Debates abiertos y pendientes en torno a la previsión social argentina

Debates abiertos y pendientes en torno a la previsión social argentina

La autora da cuenta de las características del sistema previsional de los últimos años y de las necesidades principales para llegar a una regulación más equitativa.

| Por Sol Minoldo |

El problema del acceso 

El sistema previsional argentino está diseñado y reglamentado para ser principalmente contributivo. Así, el acceso a la cobertura se encuentra condicionado a la acreditación de una historia de contribuciones mínima (de 30 años) además de cumplir con la edad jubilatoria. Como resultado, tiende a excluir sistemáticamente a las personas cuyas trayectorias laborales hayan estado afectadas por el empleo no registrado (ya sea asalariado o independiente), el desempleo de larga duración o recurrente y/o la dedicación al trabajo no remunerado (que afecta en mayor medida a las mujeres). En muchos casos se trata de personas que han realizado algunos aportes, aunque no la densidad suficiente para acceder a la prestación. Por ello, además de quedar excluidas de la cobertura, estas personas frecuentemente subsidian el sistema previsional con los aportes que alcanzan a realizar.

A comienzos del siglo XXI, luego de una década caracterizada por el deterioro del mercado laboral registrado, diferentes sectores políticos confluyeron en considerar necesarias políticas de inclusión circunstanciales. La cobertura previsional de la población mayor había descendido desde 1996, cuando se ubicaba alrededor del 70%, hasta estancarse en torno al 61% entre 2002 y 2004. Así, con amplio consenso legislativo, se creó el andamiaje legal que dio lugar una moratoria previsional que flexibilizaba las condiciones de acceso a la jubilación contributiva para las cohortes que habían cumplido, o estaban próximas a cumplir, con la edad jubilatoria.1 En los hechos era posible jubilarse no sólo con trayectorias contributivas incompletas sino también sin tenerla en absoluto. El resultado fue una demanda masiva y posterior otorgamiento de millones de altas jubilatorias mediante los mecanismos habilitados. En pocos años, la cobertura previsional entre personas en edad jubilatoria,2 que estaba en torno a 62% en 2006, llegaba al 80% en 2008 y al 85% en 2010.

Aunque no estuvo en las consideraciones de quienes redactaron proyectos en ese sentido, ni en los debates legislativos, se hizo evidente que la moratoria no solo daba respuestas al problema de acceso provocado por el deterioro del mercado laboral, sino también a los problemas de acceso propios de un sistema que excluía estructuralmente a una parte de la población. Uno de ellos fue el de las personas cuyo trabajo se realizaba fuera del mercado, es decir de manera no remunerada: se trataba de millones de mujeres que, en virtud de la división sexual del trabajo, se habían ocupado de la mayor parte de los trabajos de cuidados realizados en el ámbito privado y, no solo habían carecido de un ingreso propio durante su vida activa, sino que habían quedado tradicionalmente al margen del acceso a una jubilación propia durante su vejez. Fue tan notorio el impacto para el acceso de las mujeres, en muchos casos con nulas o muy breves trayectorias contributivas, que la moratoria se popularizó socialmente como “la jubilación de las amas de casa”. También se produjo un crecimiento categórico de las pensiones por invalidez, dando cuenta de una problemática preexistente que no daba solución a personas incapacitadas para trabajar, pero que no podían solicitar jubilación por no contar con una cobertura previsional derivada de sus actividades laborales.

Una cuestión fundamental es que el derecho reconocido a quienes accedían por moratoria no se encontraba segmentado o devaluado respecto del que se obtenía cumpliendo con las condiciones contributivas. Una vez reconocido el derecho, este no podía perderse (por ejemplo, por contar con otros ingresos), generaba derecho de herencia a pensión y su monto mínimo era el de la jubilación contributiva mínima (si bien los primeros 5 años podía descontarse un porcentaje de los haberes en concepto de cotizaciones adeudadas).

Sostener la medida de acceso habilitada a pesar de sus enormes consecuencias imprevistas, constituyó una decisión política que puede ser identificada, acaso, como la mayor política de debilitamiento del paradigma contributivo en la Argentina: implicó poner en disputa, de facto, el derecho exclusivo y excluyente de acceder a la previsión social con la condición de haber cotizado. La capitalización política de esa moratoria recurrió a ideas de reconocimiento de derechos, de reivindicación del aporte social del trabajo no remunerado realizado principalmente por mujeres, así como justicia social, teniendo en cuenta que las principales personas excluidas del sistema eran las menos favorecidas socioeconómicamente a lo largo de sus vidas.

El enorme impacto de las moratorias sobre los indicadores sociales y previsionales argentinos tuvo, como contracara, el carácter coyuntural de políticas que modificaron las condiciones de acceso solo para las cohortes de personas mayores de aquel entonces. Por ello, sostener las nuevas modalidades de acceso requería, o bien de una reforma estructural en la que no se avanzó (modificando las reglas de acceso del sistema), o de nuevas medidas de coyuntura. En 2014 se legisló una nueva moratoria, en este caso con algunas características orientadas a la focalización para limitar el acceso a jubilaciones por moratoria de quienes no tuvieran situaciones económicas vulnerables. En este caso, la retórica que acompañó la medida estuvo menos centrada en el reconocimiento de derechos y más en la justicia social.

En el año 2016, con la intención declarada de dar una solución de largo plazo que no proporcionaban las moratorias al problema de acceso, se creo la Pensión Universal para el Adulto Mayor (PUAM). En realidad, su vigencia estaba prevista solo por tres años, cuando se preveía una reforma del sistema que finalmente no se produjo, quedando vigente de facto hasta la actualidad. La PUAM tiene, sin embargo, características cualitativamente diferentes al acceso jubilatorio por moratoria. Se trata de una prestación institucionalmente diferenciada de las jubilaciones contributivas, con un monto por debajo de la prestación mínima del otro sistema (estipulado en el 80% del valor de la misma), incompatible con otra prestación, que no genera derecho a pensión ante el fallecimiento de la persona jubilada y tiene una edad de acceso 5 años más tarde que la prestación contributiva en el caso de las mujeres. Esto supuso un viraje de la respuesta política propuesta para el problema del acceso a la previsión social. Subrayar el carácter asistencial de la prestación y su menor calidad eran consistentes con una retórica política que enfatizaba la importancia de “premiar el esfuerzo”, refiriendo a una idea que entiende que existe un trasfondo meritocrático en la desigualdad social y se preocupa, por ello, por los incentivos perniciosos que puede suponer la falta de segmentación (para el esfuerzo individual y, como consecuencia, para la riqueza social agregada). De hecho, durante esa gestión de gobierno hubo también políticas previsionales que tendieron a la segmentación de las prestaciones por moratoria, jerarquizando las prestaciones estrictamente contributivas con beneficios específicos (así, en la reforma de la movilidad previsional de 2017 se dispuso un piso para la mínima previsional con relación al salario mínimo que solo alcanzaba aquellas prestaciones a las que se hubiera accedido cumpliendo plenamente con las condiciones contributivas).

Desde el cambio de gobierno a fines de 2019, las enormes dificultades económicas por la crisis de la pandemia y de la deuda con el FMI definieron un contexto complejo para la discusión de las políticas de acceso previsionales. En definitiva, ni la PUAM ni la segmentación de los beneficios por moratoria fueron revertidos o puestas en disputa.

El problema de la calidad y estratificación de la protección

Otra cuestión que hace a las características estructurales del sistema previsional argentino es la estratificación de los beneficios. Ello no sólo implica una segmentación por la que las prestaciones no contributivas tienden a ser de menor calidad, sino también una distribución de prestaciones contributivas de diferente calidad (es decir, con diferente capacidad de consumo). Ello se debe a que los haberes iniciales se estipulan con criterios de sustitución individual de ingresos laborales y tasas de reemplazo que dependen de la cantidad de años cotizados. Así, en la medida en que las desigualdades de ingresos previsionales se vinculan con desigualdades salariales y laborales, tienden a perjudicar a personas provenientes de sectores socioeconómicos menos favorecidos (cuyas trayectorias laborales son afectadas por la herencia social) así como a las que se insertan parcialmente en el trabajo mercantil (debido en gran parte a relaciones asimétricas de género). Si bien existen mecanismos redistributivos, como son los tramos mínimos y máximos de haberes y la parte de la prestación que corresponde a un componente de valor uniforme (la PBU), la diferencia entre una jubilación en el tramo mínimo y una en el tramo máximo puede ser de hasta 7 veces. Como resultado de este diseño institucional, el gasto previsional tiende a mostrar una concentración pro rico, es decir que se invierte relativamente más en los sectores económicamente más favorecidos a lo largo de sus vidas. En definitiva, el costo de esta desigualdad para los sectores desfavorecidos podría cuantificarse como la diferencia entre lo que reciben y la prestación media del sistema, que son recursos usados para poder pagar prestaciones por encima de ese nivel medio.

Las consecuencias de este esquema distributivo son múltiples. Por un lado, penaliza con menor calidad de protección a las personas que más desfavorecidas han sido socio-laboral y económicamente en sus trayectorias de vida, lo que resulta contrapuesto con principios de equidad (entendida como la distribución en función de la necesidad) y justicia social (es decir, reconociendo la base colectiva e injusta de buena parte de las desigualdades sociales producidas por el mercado), y consistente con un principio de justicia de corte meritocrático, en el que se interpreta que los logros laborales y económicos individuales se explican principalmente por el esfuerzo individual, y premiarlos no solo sería “justo” sino además conveniente económicamente, al estimular a las personas a esforzarse para obtener mejores condiciones laborales y salariales, e indirectamente favorecer el desarrollo económico general. Sin embargo, estas tensiones no siempre son identificadas de manera transparente cuando se reivindican instrumentos de derechos que refieren al principio de equidad o cuando se promueven posturas políticas que enfatizan en el principio de justicia social. En los hechos, la discusión de la estratificación de las prestaciones previsionales suele circunscribirse a las prestaciones de privilegio, es decir, con condiciones incluso más favorables que las del sistema contributivo general. Otra consecuencia de la pauta distributiva “sustitutiva” es que reduce el potencial redistributivo del gasto social y, en consecuencia, su capacidad para mitigar la desigualdad social y reducir la pobreza. Evidentemente, el impacto esperado del gasto social será muy diferente si, en lugar de concentrarse en los sectores más favorecidos en la escala de ingresos, se distribuye mejorando preferencialmente la situación de los sectores de la población más vulnerables económicamente o, incluso, si se distribuye con prestaciones uniformes, cuyo impacto será relativamente mayor en los sectores más desfavorecidos.

A este respecto, también las políticas previsionales del siglo XXI resultaron fuertemente disruptivas. Por un lado, si bien la implementación de la moratoria resultó en que la mayor parte del acceso habilitado se ubicara en los tramos de haber mínimos, hubo dos cuestiones clave con relación a la calidad de esos haberes. Por un lado, en muchos casos el acceso por moratoria implicó en realidad acceder a una segunda prestación, ya que se produjo un incremento sostenido en la duplicación de los beneficios (es decir, el cobro simultáneo de jubilación y pensión) que benefició particularmente a las mujeres y operó como un contrapeso del efecto de deterioro que habría supuesto, para la prestación media femenina, el acceso masivo en el tramo mínimo (ya que las mujeres fueron las que se beneficiaron en mayor medida del acceso por moratoria).3 Por otro lado, junto con el masivo acceso en el tramo mínimo, se produjo un proceso de crecimiento de la calidad del haber mínimo mayor al de las prestaciones medias. Esto último se relaciona con una política de ingresos previsionales implementada entre 2002 y 2008, que fue socialmente conocida como “achatamiento de la pirámide”.

En esos años transcurría un proceso inflacionario que comenzó en la devaluación de 2002 y la salida de la convertibilidad, y no existían mecanismos automáticos de indexación de los haberes. La medida para otorgar aumentos en concepto de movilidad era el decreto presidencial y lo que ocurrió fue que los decretos establecieron ajustes diferentes para los distintos tramos de haber, priorizando el incremento de los haberes mínimos por sobre el resto. Como resultado, la prestación media recuperó valor real de manera más lenta y las más altas en algunos casos quedaron rezagadas frente a la inflación. Las más bajas, en cambio, acumularon incluso un crecimiento en términos reales del 64,1%. Así, se disputó de facto la idea de que el monto de las jubilaciones debe seguir vinculado a los ingresos salariales individuales, incluso al costo de aceptar una bajísima calidad mínima de protección. En definitiva, se abrió una tensión entre la idea de justicia como segmentación según ingresos previos y una que priorizaba elevar el piso reduciendo la desigualdad.

El final de este ciclo se produjo con la sanción en 2008 de la ley de movilidad previsional, que comenzó a regir en 2009, dando respuesta a las orientaciones que dejó asentadas la Corte Suprema de Justicia que, frente al enorme litigio que se generó entre titulares de las prestaciones más altas, consideró que se estaba incumpliendo el derecho constitucional a la movilidad y recomendó que se implemente un mecanismo de actualización automático de las prestaciones. Desde entonces, no se debatieron ni exploraron otros mecanismos, con menor precariedad institucional, para poner en disputa la lógica de distribución sustitutiva.

En 2016, de la mano de la política previsional macrista, se produjo un nuevo hito en lo que refiere a la distribución de las prestaciones previsionales. La ley llamada de “Reparación Histórica” dispuso un recálculo de los haberes de las personas que habían sido perjudicadas por la falta de movilidad automática hasta 2008, impactando en mayor medida en los tramos de haber más altos y entre personas que habían accedido con condiciones contributivas. Así, el resultado fue un refuerzo de la estratificación previsional, revirtiendo los efectos que quedaban de los años en que se redujo la desigualdad. En un principio esto no se hacía a costa del valor de las prestaciones más bajas, sino mejorando diferencialmente las prestaciones identificadas como beneficiarias. Sin embargo, luego de aumentar para ello el gasto previsional sin que ello redunde en una mejora de la calidad mínima de protección, se avanzó en políticas de recorte generalizado en la calidad de los haberes previsionales, tanto mediante el cambio de la fórmula de movilidad (que en su primera aplicación sustituía una recomposición semestral con una trimestral), como por el impacto sobre dicha fórmula del deterioro generalizado de los salarios. Como consecuencia, en el balance de la gestión, se produjo un aumento de la desigualdad a costa de una pérdida mayor de la calidad de las prestaciones más bajas (aunque el conjunto también tuvo un deterioro como saldo final).

Con el cambio de gobierno, en 2019, se declaró la emergencia económica, social y sanitaria y se puso en suspenso la aplicación de la fórmula de movilidad implementada en 2017, que sería reemplazada provisionalmente por aumentos mediante decretos presidenciales. Luego de distribuir pagos por única vez (bonos) que beneficiaban exclusivamente a los tramos más bajos de haberes, se dispuso una movilidad para marzo de 2020 que también favorecía a quienes tenían menores ingresos jubilatorios, ya que una parte de la movilidad se entregaba como un monto uniforme, en lugar de ser relativo al ingreso previo. Así, a menor ingreso, mayor era el aumento proporcional conseguido. Sin embargo, esta orientación de la política fue luego dejada de lado. La discusión por la política de ingresos previsionales se centró en el debate acerca de cuál era la fórmula de movilidad que mejor combinara la “sostenibilidad” y la capacidad de, por un lado, evitar el deterioro de los haberes en un contexto inflacionario y, por otro, impulsar su crecimiento real cuando crecieran los salarios. La desigualdad interna del sistema, los mecanismos redistributivos y la segmentación entre prestaciones contributivas y no contributivas no volvieron a ocupar un lugar central en el debate previsional. De hecho, vale notar que cuando el oficialismo recupera su propia historia previsional, hoy refiere a la política previsional en clave de mejora a la inclusión y a la movilidad, pero no al proceso previo en el que redujo fuertemente la desigualdad. Ese debate pareciera, al menos por ahora, quedar en suspenso.

El problema del financiamiento y la sostenibilidad

El financiamiento del sistema previsional es, supuestamente, contributivo. Así, las jubilaciones y pensiones pagadas en un momento se financiarían con los aportes de trabajadores y las contribuciones patronales de quienes se encuentran en actividad. En este esquema, existen diferentes factores que pueden deteriorar el financiamiento. Por un lado, la evolución del mercado laboral: el deterioro del empleo, y/o de su nivel de formalidad, así como el deterioro de la distribución primaria en detrimento de los ingresos laborales.

Existen también razones estructurales que pueden explicar la expansión de las obligaciones a un ritmo diferente al de la recaudación contributiva. Primero la maduración del sistema, y luego el cambio en la estructura por edades modifican la relación entre cotizantes y beneficiarios del sistema. El proceso conocido como “envejecimiento de la población” implica que las personas mayores incrementan su participación en la población total y, para mantener ingresos relativos idénticos, debería destinarse a esas edades una mayor parte de la riqueza. Sin embargo, aún en un contexto de crecimiento y con una participación estable de los salarios en el ingreso total, la recaudación contributiva no se expandirá en términos relativos al PBI, en tanto constituye un determinado porcentaje calculado sobre la masa salarial. Que la recaudación contributiva incremente su peso en el PBI requeriría, o bien que el salario mejore su parte en la distribución primaria, o bien que se eleven las tasas de cotización. Y dicha mejora debería ser constante, para ir ajustándose al sostenido incremento relativo de la población mayor. Frente a la persistente brecha entre las obligaciones del sistema y la recaudación contributiva, o bien se deteriorará el ingreso relativo transferido a las personas mayores, o bien el sistema deberá financiarse con otros recursos. Así, incluso dejando a un lado la preocupación por los problemas de exclusión de los sistemas contributivos, la sostenibilidad de las prestaciones estrictamente contributivas no puede garantizarse solo con un financiamiento basado en cotizaciones. Mucho menos, claro está, si además ocurre lo contrario a lo que requiere la expansión de los recursos, es decir, se reducen las tasas de cotización y/o se deteriora la participación de los ingresos laborales en la distribución primaria.

Desde la creación del sistema nacional de seguridad social hasta principios de los años sesenta el sistema era superavitario (Minoldo y Peláez, 2020), como es de esperar durante el proceso de maduración de sistemas que va incorporando beneficiarios gradualmente. En cambio, desde finales de los años setenta, el sistema comenzó a tener una recaudación insuficiente para financiar el conjunto de sus obligaciones. Los problemas se profundizaron por el impacto de las diferentes crisis económicas, pero también por los sucesivos recortes de las contribuciones patronales. Como consecuencia, el financiamiento no contributivo forma parte de los recursos del sistema desde hace décadas. Desde comienzos de los años noventa, por ejemplo, se le asigna al sistema previsional una parte de la recaudación por el IVA (el 11%) y por el impuesto a Bienes personales (el 90%). En 1992, con un contexto crítico para las cuentas previsionales, las provincias y el Estado nacional consensuaron, mediante un pacto federal, destinar al sistema el 15% de la recaudación por impuestos coparticipables. En 1994 las dificultades de financiamiento se agudizaron con la implementación de la reforma que creaba un sistema mixto con un pilar de administración privada. Mientras el Estado seguía a cargo del pago de las jubilaciones ya adjudicadas con el sistema anterior, en torno al 80% de los aportes de trabajadores comenzaron a dirigirse a las AFJP. Además, las contribuciones patronales, que seguía recaudando el sector público, tuvieron sucesivas reducciones, supuestamente en el marco de políticas para estimular el empleo. En ese contexto, las provincias fueron renovando el consenso para ceder parte de la masa coparticipable y se fueron añadiendo nuevas asignaciones específicas de diferentes tributos hasta fines de los años noventa. Al comenzar el siglo XXI, la recaudación contributiva representaba en torno al 40% del financiamiento del sistema. En 2007 se aprobó una ley que permitió a los afiliados volver al reparto y en 2008, con amplio consenso legislativo, se aprobó la reestatización del sistema previsional. Si bien ello implicó un aumento de las jubilaciones a cargo del Estado, se trataba solo del 10% de las jubilaciones contributivas vigentes, de las cuales una parte (la PBU y, si correspondía, la PC) ya era abonada por el sistema público. Como contracara, el Estado recuperó el conjunto de los aportes de los trabajadores, cuyo valor real se incrementaba además por la recuperación de los salarios y del empleo.4 Así, al comparar con la recaudación contributiva de 2006, la de 2009 se había incrementado en un 240% en términos reales. Ese año, sin embargo, la recaudación contributiva no llegaba a constituir el 60% del total.

La expansión de la recaudación de la seguridad social en su conjunto desde comienzos del siglo XXI desplazó la discusión acerca de la sostenibilidad del sistema previsional, incluso en un contexto de expansión de los gastos, debido tanto a las políticas de acceso antes mencionadas como a la recomposición y mejora de la calidad media de las prestaciones. Sin embargo, si bien parte de esa mejora de la recaudación se explicaba por el aumento de la recaudación contributiva (en parte por recuperar el total de las cotizaciones y por recomponer los aportes patronales, pero también por la recuperación económica que impactaba en el crecimiento de la masa salarial sobre la que se cotizaba), otra parte se explicaba por el crecimiento de la recaudación impositiva también destinada al sistema, en el marco de un proceso de recuperación económica. No se abordó políticamente la cuestión de la relevancia y legitimidad de dichos recursos para la sostenibilidad del sistema, tanto por sus eventuales dificultades endógenas como para financiar la expansión de derechos. El costo de no haber dado el debate en aquel entonces llegó pocos años después.

Por un lado, no se sostuvo el consenso para sostener la asignación del 15% de la masa coparticipable de impuestos que, finalmente, comenzó a ser restituido a las provincias a partir de 2016.5 Por otro, irrumpió el discurso de un sistema deficitario frente a la constatación de que demandaba recursos adicionales a los contributivos. Dicho déficit se atribuyó, además, a las obligaciones asumidas en el marco de las políticas de acceso implementadas los años previos. No solo se puso en duda la legitimidad de transferir al sistema otros recursos públicos, sino que se recurrió a la idea de que parte de la expansión de derechos se había hecho a costa de los jubilados del sistema contributivo recurriendo, para pagar las jubilaciones por moratoria, a los recursos recaudados de manera contributiva. Aquella retórica recuperó una idea previa, con fuerte arraigo social, que refiere al problema del uso ilegítimo de “la plata de los jubilados” como el origen de todos los problemas de financiamiento de la seguridad social. Si la idea refería en un principio a la inquietud por que el dinero previsional se use para otros fines que la protección, en las últimas décadas su significado se fue centrando en la idea de que un sector de los jubilados, que son quienes cotizaron, tiene el legítimo derecho sobre los recursos previsionales. Fue con ese sentido que la idea fue incorporada en la retórica previsional macrista, completando de esta manera el posicionamiento simbólico fuertemente ubicado en el paradigma contributivo. Sin embargo, paradójicamente, y agudizado por el incremento de las prestaciones contributivas dispuesto por la Reparación Histórica del gobierno de Macri, lo cierto es que las prestaciones contributivas no pueden financiarse solo con recursos contributivos. En 2018, solo 56,3% de la prestación previsional media contributiva fue financiada genuinamente con recursos previsionales contributivos. El porcentaje alcanza el 67,6% si aceptamos como legítima la redistribución entre subsistemas contributivos (Minoldo y Peláez, 2020b).

De lo hasta aquí descrito puede advertirse, por un lado, que la sostenibilidad del financiamiento contributivo tiene problemas que exceden la expansión de obligaciones no contributivas, vinculadas por un lado a las políticas que redujeron el financiamiento del sistema público, el efecto de las fluctuaciones en el mercado laboral y la distribución primaria, pero incluso el impacto del fenómeno demográfico de envejecimiento de las poblaciones. Por otro lado, es posible poner en cuestión que el financiamiento “genuino” del sistema solo corresponda con el estrictamente contributivo. Se trata, en todo caso, de un objeto de disputa social y política tanto la legitimidad de incorporar en el sistema otro tipo de financiamiento, como la de implementar una protección con criterios de acceso y distribución no necesariamente orientados por criterios contributivos (es decir, en función de las cotizaciones realizadas).

Desafíos abiertos y pendientes para la previsión social argentina

La cotización como condición de acceso suele asociarse con la idea de que la protección es para “trabajadores” y funciona como “reconocimiento al esfuerzo”. Pero ¿qué pasaría al reconocer como trabajo socialmente útil, y como esfuerzo, el trabajo no remunerado que no está en condiciones de cotizar? ¿Y si traemos el trabajo mercantil no registrado en escena? ¿Acaso no es trabajo y acaso su condición de no registrado, y las oportunidades para acceder al mismo, tienen realmente que ver con la dimensión del esfuerzo? Es más, ¿qué pasaría si pusiéramos en entredicho que sea necesario acreditar la condición de trabajador para acceder a un derecho que puede concebirse, también, como el derecho social de cualquier persona mayor?

La cotización como condición de acceso suele ponerse también en el lugar de los “incentivos” al trabajo. ¿Acaso la mayoría toma sus decisiones laborales y económicas actuales pensando en su seguridad económica en 30, 20 o 10 años a futuro? Acceder al trabajo registrado, y a salarios más altos, ¿se explica principalmente por la falta de incentivos? La condición de registro del trabajo, en el caso de los asalariados, ¿es una libre decisión de cada trabajador?

La cotización como condición de acceso suele asociarse también con la idea de que la jubilación ha sido individualmente “ganada” por el aporte realizado al financiamiento, algo así como un ahorro propio o un salario diferido. ¿Qué pasaría si ponemos en disputa que la protección social deba ser financiada por los propios beneficiarios, como si se tratase de prestaciones obtenidas en el mercado y no de un esquema público con margen para redistribuir con criterios y prioridades diferentes de las mercantiles? ¿Qué pasaría si discutimos, además, que las prestaciones contributivas puedan ser financiadas, de manera sostenible, solo por cotizaciones?

En la medida que la sostenibilidad de la previsión social requiera un financiamiento no contributivo, y que el modelo contributivo de protección no se ajuste a los compromisos asumidos en instrumentos de derechos, ni a expectativas sociales y políticas depositadas en el sistema de jubilaciones, ¿por qué debería sostenerse acríticamente un modelo de protección basado en reglas de acceso, distribución y financiamiento contributivas?

En la Argentina el debate ya fue abierto y se trata de disputas que merece la pena no dar por cerradas. Para evitar que las políticas tengan impactos apenas circunstanciales, y el camino pueda ser rápidamente desandado en gobiernos posteriores, es necesario abrir y dar este debate político de manera frontal y transparente, resolver las contradicciones y llevar a fondo las consecuencias del actual paradigma contributivo de la seguridad social. Se trata de una condición clave para generar las condiciones de legitimidad que permitan avanzar en reformas estructurales de las características excluyentes y regresivas de la previsión social argentina.





Notas:
1) En 2004 se sancionó la ley 25.994 que preveía una moratoria previsional en su artículo sexto. Con el único requisito de cumplir con la edad jubilatoria al 31 de diciembre de 2004 (60 años para la mujer y 65 años para el varón) era posible acceder a una prestación jubilatoria de la cual se descontarían los aportes adeudados, con un tope de hasta 60 cuotas. Por su parte, el decreto 1454/05 del año 2005 permitía a los trabajadores autónomos acreditar años de servicios anteriores a 1993 mediante una declaración jurada. Una vez registrados los mismos, se reconocía la existencia de una deuda que podía ser cancelada por medio de la moratoria desde que se cumplía la edad jubilatoria reglamentaria. (Minoldo y Peláez 2020).
2) La consideración de personas “en edad jubilatoria”, en lugar de las “mayores de 65 años”, implica incluir a las mujeres de 60 a 64 años. Ello permite reconocer el impacto de inclusión que tuvo la moratoria para las mujeres en ese tramo de edades. Sin embargo, también puede implicar subestimar la cobertura (femenina y total), en la medida que es posible que algunas mujeres esperen voluntariamente hasta los 65 años para jubilarse. Por ello, la cobertura será mayor en los estudios que la midan para personas de 65 años o más (sin considerar la menor edad jubilatoria de las mujeres) (Minoldo y Peláez 2020).
3) De hecho, las mujeres mejoraron la calidad media de su haber y se registró una reducción de la brecha de género en los niveles de prestaciones previsionales medias (Minoldo et al 2015).
4) Además, las inversiones de las AFJP constituyeron el Fondo de Garantía de Sustentabilidad, cuyos rendimientos pasaron a constituir una nueva fuente de financiamiento del sistema.
5) Con la mejora de la recaudación previsional en un contexto de reactivación económica, el consenso federal respecto de ceder 15% de la coparticipación había comenzado a deteriorarse y, desde 2006, la transferencia de esos recursos a la seguridad social se basó en una ley aprobada por la legislatura nacional. Sin embargo, en 2016 la CSJN consideró que no se podía disponer de recursos coparticipables con dicho mecanismo, sino que solo era posible mediante un pacto federal. Finalmente, en 2016, el nuevo pacto federal realizado dispuso una restitución gradual de dichos recursos a las provincias.

Autorxs


Sol Minoldo:

Licenciada en Sociología (UNLP) y Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Investigadora adjunta del CONICET. Docente de formación de posgrado.