Cuando comer es un problema

Cuando comer es un problema

Las causas de persistencia del hambre en el mundo y la Argentina.

| Por Roberto Cittadini* |

El presente artículo se propone reflexionar sobre la compleja multidimensionalidad de la problemática de la seguridad y soberanía alimentarias. Se presentará la caracterización emergente del problema y las distintas posiciones al respecto de los actores centrales y su evolución. Intentaremos reflexionar sobre las causas subyacentes, destacándose las limitaciones sociales y ambientales del estilo de desarrollo predominante. En la reflexión sobre propuestas superadoras se rescata el rol de la agricultura familiar y la necesidad de impulsar procesos de desarrollo territorial, socialmente incluyentes y ambientalmente sustentables.

En la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996, la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y Alimentación (FAO) se fijó como meta reducir a la mitad el número de desnutridos para 2015. Recientemente, asumieron que dicha meta “es un objetivo irrealizable”, reconociendo la existencia de 1.020 millones de personas con hambre. Esta situación tiene lugar en un contexto de fuerte incremento de la producción mundial de alimentos. Entre 1990-1997 la producción mundial per cápita de alimentos creció un 25 por ciento.

¿Por qué persiste y se agrava esta situación de carencia alimentaria a nivel mundial? ¿Cuáles son sus causas? ¿Qué propuestas es posible ensayar? ¿Y cuáles han sido los términos en que se ha debatido este problema?

El acceso a los alimentos ha sido una preocupación central de las sociedades humanas a lo largo de la historia. Desde la teoría malthusiana (1798), el problema del acceso al alimento aparece como un problema centrado en el volumen de la producción. Con la Revolución Industrial las sociedades complejizaron su organización socioeconómica y este problema pasó de la esfera privada de la unidad doméstica a resolverse en la esfera pública del mercado. Al naturalizarse su intercambio en el mercado, el alimento se convierte así en una mercancía.

Este debate se ha reeditado respecto de cómo garantizar a nivel global un adecuado balance entre las capacidades de producción y la satisfacción de las necesidades de la población mundial. Este enfoque resulta insuficiente para abordar la compleja multidimensionalidad del problema. La experiencia histórica muestra que aun cuando la humanidad haya logrado garantizar un balance global positivo, el problema persiste.

Esta paradoja se explica porque el crecimiento de la producción se genera en un contexto de fuerte desequilibrio en la distribución de la riqueza generada. Los agentes económicos orientan su producción buscando satisfacer el consumo de los sectores que concentran los ingresos. Incluso los países subdesarrollados orientan la producción hacia la demanda solvente de países centrales, comprometiendo el abastecimiento alimentario de su población. El problema de la inseguridad alimentaria no se debe a una insuficiente provisión de alimentos, sino a las desiguales condiciones de acceso entre personas y pueblos. Desde principios de los ’80 el economista indio Amartya Sen, Premio Nobel de Economía (1998) y uno de los principales impulsores de las teorías del desarrollo humano, impulsa esta visión.

El concepto mismo de seguridad alimentaria se encuentra en debate y proceso de construcción, configurándose como un concepto eminentemente político. La FAO comienza a utilizarlo en 1974. En 1992 la Conferencia Internacional sobre Nutrición define la seguridad alimentaria como “la necesidad de que todas las personas tengan acceso en todo momento a alimentos inocuos y nutritivos que les permitan mantener una vida sana y activa”. La Cumbre Mundial sobre la Alimentación (1996) identifica el concepto de seguridad alimentaria como “el derecho de toda persona a tener acceso a alimentos sanos y nutritivos, en consonancia con el derecho a una alimentación apropiada”, considerando además que “para mejorar el acceso a los alimentos es imprescindible erradicar la pobreza”.

En contraposición a las posturas “oficiales”, las organizaciones sociales nucleadas en la Vía Campesina elaboraron en 1996 el concepto de soberanía alimentaria como “el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas de producción, distribución y consumo”, incluyendo “el derecho de los pueblos a priorizar la producción agrícola local para alimentar a su población, el derecho de los campesinos a producir sus propios alimentos, el derecho de los países a protegerse de las importaciones agrícolas y alimentarias de bajos precios (dumping) y la participación de los pueblos en la definición de la política agraria”.

En 2009 una nueva Cumbre Mundial sobre la Alimentación proclama que “la situación constituye una lacra inaceptable” y afecta “la dignidad de una sexta parte de la población mundial”. En esta ocasión el Foro Paralelo de movimientos sociales plantea la necesidad “transformar el sistema alimentario actual para asegurar que aquellos y aquellas que producen los alimentos tengan un acceso equitativo a y el control sobre, la tierra, el agua, las semillas, la pesca y la biodiversidad agrícola”.

De esta manera, seguridad y soberanía alimentaria constituyen un debate abierto, que reconoce como ejes centrales la cuestión del derecho y el problema del acceso, vislumbrando el sentido esencialmente político de la discusión y la necesidad de analizar qué orientación guía las acciones y objetivos de las políticas.

En nuestro país se recrea a nivel nacional esta situación de hambre con excedente de producción. La cantidad de alimentos que produce la Argentina se estima que puede cubrir las necesidades alimenticias de 400 millones de personas. Sin embargo, existen vastos sectores de la población con problemas de acceso a cantidad y calidad de alimentos sanos y nutritivos. Esta situación se ha visto más agravada en momentos de crisis, como 2001, donde la dinámica del desempleo, subempleo y precarización conllevó una explosión de la polarización y exclusión social sin precedentes (42,9% de desempleo abierto, 57,5% de la población en situación de pobreza, y 27,5% en situación de indigencia) reinstalando en la sociedad la problemática del acceso a la alimentación.

A partir de 2003 comienza a instalarse un nuevo modelo de desarrollo nacional, que impulsa la recuperación del rol del Estado en el funcionamiento de la economía y la instrumentación de políticas públicas. Se revierte progresivamente dicha situación y la Argentina registra más de un lustro de crecimiento económico que ha permitido una importante reducción de la pobreza y el desempleo. En el ámbito de las políticas sociales, las acciones del Ministerio de Desarrollo Social así como también la política previsional vigente y la reciente Asignación Universal por Hijo, significan una muy importante contribución a mejorar las posibilidades de acceso a los alimentos de los grupos socialmente vulnerables.

Sin embargo, aún no logra superarse la existencia de un “núcleo duro” de población en situación de pobreza y desempleo estructural, así como otros fenómenos relativamente “novedosos”: población empleada en situación de pobreza, con empleos de baja calidad –precarios, informales y bajo nivel de ingresos–, y con sobreexplotación horaria. Para un importante sector de nuestra población persisten problemas de acceso a los alimentos.

Las transformaciones en el sistema agroalimentario global

En el ámbito científico-técnico el debate sobre la seguridad y soberanía alimentaria se expresa en términos de la evaluación del proceso conocido como la revolución verde. Existe cierto acuerdo de parte de organismos internacionales respecto de que permitió garantizar el balance positivo entre oferta y demanda de alimentos a nivel mundial. Investigadores de diversas disciplinas analizan cómo generó un conjunto de transformaciones que –contradictoriamente– contribuyeron a agravar el problema.

La agricultura tradicional tendía a basarse en la combinación y rotación de cultivos, su articulación con la ganadería, el reciclaje de nutrientes, etc., donde la utilización de insumos externos era mínima. El proceso de modernización tendió a reemplazarla por un modelo de especialización productiva para el mercado, centrado en semillas mejoradas y un paquete tecnológico que incluía la fuerte incorporación de insumos externos, fundamentalmente fertilizantes y agroquímicos. Este paquete ha incluido una creciente mecanización que redujo los requerimientos de mano de obra. El modelo de especialización productiva simplificó los agroecosistemas y tendió al aumento de la escala de explotación, desplazando masivamente a productores.

Las transformaciones que suscitó este proceso de modernización no constituían (ni constituyen) el único sendero de acción posible para elevar la productividad, como lo demuestran múltiples experiencias como la Granja Ecológica Naturaleza Viva (Guadalupe Norte, Santa Fe), y distintos estudios donde la producción mixta y biodiversa optimiza la eficiencia energética de los grandes establecimientos convencionales, de las pequeñas fincas (menos de 10 hectáreas) y en fincas de tamaño mediano a grande (40 hectáreas). Es interesante notar que las plantaciones de monocultivo en un terreno grande habitualmente tienen mayor rendimiento que los monocultivos en terrenos pequeños. Sin embargo, los policultivos en terrenos pequeños tienen mayor productividad que los monocultivos de los grandes terrenos. Esto se debe, principalmente, a que los policultivos son sistemas multifuncionales, donde crecen muchos tipos de cultivos y varios productos animales. Además de que la productividad es mayor debida la suma de las producciones de las distintas variedades de cultivo y animales, el ecosistema está proporcionando una gran variedad de servicios ecológicos, constituyendo un sistema muy eficiente en el uso de la tierra.

Con la revolución verde se afianza un modelo de agricultura industrial que domina los distintos eslabones desde criterios de rentabilidad, donde los alimentos crecientemente no son de origen local, sino que recorren distancias cada vez mayores, con el consiguiente gasto energético. La comunicación masiva construye patrones de consumo donde se prioriza la imagen sobre la calidad nutricional. La comercialización se organiza en largas cadenas y no se respeta la estacionalidad de los productos según la región y en muchos casos tampoco garantizan inocuidad para la salud humana. Este modelo de consumo, producción, comercialización y distribución conlleva un alto impacto ambiental, un efecto negativo sobre la salud, un alto gasto energético y un precio final alto.

Las políticas impulsadas desde la OMC y los tratados de libre comercio han puesto en peligro las producciones nacionales de alimentos, obligando a los campesinos a producir cultivos comerciales y comprar sus alimentos a las multinacionales. Así Egipto, antiguo granero de trigo del Imperio Romano, se convirtió en el primer importador; Indonesia, una de las cunas del arroz, hoy importa arroz transgénico; México, cuna de la cultura del maíz, importa hoy maíz transgénico.

El retroceso de la agricultura familiar y campesina aumentó el número de personas con problemas de acceso a los alimentos y su desplazamiento a engrosar sectores marginales de las periferias urbanas, donde es limitado su acceso al mercado de trabajo formal. El retroceso del Estado en su rol de garante de derechos básicos y prestador de políticas universales, y la creciente concentración económica, agravaron las condiciones de vida de estos sectores sociales.

En la Argentina este modelo de modernización dio lugar a un proceso de reestructuración agraria caracterizado por un masivo proceso de especulación agraria, mayor concentración de la tierra, aumento de la superficie por unidad productiva y el surgimiento de nuevos actores –grandes contratistas y pools de siembra–. Un resultado central es la exclusión masiva de una vasta cantidad de actores tradicionales: pequeños productores, campesinos, productores familiares, chacareros, colonos, trabajadores rurales, comunidades y pueblos originarios. En el período 1988/2002 se observa una fuerte disminución de total de las explotaciones agropecuarias (desaparecieron más de 85.000) y el aumento de la superficie promedio (de 424 a 524 hectáreas). Este proceso conllevó un creciente despoblamiento rural, desertización socioeconómica y desvertebramiento territorial.

Otro aspecto negativo son las consecuencias ambientales indeseables, pérdida de biodiversidad y cambio climático. El INTA ha alertado sobre los problemas de sustentabilidad ambiental y ha planteado la necesidad de integrar prácticas de menor impacto. Sin embargo, se observan bajos niveles de incorporación de dichas prácticas. La tendencia creciente al monocultivo genera externalidades negativas sobre el patrimonio natural: exportación de nutrientes, degradación del suelo, pérdida de biodiversidad, contaminación de acuíferos, etcétera. El riesgo de deterioro ambiental es mayor en las zonas marginales, anteriormente ganaderas o mixtas, por la fragilidad de los suelos y el desplazamiento de la agricultura familiar o campesina.

Aun cuando el INTA y el sistema científicotecnológico puedan generar propuestas técnicas acordes para una agricultura realmente sustentable, debe reconocerse que la gobernanza de este proceso ha sido (y aún es) conducida por criterios de rentabilidad individual y cortoplacista, que no contemplan las externalidades sociales y ambientales generadas, ni aun el deterioro de los recursos prediales. Son necesarias políticas activas que orienten el accionar de los agentes económicos hacia modelos más virtuosos.

La construcción de nuevos paradigmas de desarrollo: el Desarrollo Territorial

La noción de desarrollo se ha complejizado a partir de la constatación de que en los últimos 60 años el crecimiento económico no se tradujo necesariamente en una mejor calidad de vida de la población, sino que en muchas regiones del mundo se evidencia aumento de la pobreza, éxodo poblacional y creciente deterioro ambiental.

Las sucesivas crisis socioeconómicas acontecidas en nuestro país han puesto en evidencia una problemática social profunda, demandando una redefinición del sistema de políticas públicas. Esta realidad enfrenta al sistema público de ciencia y tecnología a demandas aparentemente contradictorias: por un lado, el desarrollo de “tecnologías de punta” acordes con el modelo de agricultura industrial y su inserción en el comercio internacional de commodities agropecuarios, y por el otro, la promoción de un desarrollo territorialmente equilibrado y socialmente integrador.

A lo largo de su historia, el INTA ha tendido fuertes vínculos con los distintos actores del medio, y en este contexto es interpelado a la búsqueda de nuevos paradigmas interpretativos de la cuestión del desarrollo. En virtud de ello, el INTA ha asumido en su Plan Estratégico Institucional 2005-2015 la necesidad de orientar su accionar con un enfoque territorial del desarrollo, a fin de cumplir su misión institucional.

Para ello es preciso contar con nuevos marcos conceptuales y capacidades de acción, acordes con la complejidad de un escenario con nuevos actores y nuevas dinámicas sociales. Desarrollar conocimientos y capacidades que abarquen la realidad de los territorios “vivos”, reconociendo al territorio como “cuadro de vida”: sus actores, historias, culturas, instituciones, relaciones sociales, flujos económicos, mecanismos de generación y apropiación de valor, necesidades, el ambiente natural y sus bienes, los procesos de innovación y generación de conocimiento, los conflictos socio-ambientales-territoriales y sus modos de gobernanza (las diferentes formas de interacción y coordinación entre los actores de las esferas de acción privada, pública y colectiva).

Sin embargo, el territorio no es solamente un espacio de relaciones sinérgicas, sino también un espacio de conflictos entre actores y visiones de desarrollo, donde el Estado puede ser animador del desarrollo. Sus agentes deben ser capaces de comprender la complejidad social-económica-política-cultural presente en un territorio, sus sinergias y sus conflictos.

Asumir el enfoque del desarrollo territorial desafía a crear y recrear capacidades para superar las demandas contradictorias, a partir de reconocer y debatir la multiplicidad de visiones acerca del desarrollo e incorporar a la práctica institucional metodologías de diagnóstico comprensivas de las dinámicas sociales y útiles para orientar programas de acción basados sobre alianzas progresivas entre los actores.

La agricultura familiar tiene un rol estratégico. Este concepto refiere a un conjunto diverso de actores e identidades –pequeño productor, minifundista, campesino, chacarero, colono, mediero, productor familiar, trabajador rural sin tierra, pueblos originarios, agricultor urbano, etc.–, y sus actividades agrícolas, ganaderas o pecuarias, pesqueras, forestales, de producción agroindustrial, artesanal y recolección. Algunas definiciones hacen énfasis en las características económico-productivas del sector mientras que otras ponen foco en su compromiso con los territorios en los que se trabaja y vive, como una “forma de vida” y “una cuestión cultural”.

La progresiva toma de conciencia acerca de las consecuencias del estilo de modernización agraria descripto está llevando a los Estados nacionales de la región a instrumentar distintas políticas activas de promoción de la agricultura familiar. Brasil, por ejemplo, con la creación del Ministerio de Desarrollo Agrario, el Programa Nacional de Fortalecimiento de la Agricultura Familiar, la adquisición gubernamental de alimentos de la agricultura familiar para abastecer el Programa Hambre Cero, y el enfoque de la agroecología, o sea la combinación del conocimiento indígena y tecnologías modernas selectas de bajos insumos para diversificar la producción.

En la Argentina, la agricultura familiar ocupa el 13,5% de la superficie productiva y genera el 19,2% de la producción agraria nacional. La institucionalidad del fomento a la producción familiar cuenta con distintos antecedentes (Programa Social Agropecuario, Minifundio, Cambio Rural, ProHuerta) que facilitaron procesos organizativos y cuentan con ricas experiencias que posicionan la seguridad y soberanía alimentarias en la agenda pública. Particularmente el Programa ProHuerta, iniciativa conjunta del INTA y el Ministerio de Desarrollo Social, se orienta específicamente a contribuir a la seguridad alimentaria. En sus 20 años de experiencia ha probado su eficaz inserción en los sectores vulnerables, rurales y urbanos, dando lugar a la novedosa categoría de agricultura urbana.

Merece destacarse también la creación del Programa Nacional de Investigación y Desarrollo Tecnológico para la Pequeña Agricultura Familiar, la creación de la Subsecretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar, y más recientemente del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación. Desde el Ministerio de Desarrollo Social se han impulsado iniciativas muy relacionadas –marca colectiva, comisión nacional de microcrédito, monotributo social, etcétera–.

Estrategias hacia escenarios posibles y deseables

La compleja multidimensionalidad del tema obliga a reconocer distintas estrategias que consideramos imperiosas para transitar socialmente hacia escenarios posibles y deseables.

• Políticas públicas para un desarrollo territorial con equidad social y sustentabilidad ambiental.
La Argentina cuenta con capacidades –actuales y potenciales– para una producción de alimentos altamente excedentaria respecto de su demanda, y esto constituye una característica que históricamente ha configurado la inserción nacional en el sistema de comercio internacional. Sin dudas que un aprovechamiento social y ambientalmente sustentable de estas capacidades contribuirá a consolidar un proyecto integral de desarrollo nacional. Sin embargo, si asumimos como objetivo estratégico alcanzar la seguridad alimentaria y mejorar nuestra soberanía alimentaria, debemos desarrollar también otras propuestas.

En este sentido, un primer campo de acción pasa por continuar y profundizar un conjunto de políticas e iniciativas que han mejorado la distribución y el acceso de la población a un conjunto de satisfactores (prestaciones, bienes, servicios) mediante el sistema de políticas sociales, la recuperación de puestos de trabajo, así como también la recuperación de la capacidad de regulación de parte del Estado acerca de los bienes naturales, dadas las limitaciones que han demostrado los mecanismos de mercado para garantizar la reproducción social y de la naturaleza.

• Políticas específicas de promoción de la agricultura familiar en procesos de desarrollo territorial.
El desarrollo de políticas activas en seguridad y soberanía alimentarias requiere consolidar el rol estratégico de la agricultura familiar. Su fortalecimiento socioproductivo es garantía de disponibilidad de alimentos y de entramados sociales locales densos. Legislar, destinar subsidios y protección a la actividad, facilitando el acceso a los bienes naturales, tecnológicos y financieros, es un modo posible de afianzar.

El desarrollo de la agricultura familiar ofrece ventajas: producciones más diversificadas, modelos menos agresivos con el medio ambiente y mayor impacto en la generación de puestos de trabajo: la agricultura familiar genera el 57% del empleo en la actividad rural. Además de estructurarse en circuitos de proximidad, contribuyendo al logro de la seguridad y soberanía alimentarias a nivel local y haciendo más racional el gasto energético.

El afianzamiento de la agricultura familiar requiere la regularización de la tenencia y la facilitación del acceso a la tierra y otros bienes naturales, particularmente el agua. Las políticas de ordenamiento territorial deberían garantizar las áreas necesarias para el desarrollo de la agricultura familiar orientada al abastecimiento alimentario. Regular y generar normativa que proteja los productores que abastecen al mercado local frente a la valorización inmobiliaria que en muchos casos determina el desplazamiento de la actividad. Se necesitan importantes esfuerzos para reducir las condiciones de necesidades básicas insatisfechas de comunidades campesinas y pueblos originarios, dotándolas de infraestructura social básica, (caminos, infraestructura de riego y agua potable, vivienda, electrificación rural, etcétera).

Se abre un campo de acción que confiere condiciones oportunas para favorecer un impulso activo de la autoproducción de alimentos agroecológicos, tanto en ámbitos rurales como en áreas urbanas y periurbanas. Una política pública más activa de promoción de experiencias de agricultura agroecológica ampliaría notablemente su potencialidad.

Los mercados locales requieren ser revalorizados. En estos mercados la calidad está asociada a la producción artesanal y la identidad local. Se debe garantizar la inocuidad construyendo normas de calidad asociadas a las características de la pequeña producción, generando confianza colectiva a través de redes, y promoviendo la certificación participativa. También es necesario generar nuevos marcos jurídicos que contemplen la escala y prácticas de la producción artesanal, y permitan la generación de valor agregado que retiene renta localmente.

Impulsar el Compre del Estado a los productos de la agricultura familiar, como muestra la experiencia brasileña, da excelentes resultados y genera nuevas capacidades en el Estado y en las comunidades.

El rol de los consumidores es central en la valorización de atributos como el origen, las condiciones sociales o ambientales involucradas en el proceso productivo, el origen étnico, las formas de trabajo asociado a su producción, etcétera. La creciente valoración de productos sanos, agroecológicos, naturales, artesanales, socialmente justos, etc., constituye una promisoria y potente capacidad en la criticidad de elección de los consumidores.

• Políticas de cooperación en autoproducción de alimentos.
La cooperación internacional destinada a los países más desfavorecidos en muchos casos no ha tenido los efectos esperados. Se impone la necesidad de contar con propuestas de cooperación que consoliden las capacidades de las comunidades para producir sus propios alimentos, así como una agenda global y compromisos reales por atenuar las crecientes desigualdades entre países.

Merece destacarse la experiencia que la Argentina viene desarrollando en Haití desde 2004, a través del ProHuerta –con el apoyo de Cancillería, Desarrollo Social, y el INTA–, contando actualmente con 23 profesionales distribuidos en las diferentes regiones del país, más de 1.800 promotores voluntarios, y más de 11.000 huertas que benefician a más de 80.000 personas. La Argentina aporta asesoramiento técnico y organizativo. Otros países financian la expansión del programa. Esta experiencia se ha convertido en un ejemplo exitoso de cooperación. Frente a la reciente catástrofe se ha previsto un plan de trabajo a cinco años que beneficie a un millón de personas.

Conclusión

La complejidad y multidimensionalidad del problema de la seguridad y soberanía alimentarias excede a una institución o al sector agropecuario. La reversión de los problemas señalados está asociada a la capacidad social (comunidad, país, humanidad) de generar otros modelos de producción, distribución y consumo, que logren un mayor equilibrio entre territorios y poblaciones, y preserven la capacidad del planeta de cobijarnos sustentablemente.

No obstante, la agenda para el sector –orientada a dichos objetivos– es amplia y requiere múltiples estrategias tendientes a un desarrollo territorial ambientalmente sustentable y socialmente incluyente. Particularmente, consideramos muy relevante, a este propósito, el afianzamiento del conjunto de expresiones de la agricultura familiar. En este marco se rescata el aporte innovador en autoproducción de alimentos para la seguridad alimentaria que la Argentina está realizando a nivel nacional, y también en términos de cooperación internacional.





* Coordinador del Programa Pro Huerta – INTA.