Ciencia, poder y globalización: ¿qué espacios, qué ciencia, que políticas?

Ciencia, poder y globalización: ¿qué espacios, qué ciencia, que políticas?

A escala global, la ciencia se encuentra subordinada al poder político, económico y militar. Escudándose en la neutralidad y pureza de la investigación científica, la academia se niega a reconocer esta situación. Un análisis profundo que echa luz sobre la situación actual de la investigación en los países en desarrollo.

| Por Roberto Kozulj |

Las vinculaciones entre ciencia y poder comprenden una vasta gama de temas que en general han conformado un campo específico –amplio a la vez– cual es el de la sociología de la investigación científica. Sin embargo su alcance ciertamente no podría agotarse allí. Buena parte de las creencias, hábitos y saberes establecidos desde la modernidad se derivan no sólo del avance de la ciencia –y su impacto sobre la tecnología, con el consiguiente dominio de fuerzas naturales y sociales y del aparato productivo–, sino también de la influencia que distintos cuerpos teóricos de las ciencias sociales y naturales han tenido sobre la filosofía y aun sobre la religión (sea en sus formas secularizadas o aun en el refuerzo de los llamados “fundamentalismos”). En síntesis, sobre cosmovisiones y visiones del mundo.

El tema obliga, sin duda alguna, a tratar asimismo tal relación desde la dimensión de la ciencia como “institución científica” y sus vínculos con el poder industrial, financiero, militar, gubernamental y transnacional, pero también del vínculo al interior de dicha institución y del existente entre los científicos con los restantes individuos, grupos, estamentos sociales e instituciones. Allí, la cuestión de la autonomía del científico y las formas en que conquista o no espacios de poder –a través del prestigio y adhesión al pensamiento dominante– no resulta un tema menor.

Es sabido que a partir de la Revolución Industrial el científico deja de ser sólo aquel individuo curioso, ávido de conocer las leyes de la naturaleza y proponer teorías explicativas-predictivas acerca de diversos fenómenos naturales, sociales y humanos, para pasar –en una primera gran transformación– a la figura del “científico ciudadano” que presta servicios a la ciudad. Como ha señalado Jean Jaques Salomon, la figura de Pasteur encarnaría el modelo del “científico abnegado”, que a través de su investigación básica pura como la cristalografía lo llevó de la fermentación a los microbios, respondiendo con ese recorrido a un pedido específico de la sociedad: el gusano de seda; la leche; la cerveza; las vacunas; la rabia.

Este determinado modelo de saber –cuya materialización es la técnica y cuyas caracterizaciones son el cálculo operativo, la utilidad y la eficacia– necesariamente tiene como contrapartida una forma de desencantamiento del mundo y una renuncia a la apertura del sentido de las cosas.

Por consiguiente este modelo de la primera gran transformación, extendido desde la física a la química a una diversidad de aplicaciones tecnológicas y productivas, junto al anterior (renunciar a explicar la totalidad del universo y su sentido y finalidad, para proponer teorías científicas que explican fenómenos antes fundamentados y justificados por teorías especulativas o dogmas religiosos), sentaron algunas bases iniciales que conformaron el imaginario social del científico.

Tal imaginario supone en general una separación radical entre creencias y saber científico; una ética de la neutralidad de la actividad científica respecto de las cuestiones éticas y morales (el horror por los “juicios de valor” frente al paradigma de la “objetividad” científica) y la negativa radical a reconocer la actual subordinación de la ciencia al poder político, económico y militar a escala global, o cuanto menos la subvaloración de las implicancias de tal subordinación para preservar aún la “objetividad del método científico” si ello es conveniente a algún fin cuya racionalidad se construye en un marco global de racionalidad orientada por fines cuya denuncia –por su potencial de monstruosidad– es de larga data (ej.: Adorno y Horkheimer, Marcuse, Habermas).

Los valores de aquel imaginario que reivindicaba la ciencia: objetividad-desinterés-universalidad y comunalismo (según Merton) continúan, por cierto, siendo las bases de la “ideología de la neutralidad y pureza de la investigación científica”. La visión económica del mundo, las presiones de la industria y de los llamados complejos militares-industriales que la acompañan, ejercen no obstante un monopolio sobre la orientación de las investigaciones científicas, pero también una “mordaza” sobre la alerta temprana frente a los peligros que muchas de estas investigaciones conllevan para la humanidad (ej.: la geoingeniería, un área típica de “ciencia dual” como la nanotecnología, la energía nuclear, etc.). Por caso, es altamente significativo que muchos científicos que adhieren al pacifismo nuclear y propugnan el control nuclear no extiendan su acción a nuevas áreas de alto riesgo para la humanidad o lisa y llanamente decidan declarar ignorancia en el tema.

El secreto comercial, militar o razones de Estado limitan así no sólo la divulgación de los resultados de las investigaciones, sino también de los fines por ellas perseguidos y el acceso a los sitios donde las mismas se desarrollan. En definitiva, ya casi nadie duda de que el imaginario sobre el que se basaba la ética científica sea un simple encubrimiento de la realidad, cuya denuncia es penalizada tanto fuera como dentro de la comunidad científica siempre por razones de poder.

Pero tanto en el origen como en la primera gran transformación se hallan las bases del ya mencionado desencanto del mundo, algo que sin duda no es ajeno a la crisis global –si ella se mira de un modo amplio y no sólo circunscrita al ámbito de la economía–, sino también de los valores y la cultura que impiden pensar en transformaciones sociales e institucionales de gran alcance para superar dicha crisis global.

Como dijo Max Weber, el mundo conjurado por la tecnología es un mundo des-encantado: un mundo sin significado propio, al carecer de intención, propósito o destino. Y aquí la fertilización cruzada producida por el imaginario que fue emergiendo y acompañando a las diversas épocas en que se produjo el ascenso del pensamiento científico y entre ramas del quehacer científico ha desembocado en un “neofundamentalismo” en tanto toda necesidad natural (o aun ley natural) es –a pesar de que la ciencia las ha revelado– una abominación, una ofensa de lesa majestad a la elevada y poderosa humanidad. Toda resistencia de “materia muerta” es algo que puede (y debe) ser vencido. Las necesidades –apoyadas en los recursos técnicos– se convierten en derechos humanos que nada podría cuestionar o argumentar, ni siquiera las necesidades de otros seres humanos –que no estén apoyados en esos recursos–, nos recuerda Zygmunt Bauman. Así se trataría “de un mundo carente de valores precisamente a causa de la ‘superagregación’ de valores por elección humana… de un mundo subhumano, un mundo de objetos y cosas”.

Pero de dónde deriva en la sociedad actual ese poder otorgado a los “objetos y cosas” sino precisamente de que de su producción y consumo dependen empleos, de los empleos y trabajo dependen en general los ingresos necesarios para alcanzar una vida “digna”, medida “tal dignidad” por el acceso “lícito” a bienes y servicios sin los cuales la misma vida humana se transforma –particularmente en espacios urbanos– en una vida subhumana en términos materiales.

Sin duda ello también se vincula con el poder, toda vez que el manto de la espesa niebla de la inseguridad material permea de tal modo la inseguridad existencial que suele doblegar voluntades. Un pobre en un área rural bajo un estilo de vida tradicional puede sufrir carencias que son de muy distinta entidad a las carencias de un pobre o marginal en áreas urbanas. Así, bien mirado el tema de los nexos entre ciencia y poder, el mismo se vincula –en última instancia– con la vida y con la muerte, con las fuerzas de la vida y con las fuerzas de la muerte. Que el desplazamiento de la amenaza a la vida por parte de la naturaleza haya conducido a la lucha por la vida en espacios urbanos explica la similitud actual entre la jungla natural y la jungla urbana o, mejor dicho, la reproducción de hábitos de conducta y estados mentales en cierto modo similares (el mirar hacia atrás ya no es un hábito derivado de la cercanía de una fiera en la selva, pero sí una continuación de dicho hábito frente a otras amenazas a la vida en otro entorno). Lejos quedaron los tiempos de las promesas últimas de la Ilustración respecto de la liberación del Reino de la Necesidad y la construcción social del Reino de la Libertad. Tan lejos como el imaginario renacentista de la urbe frente a la realidad urbana actual donde el derecho al trabajo otorga ciertamente algo muy similar al derecho a la vida.

A nadie escapa que en la fundamentación del Estado hecha por Hobbes en el Leviatán, el poder se vincula, de modo primario, con la capacidad de matar que posee cada individuo. El siglo XX fue rico en experiencias donde esa capacidad de matar delegada al Estado en nombre de todos los ciudadanos fue utilizada, bajo las más diversas racionalizaciones, para cometer genocidios que –si tal término aún tiene cabida– fueron, sino de una altísima “irracionalidad”, al menos de una crueldad que erosionó en sí misma la creencia en la bondad de la humanidad, el humanismo y aun la creencia compartida de la existencia de un “Dios bueno”. Pero fue en esos experimentos sociales donde se gestó precisamente cada vez con mayor fuerza e intensidad esa simbiosis entre innovación, ciencia y tecnología con el aparato militar y político del Estado. Poder es siempre –y en cualquier ámbito– el “ser capaz de”. “El Estado surge de la delegación de poder y detenta el monopolio de la capacidad de matar y como compensación ofrece una garantía condicionada contra el riesgo de ser víctima mortal. La seguridad es producto de la ley, que emana directamente del monopolio de poder del Estado (y no de seres humanos guiados por los criterios humanos de lo justo y de lo injusto)… frente al poder de la sociedad acumulado y monopolizado por el Estado… sólo queda la obediencia…”, nos recordaba en 1947 Hannah Arendt.

Los “sabios atomistas” decían –como nos lo recuerda filósofo Jan Patocka, citado por Salomon–: ¿Por qué el hombre que detenta el máximo de fuerza de la que se pueda disponer, debería sentirse en peligro? Ciertamente, por principio de transposición desde el plano individual al de los Estados-Nación (y al de las instancias multilaterales y globales que también emergen de los Estados y de su asociación), la frase ha sido una guía práctica para buscar adquirir mayor poder de dominio en cada uno de esos planos en los cuales el científico ha contribuido a la detención del máximo poder que generalmente deviene del conocimiento transformado en instrumento.

La globalización –entendida como la desterritorialización de la producción y del poder de decisión, el incremento del comercio mundial y la evidencia de la existencia de poderes corporativos a veces más fuertes que muchos Estados nacionales– no ha hecho más que multiplicar el ámbito de esa simbiosis a través de las corporaciones y los distintos Estados, cuyo poder no desaparece por el mero hecho de que el mundo se halle en un mayor estado de interrelaciones espaciales, comerciales, productivas y político-sociales.

Las áreas declaradas de interés en investigación, y por lo tanto las que mayor financiamiento internacional obtienen, vienen delineadas en general por intereses definidos desde los países altamente desarrollados (tecnológica e industrialmente) sea en forma directa o a través de agencias globales. Esto obviamente ata y limita la autonomía de las agencias nacionales de I&D. La adaptación de estos temas desde el Sur es una necesidad para la inserción “exitosa” de los científicos, lo que implica que el poder se ejerce a escala global en un contexto en el que también, a veces, se abren pequeñas ventanas de oportunidad para ejercer una cierta autonomía nacional. Es en este espacio donde puede tal vez el científico enmarcar su acción si es que a su vez la política científica nacional captura e identifica dichas oportunidades. Para ello algunas condiciones son necesarias: a) que el científico mire donde nadie desea mirar para descubrir lo que allí se halla y derivar consecuencias, acciones, etc.; b) que el poder político permita mirar y organizar ese conocimiento sin percibirlo como una amenaza a su propio poder; c) que no lo considere demasiado complejo y lo descarte por “irrealizable” con base en criterios pragmáticos y cortoplacistas; d) que la comunidad científica comprenda las limitaciones reales de las que surgen el pragmatismo y cortoplacismo y sea capaz de diseñar y proponer una agenda viable y útil al país según un grado razonable de autonomía.

Sin embargo los sistemas de evaluación científica –y por ende la posibilidad del científico de tener voz en foros nacionales e internacionales– basan el mérito no tanto en la relevancia y originalidad de los aportes al saber científico –o en su utilidad social para resolver problemas como el de reducir la pobreza extrema o contribuir al desarrollo humano en sus múltiples dimensiones–, sino tanto más bien en haber superado las acrobacias formales que constituyen los requisitos de la cultura editorial de revistas internacionales especializadas y en particular en insertarse desde el Sur en agendas delineadas desde el Norte. Originan así una señal peligrosa para promover áreas de interés nacional y sobre todo para delinear una agenda acorde con las necesidades de desarrollo del país. Por otra parte, si no lo hacen son excluidas del sistema internacional de apoyo a CyT.

Recordemos que hacia los tempranos ’70, la cuestión de Ciencia y Tecnología vinculada a la dicotomía de disputa política entre “centro-periferia” –y por ende a la construcción de poder de decisión autónomo– fue brillantemente articulada en los trabajos de Oscar Varsavsky. Dicho autor planteaba ya entonces el problema de los Estilos de Desarrollo de Largo Plazo alternativos –y en particular su construcción– como los desafíos propios de los científicos de la periferia, en contraposición al de los científicos inmersos en la praxis cotidiana que, en el marco de las políticas que denominaba como “cientificismo”, consistía en adaptarse a modas importadas desde los países desarrollados del Norte. Así, en términos generales, aquella dependencia científica denunciada en los ’70 en el marco de la teoría de la dependencia, perdió fuerza como argumento toda vez que en un mundo globalizado la dependencia no es discutida. ¿Qué sentido podría tener si el tejido global es interdependiente y la acumulación de poder científico, militar, económico y financiero no es ciertamente disputable? Sin embargo, a su vez los cambios en el contexto mundial después de 2003 trajeron nuevamente al ruedo la cuestión, la cual entra en un impasse desde 2009 hasta la fecha.

En la propia experiencia como científico social en el campo de la economía del desarrollo y la energía, uno de los mayores desafíos que hallo es cómo transitar en forma simultánea por andariveles de pensamiento de muy distinta entidad: a) el del pensar en estilos de desarrollo sostenibles y alternativos definidos no en los términos denotados por la moda del “desarrollo sustentable”, “economías verdes”, etc., y b) el de contribuir al mejor funcionamiento de un sistema concreto. Veamos: la constante creación de “nuevos paradigmas tecnológicos integrales” (ej.: el vinculado al calentamiento global-fuentes renovables), junto a la creación de productos de corta vida y el estímulo a la innovación para lograr tal propósito, son la esencia del desarrollo económico hoy. Para lograrlo, altos niveles educativos son indispensables. De hecho, sin una continua mayor adición de valor agregado en bienes y servicios, difícilmente el producto social pueda crecer y por lo tanto tampoco el empleo, los ingresos y la posibilidad de reducir la pobreza. En América latina está constatado que crecer a menos del 4% anual imposibilita reducir el número absoluto de pobres. A su vez es claro que ese estilo de desarrollo no es sostenible no sólo por motivos ambientales o de escasez –frente al derroche de recursos–, sino porque es intrínsecamente insostenible toda vez que por necesidad genera una pésima distribución del ingreso: a) ciclos de vida de productos más cortos y renovación forzada de infraestructura implican recuperar el capital en menor tiempo y sesgan la formación de precios de oferta hacia una elevada componente de capital que debe ser recuperado a tasas “razonables” para no interrumpir el ciclo de inversiones, luego la mala distribución del ingreso se profundiza aún más y muy al margen de las políticas activas para mejorarla; b) en forma paralela, a medida que la urbanización crece se incrementa la necesidad de brindar de modo extensivo servicios básicos como educación y salud, caracterizados precisamente por no poder incrementar su productividad frente a otros sectores donde este incremento se logra mediante innovaciones tecnológicas (ej.: un maestro puede atender por clase 25-30 alumnos; un médico necesita un tiempo determinado por paciente, lo que no sucede con otros servicios donde las empresas transfieren a través de modalidades de autoservicio sus obligaciones al usuario sin requerir mayor empleo ni costos); c) lo descrito implica que si se desea mantener el acceso a esos servicios sociales indispensables para toda la población –componente de sustentabilidad social dentro del concepto de desarrollo sostenible– el gasto público debe crecer y los ciudadanos deben pagar más impuestos; d) más allá de las razones por las cuales los ciudadanos son adversos a pagar más impuestos (todo tipo de argumento habrá de ser escuchado al respecto en relación a la eficiencia del Estado, etc.), lo cierto es que esta mayor proporción de impuestos resta capacidad de consumo y por ende puede desacelerar el crecimiento provocando también efectos sociales adversos (ej.: desempleo, falta de inversiones privadas, etc.). Esto es sólo una parte, por supuesto, dadas las limitaciones de profundizar el tema. Sin embargo muestra un hecho: intentar mejorar el funcionamiento del sistema tal como es implica el desafío de imaginar un futuro deseado e intentar que las trayectorias contradictorias converjan hacia el futuro, tarea ardua si no imposible aunque necesaria. Pero aun así surge la pregunta: ¿imaginado por quién y para quién?

Frente a esta realidad la respuesta de los científicos críticos se reduce a un simplismo infantil: “Es necesario cambiar el sistema”. Pero tal cambio requiere de una supuesta activa (activada) “lucha de clases” que culmina en protesta social que se convierte en una superagregación de derechos ciudadanos no atendibles, a menos que se recurra a un creciente cinismo. Por ende hacer funcionar mejor al sistema, en el mejor de los casos lo refuerza ilusoriamente, y combatirlo puede desembocar en largos períodos donde nadie esté mejor ni sea claro el rumbo. Tanto el socialismo como el capitalismo han hecho camino al andar y sus resultados históricos están a la vista como lo está la negación como actitud, a veces perversa, otras autoprotectora, de la integridad psíquica.

El actual sistema de creencias conformado por la ciencia presupone que esta situación se corrige por avances tecnológicos y que toda reingeniería social-institucional requiere de un intervencionismo estatal inaceptable en tanto limita libertades y no está demostrado que sus resultados sean positivos ni alcanzables (de hecho casi una reedición del argumento de Popper en su Miseria del historicismo y en La sociedad abierta y sus enemigos).

Por supuesto es un tema complejo y controversial, sin embargo esta realidad suele ser ocultada bajo la creación y recreación de “paradigmas supuestamente superadores”. Por caso, el de desarrollo sostenible, vinculado con: a) Cambio Climático-Adaptación-Mitigación-Vulnerabilidad; b) Desarrollo de Energías Renovables; c) Ciudades sostenibles, etc.; d) aunque adornado de términos como equidad, acceso, inclusión social. Es decir lo “políticamente correcto”. Los nobles propósitos de cuidar la naturaleza, la diversidad cultural y al ser humano de modo simultáneo, junto con el carácter “científico” de tal área temática, impiden ver –al menos en todas sus dimensiones– no su lado oscuro o aspecto de dominio desde el Norte hacia el Sur –el aspecto más visible por sus implicancias en términos de imposición de estilos tecnológicos, barreras comerciales, oportunidades de mercados, condicionamientos financieros, estrategia de captura de superrentas etc.–, sino que el paradigma en sí mismo crea una inmensa red de información estratégica global también apta para el domino militar, el control ciudadano y sobre todo la identificación precisa de las vulnerabilidades que en progreso de la geoingeniería pueden implicar un salto cualitativo en cuanto al desarrollo bélico de la magnitud del paso de las armas de fuego a las atómicas con la ventaja de una cierta incertidumbre respecto del origen humano o natural de ciertos “desastres naturales”. En ausencia de científicos prestigiosos dispuestos a desmitificar el tema y aportar elementos “objetivos”, las sospechas se difunden bajo modalidades “paranoicas” por Internet. Ciertamente cuando Internet se desarrollaba bajo secreto militar, no conocíamos de su existencia. Como quiera que sea es desinformación y donde ella existe hay lugar para el debate científico y ciudadano.

Otro aspecto crítico entre ciencia y poder se refiere al escaso espacio de diálogo entre científicos comprometidos y las dirigencias. Usualmente un científico (aun poco entrenado), si se halla imbuido “del espíritu independiente” y de “servidor ciudadano”, puede hallar ciertas cuestiones críticas respecto de algunos aspectos predecibles de políticas económicas o públicas de todo orden. Dado que la divulgación de tales resultados puede atentar contra metas de gobernabilidad, generalmente es ignorado tanto por las dirigencias como por sus propios colegas que no desean verse expuestos a riesgos personales frente a mejores opciones de inserción en el sistema. Por lo tanto el “Gulag” de la indiferencia y la exclusión puede ser un precio tan alto que pocos desean pagar, frente a tan baja chance de tener éxito. El tema es aún más complejo si se agrega que muchos científicos “contestatarios” también pueden ser orgánicos y funcionales al poder precisamente por su extremismo, el cual no hace sino consolidar la línea establecida de desarrollo dada la visible inviabilidad de lo que sus soluciones suponen.

En el trasfondo hay algo aún más grave que retorna a la relación entre ciencia y poder, respecto de la vida y de la muerte. Esta cuestión es: ¿quién tiene derecho a la vida y quién lo decide? En términos neodarwinianos, proteger al más débil puede no ser ni natural ni conveniente para la evolución. En términos humanistas, proteger al más débil ha sido siempre el ideal más elevado. El científico dirá que este tema lo excede como científico, negará posiblemente su responsabilidad como ser humano al amparo de una ideología que la propia ciencia –queriendo o sin querer– ha contribuido a instaurar como ideología dominante. Lo sabemos: “El mundo conjurado por la tecnología es un mundo des-encantado: un mundo sin significado propio, al carecer de intención, propósito o destino”. Es un mundo “subhumano” en el que el científico aún tiene mucho que aportar en especial en momentos como el actual, caracterizado por grandes transformaciones y la necesidad de esclarecer y construir –junto a soluciones tecnológicas– pensamiento orgánico en torno a sociedades inclusivas (sus instituciones). Ello a menos que sólo “deba” sobrevivir el más apto, cosa que emula a ya sabemos qué en la historia del siglo XX y amenaza cada vez más al presente.

Autorxs


Roberto Kozulj:

Investigador Titular de Fundación Bariloche. Miembro del Comité Académico de la Maestría en Economía y Política Energética y Ambiental. Facultad de Economía y Administración de la Universidad Nacional del Comahue/Fundación Bariloche. Director de la Escuela de Economía, Administración y Turismo de la Sede Andina de la Universidad Nacional de Río Negro. Miembro del Plan Fénix.