Decisiones de endeudamiento soberano en presencia de un no-sistema para resolver crisis de deuda: lecciones para la Argentina

Decisiones de endeudamiento soberano en presencia de un no-sistema para resolver crisis de deuda: lecciones para la Argentina

El reciente litigio con los holdouts muestra hasta qué punto afecta la decisión de tomar deuda bajo ciertos términos, marcos legales, y con distintos tipos de acreedores. La ley de Nueva York –bajo la cual el país continúa endeudándose– y los magistrados de esa jurisdicción son especialmente permeables a los reclamos de los fondos buitre.

| Por Martín Guzmán |

La Argentina es uno de los países que más crisis de deuda externa ha sufrido desde finales del siglo XIX. La forma en que el país se ha integrado a los mercados financieros internacionales ha traído recurrentes problemas. No han escaseado en la historia del país períodos de euforia seguidos de decepciones, con consecuencias sociales nefastas.

Claro que esos ciclos de euforia seguidos de crisis no son una característica exclusiva de la economía argentina. Por el contrario, la historia económica nos enseña que ese tipo de ciclos son una regularidad. El economista Hyman Minsky los definía como parte inherente del funcionamiento del capitalismo financiero.

Las euforias son generalmente reforzadas por los beneficios inmediatos que trae el acceso al crédito, que permite mayores niveles de gasto que refuerzan la percepción de que las cosas van bien. Los costos, en cambio, están más dispersos. En el caso de un país que se endeuda, el costo más sencillo de identificar es la tasa de interés que se pacta pagar por la deuda que se tome. Pero hay otros costos, menos identificables, que son de gran relevancia para economías de alta incertidumbre como la argentina: son los que termina pagando la sociedad cuando las cosas van mal, ya sea para evitar un default de la deuda, o para poder resolver una crisis de deuda si aquella ocurre.

El aprendizaje social sobre estas cuestiones es cíclico y errático. Eventos como las crisis son muy vívidos en los tiempos que siguen a su ocurrencia, pero la sociedad los va olvidando a medida que pasa el tiempo. Esta propia dinámica de memoria colectiva contribuye a los ciclos “minskyanos” de euforia y decepciones.

No hace falta ir demasiado lejos en la historia argentina para encontrar ejemplos de esta dinámica. Basta recordar las percepciones dominantes durante los primeros años de la década de la Convertibilidad, en los que el optimismo abundaba desde el lado que pedía prestado (el gobierno) y del que prestaba. La performance favorable en términos de crecimiento de los primeros años de la Convertibilidad alimentó la creencia social de que el país tendría la riqueza para hacer frente a las deudas que estaba tomando. La Argentina se había convertido para las instituciones financieras internacionales en el ejemplo favorito para ilustrar el éxito de las reformas económicas que promovía el Consenso de Washington (nombre que hacía referencia a la visión dominante por el FMI, el Banco Mundial, y el Tesoro de Estados Unidos, todas instituciones con base en Washington DC, separadas por pocas cuadras de distancia), como la liberalización del comercio, la liberalización financiera y la privatización de las empresas públicas. Tal es así que en 1998, cuando la recesión seguida de depresión que culminaría con una de las crisis económicas y sociales más agudas de la historia argentina estaba recién apenas asomando, el entonces presidente Carlos Menem fue invitado por el FMI a su reunión anual, en carácter de orador distinguido, a exponer sobre el “milagro” argentino.

Pero esa historia de euforia terminó mal. Aquellos incrementos en la productividad que se prometían al implementar las reformas empujadas desde Washington DC no terminaron sucediendo. El país entró en una espiral recesiva, agravada por políticas de austeridad durante el gobierno de Fernando de la Rúa, que elevó la tasa de desempleo por encima del 20 por ciento y la pobreza por encima del 50 por ciento. La capacidad de repago de la deuda se esfumó, y el gobierno terminó haciendo default de su deuda a finales de 2001. Esa deuda había sido emitida bajo términos y marcos jurídicos que hicieron que la reestructuración posterior fuera excesivamente compleja y costosa.

Estos temas no han perdido relevancia. Por el contrario, en vistas de la forma que está tomando la dinámica de endeudamiento que el país está nuevamente experimentando, está claro que queda mucho por aprender sobre cómo integrarse financieramente al mundo de modo de ayudar en lugar de dañar los procesos de desarrollo nacional.

En definitiva, el signo que tome la comparación entre lo que da y lo que cuesta integrarse financieramente depende de cómo se haga efectivo el uso a los mercados internacionales de crédito. Las decisiones de integración deben analizar las implicancias que tiene endeudarse bajo ciertos términos, marcos legales, y con distintos tipos de acreedores. Este ensayo analiza algunas de esas cuestiones. En particular, describe las características de los esquemas actuales para resolver crisis de deuda soberana, los resultados que esos marcos están generando, y las implicancias de tomar prestado bajo la ley de Nueva York. El análisis apunta a obtener lecciones relevantes para las decisiones de integración financiera de la Argentina.

El actual no-sistema para reestructuraciones de deuda soberana

Los contratos de deuda soberana son generalmente incompletos: especifican cuánto pagará el deudor en caso de que pague, pero no especifica qué ocurrirá en el caso en que no tenga los medios para hacerlo. (Contratos de deuda que sean contingentes en la capacidad de repago del deudor son muy poco comunes, y a la fecha ningún país los ha emitido fuera de episodios de reestructuración de deuda. A pesar de sus beneficios, ese tipo de instrumentos, como los llamados bonos atados al crecimiento del PIB, son resistidos por los acreedores.) De modo que cuando un soberano decide endeudarse, tiene que pensar no solamente en el costo de interés que se pacta en el contrato, sino también en qué costo acarrearía una situación en la que enfrente dificultades para repagar.

Esta premisa básica que establece que no solamente importa el costo que se paga cuando te va bien, sino también el que se paga cuando te va mal, a menudo es ignorada u olvidada por quienes toman las decisiones de política económica. Por ejemplo, es común que funcionarios de economías emergentes indiquen que es deseable que los contratos de deuda sean emitidos bajo la ley de Nueva York porque de ese modo el costo para el país en términos de interés es menor ya que la seguridad jurídica que recibe el acreedor es mayor, sin tener en cuenta qué ocurriría en caso de que el país necesitase reestructurar sus deudas. También es común que bajo la misma premisa se acepte sacrificar la soberanía, sin pensar en el costo que eso puede conllevar en momentos de crisis.

Es un principio bien establecido del sistema capitalista que los deudores insolventes necesitan recibir un alivio de la carga de deuda para poder volver a empezar. Analicemos a modo de ejemplo la lógica de una compañía con severos problemas de deuda, que cuenta con capital operativo pero que debido a la percepción de que su deuda es insostenible no tiene capacidad de financiamiento para poder llevar a cabo proyectos que serían rentables. Si no se hace nada para resolver ese problema, habrá un desperdicio de recursos. Sus máquinas no serán puestas en marcha y así su producción estará por debajo de su potencial. Es una situación en donde todos pierden –el deudor que no produce, y los acreedores que de ese modo enfrentan a un deudor con una capacidad de repago menor–. Lo mismo ocurre con un soberano ahogado por deuda: debe poder tener un “comienzo fresco” como precondición para poder encaminar una recuperación económica.

Es también bien sabido que en una situación en la que existen múltiples acreedores con distintos tipos de acreencias, por ejemplo bonos emitidos con distintos vencimientos, en distintas monedas y bajo diferentes marcos legales, al momento de reestructurar deudas surgirán problemas de coordinación. Todos querrán que la reducción en el valor de las acreencias recaiga sobre los demás. La existencia de leyes de quiebra para corporaciones o municipalidades es la consecuencia de reconocer que dejar solo al mercado a resolver el problema de coordinación que surge en una reestructuración de deuda no funciona. Pero mientras prácticamente todos los países tienen leyes de quiebra para las corporaciones, no existe nada siquiera parecido que se adapte a las características de las reestructuraciones de deuda soberana. Por el contrario, lo que se tiene a la fecha es lo que en el libro Too Little, Too Late: The Quest to Resolve Sovereign Debt Crises, junto a José Antonio Ocampo y Joseph Stiglitz definimos como un no-sistema.

Ese no-sistema se caracteriza por negociaciones descentralizadas en torno a instrumentos de mercado, como por ejemplo las cláusulas de acción colectiva, y en los que los jueces de las jurisdicciones bajo las cuales se emiten las deudas juegan un rol central para interpretar lo que es “justo” en una reestructuración. Frecuentemente el FMI juega el rol de “mediador” en los procesos de negociación entre el deudor y el acreedor. Los resultados de este no-sistema son desastrosos.

Resultados: crisis de deuda mal resueltas y sociedades que sufren

En ausencia de marcos legales apropiados para proteger a los distintos actores involucrados en una crisis de deuda, tiende a prevalecer el desorden. Quien se beneficia es el más fuerte, a costa de los más débiles. La evidencia es consistente con tal proposición. Lo que muestra es que cuando los países ingresan en situaciones en las que la deuda se vuelve una carga insostenible, se tarda demasiado en poder comenzar un proceso de reestructuración, impidiéndole al país poder tener las condiciones que necesita para llevar a cabo políticas en pos de la recuperación. Y una vez que se logra encauzar un proceso de reestructuración, hay dos caminos posibles, ninguno de ellos bueno.

El más común es el de sucumbir ante las presiones de los acreedores, no pudiendo lograr el alivio suficiente para restaurar la sostenibilidad de la deuda. En investigaciones recientes junto a Domenico Lombardi (“Assessing the Appropriate Size of Relief in Sovereign Debt Restructuring”, de 2017, revisado y remitido a Oxford Economic Papers) mostramos que más de la mitad de las reestructuraciones de deuda soberana con acreedores privados llevadas a cabo desde 1970 fueron seguidas por otra reestructuración o default con acreedores privados en una ventana de tan sólo cinco años. Esto muestra que el alivio que se obtiene es generalmente insuficiente, y que el deudor en crisis termina volviendo a tener problemas pronto con alta probabilidad. Y claro que las sociedades que no pueden resolver sus crisis pagan las consecuencias de ello, en la forma de más desempleo, menos oportunidades y más pobreza.

El camino alternativo es el que siguió la Argentina luego del default de 2001: en lugar de ponerse de rodillas ante los acreedores, el país fijó cuál era el monto de alivio de deuda que le permitiría restaurar la sostenibilidad, y no aceptó negociar una reducción del stock de deuda que estuviera por debajo de ese monto. Así, el “descuento” que obtuvo fue grande en relación con el de la mayoría de los otros países que han reestructurado sus deudas en las últimas cuatro décadas. Esta fue una condición fundamental para la exitosa recuperación que se dio en los años posteriores al default, en la que el PIB de la Argentina creció en promedio a una tasa superior a 8 por ciento en el período 2003-2008, hubo una sustancial creación de empleo y reducción de la pobreza, pues el alivio que generó el proceso de reestructuración liberó los recursos que se necesitaban para implementar políticas en pos de la recuperación. Pero esto no se logró gratis. El país enfrentó serios problemas por seguir este enfoque, en el contexto de marcos que penalizan al que toma una posición dura frente a los bonistas.

Cerrar el proceso de reestructuración tomó trece años, a pesar de que en el transcurso de dos rondas de reestructuración, en 2005 y 2010, el 92,4% de la deuda en default había sido reestructurada. La razón fue la disputa con un grupo minoritario de tenedores de bonos, los llamados fondos buitre. Estos fondos, que se dedican a obtener ventajas abusivas de países en situaciones desgraciadas, compraron bonos argentinos en default (incluyendo cientos de millones de dólares de valor nominal comprados luego de la primera ronda de reestructuración de 2005) a una fracción de su valor nominal (en el caso del buitre que lideró la demanda, NML Capital, esa fracción fue de aproximadamente 28 centavos por dólar), y demandaron al país en los juzgados estadounidenses reclamando cobrar el 100 por ciento del valor nominal, más intereses, incluyendo intereses compensatorios por el no repago en término. Y ganaron.

El gobierno argentino no acató el fallo; una cláusula que se había incluido en los contratos de los bonistas que entraron en la reestructuración establecía que, si el país le pagaba más a cualquier otro bonista que no había aceptado reestructurar sus bonos, debía igualarles los pagos a los que sí habían ingresado a ese proceso. De modo que acatar el fallo en contra del país hubiera podido significar volver a fojas cero con el proceso de reestructuración, lo que probablemente hubiese generado un desastre macroeconómico. Fue así que el gobierno argentino decidió no pagar cuando el fallo quedó firme, y los buitres lograron bloquear los pagos que el país hiciese a los bonistas que sí habían participado de las dos rondas de reestructuración (en 2005 y 2010) que sucedieron al default de 2001, así como también lograron impedir que el país pudiese acceder a los mercados de crédito internacionales; todo esto siguió su curso hasta que se llegó a un acuerdo en marzo de 2016, que les significó retornos exorbitantes a los buitres. En el caso de NML Capital, el retorno estimado fue de 1.270 por ciento.

Este comportamiento buitre ha sido fuertemente criticado en la esfera internacional. En uno de los debates que se dio en la Asamblea General de las Naciones Unidas para promover reformas en pos de la creación de un sistema multinacional para reestructurar deudas soberanas, uno de los embajadores del G77 ofreció sus disculpas a los verdaderos buitres, los animales. Mientras que los animales juegan un rol positivo para el ecosistema, adujo, los buitres de Wall Street solo hacen daño a la sociedad global. Es demasiado duro para los animales ser comparados con esos fondos, concluyó.

El rol de la ley de Nueva York y de la Justicia estadounidense

Hay consenso en que los fondos buitre dañan el funcionamiento de los mercados de deuda internacional. Su accionar puede hacer que reestructurar deudas soberanas sea imposible de facto. Sin embargo, lo que hacen es legal bajo la ley de Nueva York, la jurisdicción bajo la cual la Argentina había emitido los bonos que ingresaron en default a fines de 2001, y bajo la cual está nuevamente endeudándose.

En el pasado el accionar buitre era ilegal debido a la ley Champerty, que prohibía la compra de instrumentos en default con la intención de litigar contra el emisor. Dos eventos torcieron la evolución del negocio buitre. Primero, en el año 1998 esta ley fue interpretada de una forma irrazonable, en una demanda del fondo buitre Elliott Associates (NML Capital, el buitre que litigó contra la Argentina, es una subsidiaria de Elliott) en contra de Perú. Elliott había comprado deuda peruana en default a aproximadamente la mitad de su valor nominal, y reclamó el pago completo. La Corte del Distrito Sur de Nueva York falló en contra de Elliott, en razón de que aplicaba Champerty. Pero la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito revirtió el fallo; indicó que Elliott había comprado la deuda no directamente con la intención de litigar, sino para cobrarla en su totalidad o en su defecto litigar. Tal interpretación es absurda, pues esa deuda estaba en default, lo que quiere decir que Perú ya había roto la promesa de pagarla en su totalidad (y por eso se comerciaba en los mercados con un descuento tan grande), de modo que era irrazonable pensar que la expectativa de quien la compraba era poder cobrarla en su totalidad sin litigar.

Este precedente fue seguido directamente por la eliminación de la ley Champerty para cualquier compra de deuda superior a 500 mil dólares en 2004. El proyecto de ley para eliminar la ley fue presentado por el senador John Marchi, cuya fundación John Marchi and Friends tenía a Paul Singer, fundador y cabeza de Elliott, como donante. Esto no es una anomalía dentro del funcionamiento del sistema político estadounidense, sino una regularidad: el lobby es legal, y viene siendo usado activamente por las corporaciones para moldear legislación que favorezca a sus intereses. Es parte de un sistema al que influyentes analistas han denominado “corrupción estilo estadounidense”, que consiste en, vía el lobby, hacer legal lo que obviamente debería ser ilegal, y así obtener rentas extraordinarias dentro del marco de la ley.

De modo que cuando refiere a deuda soberana, lo que se enfrenta al emitir bajo la ley de Nueva York es una ley influenciada por buitres y a medida de buitres, que hace que la resolución de una crisis de deuda pueda resultar muy costosa, y en particular más costosa que lo que ocurre en otras jurisdicciones aún no capturadas por el sector más rapiña del capitalismo financiero internacional.

Hay otras jurisdicciones en las que ese comportamiento es explícitamente ilegal. Tal es el caso de Bélgica, que en julio de 2015 sancionó una legislación que impide a un bonista recuperar más que el precio pagado por un bono cuando el mismo está persiguiendo lo que se define como una ventaja ilegítima. Entre las condiciones que dan lugar a una ventaja ilegítima se incluye haber comprado el bono a un valor sustancialmente inferior que aquel que se reclama, y que esa acción se complemente con condiciones como, por ejemplo, haberlo hecho en un estado de solvencia inminente o declarada, o que el bonista tenga su domicilio en una guarida fiscal.

Y no solamente es la ley en sí lo que torna a Nueva York en una jurisdicción que imposibilita que las crisis de deuda soberana puedan ser resueltas en tiempo y forma, sino que hay otro factor que termina jugando un rol tan importante como la ley per se: la visión de sus jueces sobre lo que es justo en lo concerniente a disputas sobre deuda soberana. Jueces que no entienden los principios en los que se debe basar una reestructuración de deuda soberana. La posición tomada por el juez Griesa y por la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito en la disputa de la Argentina con NML Capital ilustra esta cuestión. El lenguaje de sus fallos es revelador. En febrero de 2016, a posteriori del acuerdo al que llegó el gobierno argentino con los fondos buitre, el juez Griesa anunció que si el Congreso argentino repelía las llamadas ley cerrojo y ley de pago soberano que impedían hacer efectivo el pago a los buitres, levantaría la orden judicial que le estaba impidiendo al país hacer pagos a cualquier bonista hasta tanto no les pagara a los buitres de acuerdo con los términos del fallo. Su justificación fue que en ese momento el país se estaba comportando bien, y que por lo tanto la medida que había tomado antes ya no era necesaria. En sus propias palabras: “La orden, que en su momento fue una medida apropiada para lidiar con la recalcitrante actitud de la República, ya no puede ser justificada. Las circunstancias actuales significativamente diferentes tornan a esa orden en una medida inequitativa y en detrimento del interés público”. Y luego agregó: “La elección de Macri lo cambió todo”.

El propio lenguaje de la decisión revela el enorme grado de discrecionalidad judicial que fue utilizado para ponerle un remedio a una situación que el juez consideraba “injusta”. En su visión, antes de la elección de Macri el país no se estaba comportando bien, pero luego de esa elección empezó a actuar de “buena fe” –otro término usado por el juez, que jamás fue definido desde una concepción medible–.

En definitiva, exponerse a los marcos legales que ofrece Nueva York significa exponerse a una Justicia con una visión chata sobre lo que es la naturaleza de un contrato de deuda soberana y a un sistema moldeado para favorecer intereses de jugadores poderosos del sistema financiero estadounidense, a costa de los intereses y las necesidades de los pueblos.

Lecciones para las decisiones de integración financiera de la Argentina

Del análisis que ofrece este ensayo se desprenden lecciones que quienes toman decisiones de política económica y financiera de las economías emergentes en general, y de la Argentina en particular, deberían tener en cuenta.

Primero, esas decisiones deben analizar las consecuencias de endeudarse bajo distintos marcos jurídicos y la forma de la arquitectura financiera internacional que prevalece en estos tiempos. Razonamientos del tipo “me endeudo bajo la ley X porque es más barato” son incompletos y posiblemente errados si no se cuenta el costo que implica someterse a esas jurisdicciones en caso de que la dinámica de deuda resulte ser insostenible. Lo barato puede terminar costando caro. En el caso argentino, claramente el país no está exento de volver a tener problemas. Por el contrario, está actualmente embarcado en una dinámica macroeconómica inconsistente que desembocará en problemas de sostenibilidad de deuda si no hay un cambio de rumbo. De modo que la cuestión de qué costo trae el endeudamiento si las cosas resultan ir mal es altamente relevante para el país. Segundo, se debe entender que los marcos actuales para reestructurar deudas están plagados de deficiencias, y que esos problemas no se van a resolver pronto. La Asamblea General de las Naciones Unidas está embarcada en un proceso para crear un marco multinacional para las reestructuraciones de deuda soberana, pero las principales potencias, incluyendo a Estados Unidos e Inglaterra, se oponen, pues esos cambios afectarían los intereses del sistema financiero de esas jurisdicciones. Con la oposición de esas potencias será difícil que exista algún cambio sustancial en el corto plazo. De modo que las decisiones de endeudamiento deben tomar esa realidad como dada, y ajustarse en consecuencia.

Tercero, se debe tener en cuenta que, de las jurisdicciones de mayor peso en los mercados de emisión de deuda soberana, Nueva York es probablemente la más nociva. La experiencia que la Argentina vivió recientemente nos debería enseñar al respecto.

En definitiva, el acceso al crédito internacional es un instrumento y no un fin. Las decisiones sobre cómo hacer uso de ese instrumento deben hacerse en función de preservar otro fin, que debería ser el de un desarrollo económico socialmente inclusivo, dinámico, y respetuoso de la soberanía.

Autorxs


Martín Guzmán:

Investigador Asociado de la Escuela de Negocios de Columbia University (División de Economía). Co-director del grupo de trabajo “Debt Restructuring and Sovereign Bankrupcty” del Initiative for Policy Dialogue, de Columbia University. Investigador del IIEP-Baires (UBA-CONICET). Profesor Adjunto de la FCE de la UNLP.