Los reclamos por suprimir las retenciones a las exportaciones primarias ocupan, desde hace algún tiempo, un lugar destacado en la agenda de los medios de difusión. Los argumentos al respecto tienen muchas veces un contenido simplista, pero ello no impide que esto sea avalado por partidos políticos, organizaciones intermedias, cámaras empresariales y hasta organizaciones sindicales. La presión de los interesados en este tema ha llegado incluso a varias iniciativas parlamentarias que instalaron en ambas Cámaras proyectos para derogar las retenciones.
El discurso opositor a estas medidas ha permeado incluso a sectores y actores que se perjudicarían seriamente con la eliminación que se propicia. En efecto, ésta aumentaría el precio en el mercado interno de los alimentos que se exportan y que forman parte de la canasta de bienes de consumo de la sociedad. Los afectados no son sólo los habitantes de las grandes urbes sino que incluyen a toda la población empleada en actividades urbanas en ciudades del interior de la pampa húmeda, muchas veces señalada, falsamente, como eventual beneficiaria de una quita. El mismo efecto negativo sufriría la población campesina de menores recursos y, en particular, la situada en áreas extra-pampeanas.
El centro de la argumentación que esgrimen las asociaciones de productores primarios consiste en que las retenciones serían cargas públicas “distorsivas”, con referencia a una supuesta, e ideal, neutralidad impositiva. Ellos afirman que la utilidad “extraordinaria” que genera la política cambiaria –sumada a los precios internacionales muy altos que aún benefician a muchos bienes primarios de exportación– es parte de ganancias “legítimas”; alegan, además, que estos ingresos inusuales podrían impulsar nuevas inversiones que elevarían más rápidamente la producción de cereales y oleaginosos.
Esta tesitura ha sido sostenida también por otros actores, en particular por los formadores de opinión, políticos y ex funcionarios que apoyaron el modelo socio-económico de los ’90, responsable de la peor crisis de la Argentina moderna. Y recibe, además, el apoyo –menos visible pero muy eficaz– de los sectores minero y petrolero que, vía retenciones y regalías provinciales, paga una parte menor de la abultada renta que obtienen de la explotación de recursos naturales no renovables.
Frente a ese discurso conviene señalar que la apropiación social de la renta proveniente de recursos naturales (como la pampa húmeda o los yacimientos mineros) constituye una práctica universalmente aceptada. Su lógica deriva de que se trata de un beneficio procedente del medio natural y no del premio a esfuerzos individuales de inversión, ingenio o trabajo que, por su parte, deben ser equitativamente retribuidos.
En la medida que las retenciones permiten que la sociedad se apropie de parte de esa riqueza natural, ellas distan de constituir exacciones “distorsivas”. En esta coyuntura de transición, cumplen otra función social, tal vez de igual importancia que la anterior: permiten que los argentinos paguen por los bienes de producción primaria –incluidos los derivados del petróleo y sus usos internos– precios inferiores a los que resultarían del tipo de cambio vigente (elevado en relación con el establecido durante la convertibilidad pero necesario para promover el desarrollo nacional). Se trata de una característica particular de nuestro país, habida cuenta de la vinculación que existe entre los precios de productos exportables agrícolas y energéticos, y la canasta de consumo popular.
Los productores más pequeños y marginales hacen suya esa demanda porque esperan una mejora en sus ingresos, expectativa que no necesariamente se cumpliría debido a que la industrialización y comercialización de la producción agrícola tiene una estructura muy concentrada y una posición estratégica en la cadena de valor. Es presumible, por eso, que los beneficios de una eventual eliminación de las retenciones sean captados en buena medida por esos grupos y no por quienes plantean la demanda. Por otra parte, el incremento de los precios de los productos agrícolas valoriza las tierras destinadas a ellos, generando una segregación dentro del propio conjunto de productores, que separa notablemente la suerte de los que se ubican en zonas favorecidas o de los grandes respecto de los pequeños.
Las retenciones eran inaplicables con el tipo de cambio atrasado de la convertibilidad, porque hubieran destruido a los productores al contraer aún más su ingreso al mínimo. En cambio, ellas son posibles ahora, porque el tipo de cambio es mucho más elevado y permite así promover la expansión de las exportaciones industriales sin afectar la actividad agrícola. Esa estrategia parece ineludible para que nuestro país transite una senda de crecimiento que, en definitiva, equilibrará las pretensiones sectoriales en la medida en que se logre mayor producción, empleo y bienestar para el conjunto de la sociedad.
Finalmente, pero no un argumento menor, las retenciones constituyen un instrumento por el momento irreemplazable para sostener el presente camino de fuerte solvencia fiscal, el único que permitirá atender a la vez la “deuda interna” y los compromisos externos del país, sobre la base de una mayor progresividad de la estructura tributaria. Su aporte ha permitido, por lo pronto, sostener los planes de asistencia y muchas otras iniciativas que surgieron para hacer frente a la emergencia social derivada de la aplicación del modelo neoliberal de los ’90.
Aun así, no hay duda de que se trata de un instrumento con limitaciones. Las retenciones no permiten discriminar adecuadamente entre productores de distintas áreas y condiciones, problemas que serían resueltos de mejor manera por un impuesto a las ganancias, que es muy difícil de percibir en las condiciones actuales del país y del agro. Por otra parte, su aporte es una razón más para exigir que la administración pública de esos recursos –y no sólo de ellos– responda a criterios de eficiencia y equidad. Esos condicionantes no implican que la eliminación de las retenciones ofrezca una vía para superarlos. Una fórmula de transacción sería, por ejemplo, que una parte de lo recaudado integre un fondo destinado a la capitalización tecnológica de los productores, en particular de aquellos de menor talla o situados en áreas marginales. Se requiere, entonces, un enfoque de carácter sistémico, que considere correctamente la inserción del complejo agroalimentario en un modelo de desarrollo con equidad.
Resulta oportuno y necesario que el debate se amplíe y permita la adecuada confluencia de los legítimos intereses sectoriales con los del conjunto de la sociedad y, en especial, los de los argentinos más postergados. Se trata de lograr consensos amplios respecto del adecuado uso de los instrumentos cambiarios, fiscales y crediticios, en la búsqueda de un desarrollo basado sobre la competitividad sistémica y sustentable, que permita la preservación ambiental y avance en la equidad social, tal como se ha planteado en el Foro Permanente del Complejo Agroindustrial Alimentario realizado el año pasado, ámbito en que será objeto de estudio pormenorizado.
Desde el Plan Fénix hacemos un llamado a todos los especialistas, representantes sectoriales y al conjunto de los actores sociales, para contribuir a dar respuesta a justos reclamos coyunturales, en el marco del necesario respeto a una estrategia nacional de desarrollo con equidad.
Plan Fénix
Proyecto Estratégico de la Universidad de Buenos Aires
Marzo 2005