Efecto anarquía de la solución punitiva: la muerte violenta en el genocidio por goteo en América latina

Efecto anarquía de la solución punitiva: la muerte violenta en el genocidio por goteo en América latina

La respuesta punitiva al narcotráfico muestra resultados aparentemente eficaces, pero en realidad es causa del aumento de la violencia y de una crisis humanitaria global. En nuestro continente, se traduce en aumento de homicidios, estigmatización con contenidos raciales y de limpieza étnica, desapariciones y desplazamiento de comunidades, entre otros muchos efectos adversos.

| Por Alejandro Alagia |

(El texto es parte de un capítulo del libro –todavía en proceso de escritura– sobre La escuela latinoamericana de derecho penal y criminología, en coautoría con Rodrigo Codino.)

Es un hecho inequívoco que el incremento extraordinario, racializado, de la muerte violenta y la prisionización en el continente a partir de la década de los ’90 pasada, está asociado a la guerra punitiva a las drogas. Todavía presentes los traumas posgenocidas en la región, se abren otras vías para la masacre expiatoria cuyas singularidades la distinguen del pasado. La cuestión racial se anuda a un nuevo estereotipo de inferiorización y persecución: el delincuente consumidor-traficante demonizado como la encarnación del mal absoluto por discursos profesionales, la autoridad política y, fundamentalmente, por la empresa comunicacional. La fabricación de este enemigo absoluto no difiere del delincuente subversivo conocido entre nosotros. En cualquier caso, la ejecución extrajudicial, la tortura o prisionización masiva está precedida por una inferiorización.

Como en el genocidio, la muerte violenta es masiva, pero no sistemática, porque la mayor cantidad de muerte violenta tiene por causa el efecto vacío que produce la intervención punitiva en el mercado ilegal de las drogas. Esta característica es general del poder punitivo. Pero en condiciones de extrema desigualdad, la decisión por la respuesta vindicativa y racializada para la economía de las drogas es propiciatoria de situaciones de violencia letal anárquica entre grupos que compiten por territorio y mercado en expansión. Cientos de miles de jóvenes, hombres, pobres, urbanos, no-blancos, son devorados por el revés de la solución punitiva: la renuncia al gobierno soberano del conflicto. Increíblemente, donde hay soberanía punitiva no hay soberanía política.

Como en cualquier otro caso de selectividad punitiva, el estereotipo de inferiorización es más amplio que el estereotipo de persecución, porque para que exista una situación de vulnerabilidad concreta al castigo, ella tiene que estar precedida por una elección subjetiva. La etiqueta de peligro contaminante puede alcanzar a una población entera, pero solo una parte atrae para sí solución vindicativa y ello siempre depende, en una última instancia, de singularidades subjetivas, que la etnografía urbana describe como gravemente autodestructivas. En el caso de la guerra punitiva a las drogas, estas características de la selectividad en el castigo se hacen masivas en letalidad policial, en prisionización, pero, de modo extraordinario, en muerte violenta a causa del efecto anarquía.

América latina no es el continente más pobre del mundo, pero socialmente es el más desigual. Suficiente razón para que la economía ilegal de las drogas funcione como aspiradora de situaciones concretas de vulnerabilidad, lo que explica que la región encabece el ranking de las tasas de homicidio doloso más altas del planeta. Los estudios del ILANUD (Instituto latinoamericano de las Naciones Unidas para la prevención del delito y tratamiento del delincuente) de las dos últimas décadas son inequívocos en este sentido (al respecto, se puede ver el trabajo de Elías Carranza: “¿Es posible reducir la tasa de homicidio en América latina? ¿Qué hacer?”, publicado en mayo de 2016 por INACIPE, México).

Los datos de realidad nos golpean la cabeza

(La catarata de datos que siguen fueron tomados de distintas fuentes: 1) el Informe de la Organización Mundial de la Salud –OMS– sobre la “Situación mundial en la prevención de la violencia”, año 2014, realizado conjuntamente por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo –PNUD– y la Oficina de las Naciones Unidas para las Drogas y el Delito –UNODOC–; 2) el informe de esta última institución sobre Homicidios, año 2013; 3) la información relativa a las consecuencias humanitarias de la guerra punitiva a las drogas, del Informe “Asumiendo el control, Global commission on drug policy”, septiembre 2014, y del informe “Count the cost, 50 years of the war on drugs”, año 2015; 4) sobre el homicidio de jóvenes negros en Brasil, el “Mapa de la violencia en Brasil, 2013, Homicidios y juventud negra en Brasil”, Presidencia de la República; 5) sobre los datos en la prisionización masiva de negros en Estados Unidos y la comparación con la esclavitud, “El color de la justicia”, de Michelle Alexander).

Los cálculos más conservadores de la UNODOC sobre la población consumidora de drogas ilegales son de 155 y 250 millones de personas entre 15 y 64 años de edad. La prisionización masiva de consumidores por tenencias insignificantes es global, igual que el uso masivo de la pena de muerte para el comercio. En Ucrania, la posesión ínfima se castiga con tres años de cárcel. En Rusia, una jeringa con restos, la mitad de esa pena. Los mismos hechos en Irán, Yemen y Egipto los juzgan tribunales militares. En Indonesia, los consumidores pueden ser detenidos por nueve meses antes del juicio. En Estados Unidos, la venta de crack tiene la misma pena que el homicidio. En China existen 700 centros de desintoxicación forzosa y 165 de trabajo y rehabilitación. Un gulag que encierra a 350.000 personas. Lo mismo hace Camboya. Más de cuarenta países ejecutan castigos físicos con látigo, azote y garrote, entre ellos Malasia, Irán, Arabia Saudita, Qatar, Brunei, Nigeria, Libia, Emiratos Árabes. Otros 32 países mantienen la pena de muerte para delitos de drogas, y en 13, la muerte es obligatoria para algunas calificaciones. La mayoría de las ejecuciones ocurren en China, Irán, Arabia Saudita y Vietnam por ahorcamiento, fusilamiento, decapitación e inyección letal. Cada año ocurren 1.000 ejecuciones en todo el mundo por delitos de drogas. Solo en China en 2007 por otros delitos, se estima la muerte entre 2.000 y 15.000 personas. En Irán, en el año 2010, hubo 650 ejecuciones, de las cuales 590 estuvieron relacionadas con drogas. En Malasia, entre 2004 y 2005, de las 52 penas de muerte aplicadas, 36 fueron por droga. En 2003, el gobierno de Tailandia lanzó una ofensiva que en tres meses produjo 2.800 ejecuciones extrajudiciales.

En México se calcula que 1.000 niños perdieron la vida y que 50.000 perdieron a alguno de sus padres. La cantidad de muertos por la misma causa a partir de la militarización de la guerra en 2006 llega a una cifra de 100.000 víctimas, sin contar la desaparición de personas, que se calcula en más de 20.000 para el mismo período.

Estados Unidos ejecuta homicidios selectivos y secretos contra traficantes fuera de sus fronteras. En 2009 tenía 50 personas incluidas en “listas negras” para ser muertas o capturadas. En 2008, más de la mitad de los 2,5 millones de personas prisionizadas en este país lo son por causas de droga. Este país encarcela más personas por delitos de droga que los que van a prisión en Europa por cualquier delito, teniendo una población mayor. A pesar de contar con índices de consumo y comercio parejo entre la población blanca y no blanca y que la población negra representa el 13% del total, la prisionización de jóvenes negros alcanza el 45%, latinos 20% y blancos 28%.

Cuando se describe la guerra punitiva a las drogas, el efecto anarquía tiene otras consecuencias paradojales muy significativas. Se estima que la población consumidora no problemática es 13 veces mayor que la problemática, 250 millones de consumidores recreativos y 16 millones de consumidores en situación de riesgo. Esto, por sí solo, indicaría de modo irrefutable la naturaleza imaginaria del mal absoluto que se atribuye a consumidores y traficantes. El peligro para la existencia misma de la sociedad humana, como lo formuló una sentencia del máximo tribunal de justicia de mi país, emparenta la guerra punitiva a las drogas en discurso y acción con cualquier genocidio moderno. De cualquier modo, la solución punitiva para una epidemia que afecta la salud amplifica lo que alucina erradicar, creando las condiciones para una verdadera crisis humanitaria de escala global. A la prisionización masiva racializada, las ejecuciones extrajudiciales, el extendido uso de la pena de muerte y a la muerte violenta también generalizada como una epidemia más, deben sumarse otras consecuencias igualmente graves.

El consumo de drogas inyectables causa 1 de cada 10 infecciones de HIV, que en Europa Oriental y Asia Central llegan hasta el 90%. Solo en Rusia, el 37% de los 1,8 millones de personas que se inyectan viven con HIV. Por el contrario, donde existe regulación política con programas de reducción de daños la infección se redujo por debajo del 5%. La OMS cree que en el mundo 5.500 millones de personas, como resultado de la guerra, tienen escaso o nulo acceso a medicinas opiáceas para el tratamiento del dolor.

Otras crisis humanitarias más localizadas tienen por causa la erradicación militar de cultivos con los mismos herbicidas que se usaron en la guerra de Vietnam. Ello ha tenido como resultado migraciones masivas de pueblos indígenas, encarcelamientos de productores e inseguridad alimentaria. Solo en Colombia se desplazan por año 20.000 personas. En Afganistán los cultivos son bombardeados por la OTAN y las poblaciones escapan a Pakistán.

En América latina la muerte violenta se mueve de un lugar a otro

La renuncia en soberanía política por elección de soberanía punitiva se cobra la mayor cantidad de víctimas en guerras territoriales entre carteles y bandas para el control del mercado al menudeo o el comercio internacional. No ha habido caso en que la destrucción física o el desbande de una organización a causa de la intervención del poder punitivo no haya tenido por efecto que otros rivales más audaces, violentos y mejor armados ocupen el lugar vacante o que se desplacen de un territorio a otro más seguro. La erradicación de cultivos de coca en Perú y Bolivia trasladó el negocio a Colombia. A partir de la década de los ’90 del siglo pasado se desplaza al norte de México, y en el presente, a países de América Central. La conclusión, en este punto, de las organizaciones liberales, con información del último medio siglo de guerra, la resumen del siguiente modo: aunque la solución punitiva pueda mostrar resultados aparentemente eficaces, que se atribuyen políticos, policías y militares, para la economía de las drogas son marginales, localizados y temporales y para la vida y la seguridad la causa de una crisis humanitaria de alcance planetario.

La ley penal aumenta los homicidios

Entre los delitos violentos en la ciudad de Los Ángeles, los casos relacionados con las drogas son el 43% de los 1.365 homicidios (el 94% ocurridos con armas de fuego) ocurridos entre 1994 y 1995. Este crecimiento extraordinario del homicidio doloso solo puede compararse con el incremento de la epidemia de muerte violenta que la ciudad padeció en la guerra punitiva al alcohol en la década de los ’20 pasada. En Colombia, durante los años más duros de la guerra, la tasa anual de homicidio se elevó a 100 cada 100.000 habitantes. Un estudio realizado en 2011 por UNODOC establecía que, en América Central, los hombres tienen una probabilidad en cincuenta de ser asesinados antes de cumplir los 31 años.

Para la Organización Mundial de la Salud, en 2012 perdieron la vida en homicidios dolosos en el mundo 437.000 personas. La mayoría ocurrió en América con el 36%, el 31% en África, el 28% en Asia, el 3% en Europa y el 0,3% en Oceanía. Lo más revelador es que entre los primeros 23 países en que más se mata, 18 están en este continente. Cuando se analiza el homicidio doloso por subregión, las cifras son más alarmantes: África del Sur y América Central tienen promedios cuatro veces mayores al promedio mundial, que es de 6,2 homicidios dolosos cada 100.000 habitantes. Le siguen América del Sur (centro y norte del subcontinente), África Central y el Caribe, con tasas entre 16 y 23 homicidios dolosos cada 100.000 habitantes. Pero no salimos del asombro, al conocer que 3.000 millones de personas viven con bajas tasas de homicidio y, en cambio, a 750 millones la muerte violenta les pisa los talones. La mitad de los homicidios dolosos ocurre en países que representan el 11% de la población mundial. El continente, a partir del inicio a la guerra punitiva a las drogas en 1960, hasta 1995 –tomando el promedio de cinco países– duplicó la tasa de homicidio de 8 a 17 cada 100.000 habitantes. Para esta época, la ciudad de Cali llegó a tener 112; San Salvador de Bahía, 95; Caracas, 76; Río de Janeiro, 63,5; Lima, 25; México, 19.

En la misma época, lo mismo sucede en las ciudades norteamericanas. En 1991, Washington DC tiene una tasa de 80 homicidios dolosos cada 100.000 habitantes; Detroit, 62,8 en 1987; Dallas, 48,6 en 1991; Baltimore, 48,2 en 1993; Houston, 36,5 en 1991, Chicago, 33,1 en 1992; Memphis, 32 en 1993; Nueva York, 30,7 en 1990, y Boston, 24,9 en el mismo año. En el promedio general del país, la tasa se duplica con el desarrollo de la guerra punitiva a las drogas. Para la primera década del nuevo siglo, a pesar de una significativa reducción del promedio general, todavía ciudades como Nueva Orleans, Detroit, Baltimore, Newark, Washington DC, Cleveland, Atlanta, Houston, Chicago y Nueva York tienen tasas de homicidio comparables a la de países como Honduras, El Salvador, Guatemala, Colombia, Brasil, Sudán, República Dominicana, Ecuador, Guyana y México. Entre las cincuenta ciudades con más homicidios dolosos del mundo, que tienen entre 25 y 141 cada 100.000 habitantes –es decir, entre 3 y 17 veces por encima de lo que la OMS considera epidemia–, hay 21 de Brasil, 7 venezolanas, 5 mexicanas, 5 colombianas, 4 de Estados Unidos, 3 sudafricanas, 2 en Honduras, 1 en Guatemala, 1 en El Salvador y 1 en Jamaica.

El destino de los jóvenes negros de Brasil

Por el lugar que Brasil ocupa en el registro de la violencia, merece atención especial. Su caso es ejemplo del exterminio de la juventud negra en las periferias urbanas pobres del país. Los homicidios dolosos son la principal causa de muerte entre los 15 y 24 años para jóvenes negros. De los 51.198 homicidios ocurridos en 2011, más de la mitad (27.471) fueron jóvenes, de los cuales el 71,44% corresponde a población negra, y masculina en el 93,03%. En 1996, la tasa de homicidio era de 24,8, para elevarse a 27,1 en 2011 y los juveniles pasaron de 42,4 a 53,4 cada 100.000 habitantes. Cuando se miden tiempos más largos, las cifras son de genocidio: entre 1980 y 2011 desaparecieron del Brasil por esta causa 1.145.908 personas. Solo entre 2008 y 2011 fueron asesinadas 206.005 personas. Si a ello se le suman otras formas de muerte violenta en igual período, como accidentes de tránsito (995.284) y suicidios (205.890), Brasil perdió, en tres décadas, por causa de muerte violenta, una población del tamaño de la ciudad de Buenos Aires. En términos de vidas humanas, la situación es comparable a los efectos de una guerra. Los 62 conflictos armados en el mundo entre 2004 y 2007 produjeron la misma cantidad de víctimas que los homicidios de Brasil entre 2008 y 2011. El homicidio juvenil en las capitales del país es devastador. En 2011, cada 100.000 habitantes, se registran estos números: Maceió, 288; Joao Pessoa, 215; Salvador, 164; Vitoria, 150; Recife, 142; Fortaleza, 129; Natal, 123; Manaos, 120; Belén, 103; Porto Alegre, 82; Río de Janeiro, 41; Florianópolis, 40; San Pablo, 20.

Más cerca de Estados Unidos, más muerte

La situación en México, Honduras, El Salvador y Guatemala alcanzó proporciones también genocidas. En estos dos últimos países, las víctimas de homicidio doloso ya superan las muertes de las guerras civiles del siglo pasado. En 2011, Honduras mostraba una tasa de homicidios de 92; El Salvador, 70; Guatemala, 40, y México, 24 cada 100.000 habitantes. En la región, el caso de Nicaragua es extraordinario y debe estudiarse más en profundidad. Tiene una tasa relativamente baja en comparación con sus países vecinos, apenas más de 8 homicidios cada 100.000 habitantes. Más allá de esta situación particular –explicable en los efectos de la revolución sandinista–, no puede soslayarse el dato irrefutable que indica que el 95% de la cocaína que ingresa al mercado de Estados Unidos, con 25 millones de consumidores –el 10% del total mundial–, proviene de Sudamérica, pasa por México y el corredor de América Central. Este mapa de la economía ilegal de la droga sobre el que se desplaza la solución vindicativa deja como saldo un itinerario de ciudades muertas. La ciudad de Juárez fue, durante tres años consecutivos en esta década, la capital mundial del homicidio doloso, con 239 cada 100.000 habitantes (sobre los asesinatos masivos de mujeres, recomiendo leer a Rita Segato: “La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en la ciudad de Juárez”, de 2013. También hace una aproximación teórica en “Las estructuras elementales de la violencia”, de 2016). Un general retirado del ejército mexicano, director de seguridad pública de la ciudad de Torreón, reconoció al periódico La Jornada, el 13 de marzo de 2011: “Cuando agarro a un Zeta o Chapo lo mato. ¿Para qué interrogarlo?”.

¿Dónde están los negros en Estados Unidos?

Igual carácter racializado tiene el homicidio doloso que la prisionización masiva. La cárcel en América tiene color propio y es el no-blanco. Si en Brasil la solución punitiva mata y dejar morir negros, Estados Unidos los prisioniza en una forma que ya nadie duda en calificar como una nueva esclavitud. En un poco más de tres décadas, EE.UU. pasa de tener 300.000 presos a más de 2 millones. Dos tercios de este incremento se atribuyen a la guerra contra las drogas. Ningún país en el mundo prisioniza a tantos miembros de un grupo nacional. Incluso lo hacen en una escala superior a lo hecho por el apartheid sudafricano. En Washington DC, se prevé que 3 de 4 jóvenes negros pasen un tiempo en prisión. En 2001 se calculaba que el consumo de drogas ilegales abarcaba el 6,4% de población blanca, el mismo porcentaje para la población negra y 5,3% para los latinos. En general, un consumo similar al de Europa. Pero en las principales ciudades asoladas por la guerra a las drogas, el castigo y la pérdida de otros derechos fundamentales para la vida alcanzaba al 80% de los jóvenes negros. En 2006, 1 entre 14 negros estaba en prisión. Si se tiene en cuenta un rango etario de 20 a 35 años de edad, la relación es de un 1 negro preso por cada 9 en libertad. La posesión y el comercio de crack se castigan con penas de prisión 100 veces más severas que la cocaína. El 93% de los condenados por causa del crack son negros.

Cuando se estudió el racismo en la ejecución de la pena de muerte en Georgia (“Estudio Baldus”), se descubrió que los acusados de matar a víctimas blancas tenían 4,3 veces más posibilidades de ser condenados a muerte que los acusados de matar a negros. Un negro liberado de prisión tiene iguales derechos que un esclavo liberto. Como en el régimen Jim Crow, no votan, no trabajan, se les priva de vivienda social y educación pública. Hoy en día, hay más adultos afroamericanos en prisiones o bajo control penal que los que estaban esclavizados en 1850. Según un informe de la Facultad de Derecho de la Universidad de Yale, en 2015 había 100.000 personas que cumplían pena en celdas de castigo.

Como se pregunta Michelle Alexander –activista y académica negra– en el más revelador texto de criminología de las últimas cuatro décadas de EE.UU., “¿Dónde se han ido los jóvenes negros en este país?”.

¿Es posible una teoría punitiva de la muerte violenta?

Se conoce de esta potencia soberana devoradora su origen en la agresividad humana, precedida por una experiencia de malestar que la destrucción convierte en goce al reducir displacer subjetivo. Pero la identidad entre lo humano singular con la soberanía punitiva termina cuando ponemos en escena al objeto sacrificial. En cualquier sociedad humana, salvaje o civilizada, siempre es de poco o ningún valor. Se gana en reducción de malestar mediante la pérdida de alguien inferiorizado, despreciable, contaminante. Por esta ganancia, la víctima se vuelve sagrada. Con poco, se cree obtener mucho. Los romanos lo previeron en las leyes penales de las XII tablas, con la expresión “sacer esto” cuando fijan el talión que debe cumplirse. Por el contrario, no hay descripciones clínicas ni especulaciones metapsicológicas en que la pulsión de muerte deba desplazarse sobre objetos inferiorizados social y culturalmente. A diferencia de lo que ocurre en la soberanía punitiva, que toma un pedazo de vida humilde para convertir la destrucción en algo positivo para la sociedad, por lo común en la economía psíquica, la primera víctima en los casos más graves es la propia persona.

No hay certeza en la tesis sacrificial del castigo; únicamente tiene la ventaja de ser menos improbable que cualquier fantasía preventiva o retributiva. Otros antes que nosotros advirtieron la familiaridad del castigo público con el sacrificio y con la guerra (por ejemplo, en el pensamiento antiliberal y reaccionario de Joseph De Maistre, “Las veladas de San Petersburgo” –Valencia, 1832– y, en 1889, en la obra pionera del jurista y poeta brasileño Tobías Barreto, “Introducción al estudio del derecho penal” –Buenos Aires, 2009–). A este linaje hemos agregado la masacre estatal. Falta todavía en esta aproximación incorporar la muerte violenta.

A principios de la década de los ’90 pasada, la escuela latinoamericana observó que la letalidad policial era cien y diez veces mayor que en Europa y EE.UU., respectivamente (ver al respecto “Muertes anunciadas”, de Eugenio Zaffaroni –Bogotá, 1993–). Hoy deberíamos completar la descripción considerando especialmente el contenido racial y de limpieza étnica de la solución punitiva que tiene origen en lo que denominamos, a falta de un nombre mejor, “efecto anarquía” de la intervención penal. La herencia colonial y esclavista en el continente dejó una huella profunda, que facilita el trabajo de la solución vindicativa. La inferiorización de grupos enteros de población tiene aquellas marcas, en la prisionización masiva de EE.UU. o en la muerte violenta de la juventud negra del Brasil. Estas líneas maestras que responden a la pregunta por el castigo tienen que enriquecerse con más trabajo criminológico.

Autorxs


Alejandro Alagia:

Universidad de Buenos Aires.