Cuestiones éticas del periodismo. A la luz del principio 6 de la declaración de libertad de expresión de la CIDH

Cuestiones éticas del periodismo. A la luz del principio 6 de la declaración de libertad de expresión de la CIDH

La democracia moderna es impensable sin un ejercicio efectivo del derecho a la comunicación y a la libertad de expresión. En nuestro país, en los últimos años tuvo lugar una fuerte batalla cultural para desterrar la mirada neoliberal y cambiarla por una perspectiva de restitución de derechos. En este proceso es fundamental el rol que juegan periodistas y medios de comunicación para garantizar el derecho social a la comunicación, y a partir de allí dotar al concepto de libertad de expresión de su sentido verdadero.

| Por Washington Uranga |

“Toda persona tiene derecho a comunicar sus opiniones por cualquier medio y forma. La colegiación obligatoria o la exigencia de títulos para el ejercicio de la actividad periodística constituyen una restricción ilegítima de la libertad de expresión. La actividad periodística debe regirse por conductas éticas, las cuales en ningún caso pueden ser impuestas por los Estados” (CIDH, Declaración de principios sobre la libertad de expresión, No. 6).

La consideración sobre el principio Nº 6 de la Declaración de principios sobre la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y sus alcances éticos está vinculada a dos cuestiones que le sirven de encuadre: el papel que la comunicación juega en la sociedad actual y el derecho a la comunicación entendido como derecho humano y habilitante de otros derechos. Ambos temas están indisolublemente asociados a tal punto que podrían entenderse como dos caras de una misma moneda.

Es impensable considerar hoy a la democracia sin ejercicio efectivo del derecho a la comunicación y a la libertad de expresión, y al mismo tiempo es desde este ejercicio de derechos que se construye la democracia en su sentido genuino. El derecho a la comunicación actúa como salvaguarda de la integralidad de derechos y a los comunicadores sociales les asiste la responsabilidad de actuar como garantes del ejercicio del mismo. No solo para sí y para los medios en los cuales se desempeñan, sino en una mirada más amplia e integral, para “toda persona” por su sola condición ciudadana. Es una responsabilidad ética de los comunicadores, más allá de las responsabilidades que de manera intrínseca le corresponden al Estado y sin entrar en colisión las unas con las otras.

¿Puede hablarse válidamente del ejercicio de la democracia sin interrogarse sobre la democratización de la comunicación y de la libertad de expresión? Ciertamente no. Pero a lo anterior habría que agregar que la democratización de la comunicación está también indisolublemente ligada a los valores democráticos que, desde una perspectiva integral del derechos, hacen carne en cada sociedad. En otras palabras: los principios éticos que se aplican a la comunicación y al periodismo anclan ineludiblemente en los valores de cada sociedad y de cada cultura. ¿Por qué habría de demandarse a los periodistas conductas éticas diferentes a las que se reclama a otros actores sociales igualmente importantes y significativos para la sociedad y la cultura?

Lo anterior para comenzar diciendo que los periodistas y los comunicadores sociales somos parte integrante –con derechos y responsabilidades– de las sociedades que habitamos. Estamos en consecuencia constituidos sobre la base de la misma escala de valores y vivimos las mismas contradicciones y tensiones de las que coparticipan el resto de los actores sociales. En esa línea de razonamiento, no debería pedirse a los periodistas lo que no se exige al mismo tiempo a otros actores con similar nivel de protagonismo y de responsabilidad social. Como tampoco quienes ejercemos la condición de comunicadores estamos habilitados –por este solo hecho– a convertirnos en “árbitros” –mucho menos en jueces– de las acciones de terceros.

Para el investigador venezolano Antonio Pasquali, la ética es síntesis de los principios supremos de toda acción (individual o social), como pura racionalidad práctica desvinculada del aquí y ahora. La “ética de la comunicación social” es, en consecuencia, una filosofía de la praxis comunicativa. En otras palabras, una ciencia que sirve de fundamento a la acción-reflexión promoviendo que la práctica comunicacional sea un factor eficaz de convivencia y de desarrollo integral de las personas y de la sociedad.

Para el periodista e investigador boliviano Luis Ramiro Beltrán –recientemente fallecido–, la ética periodística es “la manera moral de ser y de hacer del periodista, regida por su profunda identificación de principios y normas de adhesión a la verdad, a la equidad, al respeto por la dignidad y por la intimidad de las personas, al ejercicio de la responsabilidad social y a la búsqueda del bien común”.

Desde ese horizonte construido y a la luz de esos valores, cada grupo, cada comunidad humana, le asigna un determinado valor, califica y considera válidos o no los actos humanos, las actitudes, las acciones y también las omisiones (con sus consecuencias) que inciden directa o indirectamente en el ámbito social.

Siguiendo este razonamiento, la reflexión ética sobre el periodismo está ligada a tres categorías fundantes aplicables también a la sociedad en su conjunto: verdad, libertad y justicia. Lo anterior apunta directamente a sostener que toda pregunta sobre la ética de la comunicación tiene que estar directamente vinculada a un cuadro más amplio constituido por la ética social. O acaso ¿podemos preguntarnos sobre los medios y sobre los profesionales de la comunicación sin contestarnos antes qué quiere la sociedad de los medios y de los profesionales de la comunicación? ¿O podemos hablar de este tema sin tomar en cuenta que la más grave situación que atraviesa hoy el mundo está caracterizada por una suerte de apartheid social que instala de manera brutal una lógica de exclusión y por el hecho de que quienes tienen en sus manos las posibilidades de cambiarla viven esta relación con creciente insensibilidad?

Verdad informativa

Me gustaría desvincular esta categoría de verdad informativa del conocido concepto de la objetividad periodística tan vapuleado y manoseado. Prefiero entender verdad informativa como la realización del derecho de todo individuo y de toda colectividad social a una información veraz.

¿Qué se entiende por información veraz? Aquella que, siendo completa y oportuna, permita a cada persona, a cada comunidad, a la sociedad, la construcción de un sentido propio sobre los hechos, las situaciones y los temas, de modo tal que pueda acceder a decisiones libres y fundadas.

La veracidad de los periodistas (si entendemos por ello la búsqueda honesta de transmitir una versión ajustada a los hechos) no puede medirse, en consecuencia, bajo el criterio de una presunta objetividad porque esta no existe en términos absolutos. Cada uno mira desde un lugar, desde una visión del mundo. Pero además hay que tener en cuenta muchos factores que inciden en la construcción de la información y existe, al mismo tiempo, un sentido social que se construye en torno a cada noticia y en cuya elaboración intervienen no sólo los datos informativos, sino también los lenguajes, el uso que se hace de ellos y todos aquellos elementos contextuales presentes en el espacio cultural-comunicacional. Me refiero a elementos de orden simbólico, pero también del dominio político.

Entendida de esta manera… ¿dónde está la verdad?, ¿dónde la objetividad?, ¿qué es ser un periodista “objetivo”?

¿Es “objetivo” el periodista televisivo cuando, micrófono en mano y seguido por la cámara, corre jadeante detrás de una manifestación y, de alguna manera, escenifica la noticia? Es verdad que se está “mostrando” pero ¿no hay condicionamiento en la manera misma de mostrar? ¿Es lícito –siempre hablando de información– apelar al sentimiento de la manera en que se hace? Desde otro lugar, ¿podría decirse que son más “objetivos” quienes entrevistan desde una supuesta lejanía o equidistancia de sus interlocutores o resguardados detrás del discurso del análisis?

La veracidad no puede valorarse en relación a sí misma ni está exclusivamente ligada a las formas. La veracidad como tal tiene como lugar de validación un principio superior que es el derecho a la comunicación –que contiene el concepto de participación y de libertad de expresión– y el valor de la justicia. Pero estas categorías no están colgadas en el aire, sino que tienen también una estrecha vinculación con el lugar que la sociedad les asigna a los medios de comunicación y a los periodistas en particular.

Discrepo con cierta defensa descontextualizada de la libertad de expresión y de opinión. El concepto de libertad de expresión adquiere su sentido verdadero en el marco del derecho social a la comunicación y se relaciona con la responsabilidad social de defender y promover el bien común.

Desde esta misma perspectiva la justicia puede ser comprendida como la posibilidad real de acceso equitativo de todos y todas, particularmente de los más desposeídos y los excluidos del sistema, a oportunidades de participación activa en el discurso público y en las decisiones que los afectan como individuos y como integrantes de una comunidad. Adviértase que se está hablando de la participación en el discurso público; distinto de decir en la propiedad de los medios, en el control de las empresas, etc., aunque todos estos capítulos podrían entrar en la consideración. La desigualdad comunicativa contribuye a la desigualdad social, política, cultural.

Como espectadores solemos enfrentarnos asiduamente a preguntas de difícil respuesta respecto de la pertinencia o no de la difusión de ciertas informaciones que exponen la violencia sobre las personas, ultrajan la dignidad o dejan en evidencia actitudes condenables de avasallamiento de derechos. En este rubro pueden incluirse desde las fotos del cadáver de un niño víctima inocente de la crisis migratoria en Europa hasta la exposición de detalles de la vida de mujeres sometidas a la violencia de género. ¿Es ético difundir esa noticia? ¿Cuál es la manera adecuada de hacerlo? ¿Es una forma de participación en tanto y en cuanto los medios hacen “real” lo que gran parte de la sociedad oculta? ¿Es ético, sin embargo, utilizar la miseria de esa gente en función del “show televisivo” o periodístico?

Ninguna de estas preguntas tiene una sola respuesta… y todas hay que formularlas desde distintos lugares, teniendo en cuenta todas las circunstancias y las consideraciones. No quisiera dar la sensación de una extrema relatividad. Pero sí pretendo dejar instalada la idea de que es bueno apartarse de los juicios categóricos, de las verdades a ultranza, de los dogmas que pueden darnos seguridades pero que, finalmente, no nos ayudan a explicarnos la complejidad de las situaciones que se viven en la realidad.

Las verdades son también verdades sociales e históricas. Están atadas al tiempo, al espacio y a las circunstancias. Tienen que ver con la forma cómo se construyen y desenvuelven las relaciones entre las personas y los grupos humanos. Y en esto tienen mucho que ver los medios de comunicación, la forma como construyen sus agendas informativas, los formatos y las estéticas de la noticia.

Debería decirse entonces que el principio ético vinculado con la libertad de opinión o la veracidad informativa no puede atender tan solo a los hechos puntuales sino que debería aplicarse sobre todo a la construcción de las agendas porque son estas, cargadas de sesgos y omisiones, las que apartan a las audiencias de aquellas cuestiones fundamentales que están ligadas a los derechos de las mayorías, también a la vida y a la muerte de tantas personas. La ética de la comunicación aplicada a la búsqueda de la verdad debe trascender la casuística para mirar con especial preocupación a los procesos de formación de agendas, reparando tanto en la consideración de los hechos como en la inclusión/exclusión de actores y voces plurales.

Nuevas preguntas

La ética de la comunicación se enfrenta también a nuevas preguntas a partir de la multiplicidad de escenarios y propuestas que plantea el acelerado desarrollo tecnológico, las nuevas demandas de una cultura que relativiza los paradigmas interpretativos conocidos y que, al mismo tiempo, genera nuevos códigos, normas y valores. Los códigos deontólogicos –los pocos que existen formulados– o aquellos principios éticos generalmente aceptados se han visto superados por las prácticas. La realidad supera lo que el papel soporta. Por la aceleración de los tiempos y de los acontecimientos, pero también por los intereses en juego, se ha llegado a un punto en que los códigos pueden dejarse de lado si existe un poder político interesado en ello, un objetivo económico que se persiga o una imagen para sostener o destruir.

No solo las normas positivas pierden vigencia, sino que el sentido mismo de la justicia en las que estas deberían apoyarse se desdibuja para dejar todo librado al mercado y a las relaciones de poder. No existen entonces condiciones para reconocer las diferencias y las asimetrías y asumirlas en el marco de una negociación. Tales diferencias terminan siempre legitimadas por el poder y desfavoreciendo a quienes no lo tienen o están en condiciones de inferioridad.

Frente a la falta de consensos lo importante desde el punto de vista ético sería reafirmar el valor de la libertad de expresión y de opinión como escenario para la manifestación de la diferencia. Podría decirse que a menor consenso mayor reafirmación de la alteridad, porque sólo el diálogo y el reconocimiento del otro como totalmente otro puede ser la base legítima para construir y reconstruir los lazos comunes. Oír al otro y a la otra tendría que ser la consigna. Porque la escucha mutua como valor supremo es el punto de partida de un diálogo imprescindible y esto debería ubicarse aun por encima de toda otra consideración. Esta escucha es la que puede abrir la posibilidad de la construcción de una “ética intersubjetiva”, tal como lo plantea Adela Cortina, que se ubique incluso por encima de la justicia para abrir el espacio a la benevolencia hacia el prójimo y al cercano y que proteja la autonomía solidaria del ser humano.

Lo que se está poniendo en juego aquí es la misma dignidad de la persona humana, en tanto y en cuanto lo que se atropella son valores humanos fundamentales. Porque todas las prácticas de comunicación tienen que ser vistas y analizadas desde principios básicos que están vinculados de manera directa a los derechos de varones y mujeres, al reconocimiento de su calidad de vida, al ejercicio de su libertad y a generar condiciones para su propia construcción como persona y como actor social.

Son estos criterios, de orden general, los que tienen que servir de lineamientos ordenadores de la práctica profesional de los comunicadores. En la medida en que estos criterios sean el resultado de acuerdos sociales y culturales, fruto de una construcción colectiva y no de la imposición de normas externas o de preceptos que no responden al modo de ser y actuar de la mayoría, deberían servir también a quienes desde otro lugar (la familia, los educadores, las audiencias en general) evalúan, critican y analizan la propuesta producida desde los medios.

Desigualdades y exclusión

En gran parte de nuestras sociedades se ha instalado una idea de peligrosa resignación frente a las desigualdades y a la exclusión social que algunos llegaron a sintetizar en esa triste frase: “Siempre hubo pobres y siempre los habrá”. La desigualdad social pasó a ser vista por los centros de poder no sólo como inevitable, sino como condición de base para la perdurabilidad del mismo sistema. El neoliberalismo deposita una fe inquebrantable en el mercado y para sus apologetas la desigualdad es el motor del progreso económico porque estimula la competencia en una sociedad que, precisamente, se basa en el dominio y la explotación de quienes más tienen sobre aquellos que carecen hasta de lo elemental. La sociedad argentina ha sido, en los últimos años, escenario de una fuerte batalla cultural para desterrar esta mirada desde una perspectiva de restitución de derechos antes conculcados. Los periodistas y los medios de comunicación no están al margen de esta pugna.

Para muchos, “modernizar” puede traducirse en una tarea que consiste en reducir todos los debates en términos de razón instrumental. Esto quiere decir: sacar de la pauta del debate los valores sociales y humanos, derechos y deberes de las personas y de las naciones que son anteriores (en el sentido lógico y en el cronológico) al sistema de mercado. Todo queda reducido a una cuestión de eficacia entre los medios escasos y el fin económico de acumulación ilimitada de riqueza. Entonces es “lógico” que haya que atender primero a los bancos que a los ahorristas, que haya que cuidar la estabilidad del sistema antes que preocuparse por los que no comen, escuchar antes a los voceros de los poderes económicos que a los que reclaman en las calles. Se naturalizan las “razones” del sistema por encima de los obvios derechos humanos de las personas. Y los medios de comunicación apuntalan y justifican ese discurso. Y quien se opone es un loco, un insano, porque ha perdido la razón, la única razón, que es la razón del sistema.

El sistema de medios de comunicación masiva expresa esta lógica. Arma la agenda temática desde allí. Registra la exclusión, pero no la discute. Expone los argumentos del “no poder” pero no argumenta desde los derechos de quienes resultan excluidos.

La agenda de los medios es la agenda del poder y de la racionalidad del poder y por lo tanto está muy lejos de expresar el conjunto de los sentidos de la sociedad. Esto coloca a los periodistas en un lugar no solo incómodo, sino de incursión en graves dilemas éticos por la responsabilidad social de la que deben dar cuenta no solo frente a sus empleadores, sino esencialmente ante la ciudadanía representada en las audiencias. La responsabilidad social de los periodistas es parte ineludible del ejercicio profesional.

“La formación ética y humanista del comunicador social es una garantía de la libertad ciudadana”, sostiene el español Juan Carlos Suárez Villegas. Nada más cierto. Pero hasta el momento el capítulo referido a la formación ética de los profesionales de la comunicación está seriamente relegado –cuando no directamente olvidado– en nuestras casas superiores de formación. Cada día más se convierte en una necesidad imperativa porque las nuevas preguntas y las nuevas realidades requieren de reflexividad crítica sobre la práctica para el mejor ejercicio profesional. Y tampoco debería quedar al margen de la consideración ética la creciente precarización del trabajo de los periodistas porque además de afectar sus derechos como personas y como trabajadores, genera condiciones altamente riesgosas para el mejor ejercicio de las responsabilidades inherentes al derecho a la comunicación y a la libertad de expresión.

Autorxs


Washington Uranga:

Periodista. Docente/investigador UNLP/UBA/UNQ.