Dentro y fuera del cuartel: transformaciones en la vida cotidiana del Ejército Argentino (1990-2010)

Dentro y fuera del cuartel: transformaciones en la vida cotidiana del Ejército Argentino (1990-2010)

Entre la última década del siglo XX y la primera del XXI se registraron importantes cambios tanto en la organización e infraestructura como en las características del personal militar. En este proceso, el Ejército perdió la potestad que detentaba para inculcar valores, ideas y prácticas en los jóvenes argentinos. En las páginas que siguen, un recorrido por algunas de las principales transformaciones.

| Por Máximo Badaró |

Este trabajo retoma fragmentos del libro Historias del Ejército Argentino. 1990-2010. Democracia, política y sociedad, Edhasa, 2013.

Las transformaciones que el Ejército Argentino vivió entre finales del siglo XX y la primera década del siglo XXI no se manifiestan únicamente en el afianzamiento de su subordinación a los gobiernos democráticos sino también en la vida interna de sus instituciones y sus integrantes. Este trabajo recorre dos ámbitos de la vida cotidiana del Ejército donde el pulso de estas transformaciones ha latido con especial intensidad marcando las trayectorias profesionales y personales de sus integrantes: la vida interna de los cuarteles y las relaciones familiares y sociales de los jóvenes oficiales.

Postales de la vida en el cuartel

Los diferentes regimientos y unidades del Ejército Argentino poseen una dinámica de funcionamiento propia que está ligada a sus historias, a las actividades que allí se realizan, al lugar geográfico en el que se encuentran emplazados y a las características de los grupos sociales de los cuales se nutre su tropa, entre otros factores. La cotidianidad de los cuarteles cuenta una historia del Ejército diferente a la de los pasillos del Ministerio del Defensa o de la de las altas esferas políticas y militares. Algunos hechos centrales de la historia reciente del Ejército, como la guerra de Malvinas, la transición democrática, los juicios a las cúpulas militares, los levantamientos carapintadas, el fin del servicio militar obligatorio o la participación en misiones de paz, no se vivieron del mismo modo en todas sus unidades, regimientos y destacamentos. En algunos casos los impactos de estos acontecimientos fueron abruptos e inmediatos, mientras que en otros se reflejaron más lentamente. Las páginas que siguen brindan dos postales panorámicas de la vida interna de los cuarteles durante los años noventa y en la primera década del siglo XXI.

Los años noventa

Los jóvenes subtenientes que llegaban a su primer destino militar en la segunda mitad de los años ochenta se encontraban con un panorama profesional poco alentador: una masa de soldados cada vez más reducida que cumplía con desgano el servicio militar obligatorio; un cuerpo de suboficiales con escaso nivel de educación formal que en la mayoría de los casos no superaba los estudios primarios; un cuerpo de oficiales superiores con bajo nivel de formación académica y un fuerte apego a comportamientos autoritarios. El desarrollo profesional que la institución militar ofrecía a estos jóvenes era incierto y poco estimulante.

A finales de los años noventa este retrato de los cuarteles había sufrido una transformación significativa, tanto en su organización e infraestructura como en las características del personal militar. Durante esta década el Ejército Argentino atravesó una reestructuración interna que modificó el paisaje habitual de los cuarteles: algunos incorporaron nuevas actividades, nuevo personal y nuevos ritmos de trabajo; otros tuvieron que ceder espacios a actividades administrativas o educativas que se habían fusionado en el mismo lugar, y muchos otros se disolvieron o reagruparon dejando edificios, galpones e inmensos predios vacíos o con escasa actividad, que fueron reutilizados por agencias estatales, vendidos o alquilados a actores privados.

Pero el cambio más contundente en la vida interna de los regimientos se produjo en 1994, cuando el gobierno nacional reemplazó el servicio militar obligatorio por un sistema de reclutamiento voluntario que, además, aceptaba el ingreso de mujeres. El nuevo sistema no alteró la cantidad de soldados que el Ejército reclutaba año a año, puesto que para ese entonces las barracas de los regimientos contaban con cada vez menos reclutas. El impacto fue más bien de naturaleza simbólica y social: el Ejército había perdido la potestad que detentaba desde hacía casi un siglo para intervenir en la vida de todos los varones argentinos. A partir de 1994, el servicio militar dejó de ser el rito de pasaje que había marcado a fuego a los hombres argentinos durante la mayor parte del siglo XX. Las extensas filas de jóvenes que esperaban su turno para realizar la revisación médica que determinaba si eran “aptos” para el servicio militar desaparecieron del paisaje de los regimientos, así como también los maltratos, abusos y discriminaciones que se producían en estas instancias de interacción entre el Ejército y la sociedad, muchas veces anunciando las situaciones de violencia que los jóvenes vivían en el servicio militar.

El ingreso de mujeres a la tropa de soldados en 1995, y en 1997 a los cuerpos de suboficiales y oficiales, tuvo diversos impactos en el día a día de los cuarteles (por ejemplo, impulsó la construcción o adaptación de baños y dormitorios para el personal femenino) y generó un amplio desconcierto en los militares hombres que estaban a cargo de ellas puesto que no sabían cuáles eran los modos correctos de tratarlas. Y esta situación se vio acrecentada por ausencia de políticas explícitas del poder político civil y de las autoridades militares para la integración de las mujeres en la vida cotidiana de la institución militar. Lo cierto es que hasta el 2005, cuando Nilda Garré asumió el Ministerio de Defensa, la situación de las mujeres militares en el cotidiano de los cuarteles estuvo fuertemente librada a las diferentes actitudes individuales que las autoridades de cada unidad militar adoptaban ante su presencia (rechazo, incertidumbre, desorientación, indiferencia, aceptación, cooperación).

En 1994 también entró en crisis la misión civilizadora del servicio militar que le asignaba al Ejército la potestad para inculcar valores, ideas y prácticas en los jóvenes argentinos. Además de enfrentarlos a situaciones de violencia y humillación, el servicio militar también había sido un ámbito donde muchos jóvenes, sobre todo los que provenían de zonas rurales y de los sectores sociales más desfavorecidos, aprendían un oficio, incorporaban criterios básicos de higiene y cuidado personal o daban sus primeros pasos en la formación escolar básica. Y también había funcionado como un espacio de encuentro y de relativa igualación entre jóvenes de diferentes orígenes sociales, regionales y culturales del país.

En los primeros años del servicio militar voluntario, las autoridades castrenses y los nuevos reclutas reivindicaban las dimensiones vocacionales y honoríficas tradicionales del servicio militar. Los testimonios de jóvenes que se inscribían como soldados voluntarios siguiendo el llamado de la “vocación militar”, el “amor a la patria” o la admiración por el Ejército eran numerosos. Pero también comenzaban a aparecer las referencias al servicio militar como una opción laboral. En febrero del 2000, a casi cinco años del inicio del nuevo sistema de reclutamiento, Rodrigo, un joven de 23 años que se había incorporado en 1994 a la primera camada de soldados voluntarios, decía: “Lo veo como un trabajo, pero también como una vocación. Te tiene que gustar esto, hay que bancarse un montón de cosas y muchas veces tenés que obedecer órdenes que no te gustan”. Juan, otro soldado de la misma camada, decía: “Al principio éramos más de 120, a la semana quedábamos 90 y ahora debemos ser unos 30. Muchos vienen a ver qué pasa, creyendo que se trata de un trabajo como cualquier otro. Y esto no es una fábrica, es el Ejército, y eso implica una disciplina que no todos están dispuestos a soportar”.

Los jóvenes podían alistarse en forma voluntaria y permanecer hasta diez años en el mismo puesto de trabajo. Esta situación modificó radicalmente la relación entre los reclutas y los militares de carrera. A fines de la década de los noventa, un subteniente que llegaba a su primer destino en un regimiento podía encontrarse con soldados voluntarios que llevaban más de cinco años realizando la misma tarea. Como ese soldado podía pedir la baja del Ejército cuando quisiese y había adquirido un conocimiento sobre esa actividad, armamento o maquinaria específica considerablemente mayor al del joven oficial recién llegado al regimiento, las relaciones jerárquicas entre los soldados y el personal militar de carrera se fueron tornando más respetuosas y más focalizadas en el proceso de aprendizaje y el trabajo conjunto.

Durante los años noventa, las autoridades militares impusieron nuevos requisitos de formación que provocaron una verdadera fiebre educativa en los cuarteles. Los estudios primarios completos fueron necesarios para el ingreso al servicio militar voluntario; los estudios secundarios, para la escuela de suboficiales o para la continuidad en ese escalafón; el nivel de licenciatura universitario, para adquirir el grado de oficial, y los cursos de maestría, para alcanzar los grados superiores del cuerpo de oficiales.

Las escuelas nocturnas y los centros de formación para adultos, los institutos terciarios y las universidades provinciales, los cursos de formación a distancia de universidades privadas y los cursos de los institutos educativos del Ejército comenzaron a recibir grandes cantidades de militares que necesitaban aumentar su nivel de formación.

La adquisición de nuevas titulaciones se había transformado en un requisito formal e informal para permanecer en la carrera militar, ascender de grado, incorporar nuevos conocimientos, acceder a destinos, realizar cursos específicos, mejorar el salario, participar de misiones de paz o adquirir mayor respetabilidad frente a superiores y pares.

En muchos casos, los nuevos requisitos educativos produjeron un desacople entre la posición jerárquica y el nivel de formación de los uniformados. A comienzos del año 2000, el entonces coronel Gonzalo Martínez fue destinado al sur del país como jefe de regimiento. Cuando llegó a su destino se encontró con una situación insólita: en el personal que estaba a su cargo había más suboficiales que oficiales estudiando en la universidad; también había oficiales jóvenes que tenían un nivel de formación universitaria mayor que los oficiales superiores; y soldados voluntarios con estudios secundarios completos que obedecían las orden de suboficiales que estaban terminando los estudios de ese nivel en cursos nocturnos. También se encontró con soldados voluntarios y jóvenes suboficiales que habían entrenado con ejércitos de alto nivel profesional en misiones de paz, pero que en el regimiento respondían al mando de suboficiales que nunca se habían movido del mismo destino profesional.

La década del 2000

La crisis económica del 2001 produjo un importante crecimiento de la cantidad de jóvenes que se alistaban en el servicio militar para acceder a un ingreso económico fijo, estabilidad laboral y cobertura médica. A fines del 2005, cuando habían pasado diez años del inicio del sistema de reclutamiento voluntario, Adriana, una soldado voluntaria, decía: “Me gusta la vida militar, más allá del tema de defender a la Patria, para mí es un trabajo. Acá aprendí y aprendo cosas que en la vida civil nunca hubiera aprendido”. Romina, una soldado que realizaba tareas administrativas en el Ejército, contaba: “Entré más que nada para tener un trabajo estable, acá me ofrecen más beneficios que en cualquier otro lugar. Afuera no te respetan tanto tus derechos. Entrar a un trabajo y estar en blanco en este país es muy difícil. En otro trabajo la carga horaria no me daría la posibilidad de seguir lo que quiero”. Romina trabajaba de 8 a 14 horas y estaba terminando el Ciclo Básico Común de la carrera de Psicología de la Universidad de Buenos Aires.

El servicio militar también se transformó en un ámbito al que recurrían muchos jóvenes buscando un marco de orden y disciplina que les permitiese modificar trayectorias personales signadas por la pobreza, la precariedad laboral, las carencias habitacionales y educativas, la violencia, las adicciones y las actividades delictivas. En el 2005, un oficial que había evaluado a los aspirantes que se habían presentado en un regimiento en la provincia de Corrientes, me dijo: “Muchas eran chicas sin estudios y en estado de pobreza extrema, que buscaban escapar del trabajo como empleadas domésticas”. En la Capital Federal, ese año se habían presentado 3.000 aspirantes a soldados. Sin embargo, la mayoría no logró reunir las condiciones requeridas para ocupar las 500 vacantes disponibles. Los principales motivos de exclusión de estos jóvenes fueron sus problemas de salud y sus antecedentes policiales. La dificultad para cubrir las vacantes se acrecentó en la segunda mitad de la década del 2000, cuando el mejoramiento en las condiciones económicas y laborales del país produjo una fuerte baja en la cantidad de postulantes al servicio militar voluntario.

Durante esa década, los cuarteles también vivieron la profundización de los cambios en los criterios de autoridad y disciplina que habían comenzado a darse a fines de los años noventa. Las relaciones entre oficiales y suboficiales se volvieron menos distantes; los modos autoritarios de ejercer el mando comenzaron a dar lugar a formas de impartir órdenes basadas en el razonamiento, la lógica y la persuasión; el conocimiento técnico, la trayectoria profesional y el ejemplo personal adquirieron mayor protagonismo a la hora de legitimar la autoridad jerárquica, y se produjo un fuerte debilitamiento del automatismo en la respuesta a las órdenes. Muchas de estas transformaciones respondieron al agotamiento de los patrones tradicionales de organización militar que habían primado en el Ejército Argentino durante casi todo el siglo XX. Y también reflejaban la orientación de algunas políticas de “profesionalización” de la actividad militar impulsadas por las autoridades militares a fines de los años noventa.

A su vez, las políticas impulsadas por Nilda Garré al frente del Ministerio de Defensa a partir del 2005 contribuyeron a apuntalar estas transformaciones al tiempo que impulsaron nuevos espacios institucionales, normas y prácticas que reforzaron el estatus de ciudadanos y de funcionarios públicos de los militares. Entre estas políticas se destaca la gran cantidad de reformas normativas y reglamentarias relativas a las problemáticas de género y la situación de las mujeres en el ámbito militar. Muchas de estas medidas estuvieron orientadas a promover la igualdad de las mujeres en su desarrollo profesional en el ámbito militar respecto de sus pares hombres, a prevenir y atender institucionalmente situaciones de discriminación, acoso y abusos, y a eliminar la injerencia de la institución militar en aspectos de la vida individual y familiar de sus integrantes que no estuvieran relacionados con su desempeño profesional.

La vida sin uniforme

Las relaciones de pareja, la vida familiar y los vínculos sociales constituyen componentes centrales de la dinámica interna del Ejército. Estas dimensiones no sólo influyen en el ánimo y el desempeño profesional de los militares, sino que también están sujetas a regulaciones institucionales formales e informales. Hasta fines del siglo XX, los reglamentos oficiales del Ejército estaban repletos de normas e indicaciones que señalaban cómo debían comportarse los militares en su vida privada. Pero estas normas rara vez se cumplían al pie de la letra. Lo cierto es que la aparente homogeneidad de la “familia militar” ha camuflado una importante variedad de arreglos familiares, comportamientos públicos y formas de sociabilidad que reflejan transformaciones sociales y culturales más generalizadas de la sociedad argentina.

Las esposas

Hasta mediados de la década de 1990, uno de los pilares del sostenimiento de la exclusividad masculina del Ejército se basaba en la exclusión de las mujeres de la actividad militar, así como también en su incorporación bajo el rol de esposas. Al igual que en otros ámbitos laborales predominantemente masculinos, las esposas de los militares estaban llamadas a proveer sustento afectivo, criar los hijos y mantener el orden doméstico para garantizar el desarrollo profesional de los militares hombres en sus diferentes destinos y actividades.

“La esposa del militar. La mejor camarada”: así titulaba la revista Soldados un artículo publicado en agosto del 2009 que comenzaba de este modo: “Dentro del ambiente militar, la esposa es un ícono preponderante e indiscutido que marca el camino en cada una de las acciones de estos hombres de armas”. En su carácter de esposas, las mujeres de los militares han sido percibidas como complementos de la profesión militar masculina. En el artículo citado anteriormente, la esposa de un militar dice: “Uno trata de ayudar porque el sueldo no alcanza y las necesidades siguen siendo las mismas. En lo económico, la vida militar es áspera, uno empieza a trabajar para colaborar y de pronto sale un pase inesperado”.

Los principales problemas de la vida militar que estas mujeres mencionan están relacionados con el hecho de vivir en destinos alejados de sus familiares y amigos, el constante cambio de establecimientos educativos para los hijos y la interrupción de sus actividades laborales. Pero en algunos casos, las exigencias de la vida militar se transforman en un aspecto valorado: “Yo, después de dos años sin movimiento, me aburro y empiezo a cambiar los muebles de lugar. Uno se acostumbra mucho a escuchar ‘Gorda, me salió el pase a la otra punta del país’ y con la mejor cara, empezar a embalar las cajas”. Otras esposas de militares también destacan la solidaridad y los vínculos de amistad duraderos que surgen entre las familias que comparten el mismo destino.

El perfil de la mujer dispuesta a “complementar” la profesión militar constituye una imagen poderosa en la búsqueda de pareja de los militares hombres. Las redes de amistad y parentesco juegan aquí un lugar central: hermanas, primas, amigas de novias o de esposas de otros militares son las primeras candidatas a ocupar el lugar de futuras concubinas o esposas. Un segundo lugar en esta jerarquía lo ocupan las mujeres que viven en las cercanías de cuarteles, regimientos y unidades militares o aquellas que tienen vínculos profesionales con el ámbito militar. Los militares jóvenes consideran que por el hecho de estar familiarizadas con las características del Ejército estas mujeres son más susceptibles de aceptar las exigencias que la vida militar impone a las esposas de los uniformados.

En muchos casos, estas mujeres poseen un perfil social, cultural y profesional que se adecua a las exigencias de la complementariedad. A lo largo del siglo XX, los integrantes del Ejército Argentino han tendido a casarse con mujeres que no tenían formación profesional, se dedicaban al trabajo doméstico y a la crianza de los hijos o realizaban actividades laborales que permitían la movilidad geográfica: maestras, enfermeras, profesoras de idiomas, secretarias administrativas, vendedoras calificadas. Cuando el poder político y el prestigio social de las Fuerzas Armadas argentinas todavía no se habían debilitado, los jóvenes oficiales ocupaban un lugar de privilegio en el mercado matrimonial que les permitía acceder a casamientos con mujeres de sectores sociales más altos a los suyos. Y muchas familias consideraban que el casamiento de una de sus integrantes con un oficial podía representar una vía de ascenso social y la posibilidad de acceder a posiciones de prestigio y poder.

Pero en las últimas dos décadas estas tendencias se han modificado considerablemente: el interés que el Ejército despertaba en las clases medias profesionales y en las clases altas ha sufrido una fuerte caída y se ha desplazado hacia las capas más bajas de las clases medias y a los sectores populares; a su vez, los casamientos de militares con mujeres que realizan actividades laborales y poseen formaciones profesionales que no se ajustan al modelo de la complementariedad son cada vez más generalizados, lo cual impacta en su predisposición para los traslados y los cambios de destinos.

Esta última tendencia se ha visto reforzada por las relaciones de pareja y matrimonio de las mujeres militares, cuyos esposos, sea por motivos laborales o por patrones culturales, están menos dispuestos a adaptarse a las exigencias de la vida profesional de sus esposas. También es importante señalar el aumento de la cantidad de parejas integradas por militares hombres y mujeres que en los últimos años ha despertado una mayor atención de las autoridades militares a la necesidad de armonizar los destinos y traslados de sus efectivos con las exigencias de la vida familiar.

Una persona normal

Por otra parte, los relatos de los militares jóvenes sobre sus experiencias fuera del ámbito militar están repletos de anécdotas que refieren a encuentros con personas que, según comentan, poseen una imagen distorsionada o equivocada sobre los militares. Estas situaciones surgen muchas veces en reuniones informales con amigos de sus parejas o esposas que no están vinculados con el mundo militar. Manuel, un oficial de 37 años, cuenta que en una cena con amigos de la universidad de su esposa, uno de ellos se acercó y le dijo que estaba sorprendido de su personalidad, su informalidad y su simpatía. Y agregó: “No parecés militar”.

A Manuel este comentario no le llamó la atención: muchos camaradas suyos le habían contado anécdotas de situaciones similares. Para Manuel estas situaciones responden al hecho de que existe una imagen muy estereotipada del militar: “En la televisión hace mucho tiempo había un programa que se llamaba Matrimonios y algo más, donde aparecía un personaje que era el coronel, creo, o el almirante, que era el interventor del canal, entonces el tipo aparecía así, con un bigote enorme, peinado a la gomina, voz gruesa, un tipo que hasta para hablar era especial; yo lo veía y me reía, incluso hoy en día me río, pero hay mucha gente que tiene esa idea del militar, que tiene cierto sustento histórico, claro, pero no en la gente de mi promoción y de mi generación, porque yo no soy así; a mí me gustan las mismas cosas que le gustan a un tipo de mi edad, y no soy una excepción en el Ejército”.

Las palabras de Manuel reflejan una actitud muy extendida en las generaciones de militares menores de 45 años: la necesidad de distanciarse de la imagen del militar asociada con las figuras de la excepcionalidad, el formalismo, el autoritarismo y la rigidez de pensamiento. Y este distanciamiento se conjuga con la necesidad de demostrar públicamente que ellos son “personas normales”.

La búsqueda de normalización de la imagen del militar es uno de los motores de las transformaciones actuales de sus formas de sociabilidad fuera del Ejército. El aumento de casamientos y de relaciones de pareja de militares con mujeres que no tienen vínculos de amistad o de parentesco con integrantes del Ejército, o que no se ajustan al perfil de la esposa-complemento, amplió las redes de sociabilidad de los uniformados más allá del ámbito militar y retrajo su predisposición a vivir o a involucrarse más activamente en la vida interna de los barrios militares.

Pero a pesar de estas mutaciones, el carácter endogámico que presentaron las redes de sociabilidad y amistad de los militares durante décadas constituye una característica persistente en el Ejército Argentino actual. La mayoría de los militares asiste a clubes sociales, instalaciones deportivas y centros de recreación del Ejército. Y si bien las nuevas generaciones tienden a mantener sus amistades más cercanas fuera del ámbito militar, los años de formación inicial en las academias militares o el hecho de compartir destinos en los años iniciales de la carrera son experiencias cruciales que contribuyen a la creación de vínculos de amistad duraderos.

Autorxs


Máximo Badaró:

CONICET/ IDAES-UNSAM.