Control de gestión, responsabilización y democracia

Control de gestión, responsabilización y democracia

De una buena gestión pública depende en gran medida la suerte de una sociedad. De allí la importancia de la rendición de cuentas, que sólo puede efectivizarse en un estado de derecho. La consolidación de las democracias en América latina fue acompañada por una natural presión de la ciudadanía para una mayor transparencia, y por la incorporación de nuevas modalidades internas y externas de auditoría. El desafío es consolidar instituciones y prácticas de gobierno abierto, como una etapa superior de nuestro proceso de democratización.

| Por Oscar Oszlak |

Pocos conceptos, como el de responsabilización por la gestión pública, presentan un carácter tan polisémico y, a la vez, una vinculación natural tan extendida con otros conceptos asociados. Su sola mención evoca de inmediato relaciones directas o indirectas con las nociones de transparencia, eficiencia, eficacia, autonomía, control, servicio al ciudadano, legitimidad, “buen gobierno”, o incluso democracia. También aparece asociada con sus opuestos: opacidad, arbitrariedad, descontrol, corrupción, captura burocrática, ineficiencia, inimputabilidad o autoritarismo. Es que de una mejor o peor gestión pública depende la suerte misma de una sociedad, su mayor o menor nivel de desarrollo y de bienestar social, el grado de equidad distributiva entre sus diferentes sectores y la gobernabilidad de sus instituciones. Por lo tanto, la responsabilización por la gestión es el requisito mínimo que toda sociedad debe asegurar para que quienes asumen compromisos por la producción de valor público conozcan los límites de su actuación y respondan por sus resultados.

La cuestión de la responsabilización ha sido planteada como tema central de las teorías sobre la democracia. Esto no es casual. Los totalitarismos de cualquier signo no rinden cuentas a la sociedad. Se trate de autoritarismos militares o tradicionales (en sus formas neo-patrimonialistas), el poder se ejerce de manera omnímoda. La coerción, y no el consenso, es el mecanismo fundamental de la dominación estatal. Vista como ámbito de análisis de opciones, negociación y acuerdo, la escena política es vedada a la mayoría de las instancias y organizaciones de representación social. Naturalmente, la participación directa de los ciudadanos en la vida política también está ocluida y, consecuentemente, no existe ejercicio alguno de control ciudadano sobre los resultados de la actividad estatal o sobre la correcta aplicación de los recursos que la sociedad le confía para la creación de valor público. Ni siquiera existen manifestaciones libres de la opinión pública, expresadas a través de los medios de comunicación, que además de actuar como voz legítima de la sociedad, podrían servir como retroalimentación de las decisiones estatales.

Con el colapso de los Estados burocrático-autoritarios y la gradual sustitución de los regímenes neo-patrimonialistas, se instalaron sucesivamente en América latina formas de gobierno democráticas que, inicialmente, se caracterizaron por sus manifestaciones esencialmente procedimentales. La progresiva consolidación de estos regímenes, el afianzamiento de sus instituciones, el desarrollo de valores sociales consustanciados con las libertades públicas y los derechos humanos, fueron luego dando paso a una creciente presión de la ciudadanía por una mayor transparencia de la gestión pública y a la incorporación de novedosos mecanismos internos y externos de auditoría y evaluación, complementados por formas también innovadoras de contralor ciudadano.

Una ubicación cronológica nos permite observar que, a partir de una primera etapa iniciada en los años ’80, se establecieron el derecho cívico al voto en elecciones libres e imparciales, la elegibilidad de los ciudadanos para acceder a posiciones ejecutivas y legislativas, y la competencia electoral abierta y sin exclusiones, todas ellas condiciones propias de formas democráticas procedimentales y minimalistas, bajo las cuales la ciudadanía resigna todo protagonismo delegando en las autoridades electas plenos poderes de actuación. Un escalón superior en la escala de calidad democrática implicó establecer plenas libertades de asociación, de expresión, de diversificación de las fuentes de información, así como una garantía de que las instituciones gubernamentales no actuarían ostensiblemente de modo predatorio, en función de beneficios particulares. También la posibilidad de un gobierno abierto constituyó un hito superior en la escala de democratización.

Este escenario pasó así a convertirse en una nueva meta de la institucionalidad democrática. La transparencia y la publicidad de los actos de gobierno o la condena a la corrupción fueron ocupando, al menos discursivamente, un lugar importante en la agenda estatal. Asimismo, las transformaciones en el rol del Estado, que pronto acompañaron la reinstauración de regímenes democráticos, comenzaron a producir cambios en la división social del trabajo entre los sectores público y privado, en las funciones de los agentes estatales y en los mecanismos de gestión.

Paulatinamente comenzó a colocarse un énfasis creciente en la necesidad de flexibilizar el modelo y el estilo de gestión pública, dotando a los funcionarios de un mayor poder de decisión para poder así explotar mejor su capacidad innovadora. A la vez, se procuró reforzar el control y la responsabilidad de estos funcionarios, lo cual contrarrestaría, en parte, los riesgos de la flexibilización y la autonomía. Pero esta doble y contrapuesta tendencia suele aumentar la complejidad de la gestión. La multiplicación de los centros de poder y la mayor autonomía de los funcionarios vuelven más complicado el control sobre sus actividades, aun cuando ello se torne imprescindible para reducir la tendencia a la concentración de poder, causa importante de la irresponsabilidad de los administradores públicos.

Cuando se observan los muy diversos instrumentos utilizados en los procesos de responsabilización, resulta evidente que su intencionalidad no se limita a la rendición de cuentas de las agencias y funcionarios en relación con los resultados que debieron haber logrado. Explícita o implícitamente, en varias de sus modalidades, también se proponen fijar límites a la posible arbitrariedad de esas agencias y funcionarios, lo cual es un modo diferente de aludir a su poder. La democracia es, precisamente, un sistema político que, al establecer diferentes mecanismos de controles y de equilibrios entre poderes, busca restringir su excesiva concentración en manos de aquellos que asumen la responsabilidad de producir valor público. En este sentido, cuanto mayor el poder del aparato institucional del Estado, menor su productividad. Por lo tanto, la responsabilización no puede restringirse al desempeño (expresión de esa productividad) sino que también debe alcanzar a una de las causas principales de su frecuentemente insatisfactorio resultado: el excesivo poder burocrático.

Mecanismos de responsabilización y rendición de cuentas

Desde comienzos de los años ’90, la literatura especializada –sobre todo la inscripta en el New Public Management– proporcionó el sustento conceptual, normativo y tecnológico de esta nueva preocupación por la responsabilización. El tema se acopló, casi naturalmente, con el de los cambios que debían producirse en la gerencia pública. Se advertía que a una mayor delegación de poder a los administradores debía corresponder una mayor exigencia de desempeño responsable frente a la ciudadanía, a los funcionarios electos y las agencias públicas encargadas del control. Las corrientes neoinstitucionalistas, con su acento en la necesidad del cambio en las reglas de juego propias de las relaciones Estado-sociedad, también contribuyeron al debate. Más recientemente, sobre todo en América latina, la perspectiva de la gobernabilidad y la ética pública colocaron la cuestión de la accountability entre sus preocupaciones centrales.

Con matices político-ideológicos diferentes, estas distintas corrientes de pensamiento tendieron a coincidir en un punto central: la suerte de la democracia y, en cierto modo, del “buen gobierno” está inextricablemente unida a la posibilidad de instaurar efectivos mecanismos de responsabilización de la función pública. La incompleta institucionalización democrática impide que las opciones y orientaciones políticas sean un legítimo reflejo de las preferencias ciudadanas, por lo cual el producto de la acción del Estado suele desviarse de los objetivos formalmente anunciados. En la medida en que no existen adecuados instrumentos de asignación de responsabilidades, resulta difícil establecer quiénes son los sujetos de la responsabilización y cuál es el objeto de la misma. Por otra parte, la débil capacidad institucional existente para exigir el cumplimiento de los compromisos, en el supuesto de que pudieran atribuirse y asumirse, conspira contra la efectiva implantación de una gestión responsable.

En resumen, la responsabilización tiene como principal fundamento la vigencia de sistemas democráticos de alta intensidad, cuya adjetivación expresa la vigencia de una serie de mecanismos institucionales tendientes a evitar el ejercicio de un poder discrecional por parte de los gobernantes y sus agentes. De esta forma, esas democracias minimizan las posibilidades de que los recursos puestos a su disposición se vean malgastados y pueda lograrse, en cambio, que las instituciones estatales obtengan resultados que apunten a promover el desarrollo, la gobernabilidad y la equidad.

Al considerar el objeto de la responsabilización, resulta claro que la rendición de cuentas no puede reducirse a la justificación del uso de los insumos y que tampoco es aceptable limitarla a los productos resultantes de su utilización. El cambio de énfasis en la literatura especializada ha desplazado el interés por los productos hacia una preocupación por los efectos (o outcomes). La responsabilización por efectos y, por consiguiente, por resultados efectivos, puede contribuir a una respondibilidad ampliada. Por sí solos, los productos no proveen indicaciones acerca de si se lograrán los resultados ni, menos aún, si se crearán condiciones de autosustentabilidad, que es lo que en definitiva se pretende lograr: soluciones permanentes, cambios sustanciales, aplicaciones más o menos definitivas.

Pero, ¿ante quién debe rendirse cuentas? Ciertamente, ante los múltiples principales o “clientes” internos o externos al Estado, que tienen capacidad de ejercer la responsabilización por las actividades y los resultados de la gestión pública, así como por los eventuales abusos de poder cometidos en ese proceso. Me refiero a los políticos electos, los superiores jerárquicos, las agencias gubernamentales de control, el parlamento, la Justicia, los usuarios externos y la ciudadanía en general.

Las tendencias más recientes apuntan a discriminar entre los procesos de rendición de cuentas según las diversas problemáticas que involucran la actuación del Estado y la multiplicidad de sus funciones, lo cual da lugar a que sus agencias sean un mosaico diferenciado que exige un tratamiento de la responsabilización que tome en cuenta quiénes son los principales ante quienes se rinde cuenta y cuál el tipo de responsabilidad exigida en cada caso.

Sin duda, los mecanismos de responsabilización son innumerables y día a día se agregan otros nuevos. En caleidoscópica sucesión, se han diseñado y establecido, con suerte diversa, controles jerárquicos internos a la burocracia; controles de cuentas, de legalidad o judicial; el proceso legislativo de sanción de leyes; revisión de decretos presidenciales; interpelaciones y juicio político; el planeamiento estratégico y operativo, con fijación de metas e indicadores anuales y plurianuales; la evaluación de desempeño; la evaluación de programas; la gerencia por objetivos; el presupuesto por programas; los tableros de control; los contratos de gestión; la competencia entre unidades y agencias que brindan igual servicio y las cartas compromiso con el ciudadano; la elección popular; el plebiscito; la iniciativa popular; las audiencias públicas; la revocatoria de mandato; los recursos contra la administración; las encuestas de opinión; y los mecanismos institucionalizados, con mayor o menor grado de formalización, como la Contraloría social; la Veeduría Ciudadana; los Comités de Vigilancia; el Defensor del Pueblo y otros.

Cada uno de estos mecanismos involucra a distintos principales y agentes, internos y externos al aparato estatal, que actúan desde diferentes poderes y con una muy variada capacidad para ejercer control o para sustraerse al mismo. También cada uno de ellos posee competencias y ámbitos específicos de actuación, siendo diferentes los alcances del control. En última instancia, la asimetría de información y el reducido grado de transparencia que presente la gestión pueden llegar a desbaratar estos mecanismos de atribución de responsabilidades y de fijación de premios y castigos.

Tecnología y cultura

La dificultad no radica en la complejidad de la tecnología requerida, sino en la disposición cultural de los funcionarios –políticos y de carrera– para someterse voluntariamente a la lógica implacable de un sistema que, primero, registra los compromisos de logro de resultados mediante metas e indicadores más o menos precisos; luego, exige el seguimiento o monitoreo del cumplimiento de esas metas en tiempos predeterminados, y finalmente, expone desnudamente si se lograron o no los resultados finales previstos. La filosofía de gobierno abierto multiplica hoy estas exigencias, en la medida en que los ciudadanos pasarían a cumplir un rol mucho más protagónico en todas estas instancias de la gestión pública.

La tecnología informática dispone hoy de la capacidad necesaria para planificar, programar, monitorear y evaluar resultados en prácticamente cualquier área de la gestión. En cambio, la cultura burocrática es mucho más reacia a aceptar que el desempeño quede expuesto de un modo tan objetivo y personalizado a la mirada inquisidora de quienes pueden demandar una rendición de cuentas por los resultados.

Por eso, los cambios culturales han quedado a la zaga de las innovaciones tecnológicas en esta materia. Por eso, también, han tenido que multiplicarse los controles y exigencias de rendición de cuentas, en sucesivos intentos por compensar esa renuencia a la respondibilidad. Una condición esencial de una cultura responsable es la lenta decantación en la conciencia de valores que alienten esa disposición ética. Los valores compartidos en este sentido ético seguirán marcando la diferencia entre sociedades que basan la responsabilidad en mecanismos de responsabilización y sociedades que tienden a fundarla en la respondibilidad. Solo la tecnología, unida a una firme y persistente voluntad política, podría contribuir a modificar esa cultura y cerrar la brecha.

La información constituye un insumo crítico en la implementación participativa de políticas, propia del gobierno abierto. En parte, su éxito depende de que se haya determinado a tiempo cuán claros son los resultados y las metas a lograr por las partes y cuál es el conocimiento disponible acerca del problema y sus posibles soluciones. La información requerida debe guardar proporción con la dimensión del fenómeno que pretende ser abarcado o explicado mediante su acopio y sistematización. Lo que importa es que la información reunida y sistematizada sea relevante y suficiente para describir, explicar, anticipar o actuar sobre el fenómeno que demanda la atención.

Ahora bien, como los planos de participación de la ciudadanía, los tiempos de la gestión involucrados (planificación, ejecución, control), la naturaleza y envergadura de los actores y los resultados que se quiere alcanzar varían en cada caso, son igualmente múltiples y heterogéneas las fuentes de información y los canales de transmisión que pueden requerirse en la práctica.

Una característica típica de las fuentes de datos es que estos casi nunca sirven en forma directa para dar cuenta de un resultado o generar piezas de información relevantes. Esta restricción ha llevado a que, crecientemente, se desarrollaran técnicas de data mining (o minería de datos), mediante las cuales pueden explorarse grandes bases de datos, de manera automática o semiautomática, a fin de hallar configuraciones, patrones repetitivos, tendencias o reglas que expliquen el comportamiento de los mismos en un determinado contexto. Las aplicaciones prácticas de estas técnicas son todavía incipientes y, por lo general, se han orientado a la bioinformática, la genética, la medicina, la educación o la ingeniería eléctrica; a la detección de preferencias de los consumidores o al descubrimiento de violaciones a los derechos humanos a partir de registros legales fraudulentos o inválidos en agencias gubernamentales (v.g., cárceles, tribunales de justicia).

Por su carácter altamente especializado, la minería de datos es costosa, requiere procesar enormes cantidades de datos y, por lo tanto, debe ser llevada a cabo por alguien (una universidad, un think tank, un medio de prensa, una empresa especializada, una agencia gubernamental, una ONG) con la capacidad técnica para ello, aunque no necesariamente sea la que produzca o demande los datos. A menudo son verdaderos “intermediarios” que cumplen, precisamente, el rol de transformar datos en información e información en conocimiento. En tal sentido, pueden constituirse en aliados fundamentales de la ciudadanía, en la medida en que esta no disponga de los medios técnicos o materiales necesarios para elaborar indicadores sobre logro de resultados, detectar patrones o efectuar mediciones.

Sin embargo, la información que producen estos intermediarios no siempre es veraz u objetiva. Los medios de prensa pueden estar subordinados a grupos económicos o a partidos políticos de determinado signo, por lo que sus análisis e informes pueden ser tendenciosos o sesgados. Las fundaciones y tanques de cerebros pueden responder a determinados intereses político-ideológicos. Buen número de centros de estudios vinculados a organizaciones corporativas, empresariales o sindicales, son creados por estas instituciones para contrarrestar, con estudios “propios”, propuestas legislativas o políticas públicas planteadas por organismos estatales. También la información sobre resultados que elabora y difunde el gobierno puede provocar fuerte escepticismo y controversia entre los observadores (v.g., los medios de opinión, los expertos, los ciudadanos), como ocurriera en Estados Unidos bajo el gobierno de George W. Bush. Inclusive, varios sistemas de minería de datos, destinados a combatir el terrorismo, debieron ser discontinuados en los Estados Unidos por violar la ética o la privacidad, aunque algunos continúan siendo financiados con otras denominaciones por distintas organizaciones.

Por ello, del lado de los ciudadanos de a pie, estas circunstancias crean mayor conciencia sobre el propósito de la recolección de datos y su minería, el uso que se dará a los mismos, quién los procesará y los utilizará, las condiciones de seguridad que rodean su acceso y, lo cual no es poco, de qué modo se actualizarán los datos. El terreno de la producción de información es, por lo tanto, un campo de lucha por la apropiación de conocimiento que resulte verosímil y pueda ganar legitimidad ante la ciudadanía como expresión objetiva de una situación real. En tal sentido, resulta destacable el papel que, en principio, podrían jugar las instituciones universitarias en la producción de investigaciones que, por desarrollarse en un contexto de mayor libertad académica y menores presiones externas, podrían garantizar una mayor objetividad, aun cuando su vinculación con la ciudadanía no haya sido hasta ahora muy relevante.

Reflexiones finales

Los avances hacia la sociedad de la información han ampliado enormemente las posibilidades de generación de conocimiento en materia de gestión por resultados. Si desde la perspectiva de la relación “principal-agente” aceptamos que el Estado es agente de la sociedad y esta su principal, corresponde que nos preguntemos qué debe conocer el principal y qué el agente. El Estado debe conocer si los objetivos que se propuso alcanzar en la gestión del desarrollo fueron efectivamente alcanzados porque, cualquiera fuere el caso, debería rendir cuentas a la sociedad por su desempeño. Para la sociedad, la rendición de cuentas representa la base de datos esencial para juzgar si el contrato de gestión entre principal y agente se ha cumplido, si corresponde o no renovarlo o si conviene probar con otros programas o con otros agentes. Para el Estado, entonces, mejorar la información sobre sus resultados equivale a tornar más transparente su gestión y, en caso de haber producido los resultados propuestos, a legitimar su desempeño y a aspirar –si ello fuera posible o deseable– a renovar el mandato de sus ocupantes. Por eso, todo esfuerzo que se realice para aumentar o mejorar la calidad de la información debería servir a una mejor evaluación del cumplimiento del contrato de gestión entre principal y agente, entre ciudadanía y Estado.

Autorxs


Oscar Oszlak:

Investigador Superior del CONICET. Investigador titular del CEDES. Ex subsecretario de Reforma Administrativa y asesor presidencial (Presidencia Alfonsín). Profesor en UBA, ISEN, UdeSA, FLACSO y UNSAM.