China: el país de los senderos que se bifurcan

China: el país de los senderos que se bifurcan

A lo largo de la historia, China ha pasado por diversas etapas. El presente artículo realiza un recorrido por los principales hitos que fueron marcando el devenir de este gigante, desde las guerras con las potencias coloniales hasta la apertura capitalista.

| Por Mario Rapoport |

La noción de países emergentes la plantea, para el siglo XIX, Paul Bairoch en Mythes et paradoxes de l’histoire économique, a fin de rebatir la idea de que solamente reinaba entonces la pax britannica. Por un lado, reconoce la importancia del imperio británico y la existencia de una división internacional del trabajo basada en el libre cambio, con el liderazgo y monopolio industrial del Reino Unido y la participación en él de países proveedores de alimentos o materias primas, como la Argentina.

Pero, dice Bairoch, había también países emergentes, proteccionistas e industrialistas, como los Estados Unidos y Alemania, que hacia fines de siglo superaban ya en producción, innovaciones tecnológicas e incluso en el intercambio de muchos productos, a la primera gran metrópoli industrial. Según Bairoch, el que hoy llamamos mundo desarrollado, salvo Gran Bretaña, era un “océano de proteccionismo”, mientras que aquellos países que giraban en la órbita británica, como la Argentina, se habían convertido en un “océano de liberalismo”.

El pensamiento de Bairoch se aplica para nuestro siglo a las nuevas economías emergentes, como China, que creció en el período de hegemonía norteamericana siguiendo su propio derrotero, con recetas que no se corresponden plenamente con el neoliberalismo imperante.

Un viejo poema chino escrito por el emperador Li Yu, el más grande de los poetas imperiales, decía: El pasado: ¿Cómo olvidarlo?/ El presente: ¿Cómo evadirlo? Quizá sea esa la trampa en la que cayeron muchas veces los chinos y de la que lograron salir a fuerza del propio peso de su población, de su territorio, de su cultura milenaria y de su incontenible despliegue productivo.

El pasado no había comenzado tan mal, porque algunos eminentes historiadores económicos han estimado que hacia 1750 el ingreso medio por habitante de países como China e India era mayor que el de los futuros países desarrollados. Es cierto, sin embargo, que China se encerró en sí misma, con imperios despóticos, murallas interminables e inútiles, invasiones permanentes, desigualdades extremas y filosofías de alto vuelo a veces y congeladas en el tiempo otras. Un país que no tuvo ministro de Relaciones Exteriores por un largo período porque creía que el mundo se acababa en sus fronteras.

Pero el insaciable Occidente y un ambicioso vecino en vías de expansión forzaron la apertura de esas fronteras. Como consecuencia de ello, el territorio chino fue arrastrado a las llamadas “guerras del opio”, la primera en 1840 con los ingleses, que iniciaron la destrucción del viejo imperio. Los chinos lograron apoderarse de las reservas inglesas de opio de Cantón pero las naves británicas rodearon la ciudad y vencieron a las debilitadas fuerzas militares locales. Por el tratado de Nanking de 1842, una joya más entraría a la corona del imperio occidental: la ciudad y el puerto de Hong Kong, mientras otros cinco puertos, entre ellos Shangai, abrían sus puertas al comercio británico. El control del tráfico de drogas estaba asegurado para las fuerzas de la “civilización”.

La segunda “guerra del opio”, en 1858, terminó también con una derrota china, pero involucró a Francia, que treinta años más tarde invadió Vietnam, otras provincias del sudoeste de China y Taiwán. El escenario geopolítico y bélico del siglo XX ya estaba en marcha y en los primeros años de la nueva centuria fueron cada vez más los países, como Estados Unidos con su política de “puertas abiertas”, que intervinieron y obtuvieron bases militares y concesiones. Los extranjeros disponían, en las principales ciudades, de sus propios barrios cerrados, donde vivían combinando el lujo asiático con el occidental en medio de una nación en llamas.

La industrialización de Occidente y del Japón se basó, entre otras cosas, en el dominio de China. La naciente industria china fue ahogada por la importación de productos y el pago de elevadas indemnizaciones como “castigo” por las guerras en las que los chinos se vieron forzados a participar. La base económica del desarrollo chino fue así afectada en su mismo origen. Pero en 1912, bajo la dirección de Sun Yat Sen, sectores chinos más democráticos derribaron el imperio y establecieron la república, al tiempo que se creaba un partido político nacionalista, el Kuomintang y, poco después, el partido comunista.

Hasta 1949 China sufriría varias invasiones japonesas y la guerra civil entre nacionalistas y comunistas. Sin embargo, aquel año, el país donde ahora vive alrededor de un 20% de la población mundial, asistió a la llegada al poder del PC chino, liderado por Mao Tse-tung, luego de vencer a las fuerzas de Chiang Kai-shek, apoyado por los norteamericanos, dando a la nueva república popular una notoria presencia en el mundo. Los cambios económicos y sociales iniciaron un acelerado proceso de industrialización y colectivización del agro, pero la llamada “revolución cultural”, promovida por Mao para evitar la “burocratización” y una posible “restauración capitalista” desde las cúpulas del poder, produjo fuertes conflictos internos y la paralización de la economía. Al mismo tiempo, por razones políticas e ideológicas China se apartó de la Unión Soviética, con la que entró en duras polémicas.

La muerte de Mao, en 1976, se tradujo en drásticos cambios en el PC Chino. Especialmente a partir de 1978 bajo la dirección de Den Xiao-ping, China comenzó un proceso de reforma económica, que produjo un mayor grado de apertura al exterior. Esta ya había comenzado en febrero de 1972, después del encuentro entre el presidente Nixon y Mao Tse-tung en Beijing, reanudando los vínculos comerciales con Estados Unidos. Para Nixon el encuentro significaba, entre otras cosas, comenzar a resolver la cuestión de la guerra de Vietnam (se decía que después podría viajar a Hanoi, lo que no hizo); para Mao, profundizar su distanciamiento con la entonces Unión Soviética.

En cuanto a las relaciones diplomáticas, se establecieron desde enero de 1979. El Chase Manhattan Bank fue uno de los primeros que se beneficiaron de esta situación: el Banco de China abrió una cuenta sustancial en dólares en su sede de Nueva York, se instaló una agencia de representación del Chase en Beijing y se acordó un préstamo al ministerio chino de Minas y Metalurgia. A partir de allí se aceleraron los cambios en China y no puede omitirse entre sus factores explicativos el trato de nación más favorecida que Estados Unidos le dispensa y que permite ingresar las manufacturas chinas al territorio norteamericano en condiciones sumamente favorables. La posterior incorporación de China a la OMC en el 2001 significó otro estímulo a su comercio exterior.

Deng empezó por privatizar parcialmente la agricultura, permitiendo a los productores guardar parte de sus cosechas para consumir o vender. A principios de los ’80 el uso de fertilizantes y pesticidas, más la infraestructura heredada de la era colectiva, incrementaron significativamente la oferta de alimentos, los ingresos de los campesinos y también las condiciones de vida de los sectores urbanos. El éxito de estas reformas llevó a desregular aún más, y a desarrollar los mercados agrícolas.

Estas reformas produjeron una transición hacia formas capitalistas de producción y de consumo sin modificar mayormente el sistema político, siguiendo una trayectoria inversa a la de la ex URSS, que primero quiso cambiar la política y luego la economía. En cuanto a su política industrial, China emprendió un fuerte proceso de sustitución de importaciones a fin de producir bienes durables y de capital, aunque en un principio debió soportar serios desbalances comerciales.

La balanza mejoró y cambió de signo con la creación de zonas francas en áreas costeras. Lugares donde existían regímenes de privilegio para las compañías foráneas orientadas a la exportación, que aprovechaban la baratura de la mano de obra y la subvaluación del yuan. Acompañando este proceso, la inversión extranjera directa creció a un fuerte ritmo. Por su parte, el capital financiero chino consolidó su fuerza gracias a la recuperación de la soberanía sobre la ex colonia británica de Hong Kong y sus enormes reservas financieras. Las compañías chinas se asociaron o se repartieron mercados dentro y fuera de la República Popular con empresas de otras grandes potencias. Todo esto consolidó el poder de los reformadores, quienes a mediados de los ’80 comenzaron a innovar en las empresas de propiedad estatal. La Ley de Sociedades de 1988 atribuyó a los ejecutivos la autoridad para determinar todas las condiciones, incluyendo el poder de contratar y despedir trabajadores, de otorgar incentivos para aumentar la productividad del trabajo y mejorar los salarios de la población urbana.

Pero las empresas trasladaron los aumentos salariales a los precios al consumidor, llevando la inflación a dos dígitos, lo que atizó las protestas por la carestía de la vida y el desmantelamiento de la protección social. El descontento se manifestó masivamente hacia 1989, y fue reprimido con brutalidad. Tras la masacre de Tiananmen, las reformas de mercado se hicieron más lentas, hasta 1992, cuando el 41º Congreso del Partido Comunista confirmó el programa de “economía socialista de mercado”, y se comprometió por primera vez a reformar el derecho de propiedad, legitimando la privatización de las empresas públicas y colectivas, que se concretó en los años siguientes.

Para Deng Xiao-ping, “una economía planificada no es sinónimo de socialismo, pues allí también existen planes, y una economía socialista no es sinónimo de planificación porque en ella también existen mercados”. Desde ese momento comenzó también una mayor apertura al exterior.

En el plano internacional la relación entre China y las ex potencias coloniales atravesó circunstancias complejas. Por un lado, Hong Kong, que hasta el 1 de julio de 1997 fue colonia del Reino Unido, volvió a depender del gobierno de Beijing transformándose junto con Macao en una de las dos “regiones administrativas especiales” de la República Popular China. Por otro lado, los chinos siguen reivindicando la pertenencia de la isla de Taiwán, gobernada por los sucesores de Chiang Kai-shek, que se refugió allí con la ayuda de los norteamericanos después de perder la guerra civil frente a Mao.

A comienzos del siglo XXI, China ya era un exportador de manufacturas de talla mundial y competía con países líderes en distintos rubros. Estos cambios se plasmaron en un acelerado crecimiento, con una tasa media anual de incremento del producto de cerca del 10%, que no se debió solamente a la expansión de su comercio internacional sino también al aumento del consumo interno y a la formación de capital productivo. La alta participación (90%) de las manufacturas en las exportaciones de bienes y el elevado superávit comercial fueron factores que contribuyeron a un crecimiento paulatino del volumen de sus reservas en dólares. Y en gran medida ese proceso fue motivado, ante todo, por la creación de zonas “protegidas” donde se radicaron empresas extranjeras, las que utilizaron a China como “plataforma” de exportación haciendo uso de los bajísimos costos laborales y de la subvaluación del yuan.

La apertura permitió a ciertas regiones ribereñas y costeras un ascenso económico vertiginoso, aunque las zonas interiores, donde vive la inmensa mayoría de la población, se rezagaron, abriendo una gran brecha entre ambas geografías. Con el tiempo la sociedad se tornó mucho más desigual. El ingreso se concentró en unos pocos grupos de altísimos ingresos y riqueza, mientras que la vida de las poblaciones rurales se deterioró y la desregulación laboral alimentó el surgimiento de mano de obra muy barata, compuesta por masas urbanas sin estabilidad ni los beneficios de la seguridad social. El desarrollo de relaciones de mercado también proveyó oportunidades para la corrupción y la especulación, y el surgimiento de un capitalismo venal.

La relación entre China y las ex potencias coloniales es hoy compleja. En julio de 2005 las autoridades chinas revaluaron el yuan, cuyo valor se había mantenido fijo desde 1994. Con esta medida, el Banco Central de China cedía a las presiones de Estados Unidos y de otros socios comerciales, como la Unión Europea y Japón, que consideraban que el tipo de cambio chino estaba artificialmente devaluado, lo que les otorgaba una gran ventaja a las exportaciones locales. Esa revaluación tendía, sobre todo, a reequilibrar las relaciones comerciales bilaterales con Washington, algo que no se produjo.

El problema es que el crecimiento económico de China y su transición hacia el capitalismo ponen de manifiesto los límites y las contradicciones del modelo neoliberal globalizador, caracterizado por la inestabilidad financiera en todas partes, y una relación necesaria pero de patas cortas entre los países ricos y los emergentes.

En los países centrales el neoliberalismo se caracteriza por una demanda de consumidores de ingresos declinantes, que se sostiene mientras estos puedan seguir endeudándose, y una demanda de inversión de las empresas, que a su vez dependen de las compras de los consumidores y de los beneficios financieros.

Por su parte, en los países que no son centrales, como China o el sudeste asiático, la demanda de exportaciones impulsa el crecimiento, mientras que la demanda doméstica masiva permanece debilitada, como modo de mantener los salarios bajísimos, condición necesaria para que los productos lleguen baratos a los países centrales y su intermediación genere ganancias para los importadores, distribuidores, aseguradoras, transportistas, etc. En esto consiste el crecimiento orientado a las exportaciones.

De todos modos, China se industrializó, y no sólo pasó a ser una locomotora de la economía mundial sino también a financiar en forma significativa el déficit norteamericano: un 35% de sus reservas internacionales se hallan colocadas en bonos del Tesoro de Estados Unidos. Algo que los chinos ya no ven con buenos ojos ante la crisis de la economía mundial y la debilidad del dólar. Los actuales acuerdos entre China y Japón de comerciar entre ellos en sus propias monedas indican la intención de ambos países de independizarse de ese patrón monetario.

Lo más importante del desarrollo económico chino a nivel mundial es que al aumentar la producción y la oferta de bienes industriales, provocó una disminución de sus precios. En cambio, su creciente demanda de materias primas elevó considerablemente el valor de estas. Todo lo cual tuvo consecuencias para los otros países emergentes. Si bien generó una reversión de la tendencia histórica de los términos de intercambio que afectaba a los productores de bienes primarios, terminó agudizando la competencia con aquellos países que comenzaban a orientarse también en procesos de industrialización.

China no escapó a los coletazos de la crisis mundial y de algunos problemas económicos propios. En 2012 su crecimiento económico comenzó a disminuir. El PIB creció un 8,1% en el primer semestre del año en relación al 9,7% en el primer semestre de 2011. Una de las causas de este freno tuvo que ver con su propio mercado inmobiliario. Al igual que en Occidente, se produjo en el gigante asiático una gran burbuja en ese sector basada en la especulación (alza del costo de los créditos hipotecarios, alza de los aportes personales) que hizo bajar el volumen de ventas un 15%. Estas inversiones inmobiliarias habían representado en los últimos años un cuarto de las inversiones totales del país, con un fuerte efecto multiplicador sobre diversas actividades económicas. La segunda causa radica en la demanda cada vez más débil de los países centrales, sobre todo de los europeos, que hizo retroceder a las exportaciones chinas en forma notable: 7,6% de crecimiento en el primer trimestre del 2012 contra 24% en el primer trimestre de 2011.

Si bien la dependencia de China de las exportaciones ha disminuido, todavía permanece en un valor alto, cerca de un 25%. De modo que la reducción de ambas demandas, la interior y la exterior, ejerció un efecto de pinzas que frenó en parte el crecimiento. Para evitar la especulación se han aplicado restricciones a las operaciones inmobiliarias pero también se está tratando de reanimar la economía interna por otros medios. A diferencia de lo que ocurre en Europa, se realizan políticas tendientes a incrementar su producción y demanda internas, como eximir de impuestos a las pequeñas y medianas empresas, aumentar los gastos sociales y activar la construcción de viviendas populares para sustituir a las inversiones privadas, que no se dirigen a los segmentos más bajos de la población.

Hasta ahora, la incorporación de China en la economía global sumó efectos diversos. Por un lado, permitió aumentar la rentabilidad de las empresas occidentales relocalizando todo o parte de la producción en territorio chino. Y creó la amenaza de desempleo: si los trabajadores se rehúsan a aceptar bajos salarios, el capital podría desplazar sus plantas u oficinas a otros sitios más baratos, como China. Por otra parte, el bajo costo de las manufacturas chinas reduce los precios de los bienes industriales y esto representa una mejora del bienestar de los consumidores.

El gobierno de Beijing tiene en este sentido una tarea pendiente, debe hacer frente a la integración de su mercado nacional, lo que supone en principio un problema económico, por la necesaria elevación de su nivel de vida de una población cuya sumatoria es la de varios países de tamaño medio. Pero también un proceso político y social difícil de controlar. Ahora bien, si China vuelca gran parte de sus recursos económicos en el desarrollo de su mercado interno, esto no significa necesariamente una disminución de su comercio exterior, porque el crecimiento hacia adentro aumentaría su demanda de productos alimenticios y materias primas. Al mismo tiempo, las presiones sociales podrían elevar los salarios reales haciendo menos competitivas sus exportaciones industriales, lo que beneficiaría a otros emergentes que rivalizan con ella.

Como dice un economista chino, Minqi Li, “el régimen de acumulación de mi país colapsará si a la larga no puede soportar las presiones sociales y políticas que todo proceso de este tipo genera”. Pero Jin Liqun, responsable del fondo soberano China Investment Corporation, señala en forma inquietante que “los problemas generados en los países europeos son el resultado de problemas acumulados por una sociedad […] con leyes sociales obsoletas, que conducen a la pereza e indolencia más que a trabajar duro”, poniendo la carreta delante de los caballos. China está en condiciones de realizar transformaciones sustanciales en el mundo si cambia algunas de las características de su propio desarrollo económico y no pretende que todos sigan su mismo curso. El retorno a un capitalismo del siglo XIX no es la solución para los problemas de nuestra sociedad.

China se presta bien al pensamiento de Borges: en ese país sus senderos se bifurcan de modo tal que, según Giovanni Arrighi, las nociones de capitalismo y socialismo no alcanzan a definir la naturaleza del régimen. A lo que debemos agregar los senderos que vuelven a la filosofía del viejo imperio, que tan bien expresan los versos de Li Yu.

Autorxs


Mario Rapoport:

Economista e historiador. Director del IDEHESI (Conicet-UBA), Investigador Superior del Conicet. Profesor Titular Consulto, FCE, UBA.