¿De qué se habla y qué se calla cuando se habla de inseguridad?
El discurso hegemónico sobre la inseguridad en nuestro país vincula directamente a esta con el delito callejero y la pobreza, dejando de lado la delincuencia de los sectores poderosos. Esto no hace más que naturalizar la desigualdad, fragmentación y sobrevulneración de los sectores más empobrecidos. Es hora de un cambio radical en estas concepciones.
En los últimos quince años se ha consolidado en la Argentina una tendencia que construye progresivamente a la problemática de la (in)seguridad como núcleo de la tensión constante de la cuestión social. La “inseguridad” se ha venido constituyendo en el nombre de la fractura social. Pero, inmediatamente, debemos decir que no podemos aceptar acríticamente este nombre sin antes preguntarnos cómo está construido. ¿De qué se trata esta inseguridad? ¿Cómo se vincula esta (in)seguridad con las (des)protecciones? ¿Qué relación tiene esta inseguridad con el modo en que se administran las desigualdades en este orden social?
Podemos pensar que existen dos tipos de protecciones: por un lado, las protecciones civiles que garantizan las libertades fundamentales y la seguridad de los bienes y de las personas en el marco de un Estado de derecho y, por otro lado, las protecciones sociales que cubren los riesgos capaces de producir una degradación de las condiciones de vida de los individuos (enfermedades, accidentes, vejez empobrecida, etc.). En la Argentina, en los últimos quince años el tema de la inseguridad ha adquirido relevancia política, mediática y social. En efecto, se trata de una particular construcción del tema como problema definido muy vagamente en relación con el delito callejero y con la protección de ciertos bienes y algunos grupos sociales en el espacio urbano.
A pesar de esta borrosa definición, la construcción se asienta, prácticamente sin excepción, sobre el férreo vínculo entre delitos callejeros y pobreza. En este sentido, la forma en que se ha instalado la inseguridad en el último tiempo es producto de una construcción sociopolítica que excluye muchos otros sentidos posibles en torno a lo que podría contemplar la protección y la seguridad. De hecho, en el discurso hegemónico de la inseguridad podemos observar dos movimientos: en primer lugar, la seguridad queda circunscripta a la esfera de las protecciones civiles, desinteresándose así de las protecciones sociales y, en segundo lugar, se muestran como amenazas a la seguridad solamente a los delitos de los sectores socialmente más vulnerables [delitos de los pobres], silenciando así el daño social –evidentemente mayor– que producen los delitos de los sectores poderosos.
La inseguridad social hace de la existencia de los individuos un combate por la supervivencia librado en el día a día y cuyo resultado es siempre y renovadamente incierto para los desprotegidos. El trabajo precario, la posibilidad de perderlo en cualquier momento, el futuro de una vejez en la pobreza, la posibilidad de no poder garantizar el sustento familiar en caso de un accidente o enfermedad, la imposibilidad de programar el futuro dada la incertidumbre que traen ingresos monetarios irregulares, la sensación de desamparo que embarga a las mujeres embarazadas frente a la posibilidad de no poder volver al mercado laboral: todo esto, aun cuando pone en escena la vulnerabilidad de los individuos, no forma parte del discurso de la inseguridad. Por ejemplo, no forma parte de las noticias de inseguridad, no forma parte de las agendas de las organizaciones de la sociedad civil dedicadas a combatir la inseguridad, no forma parte de los discursos de campaña sobre la inseguridad, etcétera.
A mediados del siglo XX, muchas sociedades capitalistas occidentales –entre ellas, la argentina– lograron vencer la inseguridad social asegurando la protección social de casi todos sus miembros construyendo un nuevo tipo de propiedad concebida y puesta en marcha para asegurar la rehabilitación de los no propietarios: la propiedad social. La propiedad social, a la cual se accedía a partir de la condición de trabajador, representó un equivalente de la propiedad privada, una propiedad para la seguridad puesta a disposición de aquellos que estaban excluidos de las protecciones que procuraba la propiedad privada. La solución que brindaba el Estado de Bienestar, la propiedad social, no eliminó las desigualdades sociales ni suprimió o repartió la propiedad privada pero logró ser fuertemente protectora. Y esto se logró esencialmente a partir de la inscripción de los individuos en colectivos protectores, como las convenciones colectivas de trabajo, donde ya no es el individuo aislado quien contrata sino que se apoya en un conjunto de reglas que han sido anterior y colectivamente negociadas, y que son la expresión de un compromiso entre organizaciones sociales representativas colectivamente constituidas.
Ahora bien, lo que resulta paradójico es que si bien el “nacimiento” del discurso de la inseguridad, a mediados de la década de 1990, coincidió con el momento en donde las protecciones sociales se encontraban en pleno proceso de desmantelamiento, no es la preocupación por la desprotección social la que hegemoniza este nuevo discurso; por el contrario, la retórica de la inseguridad civil desplaza a la retórica de la inseguridad social.
La preocupación no pasaba por cómo garantizar seguridades sociales sino qué hacer con los efectos del proceso de cancelación de las protecciones, en otras palabras, qué hacer con los pobres, cómo gestionar la pobreza. De este modo, la pobreza aparece como bisagra que articula las dos inseguridades: es producto de las desprotecciones sociales pero es invisibilizada en el discurso hegemónico y resituada como amenaza de las protecciones civiles. Así, la pobreza más que sólo un problema a ser solucionado es un soporte sobre el cual se apoyan y despliegan una multiplicidad de modalidades de intervención y de relaciones de poder.
El segundo movimiento de esta construcción hegemónica de la inseguridad es que se muestran como amenazas a la seguridad solamente a los delitos y, casi exclusivamente, los delitos de los sectores socialmente más vulnerables –delitos de los pobres–, silenciando así el daño social –evidentemente mayor– que producen los delitos de los sectores poderosos.
En la medida en que la inseguridad aparece reducida al delito, se dejan por fuera otras inseguridades. Como ya mencionamos, quedan por fuera las inseguridades sociales: la desprotección por falta de estabilidad laboral, por escasez de ingresos, por ausencia de cobertura de salud, por desprotección en etapas vitales donde resulta imposible o muy perjudicial la inserción en el mercado de trabajo como: la vejez, la niñez, el embarazo, el puerperio, etc. Pero también quedan por fuera de la construcción hegemónica de la inseguridad otras “inseguridades” como las ocasionadas por el deterioro del hábitat y del medioambiente, las originadas en la desigualdad de género o de orientación sexual, las inseguridades producidas por los siniestros de tránsito, las inseguridades producidas ante la eventualidad de una catástrofe natural como terremotos, tornados, etcétera.
Ahora bien, cuando en esos discursos hegemónicos se construye la inseguridad exclusivamente como un problema de delito o delitos opera una nueva reducción. El principal delito que se toma en consideración es el delito contra la propiedad, fundamentalmente, los delitos producidos por las clases sociales más desfavorecidas, lo que invisibiliza otras prácticas delictivas, como aquellas producidas por los sectores más poderosos (por ejemplo, desfalcos, fraudes contra la administración pública, etc.), así como los delitos y la violencia de las fuerzas de seguridad.
En este punto, es importante retomar la diferencia entre “ilegalismos” y delitos. El concepto de “ilegalismos” remite a las prácticas sociales desviadas de las normas legales pero no necesariamente perseguidas por el sistema penal. En este sentido, este concepto desborda la oposición normativa legal-ilegal. En la concepción de Michel Foucault, los ilegalismos son múltiples, cotidianos, intersticiales, diversos: hay ilegalismos populares y también ilegalismos de los grupos dominantes. El ilegalismo no es un accidente o una imperfección sino que es producto de la legislación que contempla un espacio protegido y provechoso donde la ley puede ser violada; otros espacios donde puede ser ignorada; otros, finalmente, donde las infracciones son sancionadas. En cambio, la delincuencia es sólo un ilegalismo sometido, un ilegalismo llamativo, marcado, secretamente útil, aislado, que parece resumir simbólicamente todos los demás, pero que permite dejar en la sombra a aquellos que se quieren o que se deben tolerar. Si nos detenemos a analizar quiénes aparecen como los principales causantes de daño social en el discurso de la inseguridad, nunca son los grupos económicos que fugan dinero del sistema financiero para depositarlo en paraísos fiscales, por ejemplo, eso no es inseguridad, al menos para el discurso hegemónico. La penalidad es una administración diferencial de los ilegalismos en función de los intereses de los grupos dominantes.
De este modo, a partir de la diferenciación de los ilegalismos y el aislamiento de la delincuencia, los medios de comunicación, la policía y la cárcel operan sobre los sectores populares y producen constantemente una escisión entre “pobres buenos”, por una parte, y “pobres delincuentes”, por otra parte. De modo análogo, en el discurso de la inseguridad el peligro está asociado con los sectores populares pero esta identificación no es masiva sino que en este discurso se reclama que policía y cárcel marquen la especificidad de esta asociación, es decir que las agencias represivas del sistema penal subrayen la distinción entre “pobres buenos” y “delincuentes” para mantener la hostilidad de los sectores populares contra los delincuentes.
Por todo esto, el problema no es si la inseguridad es real o no. Puesto que, sin dudas, se refiere a un fenómeno que involucra numerosas relaciones sociales, comportamientos, prácticas materiales por lo que constituye un problema real. El problema es si esa inseguridad, en los términos en que está planteada, es toda la realidad. Nosotros creemos que la realidad, la realidad de la desprotección es mucho más amplia, más compleja, más desafiante que lo que allí se muestra como inseguridad. Entonces, ¿qué otras desprotecciones, qué otros elementos, qué otros delitos que no se muestran en el discurso de la inseguridad, que incluso generan mayor daño social que un arrebato, un robo o un homicidio, son invisibilizados?
Los grandes excluidos del discurso hegemónico de la inseguridad son la delincuencia empresarial, la delincuencia de guante blanco, el delito económico organizado, los delitos cometidos por las fuerzas de seguridad. Como nos enseñó Juan S. Pegoraro, el delito económico organizado se refiere a la organización delictiva dedicada tanto a negocios legales como ilegales de gran complejidad político-jurídica que producen una recompensa importante y gozan de impunidad e inmunidad tanto social como penal, en la que participan, necesariamente, instituciones y funcionarios estatales. De hecho, una parte considerable de la economía capitalista requiere de este tipo de apropiación y acumulación para su normal funcionamiento. La invisibilización de esta dinámica delictiva posibilita focalizar exclusivamente la “guerra contra el delito” en la microcriminalidad y en el delito callejero. Sin embargo, en ciertas ocasiones, algunos delitos complejos son incorporados en la agenda hegemónica de la inseguridad: el narcotráfico, la trata de personas, etc. No obstante lo cual, cuando estos delitos, que se tratan de verdaderas empresas delictivas, son abordados, en los medios de comunicación lo que se puntualiza, sobre lo que se focaliza es en los eslabones más débiles de las cadenas de ilegalismos que componen estas empresas. Es decir, para el caso del narcotráfico, por ejemplo, cobra visibilidad sólo el joven vulnerable que vende al menudeo sustancias ilegales y se oculta toda la compleja trama de ganancias y complicidades que involucra entre otros a jueces, policías, empresarios, financistas, banqueros, desarrolladores inmobiliarios, políticos, estudios jurídicos y contables, etcétera.
No sólo un conjunto importante de delitos quedan invisibilizados a la hora de narrar la inseguridad sino también los negocios “legales” rentables de la inseguridad que usufructúan numerosos actores: empresas de seguridad privada, compañías de seguros, bancos, empresas periodísticas, empresas proveedoras de insumos policiales, vendedores de armas, de alarmas, de cámaras de seguridad, empresas contratistas del Estado que re-diseñan el espacio público (plazas, puentes, parques, etc.), sólo por nombrar algunos.
Ahora bien, esta construcción hegemónica de la inseguridad no es incuestionable ni está implantada para siempre, por el contrario, está en disputa. Si bien la concepción hegemónica liga el delito callejero con la pobreza y, de esta manera, se construyen determinadas formas de ver, pensar y actuar que reifican un supuesto vínculo entre delincuencia y pobreza y producen desigualdad y fragmentación; también es cierto que, en otros discursos, se busca definir a la inseguridad como efecto del daño social provocado, no por los pequeños ilegalismos, sino por el delito económico organizado. En estos discursos críticos, las fuerzas de seguridad son pensadas como un factor causante de inseguridad porque al tiempo que persiguen y reprimen delitos de menor cuantía, intervienen –con distintos grados de participación– en entramados delictivos altamente rentables como son el narcotráfico, la trata de personas, los robos calificados de vehículos, de mercancías en tránsito, de entidades bancarias o de transporte de caudales, el contrabando o el secuestro de personas. En este contexto, el rol de los medios de comunicación es central: no podemos pensar el rol que la inseguridad ha adquirido en la política y en la cotidianidad de Argentina sin reparar en el rol de los medios de comunicación, especialmente, los hegemónicos (no nos extenderemos sobre esta cuestión porque ha sido trabajada ampliamente en numerosos textos y artículos).
Asimismo, distintas organizaciones político-sociales –incluyendo las que clásicamente se denominan organizaciones de la sociedad civil y aquellas que se autodenominan explícitamente como organizaciones políticas– se configuran como actores privilegiados en la disputa por el sentido de la “inseguridad”.
Un nuevo escenario político se ha inaugurado a partir de la emergencia de esta particular tematización de la inseguridad como problema político y social vinculado especialmente con la pobreza y con la juventud. En este escenario, en el cual los medios de comunicación tienen un rol fundamental en tanto productores de la realidad socio-simbólica que organiza los miedos de los ciudadanos, se han suscitado numerosos debates que han permeado las prácticas de los distintos poderes del Estado: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Se han producido reformas penales, se ha puesto en discusión el rol de las fuerzas de seguridad, se han implementado nuevas políticas públicas, etc. Es nuestra intención, en este escrito, llamar la atención sobre el modo en que es construida la cuestión, puesto que la definición de la “inseguridad” no es sólo una cuestión de nominaciones intercambiables sino que se constituye en un campo de lucha simbólico por fijar los límites de lo que es tolerable o no en relación con los mecanismos de intervención orientados a mitigar o solucionar el problema. Precisamente, la asociación inseguridad- delito-pobreza es la que legitima intervenciones violentas (incremento de penas, endurecimiento de cursos punitivos, linchamientos, asesinatos comunitarios, violencia policial) que no hacen más que naturalizar la desigualdad, fragmentación y sobrevulneración de los sectores más empobrecidos. Entendemos que desestabilizar esta construcción hegemónica de la inseguridad es urgente en la medida en que distintas investigaciones han señalado que estos discursos legitiman una modalidad de manejo territorial por parte de las fuerzas de seguridad violatorio de los derechos humanos. Numerosos autores han caracterizado este comportamiento policial como un hostigamiento rutinario sobre los jóvenes en situación de pobreza a través de amenazas, detenciones frecuentes y arbitrarias, retenciones, humillaciones, traslados, golpizas y otras formas de violencia.
En conclusión, nos preocupa la inseguridad. Pero entendemos que esta es más compleja que lo que suele presentar el discurso hegemónico. Nos preocupan las inseguridades, las desprotecciones, las violencias. Nos inquietan porque sabemos que son complejas consecuencias de la sociedad capitalista en la que vivimos. Por eso creemos oportuno preguntarnos: ¿se puede vivir seguros en un orden social injusto?
Autorxs
Nicolás Dallorso:
Instituto de Investigaciones Gino Germani-CONICET.