De los enunciados políticos a las prácticas: La transformación de la educación secundaria

De los enunciados políticos a las prácticas: La transformación de la educación secundaria

El nivel educativo medio requiere un profundo cambio cultural, que fracture los sentidos comunes respecto de su valor social. Una escolaridad diferente para hacer frente a años de políticas neoliberales.

| Por Silvia Andrea Vázquez* |

Luego de varios años de sentir que nadábamos contra la corriente, quienes resistimos a las políticas neoliberales no podemos menos que entusiasmarnos ante la pérdida de consenso de este ideario y la reorientación de las políticas públicas a nivel nacional y regional. El proceso educativo iniciado en los últimos cinco años constituye un escenario que interpela y desafía nuestras trayectorias y posiciones.

Aquellos que hemos transitado esas luchas organizados en CTERA, pensamos que las acciones políticas y los conocimientos que construimos en esa resistencia contribuyeron a crear condiciones materiales y simbólicas para la derogación de la Ley Federal y la construcción de nuevas bases legales. Es tiempo de transponer ese acumulado en propuestas político-educativas.

El marco que regula hoy el sistema educativo nacional avanza en dirección a la ampliación de derechos. Una ley es una condición necesaria pero no suficiente para generar transformaciones. Su eficacia instrumental y simbólica –según señaló Boaventura de Sousa Santos, en Crítica de la razón indolente: contra el desperdicio de la experiencia– dependerá de la fuerza social que se logre organizar para impulsar políticas públicas que hagan efectivos los derechos conquistados, que se concreten en prácticas escolares. En caso contrario, no sería modificada la realidad escolar de los ’90.

La escuela secundaria parece estar en el centro de las preocupaciones y redefiniciones. Se requiere de un profundo cambio cultural, que fracture los sentidos comunes respecto del valor social de la educación secundaria y anticipe formas y contenidos de una escolaridad diferente.

Es necesario generar rupturas en los modos tradicionales de distribuir el tiempo y los espacios en las escuelas, de agrupar a los estudiantes, de organizar el proceso de trabajo de los profesores y de seleccionar los conocimientos puestos a circular, para que vayan cimentando nuevas lógicas, ideologías y culturas escolares, bajo condiciones de producción que hagan pensable y posible otra escolarización. Es tiempo de generar verdaderas marcas re-fundacionales.

La inclusión, un paso al derecho social a la educación

La idea de inclusión resulta extraña a las concepciones con las que se definió tradicionalmente la forma y el contenido de la escolaridad secundaria. Surgida como enseñanza preparatoria para los estudios universitarios, se convirtió en el nivel que seleccionaba a “los mejores” para ocupar los puestos de mando en la sociedad, confirmando un destino socialmente predeterminado. El carácter selectivo resultó, así, el “mandato” estructurante del sentido político-pedagógico del nivel.

La masificación –que incorporó a las clases medias y trabajadoras a la educación pública– puso en evidencia que el acceso al nivel medio se había democratizado, pero al mantener la matriz selectiva del modelo escolar, estos sectores vieron dificultadas sus posibilidades de permanecer y egresar.

La reforma educativa de los ’90 fracturó la educación secundaria imprimiendo sobre la legitimación de las desigualdades sociales el sello de la exclusión socioeducativa. El tradicional “nivel medio” de nuestro sistema educativo, luego de aplicada la reforma impulsada por la Ley Federal de Educación, quedó subdividido en segmentos con diferentes nombres y formas de implementación según las jurisdicciones provinciales. La incorporación de adolescentes de sectores sociales tradicionalmente excluidos, a expensas de la “primarización” del primer tramo de la secundaria, no implicó necesariamente un proceso de inclusión, ya que se hizo sin modificar el carácter segregativo inscripto en diversas lógicas y dinámicas institucionales, en la tradición selectiva del currículo y en la concepción meritocrática presente en los mecanismos internos de evaluación y promoción. Y fundamentalmente sin el aumento de la inversión ni el acompañamiento de políticas socioeducativas que garantizaran el acceso, permanencia y egreso de los estudiantes de los segmentos más vulnerables de la sociedad.

Incluir es algo más que aumentar la matrícula o disminuir las situaciones de abandono. Democratizar el acceso y sostener la escolaridad de las clases y sectores sociales tradicionalmente despojados de sus derechos es la base material de otra forma de pensar la inclusión, como primer peldaño hacia una escuela secundaria popular.

El Estado es el garante de implementar y sostener las políticas públicas para la efectiva extensión de la escolaridad obligatoria hasta el nivel secundario.

Construir alternativas pedagógicas populares a una escuela secundaria preparada para seleccionar y excluir requiere de cambios estructurales en sus contenidos y formatos. Implica incluir y formar subjetividades críticas, hacer de la inclusión una ideología institucional que forme sujetos capaces de comprender y pelear por el conjunto de los derechos sociales y humanos, y no sólo por “sus” derechos individuales.

Reconfigurar la identidad pedagógica de la secundaria

El desfinanciamiento de los programas estatales producido por las reformas neoliberales ha hecho entrar en crisis la “eficacia civilizatoria” del sistema de educación pública y la capacidad selectiva del nivel medio. Los cambios culturales van destituyendo las prácticas y sentidos que dieron contenido a la escuela secundaria tradicional: la primacía de la formación enciclopedista justificatoria de una cultura meritocrática, el sentido de pertenencia a un grupo de elegidos y la desigualdad jerárquica entre profesores y estudiantes y su consecuente autoridad disciplinadora.

Así esta escuela queda reducida a una organización escolar rígida y vacía, un orden normativista, y condiciones de enseñar y aprender cada vez más deterioradas y deteriorantes, tanto para estudiantes como para docentes.

No alcanza con recuperar para la escuela secundaria alguno de los viejos mandatos, como si la organización social y las subjetividades fueran las mismas de los años ’50 y ’60, cuando la educación de los jóvenes se instalaba como derecho en el imaginario popular, ya que empezaba a ser materialmente posible.

Hoy se hace imprescindible “reinventar” algún sentido que actualice las respuestas de “para qué” transitar la escuela secundaria, y que al mismo tiempo dispute la orientación selectiva de este nivel del sistema. Reconfigurar la identidad pedagógica de la educación secundaria como un espacio-tiempo de formación de los adolescentes en tanto sujetos de la historia, la cultura y las transformaciones sociales. Hacer visible el valor formativo que tiene el hecho de estar en la escuela y hacer con otros, en tanto experiencia que pretendemos que los adolescentes elijan, frente a la vacuidad que pueden tener otras formas mercantilizadas de lo colectivo. Redefinir el sentido de una escuela pensada en sí misma como ámbito de producción cultural, donde los estudiantes puedan protagonizar sus propios proyectos.

Refundar la autoridad de los docentes

Es necesario problematizar las formas en que los profesores han desplegado su autoridad como educadores a la luz de ciertas transformaciones culturales.

En un mundo donde las instituciones están fuertemente cuestionadas y entran en crisis representaciones e identidades clásicas, vemos cómo los adolescentes jaquean a las “autoridades” escolares instituidas: sea lo que dice el libro de texto, la norma disciplinaria, o la palabra del docente. Estas situaciones –que muchas veces se producen de manera violenta– generan entre los adultos sentimientos e interpretaciones encontradas.

Por eso es entendible que, mientras algunos creen ver en esto un cuestionamiento a las relaciones de saberpoder dominantes, otros sientan nostalgia por las “autoridades perdidas” –aunque esta restauración borronee la rebeldía experimentada en propias adolescencias escolarizadas–. La mayoría queda inmóvil, atrapados en el dilema autoritarismo o demagogia.

Como dicen muchos profesores, “no hemos sido preparados para esto”; nos formaron desde concepciones pedagógicas que sostenían la posición de educador y educando como lugares fijos, al estilo de los roles instituidos en el siglo XIX. Necesitamos construir colectivamente nuevos modos de ser profesor y de ser estudiante, pensados como desempeños redefinidos a la luz de la cultura actual, pero nunca intercambiables al punto de su disolución.

En esta construcción los docentes iremos redefiniendo las bases de otra autoridad pedagógica, sintiendo que queremos y tenemos algo para enseñar, y no sólo que nos “faculta” demostrar capacidad técnica. Se trata de un arduo proceso colectivo de práctica reflexionada, no exento de una revisión teórica y política que permita abordar el conocimiento –materia prima del trabajo de enseñar– no como algo dado, a ser consumido, sino como algo a ser creado y re-creado permanentemente, tal como lo marca Bernard Charlot en La relación con el saber. Elementos para una teoría.

Recuperar al conocimiento y la cultura en su dimensión de producción histórico-social, de trabajo colectivo transformador, de humanización de los sujetos, constituye un desafío para quienes estamos “autorizados” a conducir el proceso: los docentes.

Multiplicar la producción de conocimientos

La impronta selectiva de la educación secundaria ha naturalizado que sólo algunos –los legítimos destinatarios de su acción educadora– pueden atravesar las innumerables pruebas de rendimiento y egresar con éxito, naturalizando que otros están destinados al fracaso. No alcanza con declamar la universalización de la educación secundaria, habrá que concretarla en una escuela pensada para que puedan aprender todos los adolescentes y jóvenes.

Buscar esta posibilidad nos lleva a problematizar el llamado “fracaso escolar”. Visto como resultado de un demérito individual en la secundaria selectiva, deberá cobrar un nuevo significado al considerar que las instituciones educativas son responsables de no saber, o no poder desarrollar las experiencias formativas necesarias y adecuadas a los estudiantes reales.

En el plano material debemos redefinir los modos de selección y organización curricular en función de multiplicar las oportunidades de producir conocimientos como alternativa al “fracaso escolar”. Y en la dimensión simbólica, problematizar nuestras representaciones sobre el conocimiento y la enseñanza a fin de poner a disposición de los estudiantes la posibilidad de construir nuevas estrategias de estudio.

Formar adolescentes como “ciudadanos plenos” implica acompañar la construcción de sus subjetividades con la posibilidad de sentirse convocados y disfrutar de experiencias de apropiación y producción de conocimientos, que los preparen para el ejercicio efectivo de sus derechos y los enriquezca en sus posibilidades de construir opciones de futuro.

Será necesario que la escuela secundaria se re-autorice a producir huellas en los sujetos que la habitan, y no sólo se ocupe de lograr objetivos observables, conductas mensurables, competencias negociables en el mercado global. Es imprescindible que allí pase algo vitalmente significativo, tanto para estudiantes como para docentes; marcas específicas que revaloricen el conocimiento y la cultura, que redescubran la potencia política de trabajos como enseñar, pensar, experimentar, conocer, aprender.

Tiempos y espacios pagos para el trabajo docente colectivo

Los modos tradicionales de organización de la “tarea docente”, funcionales a la organización capitalista del trabajo asalariado, invisibilizan la dimensión de trabajo que tiene el hecho educativo y ocultan el carácter colectivo del trabajo docente. Esto define una organización centrada en el trabajo áulico que sustenta un currículo por “asignaturas”, con jornadas laborales medidas en “horas clase” que implican la atención de cientos de alumnos por semana, y un salario que se compone por la acumulación de esas horas.

Así el trabajo docente sólo es retribuido en su carácter de “frente a alumnos”, y excepcionalmente la planificación o la corrección de evaluaciones son consideradas tareas inherentes a la función de enseñar. No se reconocen como parte del proceso de trabajo –y por lo tanto no se pagan– actividades como formación en servicio, proyectos pedagógicos e institucionales, reuniones departamentales o de intercambio entre docentes, etc.; no casualmente aquellas que apuntan a fortalecer procesos de articulación de los conocimientos, de los grupos de estudiantes y de profesores, de la escuela con su contexto.

Plasmar en otra organización la naturaleza colectiva del trabajo docente constituye una marca re-fundacional de la escuela secundaria. Confronta con las concepciones que naturalizan la apropiación privada de todo lo que ese trabajo produce, en particular de la cultura y el conocimiento. Y pone en cuestión el formato tradicional de la escuela secundaria: currículo clasificado (por asignaturas) + formación docente especializada (por disciplinas) + contrato de trabajo de los profesores por horas cátedra.

Afirmar dicho carácter colectivo requiere pensar en conjunto el trabajo de los profesores, la organización de las escuelas, y el currículo que cada institución despliega: que estén garantizadas las condiciones materiales para que profesores, auxiliares docentes y estudiantes puedan ser sujetos de procesos de trabajo que confluyan en la concreción de un proyecto educativo común.

Reflexiones finales

Transitamos tiempos de crisis y desafíos. Es imposible dimensionar qué tanto hay de “lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no termina de nacer”. Son tiempos apasionantes, de debates fuertes y de posibilidades abiertas.

Sería importante que en esta construcción se logre involucrar al conjunto de la ciudadanía. En una democracia, las políticas educativas no pueden ser sólo patrimonio de un gobierno, ni de un staff de funcionarios técnicos ni mucho menos de las corporaciones que hacen lobby con el único fin de satisfacer sus rentabilidades.

Como lo han demostrado leyes recientes cuya sanción e implementación implican cambios culturales, su fortaleza reside en la capacidad de movilizar a la sociedad en un sentido transformador. Y contravenir el modelo pedagógico de una educación secundaria que nació selectiva, vertical y meritocrática, y que se fue precarizando hasta convertirse en una mala copia de sí misma, es una de esas batallas culturales.

Es en ese sentido que nos involucra como trabajadores de la educación y nos desafía a transformar la vieja educación media en una aventura educativa que convoque a los estudiantes a re-fundar su pertenencia a esta, otra, escuela secundaria necesaria y posible.





* Investigadora de CTERA y de SUTEBA, profesora UNLU.