipo de delitos o un tipo de delincuencia, lo que sugiere que otra delincuencia es funcional a la reproducción del orden social. A manera de una hipótesis contradictoria, propongo que las ilegalidades que cometen los poderosos, impunes penalmente e inmunes socialmente, funcionan fortaleciendo la “estabilidad” del orden social (actual) y por lo tanto se mimetizan con él y son una forma de control social. Hipótesis contradictoria, es cierto, en la medida en que se considere que tal orden social es necesario mantenerlo y reproducirlo.
Por lo tanto el ejercicio del control social tiende a la obtención de consenso, que en suma es no desordenar el orden social establecido; y paradojalmente lo logra también con la impunidad de los poderosos, que sólo ocasionalmente son castigados por el sistema penal, fenómeno que invoca así la figura bíblica del chivo expiatorio: entregar a uno para que sigan impunes los otros, y que en otras latitudes se denomina “buey de piranha” (es ejemplar el caso de Bernard Madoff en Estados Unidos y su esquema Ponzi que funcionó fraudulentamente por más de veinte años).
Para esto adelantamos que el operador del control social es el miedo tal como lo invocara Hobbes, miedo que actúa como un dispositivo siempre en acción y que se representa en la posibilidad de ser víctima de un delito, aunque tal posibilidad sea escasa; no obstante, el miedo se personifica, “miedo a” que históricamente se ha depositado en las llamadas “clases peligrosas” objetivando en ellas a los sectores carenciados, a los sectores vulnerados, a los pobres, a los necesitados, solapando así la peligrosidad de los poderosos.
Este se explica por la misma existencia del Orden logrado y la necesidad de reproducirlo pero siempre en equilibrio inestable por la presencia al interior de ese conglomerado humano “unido” por diferencias y jerarquías, con diferentes formas de entender lo que es justo y lo que es injusto, lo que le corresponde a cada uno y a los otros.
El concepto de sociedad, o mejor dicho la palabra “sociedad” usada como mantra por la sociología, no sólo es ambiguo o inapropiado empíricamente sino que es en sí mismo una forma de control social en la medida en que es un desviado quien pretenda estar fuera de ella, de la sociedad tal cual es. En efecto, el control social establece la frontera, estar dentro o fuera de la “sociedad”, de un supuesto y originario pacto social que se habría fundado en la libre voluntad de cada uno.
La paradoja de esto es que ciertas ilegalidades, en especial la de los poderosos, forman parte indisoluble del orden social a punto tal que este no podría sostenerse sin ellas; ¿qué sería de él si se persiguieran todas las ilegalidades y en especial la del delito económico organizado? ¿Qué del lavado de dinero sucio por los grandes bancos, qué de los empresarios y la trata de personas, de armas, de drogas y de la explotación en los talleres clandestinos o el trabajo en negro, qué del funcionamiento de las instituciones de control social represivo como el sistema penal, el penitenciario, el policial?
Por ejemplo, ¿el “gatillo fácil” policial cumple una función de control social “positivo” para el orden social?, pregunta que lleva una carga en relación al estado de derecho nada despreciable. El estado de derecho ha convivido desde siempre con estos hechos y por eso Giorgio Agamben se refiere al “estado de excepción” como el estado normal. En suma, ¿qué función cumplen las ilegalidades o los delitos cometidos por las instituciones o sus funcionarios en el estado de derecho?
A mediados del siglo pasado uno de los sociólogos norteamericanos más importantes, Robert K. Merton, proponía que el análisis sociológico debía abstenerse de ideas fundadas en la moral de las relaciones sociales y aun de las instituciones, para situarse en la función social que cumplen. Y ponía de manifiesto que las maquinarias políticas ilegales cumplían una función positiva para la vida social. Merton actualizaba así ideas de Karl Marx en La historia crítica de la teoría de la Plusvalía, que de manera irónica señalaba las funciones positivas que cumplían delitos como el robo, sin el cual no habría policías, ni intelectuales que se dedicaran a escribir leyes penales, ni cerrajeros y otra cantidad de actividades afines a esta magna tarea de prevenir y también de definir y perseguir “desviaciones sociales”.
El capitalismo no puede renunciar a la política de permanente acumulación “originaria” que en la actualidad se ejerce con formas un tanto distintas de aquellas de siglos anteriores que utilizaron desde el genocidio de pueblos enteros hasta el saqueo violento y las enclosure en diversas partes de Europa, de Asia, África o América. Actualmente la acumulación originaria continua es obtenida con la “herramienta” financiera y el fraude, del delito económico organizado, formas que le aseguran al sistema su reproducción y la persistencia de la desigualdad. Bernardo Kliksberg cita que el año pasado los billonarios (los 300 mayores) aumentaron sus fortunas en 524 mil millones de dólares, 1.746 millones de dólares promedio cada uno. Mientras sus fortunas crecen cada vez más, crece la desigualdad. Así lo informan algunos de los bancos que los atienden como el Global Wealth Report 2013 del Credit Suisse Group: el uno por ciento más rico tiene ya el 46 por ciento de los activos mundiales. El 50 por ciento de menores ingresos, el uno por ciento.
De esta manera actualizo un interrogante acerca de la sorpresa que produce el hecho de que el pensamiento sociológico haya y está alejado de considerar al delito como parte integrante e indisoluble de todo orden social. ¿Qué sería del orden social si se resolviera un problema fundamental en términos sistémicos para la economía mundial como el lavado de dinero por parte de los grandes bancos, la corrupción de guante blanco, invisible y refinada, en los países desarrollados encabezados por aquellos integrantes de la OCDE como Estados Unidos, Japón, Reino Unido, Alemania? ¿O los paraísos fiscales que ellos promueven, protegen y en los que se cobijan empresarios y políticos?
El marco de referencia del ejercicio del control social no es otro que el Código Civil y a él hace referencia el “contrato social”; en especial a los derechos del acreedor y a las obligaciones del deudor. Toda divergencia con este paradigma de orden social que expresa el Código Civil es tratada como objeto de control social ya sea en sus formas represivas como en su internalización respetuosa por cada individuo desde su más temprana edad, en la vida familiar y escolar.
Otro ejemplo es la inercia de las instituciones judiciales de perseguir y lograr el recupero del dinero obtenido por los delitos económicos que han victimizado al erario público, en especial en la década de los ’90, en ocasión de las privatizaciones de Gas del Estado, Somisa, YPF, Aerolíneas Argentinas, Flota Mercante del Estado, Ferrocarriles Argentinos, Obras Sanitarias, para nombrar las más importantes. El control social es una forma de gobernar, tanto para impulsar como para enervar las acciones colectivas contestatarias. El control social no es tan efectivo en la represión sino en sus aspectos productivos, que quiere decir beneficioso para que el orden social no pueda ser cuestionado.
Por ello preguntarse por la independencia del poder judicial es cuanto menos un pensamiento limitado y sólo descansa en la retórica; en su caso la pregunta sería: ¿independiente de qué? ¿Del Poder Ejecutivo? ¿Del Poder Legislativo, o del propio Poder Judicial? Esta es una institución creada para gobernar y como parte de esa “institución de dominio” que es el Estado y con su lógica, su historia, su tradición, sus jerarquías, sus diferencias, sus usos y costumbres, todo lo que les otorga a su interior identidad a sus miembros.
Las ciencias sociales han sido y son dependientes de la Ilustración y en especial de la retórica de que la humanidad alcanzaría el Estado de Derecho, un mantra que se usa no obstante su irrefutable ficción. La ficción del “estado de derecho” convive con la doble selectividad del sistema penal: castiga a los débiles y preserva a los poderosos. Apelar a esta ficción permite argumentar que con él se subordinarían todos a la ley, hombres y mujeres, pobres y ricos, blancos y negros, adultos y jóvenes, religiosos y agnósticos, trabajadores y empresarios, ejecutivos y cartoneros y esto haría innecesario el control social. Pero paradójicamente el orden social no puede prescindir de él. El republicanismo abstracto, siempre invocado retóricamente, ha sido caricaturizado por Jacques Lacan en referencia a la República de Platón: “La infatuación del amo es la realidad del esclavo”.
Autorxs
Juan S. Pegoraro:
Facultad de Ciencias Sociales – Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG) – UBA.