De modas y otras odas al mercado de la educación superior

De modas y otras odas al mercado de la educación superior

Mas ande otro criollo pasa Martín Fierro ha de pasar, Nada la hace recular Ni las fantasmas lo espantan; Y dende que todos cantan Yo también quiero cantar.

| Por Marcela Mollis |

A partir del nuevo imperio de los rankings internacionales como parámetros de calidad internacional, el sentido de la comparación entre las universidades del mundo entero adquiere una dimensión relevante. El Ranking Académico de Universidades del Mundo (ARWU) se dio a conocer por el Centro de Universidades de Clase Mundial de la Universidad de Shanghai Jiao Tong. Desde hace una década el ARWU ha sido el precursor de las clasificaciones de las universidades a nivel mundial y goza de una elevada confianza entre los funcionarios y autoridades de las instituciones. Hay muchas razones que justifican el imperio de los rankings mundiales de calidad académica, evidentemente la que más ha incidido es la globalización del mercado de la educación superior y su conceptualización como un bien de consumo.

Lo que se pone en juego (y de moda) con la imposición de los rankings internacionales es un conjunto de lógicas de medición cuantitativa que da sustento ideológico a la legitimidad de sus resultados. Nadie puede oponerse a una biblioteca bien dotada y actualizada, a espacios con diseños apropiados y una cantidad de recursos tecnológicos disponibles para cada uno de los estudiantes, así como a un número importante de profesores prestigiosos por alumno junto a récords de productividad académica y científica. Todos estos ejemplos son referentes indiscutibles de instituciones deseables y probablemente de excelencia. Los indicadores de medición de calidad académica son equiparables a la utilización de un termómetro para medir la fiebre. Existe, por ejemplo, una variedad de termómetros de distinta calidad, durabilidad y precio pero nadie discute que son útiles a la hora de medir la fiebre de un sujeto paciente. Los rankings miden y comparan indicadores seleccionados como representativos de dos conceptos: calidad y excelencia universitaria. Esta medición comparada internacional, paradójicamente, no es reconocida por las autoridades universitarias como otra imposición de un único modelo institucional verdadero (el que obtiene los máximos puntajes en cada indicador y que refiere al modelo de “universidad de investigación” –research university–) que contrasta con la diversidad de contextos regionales y locales, poderosos o débiles, acreedores o dependientes y con la diferenciación institucional universitaria (las distintas generaciones históricas, sus tradiciones y sus particulares funciones sociales).

El cambio es una realidad irreductible y debe por su naturaleza intrínseca analizarse en una dimensión temporal y estructural. Para entender por qué algunas universidades (siempre las mismas en realidad) se mantienen en el ranking entre las primeras 10 o 100 y otras en los últimos lugares, hay que tener en cuenta la historia de la estructura de los sistemas educativos, sus misiones, sus funciones sociales y sobre todo el lugar que las sociedades en las que se erigieron esas universidades tienen en el mundo.

En estas páginas comparo tres sistemas de educación superior que emergieron de tres tipos de estructuras diferentes, cuyas mediciones homogéneas no hacen justicia a dichas tradiciones diferenciadoras. Los sistemas de educación superior que integran a las universidades y a las instituciones terciarias de Estados Unidos, Chile y la Argentina desde los años ’80 del siglo pasado hasta el presente, tienen interesantes dinámicas de cambio y permanencia que dejarían boquiabierto a cualquier buscador de homogeneidades universalistas. Obviamente, en esta breve reseña organizaré un recorrido espacio-temporal acotado, para nada exhaustivo, con el fin de ilustrar fundamentalmente el entramado socio cultural, político y económico de los cambios invisibilizados por el Imperio de los Rankings Internacionales.

En una descripción amena de la historia de la educación superior norteamericana, Roger Geiger señala diez generaciones de modelos universitarios desde el momento fundacional hasta el presente. Nuestro foco de atención se orienta a la décima generación –la última– que el prestigioso historiador llama “privatización y era actual” y se extiende desde 1975 hasta 2010. Reconoce la masividad de la educación superior a partir de 1975 que alcanzó a tener 11 millones de estudiantes. Sin embargo en la década de los ’90 se produjo un estancamiento del número de estudiantes de “jornada completa”, junto con la llamada “feminización de la matrícula de la educación superior” (alrededor del 55% eran mujeres) coincidentemente con la feminización en las universidades argentinas. Obviamente los movimientos estudiantiles progresistas durante los ’60 habían tenido unas consecuencias directas en el mayor financiamiento de parte del gobierno federal para que las minorías obtengan mayor representatividad en la educación superior, como en el caso de las mujeres. También hay que señalar los temas o “issues” incorporados por los movimientos estudiantiles sesentistas a la agenda universitaria norteamericana: la Guerra de Vietnam, las minorías, los problemas de género, inequidad racial, pobreza y medio ambiente. Siguiendo la tradición reformista latinoamericana, las universidades debían mirar críticamente los temas que emergían de la sociedad. Hacia los ’80 la educación superior norteamericana ingresa a una nueva era de “privatización”, coincidiendo con la etapa neoliberal que instala la administración de Ronald Reagan en los Estados Unidos, el dictador Pinochet en Chile y, teniendo en cuenta el antecedente de las políticas económicas de la dictadura de Videla con Martínez de Hoz, el menemismo termina de imponer en los ’90 en la Argentina.

Mientras que la novena generación de la educación superior norteamericana (la llamada “revolución académica” 1945-1975) se había caracterizado por recibir financiamiento del gobierno federal, en esta última generación las fuentes vinieron del sector privado prioritariamente. El aumento de los aranceles de las instituciones privadas se vio favorecido por una expansiva y consistente política de créditos bancarios para los estudiantes con menores ingresos, generando unos niveles de endeudamiento social importante. Los colleges y las universidades privadas más ricas se volvieron todavía más ricas por el aumento de los aranceles, de una demanda creciente de aspirantes, donaciones y retornos sobre inversiones. Paralelamente, desde los ’80 las universidades de investigación (Research Universities) por obra y gracia del gobierno federal que alentó la privatización de las mismas promocionando la transferencia de la tecnología universitaria a la industria privada y la comercialización de patentes universitarias, expandieron sus programas bajo la ideología del desarrollo económico derivado de la investigación. Así, los indicadores de investigación aumentaron rápidamente con financiamiento privado jerarquizándose como las top ten universidades más exitosas avaladas por el ARWU. De este modo, un círculo virtuoso se cierra con el círculo del interés privado a partir de una mayor participación de las universidades de investigación en las actividades comerciales.

En cuanto al sistema de educación superior chilena, hallamos unas coincidencias cronológicas e ideológicas alentadoras para nuestra comparación. La década de los ’80 es fundadora de una época con signos neoliberales, como he sugerido en los párrafos anteriores. Hernán Courard afirma que el régimen militar pinochetista revolucionó el Sistema de Educación Superior (SES) hasta el presente, por la imposición –no sin conflictos– de una lógica combinada de visiones dirigistas y liberales. Por un lado, la visión dirigista tuvo que ver con el temor de los militares a que las instituciones universitarias gozaran de libertad para organizarse y volverse antagonistas del control pinochetista. Por el otro, las visiones liberales provienen de la aplicación de una ideología de financiamiento diferencial privado, competitivo, sostenido en gran parte por los créditos bancarios a los individuos y familias que no podían afrontar los costos de las matrículas y aranceles. Así comenzó una época privatizadora con una matriz norteamericana que desmantelaba la histórica existencia de las ocho universidades públicas, protegidas por un Estado benevolente que había garantizado su existencia con un financiamiento público asegurado. La reforma estructural del SES chileno se llevó a cabo durante el primer semestre de 1981: a) se diversificó la estructura vertical en tres niveles, en el máximo nivel las Universidades, luego los Institutos Profesionales y por último los Centros de Formación Técnica; b) se diversificó su modalidad de financiamiento traspasándose una parte importante a las familias de los estudiantes y a la capacidad de las instituciones de captar estudiantes (clientela), y c) se liberalizó la entrada institucional al SES, facilitando la apertura de instituciones terciarias privadas con el fin de aumentar la diversificación institucional a nivel horizontal.

En marzo de 1990, el día anterior al traspaso del mando al gobierno democrático de Aylwin, el gobierno militar de Pinochet promulgó la Ley Orgánica Constitucional de Educación Superior (LOCE) que consagró la estructura de 1981 y agregó dos innovaciones importantes: la existencia de un ente coordinador del SES y la institucionalización de procesos y programas de acreditación institucional. En suma, se legitimó la privatización y se introdujo la competencia entre y dentro de las instituciones, como un mecanismo privilegiado para motorizar la dinámica de las políticas de la educación superior chilena. Para ejemplificar estas conclusiones parciales, se puede observar la transformación cuantitativa que se produjo entre 1980 y 1990, la cual sentó las bases del SES actual. En esa década, las universidades con financiamiento público pasaron de 8 a 20 y las privadas sin financiamiento público aumentaron de 3 a 40; los Institutos Profesionales con financiamiento público decrecieron de 6 a 2 y los privados sin financiamiento público aumentaron de 19 a 80; y por último no hubo Centros de Formación Técnica con financiamiento público mientras que los privados sin financiamiento público aumentaron de 102 a 168. Es decir que hasta 1980 existían sólo 8 universidades públicas y a partir de 1990 existieron 310 instituciones de educación superior, en su mayoría privadas, aunque algunas nuevas podían postular aportes fiscales indirectos. La mejor descripción de la tendencia de cambio hacia la matriz privatista norteamericana es el reconocimiento que en 1970 todo el sistema estaba integrado por 8 universidades que representaba el 90,6 del financiamiento público y en 1990 decreció hasta el 40,9 en contraste con las instituciones autofinanciadas (ingresos propios provenientes de aranceles a estudiantes de grado y posgrado, venta de servicios, recursos de fondos concursables de investigaciones, venta de activos, donaciones y endeudamiento) que representaban un irrelevante 9,4 en 1970 y crecieron hasta un 59,1 del financiamiento en 1990.

Sin ánimo de describir pormenorizadamente las tendencias cuantitativas desde los ’90 hasta la primera década del 2000, el movimiento estudiantil chileno hizo visible, con sus valientes marchas, protestas e incluso la institucionalización de su principal vocera Camila Vallejo –elegida diputada en 2013– los profundos conflictos inequitativos que el SES chileno había mantenido durante las administraciones democráticas desde Aylwin en adelante. Jaime Quintana, senador, presidente del Partido por la Democracia (PPD) y vocero de la Nueva Mayoría, afirmó en estos días que “nosotros no vamos a pasar una aplanadora, vamos a poner aquí una retroexcavadora, porque hay que destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal de la dictadura. El lucro, la selección, la discriminación y la mala calidad. Esas son las características de un modelo educacional que tenemos hoy día…”.

La democracia no trajo la equidad educativa a Chile, ni siquiera solucionó el problema de la calidad asociada a la sofisticada estructura de evaluación y acreditación consolidada en los regímenes democráticos. Esta reflexión nos lleva a repensar el papel de las matrices históricas fundantes de las estructuras de los sistemas de educación superior, sus misiones, su legitimidad y la necesidad histórica de hacer visibles los conflictos y debates.

En la Argentina, en la década de los ’90 los conflictos derivados de la promulgación de la Ley de Educación Superior 24.521 (7 de agosto de 1995) también pusieron en las calles las voces de un movimiento estudiantil universitario apoyado por algunos académicos, profesores, rectores y representantes del poder legislativo que comprendían que los cambios propuestos afectaban la histórica tradición reformista de autonomía y eran una clara amenaza al financiamiento público garantizado. La ley, a modo de ejemplo, autorizaba a las instituciones universitarias a establecer el régimen de acceso, permanencia y egreso de sus estudiantes en forma autónoma (en las universidades con más de 50.000 estudiantes, el régimen de admisión, permanencia y promoción podía ser definido por cada facultad); autorizaba a cada universidad a que fijara su propio régimen salarial docente y de administración de personal, asegurándoles el manejo descentralizado de los fondos que ellas generen; promovía la constitución de “sociedades, fundaciones u otras formas de asociación civil” destinadas a apoyar la gestión financiera y a facilitar las relaciones de las universidades y/o facultades con el medio externo, etc. La privatización del interés público como tendencia hegemónica del modelo neoliberal se evidenció particularmente en la Argentina a través del arancelamiento (llamado cuota voluntaria) del grado, de los posgrados y la venta de servicios –otrora asociados a las misiones de las secretarías de extensión universitaria– para aumentar los ingresos propios de las universidades públicas.

Desde el punto de vista de las tendencias cuantitativas argentinas comparadas con las de Estados Unidos y Chile, es necesario destacar la particular masificación del acceso a las universidades a partir de la década de los ’50. Esta masificación tuvo un impacto directo en el concepto “democracia universitaria” en comparación con las “universidades de elite o research universities” existentes en los Estados Unidos y en Europa. Nuestra estructura de educación superior hasta los ’90 (sin tener en cuenta las lamentables intervenciones militares) tuvo un carácter eminentemente público binario, dividido entre universidades que recibían más del 85% de la matricula e instituciones terciarias no universitarias de formación docente y técnica que recibían una minoría de aspirantes en edad correspondiente. El llamado SES argentino es hasta el presente predominantemente universitario y profesionalizante sin guardar ninguna relación con la trama institucional diversificada privatista, receptiva de la demanda social creciente norteamericana y chilena. Para ejemplificar la particularidad argentina, reconocemos que en 1956 había 7 universidades públicas y aumentaron a 30 en 1970. Una segunda oleada de creación de instituciones públicas se produjo entre 1971 y 1990: se fundaron 19 universidades nacionales (incluidas algunas provinciales que fueron nacionalizadas) y 12 universidades privadas en distintas regiones del país. A partir de 1991 hasta el año 2007 comenzó una tercera ola de expansión de carácter mixto con un claro predominio del sector privado con un fuerte crecimiento de las instituciones terciarias privadas.

Por último, desde el año 2007 hasta el 2013 hubo un crecimiento de universidades nacionales (9), disminuyeron las universidades privadas (6) y se desaceleró el aumento de otras instituciones no universitarias privadas. Las cifras actuales son: 47 universidades nacionales, 46 universidades privadas, 7 institutos universitarios nacionales, 12 institutos universitarios privados, 1 universidad provincial, 1 internacional y 1 extranjera. Es necesario destacar que los propósitos de creación de las nuevas universidades públicas del conurbano bonaerense (como la Universidad de Quilmes, Universidad de Tres de Febrero, Universidad de General Sarmiento, Universidad de General San Martín, Universidad de Lanús, etc.) era cambiar el modelo reformista de las universidades públicas, transformando algunos criterios clave de su gobierno y funcionamiento académico.

Para concluir este recorrido comparado entre los tres casos, es importante señalar que la privatización y la participación de las universidades norteamericanas de investigación en las actividades comerciales orientadas por los actores corporativos durante el mandato de las administraciones neoliberales de Reagan y Bush, fue exportado al Chile de Pinochet y continuado por las administraciones democráticas. Estas tendencias tienen un correlato en la estructura del llamado SES argentino, sobre todo a partir del gobierno neoliberal de Carlos Menem. Los mandatos comunes, visibles a la luz de las comparaciones, son respuestas al modelo globalizador universalista que mencionamos en los primeros párrafos, facilitado por el asociacionismo entre los gobiernos locales y las agencias internacionales de crédito. Las reformas de la educación superior hacia fines del milenio pasado afectaron a los países centrales y periféricos con distinto nivel de impacto en función de los entramados locales y de la geopolítica del poder económico, promoviendo tendencias homogéneas referidas al valor de la educación superior como un bien de consumo más que como un derecho social y comunitario para la consolidación de sociedades más justas y con mayor crecimiento económico regional y local.

Autorxs


Marcela Mollis:

Profesora Asociada de Historia General de la Educación y de Educación Comparada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Directora del área de educación superior comparada en el ICE. Magister en Ciencias Sociales FLACSO.