Capitalismo y criminalidad

Capitalismo y criminalidad

El neoliberalismo incrementó dramáticamente la pobreza y la desigualdad, aumentando la violencia y el delito entre los sectores sociales más desfavorecidos. La represión y el encarcelamiento indiscriminado no son la solución. La alternativa es profundizar la democracia en todos los niveles.

| Por Mariano Ciafardini* |

Si se quiere entender la llamada cuestión de la seguridad en su total complejidad no puede separarse su análisis de un encuadre histórico, político y económico que permita enlazar la fenomenología de sus efectos sociales y políticos con las bases estructurales materiales del proceso histórico y los cambios que permanentemente se producen en ellas.

De este modo, nos vemos obligados a hablar del proceso capitalista que es el marco de referencia obligado de cualquier análisis histórico político serio. Y al hablar de este proceso capitalista advertimos en forma inmediata que el mismo ha venido sufriendo cambios de mayor y menor envergadura a lo largo del tiempo, algunos de los cuales marcan verdaderas épocas o etapas en su desarrollo total.

La transformación interna del capitalismo más conocida es aquella en que el capitalismo de “libre competencia” (o capitalismo salvaje) inicial se transformó en capitalismo monopolista de Estado, inaugurando la etapa que fue mundialmente conocida (después de Lenin) como imperialismo.

Más allá de los desastres bélicos y las múltiples manifestaciones de violencia política que fueron características de la época, en términos de inseguridad de las áreas urbanas de las grandes ciudades, el imperialismo resultó ser una etapa en general de baja cantidad de delito y violencia cotidiana, tanto en el llamado mundo desarrollado como en el subdesarrollado. Y esto sin lugar a dudas estuvo vinculado con el modelo de tendencia inclusiva paradigmático del período histórico denominado de Estado benefactor, intervencionista, keynesiano (aunque los tres términos tengan sus particularidades y diferencias).

Se puede decir que durante el imperialismo las terribles expresiones de violencia bélica y de represión política anticomunista y antirrevolucionaria, que caracterizaron la estrategia capitalista general mundial, contrastaron con los bajos niveles de violencia doméstica y cotidiana, particularmente en las grandes metrópolis en tiempos de paz.

Por supuesto que estas tendencias generales de la actividad delictiva no son lineales ni regulares, como no lo es ningún proceso social, y menos aún si se lo considera a nivel mundial y de toda una época, pero aun así la tendencia es claramente apreciable.

Por ejemplo, la variación de la tasa de homicidios dolosos en Estados Unidos seguiría la tendencia general si no fuera por los altos niveles de violencia que se produjeron en el proceso de reparto de territorios y estabilización de las mafias urbanas (y rurales) que surgieron como consecuencia del auge del desarrollo de los grandes centros industriales como Chicago y Nueva York, sobre todo durante la época de la prohibición del comercio de alcohol (1920-1930) y los altos niveles de violencia de los años ’70 y ’80 con motivo de la guerra por el territorio de las mafias de la cocaína y el crack, como se ve en gráfico 3.

Pero si se hace un balance de las tendencias delictivas mundiales en grandes ciudades y zonas rurales (teniendo en cuenta lo difícil que resulta acumular información confiable de todo el período), se puede afirmar con alguna certeza que los niveles de delitos son francamente menores que los de la etapa anterior, y aun que la posterior a los años ’80.

En este sentido debe quedar en claro algo que por lo demás indica el sentido común y la observación racional de los procesos sociales: el hecho de que en la etapa imperialista el objetivo de las políticas del sistema estuvo puesto en la emulación con el campo socialista a partir de la estrategia desarrollista, lo que exigía tender al pleno empleo, la contención social y la pacificación interna mientras se desplegaba una lucha feroz interimperialista por los mercados y, particularmente, una guerra de exterminio, o en su caso tensión, de guerra de posiciones, contra el enemigo comunista mundial.

Gráfico 1. Evolución del Delito en la Ciudad de Buenos Aires 1897 a 2003 (tasa cada 100.000 habitantes)

Fuente: Revista Cuadernos de Seguridad del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos año 2010.

Gráfico 2. Evolución de la tasa de encarcelamiento en Estados Unidos cada 100.000 habitantes

Fuente: Datos del FBI en su página web.

Gráfico 3. Evolución de la tasa de homicidios en Estados Unidos 1900-2008

Fuente: Datos del FBI en su página web.

La globalización

La etapa imperialista que había venido a negar el capitalismo inicial se agotó y con ello sobrevino el nuevo giro histórico en el que el imperialismo es negado a su vez por el proceso sociopolítico y económico capitalista mundial denominado globalización, con fuerte sesgo financiero y una fuerte tendencia hacia formas del liberalismo inicial del primer capitalismo, de producción no planificada y competencia salvaje, pero haciendo síntesis con este y el imperialismo, en la nueva dinámica del capital, neoliberal globalizado, depredadora y frenética que estamos viviendo.

Más allá de las características generales de esta nueva etapa capitalista –el neoliberalismo–, la burbuja financiera, el antiestatismo, la ola privatizadora y la cultura del individualismo, los efectos de esta mezcla sintética propios de la negación de la negación en que se ha constituido la globalización dentro del proceso total del capitalismo (lo que la transforma en su tercera y última etapa), en lo que al fenómeno del conflicto y el control respecta, son varios y se encuentran claramente determinados por los resultados económicos, políticos y sociales generales.

La violencia interpersonal vuelve a tomar envergadura principalmente en las zonas urbanas de muchas regiones evocando la del primer capitalismo salvaje que se desarrolló hasta el siglo XIX con altas tasas de bandidaje, pillaje y violencia y una brutal y cruel represión por parte del poder público. Sin embargo este fenómeno adquiere ahora particulares características. Las clases bajas no son consideradas como entonces un problema que se iría solucionando con el desarrollo del sistema, sino que, como ya lo habían dejado entrever las últimas teorías criminológicas burguesas de las postrimerías de aquella primera etapa (como el biologicismo racista lombrosiano), son consideradas un mal irremediable, una carga para la civilización que debe ser pasada a pérdida, aislarse lo más posible de modo que (y esto no se dice expresamente pero queda claro como inevitable consecuencia de las estrategias que se adoptan oficialmente) se extingan o se autodestruyan, o, al menos, se autoparalicen, pasando a una suerte de existencia vegetativa social. En este esquema neomalthusiano se inaugura el fenómeno nunca antes visto de la marginalidad social que se extiende a continentes enteros como África o a culturas enteras como la islámica. Ante la desaparición del campo socialista, que se había estructurado para subsistir en la etapa imperialista pero no en el nuevo esquema globalizado del capitalismo, este se proclama vencedor absoluto y con él los “valores” de Occidente y de las clases ricas y medias, las primeras consolidadas en un estadio de hiperconcentración de riquezas (nunca antes había habido individuos que concentraran en sus manos tamañas proporciones de riqueza y poder económico) y las segundas en situaciones inestables sufriendo permanentemente la tentación del enriquecimiento y el terror de la degradación hacia la marginalidad.

En este esquema socioeconómico se acrecentaron ya desde los años previos y primeros de la globalización los delitos, particularmente aquellos de contenido económico como los robos y hurtos, pero también los circuitos de comercios ilegales.

La decadencia del capitalismo en su última y más corta etapa tiene pocos emergentes más demostrativos de su fracaso que la alienación generalizada en vastos sectores sociales, particularmente de jóvenes encerrados entre el hastío y la angustia de un mundo superficial, utilitarista al extremo, mercantilista, que condena al encierro individualista y a la tensión competitiva permanente, en fin, una selva invisible en la que, como no podía ser de otra manera, las únicas salidas, en términos individuales, son la violencia o la evasión, y muchas veces ambas combinadas.

En este fértil terreno se ha propagado como una epidemia, particularmente entre las clases medias y también bajas de los países más desarrollados, el consumo de estupefacientes. Así, la venta de drogas se ha transformado en un negocio multimillonario generando estructuras mafioso-empresariales de gran poder económico y por lo tanto de alta influencia política.

¿Cuál ha sido la estrategia de control que desarrolló el sistema frente a este escenario generado por él mismo? Una que reproduce y resulta funcional al propio sistema.

Frente al aumento de la violencia y criminalidad urbana la propuesta es la de aplicar la represión penal sin más ni más, abandonando toda consideración a las causas, siquiera inmediatas, como lo proponían las teorías sociológicas de la socialdemocracia de la época imperialista. Mediante un artificio ideológico que pretende, de modo neocontractualista, que todos estamos en las mismas condiciones de obedecer las leyes y tenemos los mismos recursos para vivir dignamente y elegir opciones de vida atractivas y con futuro (justamente cuando la realidad de las distancias sociales indica todo lo contrario), las estrategias de la globalización frente al delito, las más famosas de la cuales se agrupan bajo el eslogan de “tolerancia 0”, proponen que lo que debe hacerse es reprimir lo más severamente posible hasta la más mínima falta y poblar las cárceles con los infractores de las leyes. Con ello se asegura la reproducción de las desigualdades y la fractura social, la estigmatización de las clases bajas y pone a las clases medias en una situación de desesperación permanente y de consecuente expectativa sobre las acciones “protectoras” del Estado. Un escenario ideal para evitar la integración de los diversos sectores sociales y la reflexión sobre el funcionamiento de todo el esquema económico y político que pondría en evidencia la estratagema de híperacumulación de quienes están detrás del mantenimiento del statu quo.

Frente a la cuestión de las drogas el planteo estratégico es similar. Se declara la “guerra a las drogas”. ¿Pero en qué consiste tal acción bélica? De ninguna manera en abocarse al examen de las causas de la demanda sostenida por las sociedades de los países más desarrollados, que son precisamente los que están detrás de la proclama guerrera. No, esa situación no se toca más que con políticas superficiales hacia los síntomas, con acciones generalmente provenientes de esfuerzos de la propia sociedad civil.

Los Estados de los países dominantes, principalmente de Estados Unidos, ponen el acento en el combate a los productores y transportadores de las sustancias fronteras afuera. Allí es donde están las inversiones millonarias de la guerra contra el narcotráfico, como el “Plan Colombia” o el “Plan Mérida”. Fronteras adentro la labor policial es bien discreta y marginal, ya que de otra manera no se explicarían semejantes niveles de distribución interna para el gran mercado de consumo. Esto queda en evidencia en tanto que la venta minorista de estupefacientes, cuyos puntos de venta necesitan ser conocidos por los numerosos compradores, son siempre comidilla de los vecindarios, por lo que es imposible que escapen al conocimiento de las policías y los servicios de inteligencia.

Este esquema les permite seguir teniendo amplios sectores sociales encerrados en sus propios circuitos individualistas, consumistas y alienantes, fácilmente dominables ideológicamente, sistemas entramados de corrupción policial, administrativa y política que pone a casi todos en estado “herético” permanente y transforman al aparato del Estado en un rehén de la política de los poderosos y el establecimiento de despliegues geopolíticos externos, los que resultan indispensables para camuflar su estrategia militar imperial ya profundamente desacreditada.

Como se ve, la globalización ha generado un conflicto criminal y un control penal a su medida, tal como sucedió en las anteriores etapas del sistema.

En tanto avanza la globalización ha ido haciéndose aún más complejo el panorama de la conflictividad delictiva ya que los espacios del delito, desde la marginalidad y desde la delincuencia organizada, han ido siendo condimentados con imputaciones sobre reales o ficticias relaciones con el terrorismo internacional, particularmente de corte islámico, y con el fenómeno de la inmigración, que se agudiza a la par de la profundización de las desigualdades. En esta complicada situación nos hallamos ahora, por supuesto, con diferentes y cambiantes escenarios según la parte del planeta de que se trate.

La izquierda en general ha tardado en tomar nota de la nueva situación. Su reflejo inicial ha continuado el impulso político que tenían las posiciones de la izquierda frente al problema del delito en la época del imperialismo, que, como venimos diciendo, es parte de otra etapa histórica ya superada por el movimiento interno del propio capitalismo. Esta inercia ha llevado a los sectores más progresistas a ver en la cuestión criminal sólo estrategias de comunicación y propaganda de la derecha para distraer la atención general de los problemas reales y fortalecer los aparatos represivos mediante las campañas de “ley y orden”, tal como fue hasta los años ’80 del siglo pasado.

Pero esto ya no es así. El criminólogo marxista Jock Young, uno de los más preclaros analistas del tema por aquellos años ’60 y ’70, publicó a principios de la década de los ’80 un trabajo denominado “Qué hacer con la ley y el orden”. El título parafrasea el famoso “Qué hacer” de Lenin y advierte sobre la situación que comentamos. Allí se señala que en estas nuevas épocas la izquierda debe “tomar el delito en serio”, es decir, debe entender la complejidad de la actual situación y ver que la manifestación de la violencia delictiva ya no es “sólo” un elemento que puede manipular mediáticamente la derecha para sus propósitos de desestabilización política y concentración de poder, sino que se ha transformado en una cuestión que castiga seriamente a los sectores populares y se articula como un campo realmente existente de conflictividad, en el que se dirimen cuestiones de poder social y político. Es decir, es un escenario en el que la izquierda debe tomar posición y proponer acciones concretas, como frente a todos los otros problemas sociales que se han agudizado y de los que en última instancia la violencia delictiva es un emergente.

Digamos que la reducción de los niveles de violencia social que genera el delito y la construcción de la seguridad ciudadana son una legítima reivindicación popular, de la que la izquierda debe hacerse cargo a riesgo de que, de no hacerlo así, su “comunicación” con las masas se vea alterada y vaciada de contenido real, lo que tiene como consecuencia la cooptación de este importante ámbito de la lucha política ideológica por el discurso de la derecha y el fascismo.

Es obvio que no se puede abordar la cuestión con el discurso de derecha ni con un endulzado discurso socialdemócrata que como siempre encierra las mismas ideas de la derecha pero camufladas. En estas trampas ha caído hasta ahora la izquierda que cuando no eludió el problema o lo subestimó, remitiendo a la denuncia de una construcción social o aun conceptual elaborada desde “el poder”, quedó presa de estrategias represivas edulcoradas, de la “neosocialdemocracia”, que se presentan como una suerte de “represión blanda” o asistencialismo social clientelar.

Aquí es donde adquiere dimensión el interrogante acerca del ¿Qué hacer? de Young.

La cuestión la hemos tratado de abordar ya en anteriores publicaciones. La respuesta legítima de izquierda debe tener su base en los propios postulados leninistas desarrollados en su aplicación a las nuevas situaciones. La izquierda debe promover frente al problema de la inseguridad la movilización y organización de masas detrás de la reivindicación concreta.

En este sentido el camino es el de apoyar y comprometerse con la participación popular para el tratamiento del problema en cada área, barrio o sector urbano y aun rural. Pero esta participación no puede ser un mero ejercicio de democratismo que legitime políticas represivas o clientelares asumidas desde otros ámbitos sino que debe estructurarse a partir del objetivo de la profundización de la democracia en todos los niveles, el desarrollo de las formas de presupuesto participativo, de cogobierno municipal y local de control y participación en la administración y distribución de los recursos existentes para la prevención del delito y la violencia (ya sean recursos de vigilancia o desactivación de situaciones de violencia en curso, como recursos disponibles para la atención de las necesidades de personas en situación de alta vulnerabilidad social, por parte de todos los sectores de la comunidad), y de permanente rendición de cuentas por parte de los niveles de gobierno. Este camino no sólo garantiza la mejor y más racional aplicación de recursos que hoy se manipulan política y corporativamente sino que, lo que es más importante, inicia un ejercicio de asunción de poder popular, comuna por comuna, generando el clima necesario de movilización y organización para el regeneramiento de los lazos sociales y la motivación social general, para la construcción de ámbitos de vida de nuevo tipo, que son los únicos que podrán garantizar una verdadera seguridad democrática y popular.





* Profesor de Criminología UBA y UNQUI. Presidente del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED).