Eficacia de las decisiones judiciales

Eficacia de las decisiones judiciales

El Poder Judicial pareciera tener un rol inferior a los otros poderes del Estado. Para mejorar la eficacia de sus decisiones es necesario garantizar el debido proceso, un plazo razonable y la efectiva concreción de lo dispuesto. En otras palabras, se requiere que los operadores den la importancia que corresponde a los pronunciamientos de los jueces.

| Por José María Salgado |

Cuando se habla de la eficacia de las decisiones judiciales la mirada suele enfocarse, justificadamente, en el estudio de la etapa de ejecución de la sentencia. Además, es común que se subestime dicha tarea como un trámite menor del proceso. Como veremos, ambos significados, en tanto recortan el concepto, son errados.

Un enfoque sistémico del proceso permitirá comprender que la organización del conjunto, formado por subsistemas interactuantes e interdependientes que se relacionan entre sí y con su entorno, da por resultado un todo unitario y complejo que no es equivalente a la sumatoria de las partes que lo componen. La eficacia está más vinculada con el “todo” que con las “partes” ya que el objetivo es hacer una evaluación general y no un análisis particular de un caso concreto.

Eficacia indirecta de las decisiones

La eficacia de las decisiones no puede sólo medirse por impacto directo en el caso donde son tomadas. Es también necesario que lo trasciendan replicando indirectamente en casos análogos de modo que un precedente relevante dé respuesta a otros casos sin necesidad de recorrer todas las instancias judiciales, ocupando y agotando los recursos disponibles que, al quedar liberados, podrán ser utilizados para dirimir otros conflictos.

Especialmente ello debe suceder, con sus matices, cuando los criterios son fijados por órganos jurisdicciones de alto rango como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) o la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN).

Es cierto que la doctrina del stare decisis es tributaria de la tradición jurídica del common law; sin embargo, el trato igualitario, la economía de recursos, la fundamentación adecuada de las sentencias que no prescinda de fallos relevantes y la pronta respuesta de la jurisdicción nos imponen trabajar en la formación de una doctrina del precedente en forma urgente.

La falencia es de sencilla apreciación. Supongamos que la CSJN determinara la inconstitucionalidad de una ley en un caso determinado y que buena parte de los tribunales inferiores considerara errada la decisión. Lo que aquí se postula es que sólo ante la utilización de argumentos no considerados –implícita o explícitamente– en dicho fallo, cabría que los restantes tribunales tomen una decisión diferente explicando las razones por las que se apartan del fallo. De otra forma todos los justiciables se verían obligados a recorrer todas las instancias judiciales a efectos de lograr que la CSJN repita en su caso lo dicho en el precedente. Aunque parezca un sinsentido, la situación es usual en el derecho argentino.

La situación actual sobre el uso del precedente es controversial. Por una parte existe bastante consenso, errado en nuestro parecer, en que el deber de seguimiento u obligatoriedad de los fallos de la CSJN es meramente voluntario o sólo tiende a evitar el dispendio. Es decir que tal obligatoriedad no existe pues puede ser abandonada en cualquier momento sin dar razones suficientes. Sin embargo se han fijado dos elementos concretos y ejemplificativos que contradicen esta aserción generalizada.

Por una parte la CIDH, en el caso “Gelman vs. Uruguay s/ Supervisión de cumplimiento de sentencia” –de marzo de 2013– señaló que “el control de convencionalidad, en situaciones y casos en que el Estado concernido no ha sido parte en el proceso internacional en que fue establecida determinada jurisprudencia, por el solo hecho de ser Parte en la Convención Americana, todas sus autoridades públicas y todos sus órganos, incluidas las instancias democráticas, jueces y demás órganos vinculados a la administración de justicia en todos los niveles, están obligados por el tratado, por lo cual deben ejercer, en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes, un control de convencionalidad tanto en la emisión y aplicación de normas, en cuanto a su validez y compatibilidad con la Convención, como en la determinación, juzgamiento y resolución de situaciones particulares y casos concretos, teniendo en cuenta el propio tratado y, según corresponda, los precedentes o lineamientos jurisprudenciales de la Corte Interamericana”. Es decir, la CIDH ha marcado la obligatoriedad en el seguimiento de su jurisprudencia aun cuando el Estado no resulte condenado en su sede.

Por su parte, en un nivel inferior a la CSJN, se han creado las Cámaras de Casación mediante ley 26.853. El motivo central de la función casatoria –aunque la ley lo soslaya– es la uniformidad jurisprudencial, lo que necesariamente implica la obligatoriedad de sus precedentes. En dicho contexto, ¿es razonable sostener que los fallos de la CSJN no tienen obligatoriedad?

Pensamos que los mecanismos dirigidos a generar uniformidad en la jurisprudencia deben ser considerados como un subsistema integrante de los procesos provistos por el Estado para resolver controversias. Su uso acarrea consecuencias de diversa índole: valiosas en tanto aseguran previsibilidad, estabilidad, igualdad ante la ley y economía en los recursos del sistema judicial; perjudiciales en tanto pueden llegar a dificultar que el proceso recepte y plasme la lógica evolución que emana de las relaciones sociales, lo que podría provocar decisiones inadecuadas al tiempo en que son tomadas.

El estado actual de la cuestión hace necesario establecer reglas claras respecto de su obligatoriedad, que no están plasmadas adecuadamente en ninguna norma. La falta de tradición en nuestro derecho impone el perfeccionamiento en la técnica de tratamiento del “caso” y los precedentes que lo dominan ya que se trata de una operación compleja y no meramente mecánica.

El trabajo sobre el precedente, sea en el sistema del common law –stare decisis– o en el del civil law, remite siempre a un sustento argumentativo; más allá de las gradaciones en la obligatoriedad que pueda otorgársele en una y otra tradición jurídica y de su consecuente prescripción normativa, existirá siempre una ponderación del discurso del tribunal por parte de los operadores que valorará positivamente el ejercicio de la fundamentación, tanto de seguimiento como de cambio de jurisprudencia, y concederá menor credibilidad cuando se haga caso omiso a esa clase de justificaciones. Mediante ese ejercicio el auditorio convalidará contextualmente la autoridad de las decisiones de los tribunales. El ejercicio de una debida fundamentación, que pivote en el precedente, es un criterio de validez constitucional de las decisiones de los jueces.

La eficacia directa

La ejecución forzada, si bien es una vía que permite la liquidación de los bienes del condenado, es además y fundamentalmente el eslabón final del proceso cuyo objeto es lograr la protección efectiva de los derechos y posee otras dimensiones que superan la estricta visión patrimonial.

El debido proceso, el plazo razonable y la efectiva concreción de lo dispuesto se erigen en pautas a las que debe aspirar cualquier sistema jurisdiccional. La sentencia como acto estatal, con capacidad coactiva, por sí sola puede no materializar una protección de los derechos que considere violados. Es necesario un procedimiento para dotarla de efectividad, que tampoco puede prescindir de etapas acordes que resguarden los derechos del sujeto pasivo de la ejecución.

Otra reciente jurisprudencia de la CIDH, caso “Furlan”, condenó al Estado argentino e impuso a todos los tribunales la expresa vigilancia del plazo razonable en la etapa de ejecución de la sentencia judicial y la toma de medidas de acción positiva acordes a las circunstancias de las personas involucradas. Dichas pautas poseen vinculatoriedad directa respecto de la Corte Suprema de la Nación y, lógicamente, de todos los tribunales del país; necesariamente, imponen revisar en forma oficiosa las normas internas de modo constante, ejerciendo el llamado control de convencionalidad.

Las medidas de actuación diferenciada resultarán de diversos factores convergentes, esencialmente de tipo excepcional y de operadores predispuestos en ese sentido. Es obvio que ello no resolverá la generalidad de los juicios que seguirán el curso que el ordenamiento positivo les depare. En materia de diseño del sistema, nuestro Código Procesal nacional, usado en los fueros nacionales y federales de todo el país y seguido por la legislación de muchas provincias, tiene 45 años de antigüedad. Si bien en su tiempo fue un texto de alta calidad, el paso de los años y las reformas legislativas que no estuvieron a su altura lo han devaluado como instrumento de gestión de los conflictos.

Fundamentalmente se aprecia una fuerte distancia con los avances sociales registrados en los últimos tiempos. Su ideario es priorizar la actuación escrita sobre la oralidad y la delegación sobre la inmediación de los litigantes con el juez. Además se advierten ciertas falencias operativas muy concretas: i) la enumeración de las defensas en la etapa de ejecución es insuficiente en relación a la variedad de situaciones que pueden presentarse (inhabilidad del título por no estar ejecutoriado, no haber vencido el plazo fijado para su cumplimiento, o no resultar de él lo reclamado, la calidad de acreedor del ejecutante o la de deudor del ejecutado; compensación con crédito líquido que resulte de título ejecutivo, sentencia, o laudo o pericia arbitral; falta de personería en el ejecutante, en el ejecutado o en sus representantes si no fueren los mismos que intervinieron anteriormente en el proceso, por carecer de capacidad civil para estar en juicio o de representación suficiente); ii) el ordenamiento procesal es sumamente permisivo con las dilaciones derivadas de inconductas de los litigantes o de sus abogados –sólo existe una norma que se ocupa del punto y se encuentra en el capítulo dedicado a la sentencia de remate del juicio ejecutivo aunque es compartida por la ejecución de la sentencia (art. 594)–; iii) no se fijan incentivos que premien a quien no quiere litigar de acuerdo a las expectativas razonables que justifiquen hacerlo y a la diferencia entre lo ofrecido en forma previa y el resultado del juicio; iv) las cuestiones vinculadas a la subastas de bienes deberían aprovechar los avances tecnológicos, tanto en su realización como en su difusión. Ello reduciría los elevados costos, mejoraría la publicidad efectiva y aventaría la incidencia de las ligas de compradores en la distorsión de los precios.

Finalmente, no porque se acaben los ejemplos sino porque el espacio destinado a esta presentación apremia, existen nuevos campos del derecho que reclaman la actuación de los operadores para garantizar su efectividad. Tal es el caso de los procesos colectivos, incorporados a la Constitución nacional en el año 1994 y que, quizás por la importancia e incidencia que su utilización acarrea, no se ha dictado una ley que se ocupe de sus incumbencias. En estos casos, que la decisión sea efectiva lleva implícito que se adopten novedosos mecanismos para restituir al grupo el menoscabo que se le provocara. Desde los incidentes individuales posteriores a la sentencia colectiva, hasta compensación indirecta de clase distribuyendo el dinero que se hubiere estimado en forma global mediante actividades que resarzan los perjuicios de la clase (reducción de precios o tasas futuros por parte del responsable del cargo ilícitamente facturado –price rollbacks–; distribución de los fondos no reclamados individualmente a entidades no gubernamentales vinculadas a la temática del pleito, a efectos de que los empleen en beneficio indirecto de quienes fueron parte del reclamo –cy pres–; distribución de la totalidad de los fondos a prorrata entre quienes pudieron ser identificados o se presentaron a reclamar en forma individual; entrega de los fondos no reclamados al Estado, particularmente a los organismos encargados de defensa del consumidor o vinculados a la temática específica de esa litis). Mecanismos indemnizatorios que pueden ser aplicados de manera combinada y que, por su lógica, difieren del modelo tradicionalmente utilizado.

El rol del Poder Judicial

Detrás de esta sintética explicación se encuentra en juego el rol efectivo que pretendemos asignarle al Poder Judicial dentro del gobierno del Estado. En el último tiempo han aparecido una gran cantidad de fallos que podríamos denominar atípicos, complejos, exhortativos, estratégicos, de reforma estructural o de cumplimiento progresivo, según cuál sea la pauta que utilicemos para calificarlos, en los que, para lograr trasladar lo escrito en el papel a un lugar de concreción más visible, es necesario que el Poder Judicial asuma un rol activo y, en muchos casos, emita decisiones cuyos receptores directos sean los otros poderes del Estado.

Nos referimos, por ejemplo, a los casos en los que decidió que los haberes por jubilaciones y pensiones debían contar con un índice de movilidad, que debía adecuarse el Régimen Penal de Minoridad a los instrumentos internacionales de derechos humanos incorporados a la Constitución nacional, a la declaración de inconstitucionalidad del Régimen de Subrogaciones establecido por el Consejo de la Magistratura, a ordenar al gobierno de un Estado provincial la reposición en su cargo de un funcionario, al saneamiento de la cuenca hídrica más contaminada de esta parte del planeta, el reproche a la política habitacional de la ciudad de Buenos Aires y a la distribución de los recursos y esfuerzos destinados para solventar los derechos de personas de necesidades extremas, entre otros.

La legitimación de la actuación del Poder Judicial para involucrarse no puede ser respondida en abstracto, sino sólo considerando el funcionamiento del sistema político y el contexto histórico en el cual se desempeñan los jueces, comparando su actuación con el análisis de lo hecho por los demás poderes. El rol activo del Poder Judicial, con una mayor impronta de avance e intervención, aparecerá sensato y justificado en un contexto de omisiones, ausencias, corrupción, falta de legitimación del accionar de los otros poderes representativos u obturación de los canales institucionales tradicionales.

La constitucionalidad del proceso de toma de decisión, por su parte, se garantizará mediante los mecanismos dialógicos entre los poderes como espacios fundamentales para brindar la deferencia a sus ámbitos de actuación naturales y para evitar crisis institucionales. El Judicial actuará desde el reproche y el reenvío para la readecuación del conflicto por parte del poder encargado para hacerlo, la fijación de pautas o estándares mínimos, hasta el avance en la toma de medidas de acción concretas cuando exista una grave violación o falta de colaboración de los otros poderes que así lo justifique. Lo que verdaderamente resulta insostenible es que mediante la excusa del respeto irrestricto a la división de poderes no se actúe aún frente a un contexto legitimante para hacerlo.

Cierre

La eficacia de las decisiones judiciales requiere, como premisa ineludible, que los operadores den la importancia que corresponde a los pronunciamientos de los jueces. Hacerlo implica el compromiso de trasladar la tinta del expediente a hechos concretos de la realidad cotidiana. El primero que debe asumir dicha responsabilidad es el órgano jurisdiccional, ya que si no toma en serio su función y el cumplimiento de sus decisiones, mucho menos esperable es que otros lo hagan.

Detrás de ese primer paso vienen otros, como adecuar los textos legales a la vida actual e implementar mecanismos de tutela necesarios para poder ocuparse de la gestión de los conflictos. Asumir el problema desde cada caso en concreto es importante, pero insuficiente. Discutir sobre la eficacia de las decisiones judiciales es poner en la mesa de debate si debe dotarse al Poder Judicial de mecanismos que lo sitúen en un rol de paridad con los otros poderes del Estado.

De ese análisis, posiblemente, surja una buena explicación sobre ciertos pronunciamientos de la CSJN que no son acatados en debida forma, en virtud del menor peso específico con que se valora a la sentencia en relación a los decretos del Ejecutivo o las normas del Legislativo.

Autorxs


José María Salgado:

Abogado. Profesor de Derecho Procesal UBA. Prosecretario Letrado de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil. Miembro del Comité Ejecutivo de la Asociación Argentina de Derecho Procesal.