Cultivos transgénicos: La verdadera historia. Veinte años después de la liberación de soja en la Argentina

Cultivos transgénicos: La verdadera historia. Veinte años después de la liberación de soja en la Argentina

Entre 1996 y 2001, los agricultores argentinos adoptaron el paquete tecnológico que incluye la soja transgénica RR, el glifosato como herbicida, y la siembra directa. El impulso para este cambio vino tanto desde las compañías interesadas en su venta como desde organismos del Estado. Pero la biotecnología así incorporada está lejos de promover un desarrollo agrícola sustentable, antes bien, presenta enormes costos socioambientales.

| Por Walter A. Pengue |

La República Argentina fue el primer país de América latina que abrió sus fronteras a la liberación de un evento transgénico: la soja RR.

El objetivo de expansión fue planteado por fuera de sus fronteras en la mesa de discusión global de los grandes grupos semilleros y agroquímicos, que buscaban en primera instancia una expansión rápida y en gran escala, sobre grandes territorios, para la colocación segura de sus nuevos productos.

Una declamada modernización del agro, una fuerte presión corporativa internacional, sumada a una dependencia política importante y la nula o casi nula participación social, fueron algunos de los factores que permitieron, en la Argentina, las condiciones para la llegada inicial de los primeros cultivos transgénicos.

El 25 de marzo de 1996, y solo a través de una resolución interna –Nº 167/96– del secretario de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación de la Argentina, Ing. Agr. Felipe Solá, se aprobaba la liberación comercial de la soja RR, resistente al herbicida glifosato, bajo la segunda presidencia de Carlos Saúl Menem.

El llamado “paquete tecnológico” incluía tres ingredientes: una nueva soja, resistente a un herbicida; el glifosato, que permitía controlar malezas, en un también novedoso sistema de conservación conocido como siembra directa.

Rápidamente, los agricultores adoptaron esta tecnología. En poco menos de cinco años (1996-2001), la tasa de adopción tecnológica de las nuevas semillas transgénicas alcanzó el 100%. Nunca antes, ni siquiera con los mejores híbridos de cultivos muy conocidos como el maíz, sea en los Estados Unidos, sea en la Argentina, los agricultores adoptaron tan rápidamente una nueva tecnología.

Pero ¿por qué los agricultores argentinos tomaron tan rápidamente una nueva tecnología? Varios fueron los factores que coadyuvaron para que las nuevas sojas fueran adquiridas tan rápidamente, en el marco de un conjunto de elementos técnicos y económicos que les “facilitarían” el manejo y además les permitirán obtener mayores ganancias inmediatas.

Con la siembra directa y el control de malezas con glifosato, los agricultores podrían cerrar tres ciclos de cultivos en dos años (trigo-soja, soja, trigo-soja), con lo que prácticamente podrían mejorar sus ingresos al unir más rápidamente los ciclos de producción de uno y otro (ver diagrama).

Además, pasaban de utilizar una batería de herbicidas para presiembra, preemergencia, posemergencia temprana, posemergencia tardía y ciclo completo, precosecha y cosecha, con un único herbicida: el glifosato.

Otro factor importante fue la rápida tendencia a la reducción del precio del litro de herbicida, que pasó en pocos años de costar poco menos de 30 dólares por litro, a un poco más de 3 dólares.

Comodidad, simplicidad, reducción de costos y luego, recién después de inicios del presente siglo, mejores precios en la soja, facilitaron un proceso de adopción técnica importante por parte de los grandes, medianos y pequeños productores.

A ello se suma una componente importante, que es la fuerte inducción que reciben los productores argentinos de parte de las compañías de semillas y agroquímicos. El papel del Estado a través de sus organismos técnicos (INTA, ministerios) ha sido ocupado por estas, y si bien se tomaron acciones aisladas para analizar más en profundidad los impactos de las nuevas prácticas, estos se vieron sublimados por la presión estatal para promover la producción transgénica por encima del resguardo social, económico o ambiental de su propia sociedad.

Los agricultores eran inducidos, prácticamente bombardeados con información recurrente de las bondades de implementación de los nuevos cultivos, tanto desde la prensa como desde las muestras a campo y los vendedores de productos. Incluso un año antes de los correspondientes permisos oficiales, la compañía Nidera, que incorporaba el gen de resistencia en sus materiales de soja transgénicos, mostraba a campo estas bondades en las reuniones a cielo abierto (Expoagro 1995), e incluso se distribuía material “para probarlo” en sus propios campos, a los productores.

A ello se suma la propia preparación técnica de estos agricultores y el grado de conocimiento de los nuevos cultivos y productos, superior incluso al conocimiento de sus colegas norteamericanos. A la pregunta sobre si adoptarían la nueva tecnología o no, la respuesta de los argentinos fue siempre superior en cuanto a su adaptación inmediata.

Imagen: Plot del Semillero de la empresa argentino-holandesa Nidera (ExpoChacra 1995).
Puede observarse en verde con las letras de la empresa, las sojas RR, y secas en derredor plantas de soja “no resistentes”,
luego de una aplicación del glifosato.

En el caso de la Argentina, la variedad original norteamericana A-5403 y su derivada transgénica 40-3-2 no tenían buena adaptación a las condiciones ambientales de las regiones del país, por lo que se implementó un programa acelerado de cruzamientos y retrocruzamientos (entre Costa Rica y Argentina), para la incorporación del nuevo evento.

Ya en el año ’97/’98, Nidera comercializó sus primeras cinco líneas conocidas como A5435 RG, A5634RG, A5818RG, A6001 RG, A6401RG, que hoy ya forman parte de la historia agrícola del país.

Los argumentos planteados en esa etapa inicial de inducción pasaban por comentarios de las compañías interesadas, técnicos empleados, organismos del Estado argentino (INTA, universidades) y hasta y muy especialmente la propia CONABIA, que prácticamente garantizaban que con la llegada de los transgénicos se “reduciría” el consumo de herbicidas, se “disminuiría” la deforestación y se incrementaría la “productividad” del cultivo. CONABIA es la entidad responsable de la bioseguridad en la Argentina, dependiente actualmente del Ministerio de Agroindustria.

Otro comentario que se transmitía en esos momentos era que la transgénesis se incorporaría en variadas instancias y cultivos y que con ello se lograría una disminución en el uso de agroquímicos en general, menor cantidad de fertilizantes, adaptaciones importantes a la sequía y otras calamidades.

Vista la realidad, al año 2016, son solo cuatro los cultivos liberados como biotipos transgénicos en la Argentina: soja, maíz, algodón y papa, con características que les permiten tolerar la aplicación de herbicidas distintos o el ataque de insectos, y en menor cuantía y recién probándose ahora, soja resistente a la sequía y papa tolerante a virus, en 2015.

En la última campaña 2015/2016, fueron 20.300.000 hectáreas de soja sembrada con las características de resistencia a herbicidas y a insectos (el 100%), 3.800.000 hectáreas de maíz, con resistencia a herbicidas, características insecticidas o apilados con resistencia herbicida e insecticida (96 % de adopción) y 400.000 hectáreas de algodón, con tolerancia herbicida, insecticida o con genes apilados (100% de adopción). El total de superficie sembrada con transgénicos en la última campaña fue de 24.540.000 hectáreas.

Argentina. Tasa de adopción tecnológica de cultivos transgénicos,
como porcentaje del total de cada cultivo desde 1996 a 2016Fuente: ArgenBio.

Frente a esta situación de prácticamente enfrentarse al “cultivo perfecto”, fueron muy pocos los que en ese entonces en la Argentina emergieron con comentarios científicos sólidos sobre los potenciales impactos de las nuevas tecnologías.

Cuando en el año 2000 publicamos Cultivos transgénicos, ¿hacia dónde vamos? (Pengue 2000), con el apoyo de UNESCO, fueron varias las preguntas y preocupaciones que se daban frente a una poderosa innovación tecnológica, que avanzaba sin querer considerar otros aspectos relevantes del ser agropecuario. Como dijo alguna vez, un destacado empresario sojero: “Señores, la tecnología atropella”, significaba que entonces habría atropellados…

Es justamente sobre ellos, sobre los aspectos atropellados por la biotecnología moderna, que nos referíamos en el libro, sobre las tan necesarias y pertinentes preguntas que todo científico agrícola debería haberse hecho en esos tiempos.

Decíamos y preguntábamos décadas atrás: ¿beneficia la biotecnología, especialmente aquella que se está difundiendo, a un verdadero desarrollo agrícola sustentable? ¿Cómo afectará a nuestros campos en producción, y a los recursos vivos, el cambio de patrón de uso de los herbicidas? ¿Existe posibilidad de aparición de resistencia de las malezas frente al cambio de patrón? ¿Cuáles serán los efectos sobre la biodiversidad? ¿Se han estudiado los efectos deletéreos e indirectos? ¿Qué cambios producirán sobre ciertos parches de paisaje? ¿Qué sucederá con los productores que no deseen acceder a la nueva tecnología? ¿Beneficiará realmente al productor y sus campos la asimilación de las nuevas técnicas? En el balance de largo plazo, ¿cuáles serán los beneficios y los riesgos para la región? ¿Existen efectos sobre la salud humana? ¿Hay diferencias con los productos convencionales, que la población deba conocer? ¿Las nuevas semillas generarán más dependencia, aumentando a su vez el consumo de herbicidas? ¿Qué relaciones tienen con las tecnologías ya aplicadas en la región? ¿Mejorarán las condiciones de vida del productor? ¿Se beneficiará la sanidad de los cultivos? ¿Y la del ambiente? ¿Es pertinente hablar de sustentabilidad y utilizar cada día más químicos derivados del petróleo? ¿Será factible utilizar un sistema de manejo integrado de plagas (MIP) e integrarlo al uso de herbicidas? ¿Qué efectos tendrá sobre la flora y sobre la fauna, especialmente la benéfica, este cambio de patrón?… Estas fueron las preguntas que se planteó inicialmente la investigación plasmada en el libro en cuestión y que, a su vez, ciertamente fueron desestimadas como pertinencia e investigación por las instituciones científicas y universidades de la Argentina, que debieron dar cuenta del contralor, previsión, prevención, prospección de fuentes y problemas, a priori y no a posteriori. La “innovación científica” procedió aquí más como furgón de cola de un proceso, y de forma más temeraria que emprendedora.

Lamentablemente, todas las instancias que se plantearon inicialmente fueron también desestimadas por quienes debieron controlar todas las etapas y los procesos en la liberación de un nuevo evento transgénico y que les hubieran ahorrado al país y sus ecosistemas y sociedades los enormes costos socioambientales, las externalidades, que hoy paga la sociedad en su conjunto.

La constitución de una comisión asesora, la CONABIA, conformada por miembros de la Secretaria de Agricultura, las empresas, el CONICET, la Asociación Argentina de Ecología, focalizada en el estudio científico del transgén, no permitió realmente entrever los necesarios estudios y ampliaciones sobre los impactos ecológicos y sociales de cada liberación, a pesar de incorporar tecnopolíticos que igualmente apuntaban con su mirada a las garantías de las exportaciones. El sesgo cientificista, pero en rigor no científico, al no permitirse la pertinencia de cada pregunta científica, se cerró a la mirada de los posibles impactos por venir, estando simplemente las consecuencias a la vista. Es llamativo que, a pesar de estar en democracia, la sociedad civil no fuera informada en amplitud y clarificación sobre estos procesos, menos aún su participación, así como también la enorme responsabilidad y necesaria participación de otras instancias ministeriales como la Secretaria de Ambiente o del Consumidor, cuyas sillas no estuvieron ocupadas en los momentos más cruciales de las decisiones por tomar (ver diagrama). Hoy devenida en ministerio, el de Ambiente, tampoco ha mostrado injerencia importante en sus decisiones para involucrarse con la firmeza del caso, en los grandes temas nacionales ambientales que el país necesita. Aquí se trata de ciencia, con conciencia y no sólo de sentido común, que a veces se convierte, en las decisiones de políticas, en el menos común de los sentidos. En “La Argentina fumigada” –una investigación de Fernanda Sández, publicada en 2016– podrá encontrarse por qué el impacto necesita de un mayor compromiso y trabajo y nunca menos. La población argentina, en especial la que sufre en silencio en pueblos y ciudades periféricas, así lo estaría demandando.

Un aspecto que también fue llamativo, emulando situaciones similares en los Estados Unidos, fue el flujo de funcionarios y asesores que pasaban del sector público al privado, del gobierno nacional al provincial, de una empresa a otra, o de una empresa con “introgresión” en el sector gubernamental. Recibió y recibe un nombre: “puertas giratorias” o rolling doors, un sistema muy conocido en Estados Unidos, así como también en la Argentina.

Veinte años después, los resultados ambientales y sociales han mostrado de manera fehaciente que prácticamente todos los argumentos presentados por las empresas y por los gobiernos que promovieron sucesivamente cada nuevo evento transgénico, no se cumplieron en la realidad.

Desde el punto de vista ambiental, la enorme expansión de la resistencia y tolerancia al herbicida glifosato y otros herbicidas utilizados en el paquete tecnológico ha crecido de manera irrefrenable en el país. El consumo de glifosato llegó en la última campaña agrícola a los casi 400.000.000 de litros, lo que significa aproximadamente unos 10 litros por habitante y por año. En lugar de reducirse, el consumo aumentó drásticamente en valores totales, así como también en su aplicación por hectárea.

La aparición de supermalezas, en especial el SARG (sorgo de Alepo resistente a glifosato), rama negra y una serie de más de 24 malezas resistentes, demuestra que es el modelo tecnológico mencionado el que fomentó y expandió esta tremenda y costosa expansión de resistencias.

Entre 1997 y 2015, la extracción de cultivos pasó de 50 millones de toneladas a 137 millones, siendo la soja el cultivo que más creció, saltando de 26.000 toneladas a más de 60 millones de toneladas en el mismo período.

El área cultivada con soja también se vio disparada, pasando de 38.000 hectáreas en 1970 a 20,5 millones de hectáreas en el 2015, lo que representa más de la mitad de la tierra cultivada. En 2015, la superficie total sembrada con cultivos fue de casi 41 millones de hectáreas. La pérdida de nutrientes, por extracción selectiva de cultivos como la soja, indica que entre 1970 y 2015 la Argentina exportó casi 60.000.000 de toneladas de nutrientes (N, P, K, Ca, Mg, S, Bo, Cl, Cu, Fe, Mn, Mo y Zn).

Entre las principales causas del aumento de los procesos erosivos, se encuentran los de origen antrópico, tales como la pérdida de las rotaciones agrícolo-ganaderas y su concentración solo en la agricultura y el monocultivo, el desmonte de millones de hectáreas que teniendo abolengo de monte son convertidas a la agricultura (agriculturización), la expansión de la frontera agropecuaria (pampeanización) y la degradación en el periurbano, conurbaciones, áreas de transporte, logística y puertos que derivan en un intenso proceso de cambio de uso del suelo. En la Argentina, por el cambio de uso del suelo, la FAO ha informado que el país tenía, en 1990, 34,7 millones de hectáreas de bosques naturales, y ahora, 25 años después, esa cifra se redujo a 27,11 millones de hectáreas. Es decir que el país perdió en un cuarto de siglo el 22% de sus bosques, unos 7,6 millones de hectáreas.

El actual paso, a través de una nueva Ley de Semillas promovida por la industria y el actual gobierno argentino con el total apoyo de legisladores del partido gobernante anterior, representa un retroceso en cuanto a la defensa de los intereses de los pequeños y medianos agricultores de la Argentina y la región. Ya en el período anterior se había intentado promover fuertemente una legislación que obligara al país a pasar de su estado actual, UPOV 78, a UPOV 91 e hiciera generar una importante renta del productor hacia los sectores concentrados de semillas.

El reciente acuerdo entre las multinacionales de las semillas y agroquímicos como Monsanto y Bayer potenciará el poder de la industria química-semillera y promoverá seguramente una expansión aún mayor sobre los territorios, para continuar con las ventas crecientes de estas biomoléculas sintéticas y sus productos vinculados, sumado a una increíble acumulación de conocimiento científico tecnológico en el eje agropecuario.

Desde el punto de vista social, la estabilidad en el campo no se logró. La unidad de escala económica aumentó, pasando de unas 250 hectáreas a principios de los años noventa a poco más de 600 hectáreas en el período actual, lo que también representó una expulsión de los productores pequeños y medianos del campo argentino, alcanzando a poco menos de 180.000 los establecimientos agropecuarios. En los momentos de mayor bonanza económica del ciclo sojero y expansión del modelo, la Argentina perdía tres establecimientos agropecuarios por día y los agricultores se veían desplazados de sus propios espacios de vida.

La competencia por la tierra, frente a sus precios crecientes, generó una llegada de nuevos capitales que compraron tierras y desplazaron a pequeños agricultores, campesinos e incluso pueblos originarios en las áreas de borde marginal en el chaco seco y húmedo.

La creciente y expansiva aplicación de un cóctel de agroquímicos, donde el glifosato era el ingrediente principal pero no el único, fomentó la productividad social de conflictos agroambientales, para intentar detener el avance de las pulverizaciones en la interface urbano rural. La emergencia de los movimientos de “pueblos fumigados”, sumada a los informes crecientes de médicos que comenzaron a alertar tempranamente sobre estos procesos (Kawsewer, Gianfelice), pusieron sobre la mesa la necesidad de investigación profunda que se inició a partir de medianos de década pasada (Carrasco) o bien se denunció desde las mismas facultades de Medicina (Rosario, Verzeñazzi).

En resumen, el denominado paquete transgénico ha tenido costos sociales y ambientales crecientes, que actualmente no ha podido soslayar. Ninguno de los argumentos planteados por los promotores del mismo se cumplió, sino que, por el contrario, se validaron las respuestas preocupantes frente a preguntas aún más preocupantes.

Nuevamente, ahora, la industria y los países y empresas promotores, resaltan nuevos productos y bondades que sí vendrían a resolver los problemas por ellos mismos creados: control de resistencias con nuevas acciones herbicidas e insecticidas; disminución de la expansión con aplicación de procesos relacionados con la agricultura inteligente, bioclimática, o la intensificación ecológica; mejora en la absorción en el uso de fertilizantes; agricultura sintética que sería mucho más eficiente en la producción y el control. Si en los noventa (desde 1996) no cumplieron con ninguna de sus promesas, que más que en la ciencia residían en deseos y creencias, ¿por qué iríamos a creerles o, peor aún, confiar en su mirada parcial de la ciencia, hoy en día…?

El actual gobierno argentino apuesta prácticamente todas sus fichas a la expansión de las hectáreas sembradas. Pero… ¿mirará alguna vez los costos, las externalidades, o condenará a nuestros recursos naturales, al futuro de país y a las generaciones futuras a una suerte de silla eléctrica?… En sus manos está hoy el poder cambiar, o no, hacia un país verdaderamente sustentable.

Autorxs


Walter A. Pengue:

Ingeniero Agrónomo y Magíster en Políticas Ambientales y Territoriales (UBA). PhD por la Universidad de Córdoba, España. Director del Programa de Posgrado en Actualización en Economía Ecológica (GEPAMA, UBA). Profesor titular de Economía Ecológica (UNGS). Miembro Científico del Resource Panel, IPBES y TEEB Agriculture&Food de UNEP. www.walterpengue.com.